ISSN: 0185-3716 a Abril 2009 Número 460 Heroísmo ■ Baltasar Gracián ■ Joseph Campbell ■ Fernando Savater ■ Thomas Carlyle ■ Rafael Argullol ■ Bruce Meyer ■ Hugo Francisco Bauzá ■ Georges Dumézil Poema ■ Francisco Goñi Juan Marsé: Si te dicen que caí Premio Cervantes 2008 a a a a Sumario Enuma Elish Francisco Goñi El Héroe Baltasar Gracián El vientre de la ballena Joseph Campbell Esplendor y tarea del héroe Fernando Savater De los héroes, el culto de los héroes y lo heroico en la historia Thomas Carlyle Si te dicen que caí Juan Marsé Héroes románticos: El sonámbulo Rafael Argullol Contemplando nuestra imagen reflejada en un espejo, a oscuras Bruce Meyer El mito del Héroe en la antigüedad clásica Hugo Francisco Bauzá Heracles Georges Dumézil Radiografías de la palabra de Marco Perilli Por Gerardo Piña 3 4 7 9 12 15 20 22 25 28 31 Ilustraciones de Alberto Perezgrovas Fotografías tomadas del libro Art of Ancient Greece. Sculpture. Painting. Architecture de Claude Laisné, Terrail, París, 1995. número 460, abril 2009 la Gaceta 1 a a Director del FCE Joaquín Díez-Canedo Director de La Gaceta Luis Alberto Ayala Blanco Editor Moramay Herrera Kuri Consejo editorial Sergio González Rodríguez, Alberto Ruy Sánchez, Nicolás Alvarado, Pablo Boullosa, Miguel Ángel Echegaray, Martí Soler, Ricardo Nudelman, Juan Carlos Rodríguez, Citlali Marroquín, Paola Morán, Miguel Ángel Moncada Rueda, Geney Beltrán Félix, Víctor Kuri, Oscar Morales. Impresión Impresora y Encuadernadora Progreso, sa de cv Formación Miguel Venegas Geffroy Versión para internet Departamento de Integración Digital del fce www.fondodeculturaeconomica.com/ LaGaceta.asp La Gaceta del Fondo de Cultura Económica es una publicación mensual editada por el Fondo de Cultura Económica, con domicilio en Carretera Picacho-Ajusco 227, Colonia Bosques del Pedregal, Delegación Tlalpan, Distrito Federal, México. Editor responsable: Moramay Herrera. Certificado de Licitud de Título 8635 y de Licitud de Contenido 6080, expedidos por la Comisión Calificadora de Publicaciones y Revistas Ilustradas el 15 de junio de 1995. La Gaceta del Fondo de Cultura Económica es un nombre registrado en el Instituto Nacional del Derecho de Autor, con el número 04-2001-112210102100, el 22 de noviembre de 2001. Registro Postal, Publicación Periódica: pp09-0206. Distribuida por el propio Fondo de Cultura Económica. ISSN: 0185-3716 La condición heroica siempre está un paso adelante de la necesidad. El heroísmo representa la afirmación del poder, la proyección de la fuerza sobre el límite del mundo. El héroe, al igual que los dioses, se concentra básicamente en hacer de su querer poder. Podríamos decir que el héroe es el alter ego del dios en la tierra: fuerza e inteligencia unidas en el juego de los simulacros. Sin embargo, muchos héroes son simple fuerza, incapaces de convertirla en arte. Teseo y Heracles, en cambio, van más allá, “más que la fuerza, prefieren el arte aplicado a la fuerza (Calasso)”. Éste es el tipo de heroísmo que los dioses aprecian más que cualquier otra cosa en la Tierra. Pero no basta con que sean inteligentes, es necesario que trasciendan el simple raciocinio aplicado a la fuerza. Los héroes pueden tener un dominio muy amplio sobre el entorno racional, pero si no saben adaptarse y leer el mundo de los simulacros, están perdidos. Seguirán siendo fuertes, pero no efectivos. Sin embargo, en estos tiempos donde supuestamente lo razonable y la civilidad imperan, ¿cómo poder hablar todavía del héroe, de ese extraño ser que se encuentra fuera de los anhelos comunes pero que a la vez es el impulso que las masas necesitan para continuar con su incierta carrera por el fango de la existencia? ¿Cómo evocar a aquellos que desdeñan el bien más preciado de los individuos, la seguridad, cuando el valor que antaño se les atribuía ha desaparecido? La respuesta es muy sencilla: la humanidad ha estado y seguirá estando a lo largo de los tiempos bajo la sombra del héroe. Que en la actualidad la cobardía y la más patética hipocresía imperen, no quiere decir que el espíritu heroico haya dejado de enseñorearse del entorno. La figura del héroe se desdibuja cada vez más y más por el flujo deletéreo de los llamados valores humanitarios, pero sólo para emerger como alguien que sabe reírse de y con el mundo. El héroe es un aristócrata, y como todo buen aristócrata se ocupa y preocupa por los otros. Sin embargo, el impulso que lo activa se esconde bajo el velo de otros designios… designios no propiamente humanos: detrás de todo héroe se esconde un dios que desea jugar, entrar en la esfera de lo contingente, allí donde la razón es un guiño hilarante. De otra forma no podría entenderse la fuerza y el poder que expresan los guerreros en una batalla sangrienta, justo donde la seguridad es el último punto a conquistar. La presencia de dioses o de potencias inefables, junto con la ligereza y el desparpajo con que ciertos hombres abordan la existencia, es la fórmula inquebrantable que caracteriza al heroísmo. Fuerza y espíritu de ligereza, he ahí el secreto del héroe. La seguridad sólo es preciosa si antes sobrevaloramos este efímero episodio llamado vida. Y lo importante es asignarle su justo valor. En este sentido, la tarea del héroe es circundada por una ambigüedad inexorable: sin dejar de afirmar la vida hasta las heces, con toda la fuerza que se pueda, imprimiéndole el Sí que tanto apreciaba Nietzsche y sin el cual la idea de eterno retorno se desmoronaría, jamás olvidar que la existencia es un simple juego perpetrado por los dioses, o por Aquello que precisamente los dioses expresan. Héroe es quien busca la bella muerte por amor a la vida. Este número de la Gaceta no sólo rescata el espíritu heroico, sino que lo hace con un ejemplo literario contundente al publicar un adelanto de la nueva edición del clásico de Juan Marsé, Si te dicen que caí. Además, contamos con la suerte de que el fragmento aquí incluido fue escogido por el propio Marsé. El fce y La Universidad de Alcalá, con motivo del Premio Cervantes 2008, relanzan uno de los retratos más osados de la posguerra española. Y como bien señala Jesús Aguado, la importancia de esta edición radica en que “está enriquecida con los informes de la censura (‘una pura porquería’, ‘calumniosa’), un autorretrato de Juan Marsé (‘vestido de diablo’), varios textos de éste en los que da detalles del proceso de escritura y de la historia que originó la novela, y un índice onomástico toponímico”. G El Director de la Gaceta Correo electrónico [email protected] 2 la Gaceta número 460, abril 2009 a a Enuma Elish Francisco Goñi Quien posee La Tablilla de los Destinos traza con material cósmico el recorrido que han de seguir dioses y hombres. Cuando la Diosa del mar, sin sosiego en tiempos remotos decidió —iracunda— azotar al Sol, el resto de los dioses se asumieron vulnerables ante los conjuros y pensamientos graves. Sólo el Irrigador del universo cambiaría el curso del cosmos no temiendo al Leviatán ni a los hombres-escorpiones, que aun pareciendo divinidades no son más que apariencias: ¡cómo duelen las imágenes! Las palabras que cifra el destino son irrevocables. Oh Marduk de historia esférica, los vientos y el destino nuevo de los dioses dependieron de tu voluntad para conseguir que la Luna brillara siempre como joya nocturna que determina los días todos, y así, pronunciaras a Babilonia como la Morada suprema. Después del ocaso de los dioses y el tiempo desgarrado las constelaciones renacerán del cadáver de las aguas saladas. G número 460, abril 2009 la Gaceta 3 a a El Héroe* Baltasar Gracián Primor Primero Que el héroe platique1 incomprehensibilidades de caudal Sea esta la primera destreza en el arte de entendidos: medir el lugar con su artificio. Gran treta es ostentarse al conocimiento, pero no a la comprehensión; cebar la expectación, pero nunca desengañarla del todo. Prometa más lo mucho, y la mejor acción deje siempre esperanzas de mayores. Excuse a todos el varón culto sondarle el fondo a su caudal, si quiere que le veneren todos. Formidable fue un río hasta que se le halló vado, y venerado un varón hasta que se le conoció término a su capacidad; porque, ignorada y presumida, profundidad siempre mantuvo con el recelo el crédito. Culta propiedad fue llamar señorear al descubrir, alternando luego la victoria sujetos; si el que comprehende señorea, el que se recata nunca cede. Compita la destreza del advertido en templarse con la curiosidad del atento en conocerle, que suele esta doblarse a los principios de una tentativa. Nunca el diestro en desterrar una barra2 remató al primer lance; vase empeñando con uno para otro, y siempre adelantándolos. Ventajas son de ente infinito envidar mucho con resto de infinidad3. Esta primera regla de grandeza advierte, si no el ser infinitos, a parecerlo, que no es sutileza común. En este entender, ninguno escrupuleará aplausos a la cruda paradoja del sabio de Mitilene4: “Más es la mitad que el todo”, porque una mitad en alarde y otra en empeño más es que un * Baltasar Gracián, El Héroe, José J. de Olañeta, Editor, Barcelona, 2001. 1 Practique. Como en el manuscrito autógrafo se lee “exerçite”, el cambio puede obedecer a un voluntario juego disémico con “hable”. 2 Alude a “tirar la barra”, “género de diversión que para ejercitar la robustez y agilidad suelen tener los mozos”, pero también “frase con que se da a entender que se ha hecho o hace todo lo posible para conseguir lo que se pretende o desea”, y “vender a mayor y más crecido precio las cosas” (Aut.). 3 Se alude aquí a la expresión propia del argot del juego de cartas envidar el resto, apostar “todo lo que a uno le queda y tiene de caudal en la mesa” (Aut.). 4 Pítaco (c. 652-569), uno de los Siete Sabios de Grecia. “Diógenes Laercio explica la sentencia mediante una anécdota; Pítaco devolvió parte de un regalo excesivo. Parece, por otro lado, un buen lema para un gobernante que supo renunciar a tiempo” (Carlos García Gual, Los siete sabios (y tres más), Madrid: Alianza-Ediciones del Prado, 1995, pp.102-103). 4 la Gaceta todo declarado. Fue jubilado en esta, como en todas las demás destrezas, aquel gran rey primero del Nuevo Mundo, último de Aragón, si no el non plus ultra de sus heroicos reyes.5 Entretenía este católico monarca, atentos siempre, a todos sus conreyes, más con las prendas de su ánimo que cada día de nuevo brillaba, que con las nuevas coronas que ceñía. Pero a quien deslumbró este centro de los rayos de la prudencia, gran restaurador de la monarquía goda, fue, cuando más, a su heroica consorte, después de los tahúres del palacio, sutiles a brujulear el nuevo rey, desvelados a sondarle el fondo, atentos a medirle el valor.6 Pero ¡qué advertido se le permitía y detenía Fernando!, ¡qué cauto se les concedía y se les negaba! Y, al fin, ganóles. ¡Oh, varón candidado7 de la fama! Tú, que aspiras a la grandeza, alerta al primor. Todos te conozcan, ninguno te abarque; que, con esta treta, lo moderado parecerá mucho, y lo mucho, infinito, y lo infinito, más. Primor Segundo Cifrar8 la voluntad Lega quedaría el arte si, dictando recato a los términos de la capacidad, no encargase disimulo a los ímpetus del afecto. Está tan acreditada esta parte de sutileza, que sobre ella levantaron Tiberio y Luis9 toda su máquina política. Si todo exceso en secreto lo es en caudal, sacramentar una voluntad será soberanía. Son los achaques de la voluntad desmayos de la reputación; y, si se declaran, muere comúnmente. El primer esfuerzo llega a violentarlos, a disimularlos el segundo. Aquello tiene más de lo valeroso; esto, de lo astuto. Quien se les rinde, baja de hombre a bruto; quien los reboza, conserva, por lo menos en apariencias, el crédito. Arguye eminencia de caudal penetrar toda voluntad ajena, y concluye superioridad saber celar la propia. 5 Fernando el Católico, a quien, como dice más abajo, se considera heredero de la monarquía hispánica de los visigodos. 6 Alude a los aborrecidos aduladores que medran al abrigo del poder real. 7 Candidato. 8 Escribir en clave, disimular. 9 Alude a Luis xi de Francia (1423-1483), monarca inteligente, autoritario y sin escrúpulos, admirado por su astucia también en El Político. Vuelve a mencionarlo en el “Primor decimoquinto”. número 460, abril 2009 a Lo mismo es descubrirle a un varón un afecto, que abrirle un portillo a la fortaleza del caudal, pues por allí maquinan políticamente los atentos, y las más veces asaltan con triunfo. Sabidos los afectos, son sabidas las entradas y salidas de una voluntad, con señorío en ella a todas horas. Soñó dioses a muchos la inhumana gentilidad, aun no con la mitad de hazañas de Alejandro, y nególe al laureado macedón10 el predicamento a la caterva de deidades. Al que ocupó mucho mundo, no le señaló poco cielo; pero, ¿de dónde tanta escasez, cuando tanta prodigalidad? Asombró Alejandro lo ilustre de sus proezas con lo vulgar de sus furores, y desmintióse a sí mismo, tantas veces triunfante, con rendirse a la avilantez11 del afecto. Sirvióle poco conquistar un mundo, si perdió el patrimonio de un príncipe, que es la reputación. Es Caribdis de la excelencia la exorbitancia irascible, y Scila de la reputación la demasía concupiscible. Atienda, pues, el varón excelente, primero a violentar sus pasiones; cuando menos, a solaparlas con tal destreza que ninguna contratreta acierte a descifrar su voluntad. Avisa este primor a ser entendidos, no siéndolo, y pasa adelante a ocultar todo defecto, desmintiendo las atalayas de los descuidos y deslumbrando los linces de la ajena obscuridad. Aquella católica amazona, desde quien España no tuvo que envidiar las Cenobias, Tomiris, Semíramis y Pantasileas12, pudo ser oráculo de estas sutilezas. Encerrábase a parir en el retrete13 más obscuro y, celando el connatural decoro, la innata majestad echaba un sello a los suspiros en su real pecho, sin que se le oyese un ay, y un velo de tinieblas a los desmanes del semblante. Pero quien así menudeaba en tan excusables achaques de recato, ¡cómo que escrupulearía en los del crédito! No graduaba de necio el cardenal Madrucio al que aborta una necedad, sino al que, cometida, no sabe ahogarla.14 Accesible es el primor a un varón callado, calificada inclinación, mejorada del arte, prenda de divinidad, si no por naturaleza, por semejanza. Grandes partes se desean para un gran todo, y grandes prendas para la máquina de un héroe. Gradúan en primer lugar los apasionados al entendimiento por origen de toda grandeza; y así como no admiten varón grande sin excesos de entendimiento, así no conocen varón excesivamente entendido sin grandeza. Es lo mejor de lo visible el hombre, y en él el entendimiento: luego sus victorias, las mayores. Adécuase esta capital prenda de otras dos, fondo de juicio y elevación de ingenio, que forman un prodigio si se juntan. Señaló pródigamente la filosofía dos potencias al acordarse y al entender. Súfrasele a la política con más derecho introducir división entre el juicio y el ingenio, entre la sindéresis y la agudeza.15 Sola esta distinción de inteligencias pasa la verdad escrupulosa, condenando tanta multiplicación de ingenios a confusión de la mente con la voluntad. Es el juicio trono de la prudencia, es el ingenio esfera de la agudeza; cúya eminencia y cúya medianía deba preferirse, es pleito ante el tribunal del gusto. Aténgome a la que así imprecaba: “Hijo, Dios te dé entendimiento del bueno”. La valentía, la prontitud, la sutileza de ingenio, sol es de este mundo en cifra, si no rayo, vislumbre de divinidad. Todo héroe participó exceso de ingenio. Son los dichos de Alejandro esplendores de sus hechos. Fue pronto César en el pensar como en el hacer. Mas, apreciando los héroes verdaderos, equivócase en Augustino16 lo augusto con lo agudo, y en el lauro que dio Huesca para coronar a Roma17 compitieron la constancia y la agudeza. Son tan felices las prontitudes del ingenio cuan azares18 las de la voluntad. Alas son para la grandeza con que muchos se remontaron del centro del polvo al del sol, en lucimientos. Dignábase tal vez el Gran Turco desde un balcón, antes al vulgo de un jardín que al de la plaza, prisión de la majestad y grillos del decoro. Comenzó a leer un papel que, o por burla o por desengaño de la mayor soberanía, se lo voló el viento de los ojos a las hojas. Aquí los pajes, émulos de él y de sí mismos, volaron escala abajo con alas de lisonja. Uno de ellos. Ganimedes de su ingenio19, supo hallar atajo por el aire: arrojóse por el balcón. Voló, cogióle y subía cuando los otros bajaban, y fue subir con propiedad, y aun remontarse, porque el príncipe, lisonjeado eficazmente, le levantó a su valimiento. Que la agudeza, si no reina, merece conreinar. Es en todo porte la malilla20 de las prendas gran pregonera de la reputación, mayor realce cuanto más sublime el fundamento. Son agudezas coronadas ordinarios dichos de un rey. Pere- 10 Alejandro Magno, de Macedonia. Alude al tópico de que Alejandro, gran conquistador, no sabía vencer sus propias pasiones. 11 “Audacia, osadía, arrogancia con que el inferior o súbdito se atreve al príncipe o superior” (Aut.). 12 Zenobia, reina de Palmira (274), resistió la dominación romana, extendió su reino y formó una corte culta y acogedora. Tomiris, reina de los masagetas, hizo prisionero y mandó degollar al rey persa Ciro ii. Semíramis, mítica reina de Asiria y Babilonia, a las que dotó del máximo esplendor. Pentesilea, reina de las amazonas… Es decir, ejemplos de reinas admiradas en la Antigüedad. 13 Usado en el siglo xvii con el sentido de aposento muy privado, “cuarto pequeño en la casa o habitación, destinado para retirarse” (Aut.). 14 Se refiere al cardenal Cristoforo Madrucci. Gracián, como en otras ocasiones, saca la sentencia de Giovanni Botero, Detti memorabili di personaggi illustri, Venecia, 1610. 15 La sínderesis sería la capacidad natural para juzgar rectamente; el ingenio es una capacidad superior en la que se involucra la habilidad en el uso del lenguaje, sirviéndose de la agudeza. 16 Se refiere a San Agustín, “héroe verdadero” por su empeño religioso, en quien se “equivoca”, es decir, no se distingue bien, se aúnan, agudeza y grandeza. 17 San Lorenzo. 18 Desgraciadas. En el siglo xvii, azar es un término de significado negativo. “Salir azar” es malograrse o salir mal una cosa. El Diccionario de Autoridades no registra este uso adjetivado pero recuerda el refrán “hombre viejo, saco de azares”. 19 Es tópica la iconografía de Ganimedes arrebatado por el águila de Zeus. 20 “La segunda carta del estuche, superior a todas menos a la espadilla” (Aut.), pero también “comodín”. Primor Tercero La mayor prenda de un héroe número 460, abril 2009 la Gaceta 5 a a cieron grandes tesoros de monarcas, más consérvanse sus sentencias en el guardajoyas de la fama. Valióles más a muchos campiones tal vez una agudeza que todo el yerro21 de sus escuadrones armados, siendo premio de una agudeza una vitoria. Fue examen, fue pregón del mayor crédito en el rey de los sabios y en el más sabio de los reyes la sentenciosa prontitud en aquel extremo de pleitos, que lo fue llegar a pleitear los hijos; que también acredita el ingenio la justicia. Y aun en bárbaros tribunales asiste el que es sol de ella. Compite con la de Salomón la prontitud de aquel Gran Turco: pretendía un judío cortar una onza de carne a un cristiano, pena sobre usura. Insistía en ello con igual terquería a su príncipe, que perfidia a su Dios. Mandó el gran juez traer peso22 y cuchillo: conminóle el degüello si cortaba más ni menos. Y fue dar un agudo corte a la lid, y al mundo un milagro del ingenio. 21 22 Hierro, pero no se descarta el habitual juego con errar. Balanza. 6 la Gaceta a Es la prontitud oráculo en las mayores dudas, esfinge en los enigmas, hilo de oro en laberintos, y suele ser de condición de león, que guarda el extremarse para el mayor aprieto. Pero hay también perdidos de ingenio como de bienes, pródigos de agudeza para presas sublimes, tagarotes23 para las viles águilas. Mordaces y satíricos, que si los crueles se amasaron con sangre, estos con veneno. En ellos, la sutileza, con extraña contrariedad por liviana, abate, sepultándolos en el abismo de un desprecio, en la región del enfado. Hasta aquí, favores de la naturaleza; desde aquí, realces del arte. Aquella engendra la agudeza; esta la alimenta, ya de ajenas sales, ya de la prevenida advertencia. Son los dichos y hechos ajenos en una fértil capacidad semillas de agudeza, de las cuales fecundado el ingenio, multiplica cosecha de prontitudes y abundancia de agudezas. No abogo por el juicio, pues él habla por sí bastantemente. G 23 “Especie de halcón, del color del neblí, aunque más pequeño, pero de grande ánimo, tanto que acomete a todas las aves” (Aut.). número 460, abril 2009 a a El vientre de la ballena* Joseph Campbell La idea de que el paso por el umbral mágico es un tránsito a una esfera de renacimiento queda simbolizada en la imagen mundial del vientre, el vientre de la ballena. El héroe en vez de conquistar o conciliar la fuerza del umbral es tragado por lo desconocido y parecería que hubiera muerto. Mishe-Nahma, Rey de los Peces, En medio de su cólera brincó Fue relampagueando hasta la luz del sol, Abrió su enorme boca y tragó Ambos, canoa y Hiawatha.1 Los esquimales del Estrecho de Behring cuentan que un día Cuervo, el héroe de los engaños, estaba sentado secando sus ropas en una playa, cuando observó que una ballena nadaba pausadamente cerca de la orilla. “La próxima vez que salgas a tomar aire, querida, abre la boca y cierra los ojos”, gritó. Entonces se deslizó rápidamente dentro de su disfraz de cuervo, se puso su máscara de cuervo, se puso bajo el brazo unos leños para el fuego y corrió al agua. La ballena salió e hizo lo que le habían dicho. El cuervo atravesó las quijadas abiertas y fue a dar derecho al gaznate de la ballena. La escandalizada ballena brincó y saltó, pero Cuervo permaneció adentro y miró a su alrededor.2 Los zulúes tienen una historia de dos niños y su madre que fueron tragados por un elefante. “Cuando la mujer llegó al estómago del animal, vio grandes bosques y ríos y muchas tierras altas; de un lado había muchas rocas, y mucha gente que había construido allí su aldea; también había muchos perros y mucho ganado; y todo estaba dentro del elefante.”3 El héroe irlandés, Finn Mac Cool, fue tragado por un monstruo de forma indefinida de la especie conocida en el mundo céltico como un peist. La niña alemana, Caperucita Roja, fue tragada por un lobo, Maui, el favorito de la Polinesia, fue tragado por su tatarabuela Hine-nui-te-po. Y todo el panteón griego con la sola excepción de Zeus, fue devorado por su padre Cronos. * Joseph Campbell, El Héroe de las mil caras. Psicoanálisis del mito, Traducción de Luisa Josefina Hernández, fce, México, 2006. 1 Longfellow, The song of Hiawatha, viii. Las aventuras atribuidas por Longfellow al héroe iroqués Hiawatha pertenecen propiamente al héroe cultural algonquino Manabozho. Hiawatha es un personaje histórico real del siglo xvi. Ver nota, p. 268, infra. 2 Leo Frobenius, Das Zeitalter des Sonnengottes (Berlín, 1904), p. 85. 3 Henry Callaway, Nursery Tales and Traditions of the Zulus (Londres, 1868), p. 331. número 460, abril 2009 El héroe griego Héracles, habiéndose detenido en Troya cuando regresaba a su país con el cinturón de la reina de las Amazonas, descubrió que un monstruo, enviado por Poseidón, el dios del mar, asolaba la ciudad. La bestia salía a la playa y devoraba a la gente que huía por la llanura. La bella Hesione, hija del rey, acababa de ser amarrada por su padre a las rocas como un sacrificio propiciatorio, y el gran héroe visitante aceptó rescatarla por un premio. El monstruo, a su debido tiempo, rompió la superficie de las aguas y abrió su enorme boca. Héracles se zambulló en su garganta, le cortó el vientre y dejó muerto al monstruo. Este motivo popular subraya la lección de que el paso del umbral es una forma de autoaniquilación. Su parecido a la aventura de las Simplegades es obvio, pero aquí, en vez de ir hacia fuera, de atravesar los confines del mundo visible, el héroe va hacia adentro, para renacer. Su desaparición corresponde al paso de un creyente dentro del templo, donde será vivificado por el recuerdo de quién y qué es, o sea polvo y cenizas a menos que alcance la inmortalidad. El templo interior, el vientre de la ballena y la tierra celeste detrás, arriba y abajo de los confines del mundo, son una y la misma cosa. Por eso las proximidades y entradas de los templos están flanqueadas y defendidas por gárgolas colosales: dragones, leones, exterminadores de demonios con espadas desenvainadas, genios resentidos, toros alados. Éstos son los guardianes del umbral que apartan a los que son incapaces de afrontar los grandes silencios del interior. Son personificaciones preliminares del peligroso aspecto de la presencia y corresponden a ogros mitológicos que ciñen el mundo convencional, o a las dos hileras de dientes de la ballena. Ilustran el hecho de que el devoto en el momento de su entrada al templo sufre una metamorfosis. Su carácter secular queda fuera, lo abandona como las serpientes abandonan su piel. Una vez adentro, puede decirse que muere para el tiempo y regresa al Vientre del Mundo, al Ombligo del Mundo, al Paraíso Terrenal. El mero hecho de que alguien pueda burlar físicamente a los guardianes del templo, no invalida su significado, porque si el intruso es incapaz de llegar al santuario, en realidad ha permanecido afuera. Aquel que es incapaz de entender un dios, lo ve como demonio, y es así como se le impide que se acerque. Alegóricamente, pues, la entrada al templo y la zambullida del héroe en la boca de la ballena son aventuras idénticas; ambas denotan, en lenguaje pictórico, el acto que es el centro de la vida, el acto que es la renovación de la vida. “Ninguna criatura —escribe Ananda K. Coomaraswamy— puede alcanzar un más alto grado de naturaleza sin dejar de la Gaceta 7 a existir.”4 Por supuesto que el cuerpo físico del héroe puede ser en realidad asesinado, desmembrado y esparcido por la tierra o el mar, como en el mito egipcio del salvador Osiris, que fue tirado al Nilo dentro de un sarcófago por su hermano Set;5 cuando regresó de entre los muertos su hermano lo asesinó de nuevo, partió su cuerpo en catorce pedazos y los esparció por la tierra. Los Héroes Gemelos de los Návajo tuvieron que pasar no sólo por entre las rocas que chocaban, sino por las púas que atraviesan al viajero, por los cactos que lo hacen pedazos y las arenas ardientes que lo sofocan. El héroe cuya liga con el ego ya está aniquilada, cruza de un lado y de otro los horizontes del mundo, pasa por delante del dragón tan libremente como un rey por todas las habitaciones de su casa y allí nace el poder de salvar, porque el haber pasado y haber retornado demuestra que, a través de todos los antagonismos fenoménicos, lo Increado-Imperecedero permanece y no hay nada que temer. Y así es como en todo el mundo los hombres cuya función ha sido hacer visible en la Tierra el misterio fructificador de la vida, simbolizado en la muerte del dragón, han llevado a cabo en sus propios cuerpos el gran acto simbólico, diseminando su carne, como el cuerpo de Osiris, para la renovación del mundo. En Frigia, por ejemplo, en honor del salvador Attis, crucificado y resucitado, se corta un pino el día veintidós de marzo, y se lleva al santuario de la diosa-madre, Cibeles. Allí es envuel- a to en tiras de lana como un cuerpo y adornado con coronas de violetas. La efigie de un joven era amarrada al tronco. Al día siguiente tenían lugar un lamento ceremonial y toque de trompetas. El veinticuatro de marzo se conocía como el Día de la Sangre: el gran sacerdote sacaba sangre de sus brazos que presentaba como ofrenda; el sacerdotado inferior danzaba a su alrededor una danza religiosa, bajo el sonido de tambores, cuernos, flautas y címbalos, hasta que en un rapto de éxtasis, desgarraban sus cuerpos con cuchillos para salpicar el altar y el árbol con su sangre, y los novicios, en imitación del dios cuya muerte y resurrección estaban celebrando, se castraban a sí mismos y se desmayaban.6 Con el mismo espíritu, el rey de las provincias indias del sur de Quilacare, al completar el duodécimo año de su reinado, en un día de solemne festival, construía un tablado de madera y lo cubría con colgaduras de seda. Después de haberse bañado ritualmente en un tanque, con grandes ceremoniales y al sonido de la música, venía al templo, en donde adoraba a la divinidad. Después subía al tablado y, ante el pueblo, tomaba unos cuchillos afilados y empezaba a cortarse la nariz, las orejas, los labios y todos sus miembros y la mayor cantidad de carne que podía. Todo lo tiraba a su alrededor, hasta que había perdido tanta sangre que empezaba a desmayarse y finalmente se cortaba la garganta.7 G 6 4 Ananda K. Coomaraswamy, “Akimcanna: Self-Naughting” (New Indian Antiquary, vol. iii, Bombay, 1940), p. 6, nota 14, donde cita y discute a Tomás de Aquino, Summa Theologica, i, 63, 3. 5 El sarcófago o ataúd es alternativa del vientre de la ballena. Compárese con Moisés entre los juncos. 8 la Gaceta Sir James G. Frazer, La rama dorada (Fondo de Cultura Económica, México, 1956), p. 404. 7 Duarte Barbosa, A Description of the Coasts of East Africa and Malabar in the Beginning of the Sixteenth Century (Hakluyt Society, Londres, 1866) p. 172; citado por Frazer, op. cit., p. 323. Éste es el sacrificio que rehusó el rey Minos cuando retuvo el toro de Poseidón. Como ha demostrado Frazer, el regicida ritual tiene una tradición general en el mundo antiguo. “En la India meridional —dice— el rey gobernaba y terminaba su vida con la revolución del planeta Júpiter alrededor del Sol. En Grecia, por otra parte, el destino del rey parece quedar suspendido de la balanza al cabo de cada ocho años”… “Sin ser demasiado aventurado, podemos conjeturar que el tributo de las siete doncellas y siete donceles que los atenienses tenían obligación de enviar a Minos cada ocho años, tenía alguna relación con la renovación de los poderes reales para otro ciclo óctuplo” (ibid., p. 329). El sacrificio del toro exigido a Minos, entrañaba que él mismo había de sacrificarse, según el modelo de la tradición heredada, al terminar el ciclo de ocho años. Pero parece que él ofreció, en su lugar, el sustituto de los jóvenes y las doncellas atenienses. Ello tal vez explica cómo el divino Minos se convirtió en el monstruo Minotauro, el rey autoaniquilado, en el tirano Garra, y el Estado hierático, en el cual cada hombre cumple su papel, en el imperio comerciante, en el cual cada uno marcha por su cuenta. Tales prácticas de sustitución parecen haberse convertido en generales a través de todo el mundo antiguo hacia el fin del gran periodo de los primeros estados hieráticos, durante los milenios tercero y segundo a. C. número 460, abril 2009 a a Esplendor y tarea del héroe* Fernando Savater “El verdadero deseo del hombre heroico es la juventud eterna y la paridad con los dioses.” J. Burckardt: Historia de la cultura griega “L´imagination est toujours jeune.” G. Bachelard Héroe es quien logra ejemplificar con su acción la virtud como fuerza y excelencia. En esta definición la mayoría de los términos no pueden ser conceptualizados rigurosamente, sólo pueden ser descritos de modo narrativo, por medio de cuentos o mitos alusivos; guardarán hasta el final su esencial ambigüedad, y es preciso que así ocurra, si no queremos pecar a la vez contra la honradez científica y poética. En el terreno de la ética, todo aquello que no es ambiguo —todo aquello cuya lectura pretende ser inequívoca— es dogma eclesiástico o código penal; el procedimiento narrativo, por su parte, también tiene truco, pero lo confiesa de antemano y está dispuesto a desmentirse en su camino cuanto haga falta para que el truco nunca se olvide del todo… y por otra parte siga funcionando. Si así se quiere ver, la diferencia entre quienes pretenden poseer una ciencia del hombre (sea ésta la episteme platónica, el conocimiento empírico-experimental o —como es lo más común— un híbrido de ambos) y quienes prefieren tejer historias reflexivas respecto a él, es la misma que existe entre los brujos que practican la magia negra o la necromancia y los ilusionistas de conejito en la chistera: todos juegan con la credulidad del público y con la propia, pero los segundos confiesan de entrada que se proponen engañar como vía de deleite, mientras que los primeros nunca dejan de sostener su muy veraz relación directa con Satán1. ¿Cuál es la ilusión que la ética narrativa pretende resguardar o propagar? La confianza en que la acción humana está abierta a lo posible tanto como condicionada por lo necesario (y que para los propósitos de dicha acción, lo posible es más relevante y significativo que lo necesario); la creencia mítica en que la sensibilidad (o sensualidad) y la racionalidad humanas bastan para fundar, mantener y transformar los valores y normas que regulan la vida de los hombres; la obstinación en defender lo que exalta jubilosamente al hombre y le hace sentirse más firme y más libre. Volvamos a la definición del héroe con la que comenzamos. En el héroe se ejemplifica que, realmente, la virtud es fuerza y excelencia, es decir, el héroe prueba que la virtud es la acción triunfalmente más eficaz. Aceptemos para seguir jugando que virtud es un comportamiento socialmente admirable en el que los hombres reconocen su ideal activo de dignidad y gloria. A la virtud —que etimológicamente proviene de vir, fuerza o valor— se le reconoce una eficacia excelente, pero tal reconocimiento teórico y edificante está constantemente desmentido por la acumulación de fracasos concretos de la conducta virtuosa que cualquiera puede constatar en la vida cotidiana. Se fragua así una sabiduría práctica antivirtuosa, que aconseja con cínica discreción la renuncia a la virtud, aun aceptando ésta como un monumento útil de coacción y cohesión social. Y es que la virtud, como lo más propiamente humano, debe triunfar o ser rechazada; el hombre quiere vencer, porque lo que no vence está ya como muerto y “nada peor que estar muerto antes de morir”, según advirtió Séneca. Para obviar este problema, algunos defensores de la virtud, no pudiendo negar su derrota en este mundo, han asegurado su recompensa triunfal en otro, más allá de la muerte. Pero este triunfo es muy relativo, porque exige la complicidad de la muerte misma y en último término supone la más plena derrota de la vida que conocemos, aniquilada en beneficio de la realidad del otro mundo de recompensa o castigo. Hay otra posibilidad, sin embargo, de ver a la virtud como vencedora contra la inercia viciosa del mundo: la proeza del héroe. Allí la virtud no sólo no fracasa, sino que cobra su sentido, es decir manifiesta por qué es considerada como virtud: el héroe no sólo hace lo que está bien, sino * Fernando Savater, La tarea del héroe, Taurus, Madrid, 1986. 1 Una formulación extrema de una óptica filosófica semejante a la que aquí propongo se halla en la siguiente cita de Santayana, que me influyó decisivamente al comienzo de mi tarea especulativa y que, aún sin suscribirla hoy ya plenamente, me sigue pareciendo fundamentalmente correcta: “Toda la filosofía inglesa y alemana es mera literatura. En sus más profundos alcances, apela simplemente a lo que el hombre se dice a sí mismo cuando repasa sus aventuras, cuando vuelve a pintar sus perspectivas, cuando analiza sus ideas curiosas, cuando atisba su origen e imagina las variadas experiencias que le gustaría poseer, acumulativa y dramáticamente unificadas. El universo es una novela cuyo héroe es el ego; y la amplitud de la ficción (cuando el ego es culto y omnívoro) no contradice su esencia poética. La composición puede ser pedante, o insípida, o recargada; pero por otra parte es a veces sobremanera honesta y atrayente, como la autobiografía de un santo; y, tomada como las confesiones de un escepticismo romántico que trata de sacudirse el arnés de la convención y de las palabras, puede tener gran profundidad e interés dramático. Pero ni uno solo de sus términos, ni una sola de sus conclusiones tiene el menor valor científico; y sólo cuando esa filosofía es buena literatura sirve para algo” (Diálogos en el limbo). Como puede verse, George Santayana llega aquí a conclusiones parecidas a las de Rüdolf Carnap en su célebre texto derogatorio de la metafísica, aunque el rumbo filosófico por el que ambos optaron no puede ser más opuesto. Personalmente, confieso que no creo que la forma de superar la novela del ego sea pontificar desde la ciencia del id, pues el milagroso inconsciente también es uno de los proyectos heroicos del protagonista que narra… número 460, abril 2009 la Gaceta 9 a que también ejemplifica por qué está bien hacerlo. La mayoría de los hombres acatan las virtudes como algo ajeno, impuesto, en buena medida convencional y, por tanto, discutible: pero en el héroe la virtud surge de su propia naturaleza, como una exigencia de su plenitud y no como una imposición exterior. El héroe representa una reinvención personalizada de la norma. A fin de cuentas, la virtud es tal porque expresa la fuerza del héroe, mientras que no puede decirse que el héroe sea tal por atenerse a la prescripción virtuosa; lo valioso de la virtud reside en su ejecutante ejemplar, el héroe, y no al revés. Aristóteles insiste repetidas veces en que las virtudes no pueden ser definidas ni aprendidas abstractamente, sino que han de ser imitadas de la conducta del hombre excelente, el spoudaios. ¿Qué es la magnanimidad, el valor o la justicia? Lo que practican el magnánimo, el valiente y el justo. La aparente circularidad de este respuesta nos recuerda que el adjetivo precede aquí al nombre y lo posibilita; el atractivo de la virtud viene de la seducción práctica del héroe que la encarna (y del que quizá no sea posible separarla sin pervertirla o volverla mezquina) y no de una norma convencional establecida socialmente por razones utilitarias. Como dice bellamente Hermann Nohl, “el ideal es la fuerza alegre” y añadamos que debe encarnar en el hombre excelente para ser reconocido como tal. El héroe es quien quiere y puede. Dejemos por un momento aparte toda nuestra poética moderna del fracaso, la melancólica glorificación de la derrota como dignidad ante lo ineluctablemente adverso (para Hermann Melville, por ejemplo, “sólo 10 la Gaceta a cuando un hombre ha sido vencido puede descubrirse su verdadera grandeza”): ser derrotado —querer y no poder, poder pero no lograr querer— es lo fácil; lo difícil es triunfar, querer y poder. En la actividad victoriosa, lograda, reconocemos nuestra independencia relativa de lo necesario y nuestro parentesco con los dioses, con lo que forma el sentido del mundo. Los ejemplos heroicos inspiran nuestra acción y la posibilitan: cuando actuamos, siempre adoptamos en cierto modo el punto de vista del héroe y nada lograríamos hacer si no fuera así. Por ridículo que sea exteriorizarlo enfáticamente, todo hombre sano y cuerdo, activo, vive alentado por la saga de sus hazañas y es noble y acosado paladín ante su fuero interno. No es incompatible este saludable delirio con la lúcida visión de nuestra condición menesterosa, sino que es en parte corregido por ella, pero en parte sirve para corregirla. Alguien tan antiheroico como Pascal, hablando de una religión tan (aparentemente) antiheroica como el cristianismo, tuvo que admitir: “El cristianismo es extraño; ordena al hombre reconocer que es vil e incluso abominable, y le ordena querer ser semejante a Dios. Sin tal contrapeso esta elevación le volvería horriblemente vano, o este rebajamiento le volvería horriblemente abyecto.” El reino de la aventura El mundo del héroe es la aventura: en ella hay que buscarle y allí alcanza la plenitud de su perfil. Por supuesto, todo puede ser aventura, pues ésta resulta en buena medida de una disposición número 460, abril 2009 a subjetiva favorable; Chesterton cuenta en su autobiografía cómo recorría Londres envuelto en su capa y empuñando su bastón-estoque, con una ferviente vivencia aventurera aunque externamente nada fuera de lo normal le ocurriese, y Julio Cortázar narra en una de sus historias de cronopios la portentosa odisea del valiente que abandona una tarde su butaca, desciende la escarpada escalera, desafía el tráfico de la calle, viaja hasta la esquina, compra el periódico y, navegando contra viento y marea, retorna triunfalmente al sillón de su Itaca. Del mismo modo, las peripecias objetivamente más arriesgadas pueden ser vividas de modo rutinario y hasta con fastidio: no es imposible el bostezo del cazador profesional ante el león… En cualquier caso, no vendrá mal intentar caracterizar de modo un poco más preciso el orden de la aventura, con trazos que el criterio del lector deberá decidir si son subjetivos, objetivos o fruto del inevitable mestizaje. Tres rasgos principales pueden señalarse como señales que acompañan y anuncian la aventura: a) La aventura es un tiempo lleno, frente al tiempo vacío e intercambiable de la rutina. Como dictaminó John Donne, “nadie duerme en el carro que le lleva al patíbulo”; del mismo modo, nadie vive las horas del riesgo o del amor con el laxo desinterés con que transcurre la medida isócrona de la oficina. Por las horas rutinarias hemos pasado, como quien transita abstraído y desganado por los pasillos demasiado extensos de un aeropuerto en el que nada ni nadie nos espera; el tiempo no condesciende a identificarse y en ocasiones podemos dudar, como cierto personaje de García Márquez, si hoy es el martes pasado o el jueves de la semana que viene. Pero el tiempo aventurero es realmente nuestro y la relación que mantenemos con él se hace apasionada, más allá de cualquier módulo convencional, pues puede ser nuestro mejor cómplice o implacable tirano. Cada segundo es diferente y nos interpela directamente; ni siquiera puede hablarse de segundos o días, pues ese tiempo no se mide, sino que se saborea o se sufre, pero en cualquier caso se niega a presentarse de manera homogénea para plegarse a cualquier baremo objetivo. En una palabra, el tiempo en la aventura es el marco dramático de lo que pasa, mientras que en la rutina todo pasa para llenar de algún modo el hueco bostezante del tiempo. b) En la aventura, las garantías de la normalidad quedan suspendidas o abolidas. Vivimos sustentados por certezas que no nos número 460, abril 2009 requieren, pero que nosotros sí requerimos y resguardados por frágiles mecanismos que defienden nuestra tranquilidad. Un entorno familiar, costumbres entre las que nos movemos con soltura, escasas agresiones del clima o las fieras, instituciones teóricamente encargadas de impedir la violencia entre los individuos, rituales amorosos “decentemente” codificados… Las alternativas que se presentan a nuestra opción individual son limitadas y las consecuencias de una elección errónea rara vez irreparables. Con vivir un papel o grupo de papeles socialmente nítidos y garantizados, podemos afrontar todas las perplejidades de nuestra conservación. Pero en la aventura nadie puede decidir por nosotros ni está determinado de antemano cuál es el comportamiento correcto que requiere la ocasión: es un ámbito inseguro e imprevisible. Por eso aumentan las probabilidades de la aventura según aumenta el exotismo, es decir, según nuestros puntos de referencia se hacen más remotos o acaban por desvanecerse: países extranjeros, costumbres desconocidas, naturaleza indómita, violencia interpersonal frente a la que no tenemos otra defensa que nuestros propios recursos, amores que rompen con la moderación o la decencia debidas… Los objetivos de la aventura no suelen ser discretamente gradúelas ni las recompensas que en ella se proponen son de naturaleza habitual o lícita: todo en ella tiene el sello de la intensidad, del esfuerzo, de la sorpresa, de la pasión, del tesoro… c) En la aventura siempre está presente la muerte. Por supuesto, pudiera decirse que tal asistencia nunca falta a ningún evento humano, pero en el caso de la aventura la presencia de la muerte no es ocasional, sino esencial: la muerte es lo desafiado, aquello cuyo testimonio de autenticidad aventurera se requiere. Es precisamente este protagonismo de la muerte lo que diferencia a la aventura del juego, o bien lo que convierte ciertos juegos en aventuras. La medicina de la inmortalidad crece precisamente allí donde todo puede matar; y el aura ultravital del héroe aventurero (tal es el caso del guerrero, del alpinista o del torero) es la de quien se ha frotado frecuentemente con la muerte y ha obtenido de ella vacuna y no contagio. En verdad, el aventurero no se juega la vida, pues ésta es precisamente lo que pretende ganar de modo reafirmado y merecido: se juega la muerte, el lote inevitable de la cotidianidad anestesiada, la permanente coartada de lo que impone su mediocridad sin peligro y abomina del arriesgado esplendor. G la Gaceta 11 a a De los héroes, el culto de los héroes y lo heroico en la historia* a Thomas Carlyle El héroe como divinidad. Odín. El paganismo: mitología escandinava (Martes, 5 de mayo de 1840.) Me he propuesto deciros algo sobre los Grandes Hombres;1 cómo surgieron en el tráfago del mundo; cómo moldearon la historia del mundo; qué ideas tuvieron de ellos los hombres; qué hicieron. Vamos a tratar de los Héroes, de su acogida y de sus obras; lo que llamo Culto de los Héroes y lo Heroico en la Historia. Es imposible reflexionar en este momento sobre tan importante y extenso tema con el detenimiento que merece, por ser ilimitado y tan amplio como la Historia Universal. Ésta, el relato de lo que ha hecho el hombre en el mundo, es en el fondo la Historia de los Grandes Hombres que aquí trabajaron. Fueron los jefes de los hombres; los forjadores, los moldes y, en un amplio sentido, los creadores de cuanto ha ejecutado o logrado la humanidad. Todo lo que vemos en la tierra es resultado material, realización práctica, encarnación de Pensamientos surgidos en los Grandes Hombres. El alma universal puede ser considerada su historia. Evidentemente, es una materia que supera nuestra potencia de juicio. Me alivia pensar que los Grandes Hombres son provechosa compañía, en todos sus aspectos. No es posible contemplar a un gran hombre sin que nos reporte beneficio, por imperfecta que fuere nuestra consideración. Es fuente de viva luz, cuyo contacto es bueno y placentero, la luz que ilumina, que ha iluminado la tiniebla del mundo; no lámpara encendida, sino luminaria natural que brilla por el don de los Cielos; manantial refulgente que irradia discernimiento natural y original, de hombría y de nobleza heroica, en cuyo resplandor se regocijan todas las almas. Estoy seguro os agradará vagar un instante por tales regiones. Las Seis clases de Héroes, elegidos en distantes países y épocas, que difieren por completo en cuanto a su apariencia exterior, nos aclararán muchas cosas, si los consideramos fielmente. De comprenderlos, nuestra mirada penetrará en la médula de la historia del mundo. Grande sería mi gozo si pudiera revelaros en estos tiempos el significado del heroísmo, * Thomas Carlyle y R. W. Emerson, De los héroes. Hombres representativos. Conaculta/Océano, España, 1999. 1 Consérvase en esta traducción el mismo uso de las mayúsculas para determinadas palabras: Grandes Hombres, Héroes, Culto de los Héroes, y de Heroico, Historia Universal, Historia de los Grandes Hombres, etc., característico del original inglés. (Nota del Editor.) 12 la Gaceta aunque fuere a grandes rasgos; la relación divina (pues bien puedo llamarla de este modo) que une al Gran Hombre con los demás de todas las épocas, sin agotar el tema, iniciándolo tan sólo. Mi deber es intentarlo y a toda costa. Con razón se dice que el hecho culminante del hombre es su religión. De un hombre o un pueblo de hombres. No entiendo aquí por religión el credo profesado por él, los artículos de fe aceptados o defendidos de palabra u otro modo; ni ese conjunto ni nada de eso en muchos casos. Los que se distinguieron por su valía o por su vileza no profesaron todos los mismos credos. No considero religión esas creencias y aceptaciones, por ser muchas veces cosas accesorias, producto de su argumentación, si llega a tal profundidad. Lo que realmente cree (cosa que basta, sin que argumente para sí y menos para los demás), lo que el hombre toma a pecho, lo que sabe de cierto referente a sus relaciones vitales con este misterioso Universo, su deber y destino es siempre lo principal para él, determinando todo lo demás, produciéndolo. Eso es su religión, o tal vez su mero escepticismo e irreligión: la manera cómo se siente unido espiritualmente al Mundo Invisible o al No-Mundo; si me decís qué es eso, me diréis cabalmente qué es el hombre, qué hará. Por eso lo primero que preguntamos de un hombre o de un pueblo es: ¿Qué religión tenían? ¿Paganismo, es decir, politeísmo, mera representación sensual del Misterio de la Vida, creencia en la Fuerza Física como elemento principal? ¿Cristianismo, o sea fe en lo Invisible, no sólo como real sino única realidad? ¿Creían en el tiempo basado en la Eternidad hasta en su mínimo instante? ¿El Imperio Pagano de la Fuerza desplazado por una más noble supremacía, la de la Santidad? ¿Era Escepticismo incertidumbre e indagación sobre si hay Mundo Invisible, algún Misterio de la Vida, algo más que locura? ¿Duda sobre todo eso? ¿Incredulidad y negación rotunda? Si alguien satisface nuestra curiosidad nos revela el espíritu de la historia del hombre o del pueblo. Sus pensamientos fueron los generadores de sus actos; sus sentimientos, genitores de sus pensamientos: lo que determinó lo exterior y actual fue lo invisible y espiritual que en ellos había; el hecho culminante fue su religión. En estas Conferencias conviene encarar principalmente la faz religiosa, pues una vez conocida, poseemos el secreto. Como primer Héroe hemos elegido a Odín, figura central del Paganismo escandinavo; para nosotros es emblema de extensísima serie de cosas. Consideremos un momento al Héroe como Divinidad, la más remota forma de Heroísmo. El paganismo parece cosa muy extraña, casi inconcebible hoy. Es una vertiginosa maraña de ilusiones, de inextricables número 460, abril 2009 a confusiones, falsedades y absurdos que se extiende sobre el campo de la vida; algo que nos llena de estupor, casi de incredulidad, porque no es fácil comprender cómo pudo el hombre sensato creer y vivir sin zozobra profesando tales doctrinas. Que pudieran adorar a su débil congénere como a un Dios, y no sólo a él, sino a los animales, piedras y toda clase de cosas animadas e inanimadas, aceptando tan absurdo caos de alucinaciones como Teoría del Universo, parécenos fábula fuera de razón. Sin embargo, es evidente que así fue. Ése era el atroz laberinto de falsas adoraciones y erróneas creencias, admitidas por seres como nosotros, su extraño modo de pensar. No obstante, podemos asomarnos triste y silenciosamente a las tenebrosas profundidades del hombre, para poder regocijarnos en las alturas, de la pura visión que ha escalado. Todo eso estaba y está en el hombre, en todos los hombres; en nosotros, también. Algunos especuladores llegan a explicar el Paganismo por un atajo: mera ficción, superchería y engaño, dicen; ningún sensato lo creyó; lo único que hicieron fue esforzarse por arrastrar a los demás. Indignos del calificativo de cuerdos. Hay que protestar insistentemente contra esta hipótesis sobre los hechos e historia del hombre: por eso la rechazo en lo referente al Paganismo, y demás ismos a que el hombre se aferró durante mucho tiempo. Todos contenían alguna verdad; de no ser así, el hombre no los hubiera aceptado; la superchería y el engaño abundan, sobre todo en los períodos más avanzados de decadencia religiosa, pero la superchería no fue nunca influencia originaria en tales cosas; no fue su salud y su vida, sino su morbo, seguro precursor de su agonía. No lo olvidemos nunca. Creo triste hipótesis que la superchería originase la fe, aun entre los salvajes. La superchería no origina nada; lo que hace es sofocarlo todo. No es posible penetrar en el corazón de una cosa si sólo nos fijamos en su ficción, si no la rechazamos de una vez, como morbosidad, corrupción, que todo mortal debe alejar, desarraigar de su pensamiento y carácter. El hombre es enemigo natural del engaño en todos los pueblos. Creo que el Gran Lamaísmo contiene una especie de verdad. Leed el imparcial, perspicaz, escéptico escrito de Turner Memoria de la Embajada a dicho país y lo observaréis. La sencilla gente del número 460, abril 2009 Tibet cree que la Providencia envía al mundo una Encarnación de sí misma cada generación; en el fondo cree en una especie de Papa, en la existencia de un Hombre Superior que, una vez descubierto, debe gozar del acatamiento de todos los demás. Ésta es la verdad del Gran Lamaísmo: el descubrimiento es su único error. Los sacerdotes tibetanos tienen sus métodos para reconocer al Hombre Superior, llamado a ser sublime entre ellos. Malos métodos, pero ¿son mejores los nuestros, que lo encarnan siempre en el primogénito de cierta genealogía? ¡Ay de mí!, no es fácil encontrar buenos métodos. Empezaremos a entender el Paganismo cuando admitamos que para sus adeptos fue axioma en una época. Aceptemos como cierto que los hombres creyeron en el Paganismo, que los fieles veían que sus sentidos no estaban alterados, que eran hombres como nosotros, que de haber vivido entonces, hubiéramos creído como ellos. Ahora preguntemos, ¿qué pudo ser el Paganismo? Otra conjetura, algo más respetable, lo atribuye a la Alegoría, considerándolo visión de poéticas imaginaciones, manifestación en fábula alegórica, en forma encarnada y visible, de lo que tales mentes concibieron y creyeron era el Universo, lo cual, añaden, está de acuerdo con una ley principal de la naturaleza humana, que se observa aún, aunque en cosas de menor importancia. El hombre se esfuerza por expresar, por ver representado en forma visible, como animado por una especie de vida y realidad histórica, aquello que siente intensamente. Es indudable que dicha ley existe, que es de las más profundas de la naturaleza humana; tampoco hay que dudar que influyese fundamentalmente en esto. La hipótesis que atribuye el Paganismo, por entero, o en su mayor parte, a esta propensión, la considero más respetable, pero no puedo tenerla por verdadera. ¿Puede creerse adoptando como guía para la vida, una alegoría, una fantasía poética? Lo que necesitamos no es eso, sino realidad, porque la vida es inquietud, no siendo tampoco fantasía la muerte para el hombre. Nunca fue la vida cosa sin trascendencia, sino severa realidad, grave desasosiego. Por eso creo que, si bien esos teóricos de la Alegoría van camino de la verdad, no llegan hasta ella. La Religión Pagana es ciertamente Alegoría, Símbolo de lo que el hombre conce- la Gaceta 13 a a bía y sabía sobre el Universo; todas las Religiones son Símbolos de lo mismo, alterándose cuando eso otro se altera; mas me parece una perversión radical, y hasta una inversión, considerarlo como origen y causa motriz, cuando más bien fue resultado y efecto. Los hombres no ansiaban bellas alegorías, perfectos símbolos poéticos, sino saber cómo debían entender el Universo, qué camino tenían que seguir, qué esperanzas y temores podían abrigar, lo que debían procurar y evitar en esta misteriosa Vida. El Pilgrim’s Progress2 es Alegoría, tan bella y seria como otra cualquiera; pero consideremos si la Alegoría de Bunyan pudo haber precedido a la Fe que simboliza. La Fe tenía que existir antes, admitida por todos; entonces la Alegoría pudo transformarse en su sombra, y, con toda su gravedad, en especie de sombra jocosa, mero juego de la Fantasía, comparada con el Hecho pavoroso y certidumbre científica que se esfuerza en simbolizar poéticamente. La Alegoría es producto de la certidumbre, pero no la produce, ni en el caso de Bunyan ni en otro alguno. Porque aún tenemos que averiguar, en cuanto al Paganismo, qué originó aquella certidumbre científica, germen de tan pasmoso cúmulo de Alegorías, errores y confusiones. ¿Cómo era? ¿Qué era? Vana sería la pretensión de explicar aquí, o en otro lugar, este lejano y nebuloso fenómeno del Paganismo, más semejante a un campo de nubes que a un remoto continente de tierra firme y de realidades. Ya no es actual, pero lo fue. Forzoso es comprender que ese aparente campo de nubes fue realidad; que su origen no era alegoría poética y menos todavía ficción y engaño. Nunca creyó el hombre en vana palabrería, ni arriesgó la vida de su alma en alegorías; en toda época, especialmente en las primitivas, descubrió instintivamente la falsedad, odió a los impostores. Abandonemos las teorías de la ficción y la alegoría, procuremos escuchar con afectuosa atención ese lejano y confuso rumor de los siglos de Paganismo, intentemos descubrir por lo menos si había en su entraña algo semejante a la realidad, y si los hombres no fueron falaces y ofuscados, sino veraces y cuerdos en su sencillez. Recordad la fantasía platónica que supone sacan súbitamente a un hombre de la tenebrosa caverna en que vivió hasta entonces, para ver la salida del sol. ¡Cuál sería su maravilla! ¡Cuál su avasalladora sorpresa al ver lo que todos vemos diariamente con indiferencia! Con la inocente sensación del niño, acompañada de la madura reflexión del hombre, su corazón se enardecería ante el espectáculo, creyéndolo divino, prosternándose su espíritu y adorándolo. Esa grandeza infantil fue la que dominó los pueblos primitivos. El primer Pensador Pagano entre los rudos hombres, el primer mortal que comenzó a pensar, fue precisamente el hombre-niño de Platón, sencillo, ingenuo como el niño, pero con la profundidad y fuerza del hombre. La Naturaleza no tenía nombre para él; aún no había relacionado, aplicando vocablos, la infinita variedad de visiones, sonidos, formas y movimientos que ahora denominamos Universo, Naturaleza, o cosa parecida, y que despachamos así con una palabra. Para el hombre rudo, de a corazón profundo, todo era nuevo, sin los velos de nombres o de fórmulas; allí estaba desnudo, lanzando sus rayos sobre él, hermoso, pavoroso, inefable. Para ese hombre la Naturaleza era lo que es siempre para el Pensador y el Profeta, preternatural. ¿Qué es la tierra verde, florida y rocosa, los árboles, los montes y los ríos, los clamorosos océanos, ese profundo mar de azul que se dilata sobre nuestras cabezas, los vientos que barren la tirra, la negra nube que varía su forma que despide fuego, granizo y lluvia?, ¿qué es todo eso? Aún no lo sabemos de cierto; no lo sabremos nunca. Si escapamos a la dificultad no es por discernimiento superior, sino por ligereza, distracción, falta de entendimiento. Cuando cesamos de maravillarnos es cuando no pensamos. Estamos rodeados de una atmósfera de tradiciones, frases, meras palabras, que adquiere consistencia y encierra las nociones que adquirimos. Al fuego lanzado por el nubarrón tormentoso llamamos electricidad, disertando sabiamente sobre ella, produciendo una chispa semejante frotando el cristal contra la seda; pero ¿qué es? ¿Qué la origina? ¿De dónde proviene? ¿Adónde va? Mucho nos ha enseñado la ciencia; pero la que nos oculta la inmensa infinitud profunda y sagrada de la Nesciencia que nunca podemos penetrar, sobre la que toda ciencia reposa como mera película superficial, es una pobre ciencia. El mundo es milagro para el que lo contempla (a pesar de toda nuestra ciencia o ciencias), maravilloso, inescrutable, mágico y mucho más para el que quiere meditar sobre él. El gran misterio del Tiempo, de no haber otro, esa cosa ilimitada, silenciosa, inestable, llamada Tiempo, que transcurre veloz, especie de marea oceánica que lo abarca todo, en el que estamos sumergidos los seres y el completo universo como exhalaciones, que son y luego no son, será siempre un milagro que nos hace enmudecer, porque no disponemos de palabras para definirlo. ¿Qué podía saber de este Universo el hombre inculto? ¿Qué podemos saber nosotros? Que es Fuerza, innumerable Complejidad de Fuerzas, una Fuerza que no es nosotros. Eso es todo; que no es nosotros, que difiere por completo de nosotros. Fuerza, Fuerza y Fuerza en todas partes; somos misteriosa Fuerza en el centro de esa otra. En toda hoja que se pudre en el camino hay Fuerza; si no, ¿cómo se pudriría? Para el Pensador Ateo (de ser posible su existencia), sería también milagro este inmenso e infinito vórtice de Fuerza que nos rodea, que no reposa nunca, gigantesco como la Inmensidad, viejo como la Eternidad. ¿Qué es? Los creyentes responden: Omnipotencia Divina. La ciencia atea balbucea tristemente sobre ello, empleando nomenclaturas científicas, experimentos, cualquier cosa, como si se tratara de algo inerte, que pudiera enfrascarse en una botella de Leyden y venderse en los mostradores; pero el sentido natural del hombre, en toda época, si quiere aplicar noblemente su sentido, declara que es cosa viviente, inexplicable, Divina, ante la cual, lo mejor que podemos hacer, tras tanta ciencia, es empequeñecernos, prosternarnos fervorosamente, humillar nuestro espíritu, adorar en silencio si no encontramos palabras. G 2 Obra publicada en 1678 por John Bunyan. En los círculos puritanos —en los cuales la lectura de novelas estaba excluida— fue considerada como una obra de genio, superior a la Ilíada, Don Quijote u Otelo. 14 la Gaceta número 460, abril 2009 a a Si te dicen que caí* Juan Marsé Se abre silenciosamente la puerta y queda un instante enmarcada la figura purpurada de Su Ilustrísima: bajita, barrigudita, sin cuello, risueña y con la cabecita a un lado, una Ilustrísima como desnucada y tortugona. Prendida en el pecho, una sola condecoración de las muchas que tiene: la medalla al Mérito Militar. No tendría los cincuenta y cinco años, pero imposible no verle ya en los ochenta y pico y ornamentado con la púrpura de cardenal-arzobispo y la tremenda memoria de vicario general castrense. Tras él irradia un incendio amarillo y violeta, la luz hogareña y dulce de su aposento particular o su despacho: ahí sí tiene luz eléctrica, pensamos, ¿cómo puede ser? Avanza despacio el reverendo prelado y tras él aparece el cura alto y decidido, que cierra la puerta y le sigue, todo el tiempo estuvo detrás de su obispo balanceándose a un lado y a otro, como temiendo verle caer de espaldas. La comisión de feligreses se ha alineado detrás del alférez. Java apoya una mano en el respaldo de la silla de ruedas, la otra sigue con el telele loco y en alto, bien visible: que se apiaden de mí, por Jesucristo que se apiaden de este pobre meningítico. El señor obispo se para ante ellos con las manos cruzadas sobre la barriguita y con los párpados entornados de bondad, algunos feligreses hincan la rodilla, besan la piedra pastoral de su anillo y el prelado se inclina, los levanta uno a uno y empieza a hablar con una voz ensalivada: buen viaje a Lourdes, llevad un equipaje de amor y de fe. Se interesa amablemente por los enfermos que han venido en representación de los demás: Conradito el primero, un elogio a su glorioso uniforme de Provisional, la salvación de España había salido de las universidades, la generosa sangre derramada por señoritos como él florecerá en bendiciones, ¿cómo van esas piernas, hijo mío? No van ni sobre ruedas, Ilustrísima, pero Dios proveerá. Así me gusta, valiente alférez, no pierdas el buen humor y lleva mis bendiciones a tu madre, qué gran señora y qué santa. Y asomando tímidamente por encima de la cabeza del alférez, tu mano grotescamente retorcida reclama la atención del obispo agitándose como un badajo loco, encogiéndose como una triste garra. Pero antes de que el purpurado repare en ella, y en medio de tu mayor sorpresa, Conrado ya te está presentando sin muchos formulismos, sonriendo familiarmente al señor obispo, casi guiñando el ojo: éste es el muchacho del cual le hablé, Ilustrísima, su ilusión por ir a Lourdes es tan grande que se inventa parálisis… Bendita juventud, hijo mío, la fe mueve * Juan Marsé, Si te dicen que caí, fce/Universidad de Alcalá, Madrid, 2009. número 460, abril 2009 montañas, dice el señor obispo mirando tu boca, y la mano loca se aquieta, se serena, dejas caer el brazo a lo largo del cuerpo y descansas. Desaparecen de tu cuerpo todas las sensaciones, excepto el hambre. ¿Qué ha pasado? Con las manos de nuevo cruzadas sobre la faja morada, Su Ilustrísima retrocede un poco y recorre todo el grupo de un extremo a otro mirándoles en silencio uno por uno, caminando un poco escorado, la cabeza dulcemente rendida y con una sonrisa beatífica. Sus ojos bondadosos y humildes no se detienen especialmente en ninguna de las caras ansiosas de bendición, en ninguno de los cuerpos atenazados por la enfermedad y el sufrimiento: se nota que su amor paternal es igual para todos, que no tiene preferencias. Al topar sus ojos con los tuyos, aún se demora menos: un parpadeo imperceptible, y al siguiente. Después retrocede unos pasos para obtener una visión de conjunto y su amorosa mirada los abraza a todos. Ellos humillan la cabeza y se arrodillan, y él los bendice solemnemente. —¿Creería Conradito que se iba a curar en la piscina de Lourdes? —dijo Amén—. ¿Y que a Java se le curarían las legañas? ¿Por eso lo recomendó al obispo? —Calla de una vez o te hago comer las tuyas, de legañas —dijo Martín, y le soltó un manotazo en el cogote. Se retira el señor obispo a sus aposentos, asistido siempre por el cura alto y rápido. Vuelve éste al salón para acompañar a los píos visitantes y, junto a la puerta de la antesala, mientras todos van saliendo, al pasar tú: un momentito, hijo, Su Ilustrísima ha expresado el deseo de conversar un rato contigo, espérame aquí. ¡Iré a Lourdes, piensas, ya lo tengo, ya lo tengo! Solo y de pie en el mismo centro de la fantástica alfombra, en el punto exacto donde confluyen los complicados, hermosos y simétricos arabescos. Pero luego no serás introducido por la puerta que tú has pensado. Vas perdiendo poco a poco la cojera y el tembleque de la mano a medida que avanzas por un nuevo corredor con altas vidrieras de plomo donde navegan veleros entre olas enfurecidas y cabalgan profundos ejércitos en páramos calcinados, sangrientas cargas de caballería con alazanes encabritados en medio de nubes de polvo y fantasmales armaduras, escudos, espadas, pistolones de chispa, dagas y puñales repujados, siempre detrás del cura zanquilargo que ya no volverá a dirigirte la palabra, ni al cerrar la puerta a tu espalda. Damascos rojos en reclinatorios y almohadones, un salón de recepciones con la fulgente araña en el techo, altas estanterías de libracos, profundas butacas, un cuadro de Pío xii y un gran Santocristo en la pared, los pies sangrantes entre cirios y jarrones con flores de mareante olor. la Gaceta 15 a a ner esa mirada afable y anciana, sombría y a la vez inocente. Y aparta un instante los ojos para mirar la lámpara de cuellos de cisne, las altas cortinas, los desconchados querubines de nácar, la gramola y la pila de placas sin funda. Viroláis, piensa, Salves, misereres, gorigoris al órgano. —¿De qué parroquia eres, hijo mío? —por fin su voz nasal, trémula, abovedada, voz de domingo de Pascua. —Pues no lo sé, Ilustrísima. Verá. Soy de Las Ánimas, en la barriada de La Salud, pero como resulta que Las Ánimas aún no es parroquia… —Por eso. —Cerca de allí hay otra que llaman de Cristo Redentor, en el Guinardó. —La conozco. Parroquia de misión. —Una pausa y, más suave—: ¿Cómo te llamas? —Daniel Javaloyes. Pero los amigos me llaman Java, Ilustrísima. —Llámame Gregorio. Fotografía de Miriam Berkley Hundido en la butaca deslizas el peine por tus cabellos revueltos, luego con un palillo te limpias apresuradamente las uñas. Se abre una vieja y bruñida puerta de cuarterones y aparece Su Ilustrísima: capa pluvial con bonitas cenefas en los bordes delanteros, un escudo misterioso en la espalda. Avanza el prelado como una tortuga sobre la mullida alfombra y un enjambre de alegres pajaritos pía dentro de los amplios faldones de la capa. Queda sentado muy rígido frente a él, que se ha incorporado respetuosamente. Con la cabeza el obispo le indica que se siente, y así están, frente por frente, mirándose con dulzura. El chico espera en vano unas palabras del ilustre purpurado, pero éste guarda silencio, las manos cruzadas y ocultas bajo la capa: la misma dulce sonrisa, la misma cabecita ladeada, sus ojitos de pájaro soñador, su venerable y rosada papadita; asombroso, a pesar del negro bigotito y la tiniebla castrense en la mirada: la bondad misma. Le envuelve un olorcito a masaje Floïd. Java se enternece, sonríe desconcertado, inútilmente espera que el señor obispo le diga algo, le cuesta mucho soste- 16 la Gaceta número 460, abril 2009 a Juan Marsé por Juan Marsé Señoras y señores, El rostro magullado y recalentado acusa diversas y sucesivas estupefacciones sufridas a lo largo del día, y algo en él se está desplomando con estrépito de himnos y banderas. Este sujeto, sospechoso de inapetencias y como desriñonado, podría ilustrar no sólo una manera de vivir, sino también la naturaleza social del mundo en que uno vive: mientras el país no sepa qué hacer con su pasado, jamás sabrá qué hacer con su futuro. De ahí la pupila descreída y la estatura escasa, escépticos los hombros, incierta la sonrisa y oscuros sus designios. Avanza cabizbajo y patizambo y con una leve cojera en la pierna derecha, tan leve que tampoco ella tiene posibilidades de futuro, y ni siquiera es elegante. Hay en los ojos harapientos, arrimados a la nariz tumultuosa, una soñolienta nostalgia del payaso de circo que siempre quiso ser. Es fláccida la encarnadura facial, quizá porque la larga in- vernación intelectual y muscular, el aburrimiento, el alcohol y la luctuosa telaraña de casi cuarenta años de censura han abofeteado y abotargado las mejillas. La escarcha triste de la mirada y el incongruente rizo indómito son memoria de una adolescencia que le fue escamoteada. La niñez indigente y callejera, flanqueada por las altas tapias imperiales de lo prohibido, clama todavía en esa cara aniñada y en ese pelo ensortijado. He aquí un hombre que espera cualquier autobús en cualquier parada, rumiando cualquier cosa. Visto de espaldas, mientras se aleja, es la mismísima imagen del pesimismo y del más celoso anonimato. Una solapada fatiga dorsal acucia su vieja disposición para la trola y el chisme y el vamos a contar mentiras tra-la-rá. Es terco y perseverante tanto en sus amores como en sus odios. Es también, el espécimen más vocacionalmente gandul que conozco. Su actividad soñada es dimitir de todo, incluso del tiempo y del espacio. De ahí quizá su actividad real: matar el tiempo y el espacio con torpes espejismos que pretende bañar, el insensato, con el rojo sol de la verdad. Manías. a Informes de la Censura Primer informe Autor: Juan Marsé Título: Si te dicen que caí Se trata de una novela ambientada en la guerra y en la postguerra de nuestra Cruzada Nacional. Son las andanzas de un grupo de amigos de matiz rojo o que actúan en la Barcelona roja y que se ven mezclados en diversas aventuras, entre las que hay actividades terroristas, proxenetismo, voyeurismo, comercio sexual, etc. El hilo argumental es muy débil. En rigor, la novela es un conjunto de escenas, cuyo único lazo de unión son los protagonistas, y éstos muy débilmente dibujados por el autor. Es, pues, una novela escrita con un estilo confuso y desvaído, con predominio del lenguaje sobre la acción y argumento, propio de una tendencia novelística moderna que podría equivaler, en literatura, al surrealismo en pintura. Ni por la fuerza argumental, ni por la descripción de los caracteres, ni por los valores que de ella pudieran desprenderse, la novela tiene, a juicio del lector que firma, mérito especial ni de gran valor intrínseco. Está salpicada de alusiones políticas y de carácter sexual. En este aspecto se suscriben todos los párrafos señalados anteriormente, singularmente los correspondientes a las páginas 29, 30, 167, 177, 178, 225, 274, 277, 278, 291, 292, 294, 295, 304, 305, 335. Se indican también, de nuevo, las siguientes páginas, en las que hay párrafos o descripciones inmorales: 66, 137, 140, 164, 165, 168, 170, 218, 226, 236, 238, 241, 245, 246. Ha de advertirse que ni las observaciones de tipo político ni las de tipo moral son, en general, de carácter profundo e insalvable. No hay delectación en lo inmoral ni ensañamiento en lo político. De aquí que, aún dado su escaso interés, si interesa salvar la novela puede hacerse, efectuando algunas supresiones. número 460, abril 2009 En este caso se aconsejaría efectuar, fundamentalmente, las correspondientes a las páginas señaladas en primer lugar. Veredicto: AUTORIZADO CON SUPRESIONES Madrid, 23 de octubre 1973 Lector 12 Firmado: [Firma ilegible] Segundo informe ¿Ataca al Dogma? ¿A la Moral? ¿A la Iglesia o a sus ministros? ¿Al Régimen y a sus instituciones? ¿A las personas que colaboran o han colaborado con el régimen? Informe y otras observaciones: Consideramos esta novela, sencillamente imposible de autorizar. Hemos señalado insultos al yugo y las flechas a los que llama “la araña negra” en las páginas 17-21-75-155-178-202-252-274291-309. Escenas de torturas por la Guardia Civil o por falangistas en las páginas 177-178-225-292-304-305-335. Alusiones inadmisibles a la Guardia Civil en páginas 277-278. Obscenidades y escenas pornográficas en las páginas 19-21-25-26-27-2829. Escenas políticas en 29-80 e irreverencia grave en la 107. la Gaceta 17 a Pero después de quitado todo esto, la novela sigue siendo una pura porquería. Es la historia de unos chicos que en la postguerra viven de mala manera, terminan en rojos pistoleros, atracadores, van muriendo... todo ello mezclado con putas, maricones, gente de la mala vida... Puede que muy realista pero que da una imagen muy deformada, casi calumniosa de la España de la postguerra. Sólo si hubiéramos tachado todo lo que habla de pajas y pajilleras en los cines, no quedaría ni la mitad de la novela. La consideramos por tanto, DENEGABLE. Madrid, 20 de octubre de 1973 Lector nº 6 [Martos] VEREDICTO Título: “SI TE DICEN QUE CAÍ” Autor: Marsé, Juan Editorial: Novaro Nº Expediente: 11428-73 a —Comprobado el ejemplar presentado. No se ha hecho más tachadura de las que se recomendaron en Consulta voluntaria que la de la página 7 (dedicatoria); el resto de la obra es exactamente igual sin corrección alguna, —En consecuencia, se considera su publicación DENEGABLE. Madrid, 13 de noviembre 1974 Consideraciones En los labios niños las canciones llevan confusa la historia y clara la pena. A. MACHADO Estos versos me acompañaron a lo largo de tres años, mientras escribía Si te dicen que caí, y era mi intención encabezar con ellos el primer capítulo. No lo hice así, y en alguna ocasión me he arrepentido. Cuando un novelista acepta entrar en la sucia cocina de los críticos, los eruditos y los atrafagados periodistas, suele darse de narices, tarde o temprano, con la siguiente pregunta: ¿Qué se proponía usted al escribir esta novela? Misteriosa pregunta que provoca generalmente una no menos misteriosa respuesta. Pero el tiempo y la costumbre —esa impúdica pareja— acaba por familiarizarle a uno con la dichosa cuestión y al final llega a disponer, con un mínimo de ingenio, de media docena de sugestivas frases, naturalmente con resonancias (no hay nada sugestivo, en literatura, que no tenga resonancias). De cualquier forma, yo siempre estuve más o menos dispuesto —o mejor: resignado— a soportar esta agresión en el momento más impensando y en boca de cualquiera, excepto... en la de un juez de TOP.1 En este caso se trataba del juez que cumplía las formalidades derivadas del secuestro, por denuncia del Ministerio de Información, de mi novela Si te dicen que caí. Confieso que tuve que contenerme para no responder con una manifestación de arrogancia, algo así como: “Señor juez, cuando escribo una novela no me propongo otra cosa que terminarla cuanto antes” (lo cual, por cierto, se acerca mucho a la verdad). Pero no dije nada de eso, y opté por la norma establecida, por la enigmática respuesta que tanto parece gustar a todos. Dije que me propuse expresar una especie de fábula moral sobre la supervivencia y la frustración en 1 Siglas del Tribunal de Orden Público que se encargaba de juzgar durante el franquismo los delitos de carácter político y social. 18 la Gaceta la Barcelona de la postguerra. Respuesta que, si algo significa, confieso que yo lo ignoro... ¿Por qué? Ocurre simplemente que en muchas novelas, una vez concluidas, el impulso inicial del autor, su intención primera, acaba sepultada en alguno de los densos encofrados subterráneos que sostienen todo el edificio (y añadiré, de paso, que en no pocas novelas tal vez sea mejor así) o que, en el peor de los casos, sobrevive en algún elemento interior enojosamente ornamental, o en la fachada, reducido a una dudosa función decorativa. Si te dicen que caí se articuló sobre un sueño privado: volver a pasear —bajo la lluvia, a ser posible— por el barrio de mi infancia. Poca cosa, ciertamente. Pero ¿la novela es sólo eso? Por supuesto que no: el carácter privado y hasta pueril del impulso inicial no podía excluir otras significaciones no previstas, en primera instancia, en el esquema original. Éste partía de dos hechos, trenzados con aquel primer latido del libro, el de recuperar una memoria infantil. Estos dos hechos son los siguientes: un día del mes de enero de 1949, cuando yo tenía exactamente 16 años, en un ruinoso solar de la calle Escorial, en Gracia, fue asesinada y enterrada una fulana de lujo llamada Carmen Broto. El suceso vino en los periódicos, se trata de un hecho real. Yo mismo vi el automóvil donde la mataron, y el hoyo en la tierra donde fue enterrada con su abrigo de astrakán. El otro hecho que utilicé para estructurar la novela no era real, sino un rumor, divulgado en la misma época, quizá una patraña, quizá no. Según este rumor, de origen remoto y fatigado por muy diversas versiones, siete años antes, en 1942, al cruzar a pie este mismo solar una prostituta barata que los chavales del barrio llamaban la “Roja”, estalló bajo sus pies una granada, que había estado agazapada entre la hierba desde la guerra, y la mató junto con un hombre que la acompañaba, un desconocido. número 460, abril 2009 a Esta historia, cierta o falsa, me obsesionó durante mucho tiempo, y, de algún modo que ahora no sabría precisar, se pegó al otro suceso real de tal forma que me parecía su sombra. En esas lentas y silenciosas suturas que se producen entre hechos reales y hechos ficticios, en ese artificio, es donde la novela crece. La cuestión es bastante sencilla: cuando un relato adquiere algún sentido, lo adquiere por su propia lógica de relaciones sencillamente narrativas. La novela no pretende ser un arte de lo que fue, sino de lo que pudo haber sido. En consecuencia, más que atender al entorno social (tanto si éste le es grato como si le es hostil) el novelista debe vivir por encima de todo su propia aventura personal con la realidad —con su realidad—. Y ésta para mí, mientras escribía Si te dicen..., no era tanto lo que podríamos llamar la crónica diaria de los hechos reales, como la versión de esos hechos a través del chismorreo popular, la maledicencia del barrio, el conglomerado de voces anónimas que mezclaban verdad y mentira, la memoria colectiva, el mito. Y son los niños, mis compañeros de aventuras de aquellos años, los que en definitiva transmiten la historia de una prostituta que se desdobla, en la imaginación infantil, en dos personajes: de un lado es una fulana de postín, rubia platino, mítica, y de otro lado es una pobre prostituta de barrio, asustada y enferma, accesible, palpable. El débil soporte anecdótico debía ser, pensé yo, parecido al esquema de la novela policiaca: la investigación, la busca y captura de esa mujer, vista con los ojos de los niños. Utilizando la técnica narrativa que me permitía un juego infantil muy popular aquellos años en el barrio (el juego de contar aventis, sentados en corro) fui desplegando la trama novelesca real número 460, abril 2009 sobre diversas y sucesivas tramas ficticias: Si te dicen que caí expresa una posible memoria del ambiente de un barrio y de una ciudad que salía de la sacudida de la guerra civil. Esta posible memoria pertenece a unos niños que, jugando, ordenan unos hechos —a menudo contradictorios, inverosímiles— que han oído contar a sus mayores, o que han entrevisto o intuido según su propia estatura personal y social. Es decir: tantean la verdad mediante espejismos, apariencias. El tema de la apariencia y la realidad, en mi opinión, es el gran tema de la novela. Creo que el novelista debe perderle el respeto a la realidad, negarla, reinventarla, asumiendo los mitos. Dice Fernando Savater: “No hay tarea más ajena al narrador que la desmitificación”. Lo que he hecho en Si te dicen que caí es sencillamente conceder crédito a ciertas formas consolidadas de la memoria popular, de la tradición oral, desautorizando la versión oficial que nos llega a través del poder. Sólo así podía recuperar mi niñez y mi barrio, y conseguir lo que me proponía al principio, según decía al comenzar este comentario. En definitiva, explicarle a un juez qué se propuso uno al escribir una novela, es francamente difícil y de nada sirve alegar que lleva confusa la historia y clara la pena, como en los cantares de los niños. Creo que estas consideraciones habrían servido de muy poco ante los policías de la cultura. Creo, sinceramente, que cuando a un novelista le preguntan qué se propone al empezar a escribir una novela, debe responder: terminarla cuanto antes. a JUAN MARSÉ Enero 1977 G la Gaceta 19 a Héroes románticos: El sonámbulo* a Rafael Argullol Del mismo modo que quiebra la frontera entre la vida y la muerte, el héroe romántico soporta mal la separación del mundo de la realidad y el mundo del sueño. A él se puede aplicar la enigmática inscripción de una voluta de Westminster Abbey según la cual “nuestra materia y la de los sueños son iguales”: en el sonámbulo se proyectan los espacios oníricos que, insospechados e incontrolados, están negados a la perceptividad racional-empirista. Desde este punto de vista el Romanticismo es el puente necesario entre la primera consideración sistemática del sueño, la magia natural renacentista (Bruno, Paracelso), y el gran proyecto de liberación del sueño que es el surrealismo. No hay duda de que la desconfianza romántica hacia la realidad y su aversión al “Espíritu de la Época” le incitan a caminos que los desborden; lo cual lleva a Goethe a escribir: “El hombre no puede permanecer largo tiempo en estado consciente; debe replegarse hacia el inconsciente, ya que aquí habita la raíz de su ser”.1 Sin embargo, al lado de este argumento defensivo, existe otro que quizá sea más ilustrador: los artistas románticos ven en el sueño la inagotable fuente de energía creativa que, permaneciendo oculta y reprimida, debe ser desencadenada. Utilizando un concepto clave, Gotthilf Heinrich von Schubert cree que el sueño es un poeta escondido. En la misma línea, E.T.A. Hoffman se refiera a él como poeta interior que, aunque late siempre, sólo se manifiesta esporádicamente. Este poeta oculto e interior es, en realidad, una prolongación y, todavía más, una autentificación de las potencias creadoras exteriores y controlables. “En el sueño”, escribe Schopenhauer, “las circunstancias que motivan nuestros actos se presentan como hechos exteriores e independientes de nuestro querer, a menudo, incluso, como acontecimientos odiosos y absolutamente fortuitos. Pero, al mismo tiempo, se descubre entre ellos una conexión misteriosa y necesaria de manera que una potencia oculta parece dirigir el azar y coordinar, de un modo muy particular, estos acontecimientos a nuestra intención […]. Esta potencia combinadora no puede ser otra que nuestra propia voluntad pero apercibida desde un punto de vista que ya no está situado en la conciencia de quien sueña”.2 Es innegable que la interpretación de la esencia del sueño que hace Schopenhauer no es sólo la más perfilada definición * Rafael Argullol, El Héroe y el Único, Acantilado, Barcelona, 2008. 1 Albert Béguin, Création et destinée, París, Ed. Du Seuil, 1973, p. 55. 2 Citado en E. Spenlé, Novalis. Essai sur l´idéalisme romantique en Allemagne, París, Hachette, 1961, p. 350. 20 la Gaceta del modo de ver romántico, sino que es una brillante anticipación de las tesis de la psicología moderna. Las imágenes de placer, transgresión y horror que, aparentemente externas y fortuitas, se proyectan en la pantalla del inconsciente se hallan en relación directa, aunque aletargadas y autocontenidas, con los movimientos de la voluntad consciente. La potencia oculta, el poeta oculto, es el mismo Yo liberado de las cadenas de la racionalidad y, consecuentemente, crecido gigantescamente hacia los horizontes imposibles del cielo y del infierno. A partir de esta conclusión, para el romántico se abre la posibilidad de abrir una brecha ontológica en el limitado edificio de la racionalidad. La gran revolución romántica en la consideración del sueño estriba, precisamente, en no limitarse a su pura —y todavía analítica— percepción pasiva: el romántico descubre el sonámbulo, en la acción onírica, un itinerario de libertad y creatividad que le es negado en la vida cotidiana. “El hombre es un dios cuando sueña”: adquiere el sentido infinito y se abren ante él horizontes ilimitados. Sin embargo, el hombre no es sólo un dios, sino también un niño, cuando sueña, un niño cuyas fuerzas espontáneas y todavía no maleadas son ajenas a las leyes del raciocinio y de la moralidad. En el sonámbulo romántico pervive, en cierta manera, este diosniño que, al desconocer, todo lo tiene a su alcance. “El niño es un ser divino”, asegura Hölderlin, “la coerción de la ley y del destino no le andan manoseando; en el niño sólo hay libertad, en él hay paz; aún no se ha destrozado consigo mismo. Hay en él riqueza; no conoce su corazón la mezquindad de la vida. Es inmortal, pues nada sabe de la muerte” (iii, I0). Para Jean Paul, del pensamiento del niño, por su mágica ingenuidad, surge espontáneamente el sentido de lo ilimitado. El dios-niño deja de serlo cuando el raciocinio le hace acceder al sentimiento de muerte y, con él, al de limitación. El hombre se somete a una violenta ruptura (Jean Paul: “Noche más importante de mi vida porque he experimentado el pensamiento de la muerte”).3 El poeta espontáneo, que es el dios-niño, confunde los espacios oníricos y los reales, se sumerge en la profundidad del inconsciente y se convierte en un poeta oculto. El romántico se propone hacer renacer este poder enquistado para que “el mundo devenga sueño y el sueño devenga mundo” (Novalis). Evidentemente es la imaginación —la romantic imagination que rechaza la mimesis y no se limita a la fantasía— la potencia que vincula al artista con el creador escondido que está enquistado en su interior. Entre sueño e 3 Albert Béguin, op. cit., p.28. número 460, abril 2009 a imaginación se establece un circuito mágico por el que aquél comunica a ésta la materia prima para la conformación de nuevos mundos poéticos, de tal manera que éstos, a través de la imaginación, tratan de reencontrar al sueño. Para Jean Paul: “El sueño es poesía involuntaria; él muestra que el poeta, más que ningún otro hombre, trabaja con el cerebro físico. ¿Por qué nadie se ha asombrado de que en las escenas desgajadas del sueño se da a los personajes, como si uno estuviera en Shakespeare, el lenguaje más individual, las palabras más reveladoras de su naturaleza?...”.4 Jean Paul, adelantando las posteriores afirmaciones de Schopenhauer, concibe la poesía como inspirada en el sueño, pero al mismo tiempo cree que éste puede ser incitado por la actividad poética, por medio de la imaginación e, indirectamente, como un ejercicio de la voluntad. El poeta no debe permanecer pasivo ante el lenguaje del sueño, sino predispuesto al viaje dionisíaco hacia los espacios oníricos que, hallándose en su interior, se prolongan hasta las regiones en que el gozo y el terror contemplan lo ilimitado. Para el romántico la acción onírica es, como consecuencia, una actividad heroica. Heroica y, desde luego, trágica, pues la incontinencia romántica acostumbra a no vislumbrar los límites de la mesura, y no pocas veces el apasionado buceo del inconsciente se distingue escasamente del extravío en la locura. Con una lucidez que no empaña su temeridad, Rimbaud lo reconoce al escribir: “quiero ser poeta y trabajo para convertirme en vidente”. Años antes, el mayor vidente, o, mejor, visionario del Romanticismo francés, Gérard de Nerval, sucumbe a su propia audacia onírica. Aurélia es, al mismo tiempo, un diario de sueños y un diario de demencia. Es un esfuerzo poético sobrehumano por poner al descubierto la terrible majestuosidad del mundo de las sombras. Es un horizonte onírico deslumbrante y estremecedor, pero —para el desahuciado Nerval— es, por encima de todo, un triunfo de la voluntad. “Yo empleaba todas las fuerzas de mi voluntad para penetrar en el misterio del que había levantado algunos velos […] Es así que yo me empujaba a una audaz tentativa. Resolví mirar el sueño y conocer el secreto”. El libro, concluido en los meses anteriores al suicidio, finaliza con una afirmación que es tan patética como heroica: “A pesar de todo me siento feliz de las convicciones adquiridas y comparo esta serie de pruebas que he atravesado a lo que, para los antiguos, representaba la idea de un descenso a los infiernos”.5 Para el romántico, su búsqueda onírica inevitablemente le plantea la escisión dolorosa que lleva consigo todo proyecto de plenitud. Él busca liberar al poeta oculto que lleva consigo, con la ilusión de acceder a un estadio de creatividad espontánea; mas, tras el conocimiento irreversible de la limitación y mortalidad de la condición humana, la recuperación de las facultades del dios-niño es siempre intermitente y, en todo caso, efímera. El sonámbulo alterna trágicamente — “esquizofrénicamente” lo llaman los psicólogos— el mundo de los sueños, en el que reencuentra el fecundo estímulo del poeta oculto, con el mundo de la realidad, en el que éste es negado y arrinconado. Sólo quien se desgaja de uno de los dos mundos —convirtiéndose en “loco” o en “normal”— es capaz de salvar la disyuntiva. No obstante, es un rasgo de la personalidad romántica hacer lo contrario y sostener el peso de la contradicción entre ambos. Quizá sea Heinrich von Kleist quien, en su obra y en su vida, más admirablemente ha mostrado la conducta y tensiones del sonámbulo romántico. Sus personajes, Penthesilea, Kätchen, Friedrich von Homburg, La Marquesa de O, sufren el continuo desdoblamiento entre la existencia real y la existencia onírica. Incluso, en ellos, el estado preponderante es el sonambúlico. Los mismos actos extremos de la vida, aunque materialmente realizados, son fruto del sueño: Penthesilea asesina y desgarra a Aquiles en estado sonambúlico, y en esta misma situación, desconociendo por consiguiente las circunstancias reales, la Marquesa de O concibe un hijo. El Príncipe de Homburgo, ante la inminente batalla, se halla “¡sentado al claro de luna en ese banco y trenzando en sueños, sonámbulo, la corona de su propia gloria!”.6 Para despertarlo y devolverlo a la realidad el Elector le grita: “¡Vuelve a la nada, Príncipe de Homburgo! ¡Sí, a la nada! Mañana, en el campo de batalla, nos encontraremos. ¡No se ganan los laureles soñando!”.7 Significativamente, volver a la realidad Kleist lo llama “volver a la nada”. Para el poeta cuando “la vida es sueño” es cuando el hombre alcanza la mayor medida de su ser. Mas de nuevo aquí surge el hecho de que para el romántico el sonambulismo es un acto de elección heroica, de voluntariedad. En el drama de Calderón, Segismundo es un soñador forzado, involuntario, que no tiene ninguna conciencia de su actividad. Como considera Marcel Brion: “El héroe calderoniano es un falso sonámbulo, mientras que todos los personajes de Kleist, y Kleist mismo, son seres que caminan a través del sueño, literalmente, y, por tanto, se mueven dentro de dimensiones excepcionales, sin medida común con las dimensiones del estado de vigilia”.8 Segismundo vive la vida como un sueño, mientras los personajes kleistianos, y el sonámbulo romántico en general, viven el sueño como una vida. Esta “voluntaria involuntariedad”, este elegir sumirse en la riqueza del sueño, elimina la consideración patológica del sonambulismo romántico. De Kleist, Brion afirma a este respecto: “Su exploración de las tinieblas exige tanta lucidez —y quizás más— que el estado de vigilia, y, por extraños que sean a los ojos de los racionalistas, los estados sonambúlicos de sus héroes… son solamente las posibilidades de otra cara del ser, el doble tenebroso del hombre de razón”.9 La pasión de Kleist por el “lado oscuro de la naturaleza” —en el que ha sido introducido por G. H. von Schubert y los “Naturphilosophen”— deriva de su desencanto ante el lado luminoso. Su obra es un diálogo, trágico, entre estos dos mundos que se debaten en el espíritu humano, el de la luz y el de las tinieblas, el consciente y el inconsciente. G a 6 Heinrich von Kleist, Prinz Friedrich von Homburg, S. W., i, p. 648. Heinrich von Kleist, op. cit., S. W., i, p. 649. 8 Marcel Brion, “Heinrich von Kleist”, en L´Allemagne romantique, París, Albin Michel, vol. i, p. 49. 9 Marcel Brion, op. cit., p. 63. 7 4 Albert Béguin, op. cit., p.34. Gérard de Nerval, Aurélia, en Oeuvres, París, Garnier, 1966, pp. 822-824. 5 número 460, abril 2009 la Gaceta 21 a a Contemplando nuestra imagen reflejada en un espejo, a oscuras* Bruce Meyer El héroe infausto El excéntrico poeta del periodo romántico inglés, George Gordon, lord Byron, tenía bastante de pretencioso. El día 3 de mayo del año 1810, decidió afrontar un reto sumamente arriesgado: el de cruzar a nado el Helesponto, el estrecho que separa Europa de Asia. De haber logrado aquella gran hazaña, no sólo hubiera podido alardear de su vigor atlético sino que, además, habría añadido su nombre al catálogo de grandes amantes de la historia. Y, lo que es más, seguramente habría escrito un poema para celebrar la enormidad de las distancias que una persona tenía que recorrer para poder dar satisfacción a sus pasiones. Con un defecto de nacimiento en un pie, talón de Aquiles de su impactante personalidad, Byron jamás se sintió tan cómodo en tierra como se encontraba en el agua. Byron era, casi, más conocido como nadador maratoniano que como poeta. Por supuesto, fue uno de los primeros poetas en tener entrenador personal, el notable pugilista George Jackson, también conocido como Gentleman Jackson. A Byron, sin embargo, nunca le gustó nadar él solo. Durante sus frecuentes chapuzones en el Támesis iba siempre acompañado por su fiel perro terranova, Boatswin. Para su peligroso intento de cruzar el traicionero Helesponto en 1810, yendo desde Sestos, en Asia, hasta Abidos, ya en la costa europea, Byron eligió como acompañante a un joven teniente del ejército británico de nombre Ekenhead. A pesar de que tan sólo había una milla o milla y media desde un lado hasta el otro, Byron se dio cuenta muy pronto de que nadar esa distancia en aquel estrecho podía equivaler a cuatro o cinco millas en condiciones normales, a causa de la tremenda fuerza y peligrosidad de las turbulentas corrientes que, procedentes del Mar Negro, discurrían en dirección al Mediterráneo. Por ello, y por medio de un gesto grandioso a su entender, él uniría a nado continentes y culturas, además de historia y mitología. Lo que Byron trataba de hacer era, en realidad, reeditar el célebre ritual nocturno de Leandro para llegar hasta su amada Hero. Sin embargo, y al contrario que Leandro, Byron prefirió nadar a la luz del día, con el fin de que aquellos mismos dioses que habían extinguido el fuego de Hero, el mismo que servía como señal a Leandro, no salieran a escena y pusieran en peligro, más de lo necesario, el logro de su hazaña. Desgraciadamente, los cálculos de Byron fallaron y tanto él como Eken- * Bruce Meyer, Héroes. Los grandes personajes del imaginario de nuestra literatura, Traducción de Ernesto Junquera, Siruela, Madrid, 2008. 22 la Gaceta head estuvieron a punto de tener el mismo destino que el trágico amante de la Antigüedad. En un momento dado, Ekenhead comenzó a sufrir fuertes calambres. Byron, que iba unas cuantas yardas por delante de él, tuvo que retroceder para salvar al oficial inglés, pero, tras lograr hacerlo, quedó completamente exhausto. Finalmente, ambos nadadores serían sacados del agua por un pescador que pasaba por allí, el cual debió sentirse sumamente sorprendido ante el hecho de haber encontrado a dos ingleses agitando los brazos desesperadamente en medio del Helesponto. Para no verse derrotado por unos simples embates de las aguas, Byron decidió recoger su aventura en un poema, “Escrito tras nadar desde Sestos hasta Abidos”. En el poema, Byron no sólo relataba la antigua historia de Hero y Leandro —que algunos poetas como Christopher Marlowe habían celebrado como una suerte de nekusis del amante, un desgarrador trayecto a nado sobre las aguas de la muerte— sino que, además, se describía a sí mismo como un “degenerado y moderno miserable” en busca de gloria: Pero él cruzó las rápidas mareas, según la dudosa historia, para cortejar —y— Dios sabe qué más, y nadó por Amor, mientras que yo lo hice por la Gloria; Es difícil decir a quién le fue mejor: ¡Tristes mortales! ¡Así los dioses os maldigan! Él perdió su trabajo, yo mi apuesta, porque él se ahogó y yo contraje fiebres. Byron comprendió entonces que había emprendido su proeza atlética simplemente por alcanzar la gloria, algo que nada tenía que ver con intentar demostrar si el verdadero Leandro había logrado, de hecho, cruzar el Helesponto a nado. La gloria engrandece al héroe. Amplía su conciencia sobre sí mismo y viene a representar la singladura del ego en pos de sus acciones. Ciertamente, la poesía de Byron es sólida, pero también da la sensación de que él fue uno de los primeros escritores de gran nivel en saber autopromocionarse en el mundo de la literatura. Byron vendía tanto sus poemas como su propia persona. Que lo mejor de uno mismo es el ego se puede apreciar claramente en una de las creaciones literarias más celebre de Byron, Don Juan. El mito del amante disoluto y bellaco, que lleva su estrafalaria y pecadora conducta más allá, incluso, de unos límites que Ovidio jamás se hubiera atrevido a sobrepasar, había aparecido por primera vez, como personaje literario, en España número 460, abril 2009 a durante el siglo xvii, en una historia escrita por el dramaturgo Gabriel Téllez, más conocido literariamente como Tirso de Molina. Para cuando Byron comenzó a escribir su epopeya bufa en 1818, en Venecia, Don Juan era ya uno de los más célebres estereotipos de malo, tanto del teatro como de la ópera, siendo, incluso, protagonista del Don Giovanni de Mozart. Byron, que siempre había deseado, un tanto irónicamente, ser un auténtico bribón, anunciaba al principio del primer canto de su poema: Quiero un héroe: un hombre insólito quiero, que cada año y mes aparezca uno nuevo, quiero, hasta que, tras saturar con cantos las gacetas, el tiempo descubra que él no es el verdadero; de los que son como ellos no me jactaré, por lo que a nuestro viejo amigo Don Juan he de acudir. Todos le hemos visto en pantomimas, siendo enviado al diablo antes de tiempo. ma hacia los héroes que se dejan llevar por sus deseos personales, subyace un personaje mucho más misterioso y profundo que intenta quebrantar tabúes y atravesar barreras sociales, todo ello con el ánimo de apagar esa sed de autosatisfacción que, obligado por su ego, padece y que apunta, con dedo acusador, hacia las costumbre de una sociedad desinhibida. Don Juan es, pues, seudónimo de libido. En el decimoséptimo canto del poema, Byron admite que el mundo interior de don Juan es un campo de batalla en el que el bien y el mal luchan encarnizadamente —una suerte de tierra de nadie de naturaleza escatológica—, pero donde el mal va venciendo. El mismo don Juan se define a sí mismo como una serie de apariencias superficiales que enmascaran una realidad muy diferente, tanto emocional como psíquicamente; es una caja de Pandora de emociones entremezcladas, un potencial y peligro guerrero vikingo a la espera de poder dar rienda suelta a sus inquietudes. A continuación, Byron ofrece todo un catálogo de héroes —desde el general Wolfe, el conquistador de Québec, hasta el caído almirante de la batalla de Trafalgar, lord Nelson y los líderes de la Revolución Francesa— sobre cada uno de los cuales declara que “no cuadran en mi poema”. Lo que tiene Don Juan, y a los demás les falta, es una especie de atractivo sexual de carácter heroico, una suerte de encanto sombrío que fascina a todo el mundo. Sin embargo, tras la actitud satírica del poe- Moderado soy, aunque jamás tuve mesura; modesto soy pero con cierta seguridad en mí; también mudable, aunque, de alguna forma, idem semper, paciente, pero no enamorado del aguante; alegre, aunque, a veces, más proclive al quejido; apacible, si bien, a menudo una suerte de Hercules furens: Por ello casi pienso que de la misma piel en lugar de uno se pueden sacar dos o tres. número 460, abril 2009 la Gaceta 23 a a La referencia a Hercules furens está tomada de la tragedia de Eurípides, Hércules, en la que se narra la historia de cómo el hijo de Zeus fue arrastrado a la locura por las Furias. Byron es consciente de que Hercules furens es una clave que sirve para denominar a una personalidad que ha sido llevada a la perdición por fuerzas ocultas sobre las que no tiene control alguno, fuerzas capaces de desencadenar la terrible furia que tienen soterrada en ellas. Don Juan sabe que es un hombre complejo y es esta complejidad, precisamente, lo que más admira Byron de su carácter. Byron es consciente de que don Juan no es, simplemente, un personaje característico del romanticismo a quien exasperan los límites que le imponen unas normas sociales heredadas del pasado o, incluso, una metáfora del propio poeta que lo ha creado; en consecuencia, decide estudiar mucho más profundamente el interior de esta heroica personalidad. Y lo que encuentra es que en la raíz de dicha identidad se halla un ego totalmente decidido a no servir a nadie que no sea él mismo. Siempre habrá quien pueda aducir que Byron no es sino un producto de su tiempo, de una época que descubrió el poder del individualismo. Pero la libertad va siempre acompañada de la responsabilidad y Byron era demasiado consciente de que una personalidad desenfrenada y tan rica en posibilidades podía ser tan creativa como resultar misteriosamente destructiva. En lo que suponía, prácticamente, un comentario sobre el periodo romántico en general, una época que defendía la investigación intelectual de la revolución, de las invenciones y de la libertad sin freno, Byron especulaba sobre hacia dónde podría conducir dicha investigación de posibilidades. En efecto, en el canto decimocuarto, Byron permite que el lector sepa que su protagonista es un individuo insólito —más inusitado aún que la verdad— y que, al examinar las acciones e ideas de este héroe infausto y sombrío, el lector debe escudriñar más allá de lo que conoce. El héroe infausto es, pues, la antesala de lo desconocido: 24 la Gaceta a Es extraño, pero cierto; porque la verdad es siempre extraña; más extraña que la ficción: si pudiera ser dicha, ¡cuánto ganarían las novelas con el cambio! ¡Qué diferente el hombre vería el mundo! ¡Cuán a menudo vicio y virtud intercambiarían su lugar! El nuevo mundo nada tendría que ver con el viejo, si algún Colón de los mares de la moralidad mostrara a la especie humana las antípodas de sus almas. En este canto evoca, asimismo, toda una antología de personajes tentadores de algunas grandes obras del pasado, incluyendo al pícaro navegante Odiseo, el del Canto xxiv del Infierno de Dante, quien se atreve a romper el tabú de vivir la muerte en vida y navega hasta el mismo umbral del monte Purgatorio, la puerta de entrada al paraíso, allá en los confines más remotos del mundo. Pero Byron tenía algo más en mente. Quizás como él mismo sugería, el mundo está también en el interior de la persona, y en esa geografía interior moran lugares, ideas y experiencias que, acaso, no deberíamos visitar. Ir o no ir; ésa es la cuestión. El debate resultante es una batalla entre la virtud y el vicio y, en último término, entre el bien y el mal. Para su época, don Juan es un tipo de héroe nuevo, el héroe infausto. Los héroes sombríos como él son producto de la reflexión, no sobre el mundo real, sino acerca del mundo interior, de la identidad y del ego que subyacen bajo la delgada pátina de convenciones sociales burguesas como la ley, la moral, la religión e, incluso, el arte. Dicha clase de héroes son una especie de advenedizos que fascinan a los lectores porque desafían todas esas convenciones y viven unas vidas tan misteriosas y tan perturbadoramente disonantes que vienen a ser como profundos pozos que nos impiden reflexionar sobre el mundo familiar. La naturaleza potencialmente volátil del héroe infausto es, sin duda, parte de su gran atractivo. G número 460, abril 2009 a a El mito del Héroe en la antigüedad clásica* Hugo Francisco Bauzá Los griegos de la época arcaica consideraban la existencia de unos seres intermediarios entre los dioses y los hombres a los que denominaron semidioses —hemítheoi—, según lo testimonian Homero (Ilíada, xii 22) y Hesíodo (Erga, 159). En la época clásica —es decir, en el s. v a. C.— subsiste tal división según nos testimonia el poeta Píndaro, quien en una de sus Olímpicas (ii 1) habla de dioses, héroes y hombres; pocas décadas más tarde, Platón —en su diálogo Cratilo (379c ss.)— añade una nueva categoría de seres ya que distingue dioses, démones o demonios, héroes y hombres. Respecto del término griego héros, el Dictionnaire étymologique de la langue grecque de P. Chantraine (París, 1970, p. 417) refiere que esta palabra, que indiscriminadamente traducimos por la moderna voz héroe, en época homérica era un término de politesse con que se denominaba a determinados personajes singulares, sin importar cuál fuera su rango; destaca también que a partir del poeta Hesíodo esta voz comporta una significación religiosa, entendida en el sentido de ‘semidiós’ o bien de ‘dios local’. Esta carga semántica procede del culto a un ser humano al que —tras su muerte— se lo diviniza a causa de la nobleza de su proceder y, por lo cual, pasa a ser héroe de una región o comarca determinada. Por último, la palabra héroe se aplica también a un conjunto preciso de muertos que en vida se han destacado a causa de su areté ‘excelencia, virtud’ y que, sin llegar a ser divinizados, el imaginario de los antiguos los sitúa en una posición suprahumana. Conviene, además, insistir en que en todos los casos se trata de un término de respeto y, en cierta medida, de veneración. También advierte Chantraine que el culto de los héroes en el marco de la cultura greco-latina es muy antiguo ya que está atestiguado en la lengua micénica, lo que significa retrotraerlo a los siglos xvi a xi a. C., dado que el florecimiento de esta civilización tuvo lugar en el período del bronce reciente. En cuanto a la significación de esta voz aclara que no hay que vincularla con la posterior palabra latina seruare —como por lo general se lo hace—,1 sino que habría que relacionarla con el término Héra, con el que los griegos designaban a la esposa de Zeus. * Hugo Francisco Bauzá, El mito del héroe. Morfología y semántica de la figura heroica. fce, Buenos Aires, 2007. 1 Ad hoc cf. E. Boisacq (Dictionnaire étimologique de la lengue grecque, Heidelberg-París, 1938, s.u., heros, pp. 329/330) quien agrega que el primer sentido de heros es el de “protector”, debido a su vinculo con seruare; de igual modo H. Frisk relaciona la voz de heros con seruare y consigna también el término hera como femenino del anterior (Griechisches etymologisches Wörterbuch, Heidelberg, 1960, pp. 644/645). número 460, abril 2009 Con el correr del tiempo la palabra héroe adquirió un sentido más amplio y sirvió también para designar a determinado tipo de mortales; en ese sentido los antiguos tuvieron al héroe por lo más sublime del hombre griego. Al respecto Aristóteles (Política, vii 1332b) sostiene que los héroes eran, tanto física como moralmente, superiores a los hombres; empero, cabe referir que esta aseveración es discutible si se tiene en cuenta que la naturaleza del héroe es compleja, dado que también encontramos en ella aspectos grotescos, salvajes, violentos e incluso sanguinarios, que poco tienen que ver con el citado ideal del hombre griego. Por esa circunstancia el héroe trágico no invita a que se lo imite sino, antes bien, a la repulsa, y a causa de su soberbia o desmesura —que los griegos denominaron hýbris— su castigo está visto precisamente como la lección por su osadía. No obstante esas consideraciones negativas, es innegable que el héroe trágico es uno de los tipos o cánones ideales concebidos por el pensamiento helénico “que mejor expresan su espíritu y que mayor proyección han alcanzado históricamente”, tal como señala R. Adradps (El héroe trágico y el filósofo platónico, p. ii). Otra de las interpretaciones propuestas respecto del héroe trágico es la que lo siente como a un hombre superior —tal como hemos referido en la visión aristotélica— pero con un defecto, error o imperfección que lo lleva inexorablemente a su ruina. El estoicismo, que en la antigüedad profundizó la idea de culpa moral, y más tarde el cristianismo con su noción de pecado, convirtieron la antigua hamartía ‘error trágico’ —las más de las veces infligido por una deidad— propia del héroe, en su culpa objetiva y por la que necesariamente debía ser castigado. En el mundo latino la palabra heros, calcada sobre la griega, no aparece sino tardíamente y también con nuestro sentido de héroe o semidiós, tal como lo vemos en Cicerón (De Orat., ii 194) o en Virgilio (Buc., iv 16; En., vi 103); para aludir a un hombre célebre, en cambio, la utiliza el mismo Cicerón en Att., i 17, 9. Dionisio de Halicarnaso, historiador griego que vivió en Roma en el siglo i a.C., al incorporar en su Historia antigua de Roma la vieja noción latina de lares ‘divinidades protectoras, almas de los antiguos difuntos’, la traduce por héroes (iv 14, 3), que no es su equivalente exacto, dado que los romanos del periodo clásico no reconocían más que dioses y hombres —no teniendo en cuenta esa suerte de ser intermedio que es el héroe, según lo concebían los griegos—. Con la referencia del historiador De Halicarnaso vemos que la idea de héroe a la manera helénica penetra en la cultura latina en la época augustal y no sin cierto fundamento político. Al respecto cabe referir el importante papel que puede hala Gaceta 25 a ber desempeñado en Bucólica V de Virgilio. En tal composición el poeta canta la muerte y la posterior apoteosis o transfiguración del mítico pastor Dafnis —un semidiós siciliano, hijo de Hermes y de una ninfa—. Dafnis, tras su muerte, asciende —según la lente poética de Virgilio— transfigurado hasta el Olimpo donde deviene una suerte de numen protector de los pastores. Los exegetas virgilianos han querido ver, detrás de la figura de esta deidad pastoril, la divinización de Julio César, asesinado en las Idus de marzo del 44 a.C. y transportado a los cielos, según la interpretación simbólica ofrecida por los arúspices y otros sacerdotes adivinatorios al explicar el cometa que surcó el firmamento un año después de la muerte del dictador —y precisa- mente cuando se celebran ritos fúnebres en su homenaje—, como la catasterización de éste, es decir, su transformación en astro. Esta lectura —sin lugar a dudas, una simple maniobra política— fue ideológicamente aprovechada por su sobrino nieto, y heredero oficial, Julio César Octaviano —el futuro Augusto— que se valió del pretendido endiosamiento de su tío para consolidar su poder. En todo ese proceso político-ideológico, pero que por fuerza de la poesía se transforma en mítico-simbólico, pesa en la lente de Virgilio la idea de concebir a Julio César como un héroe, que es lo que en este caso nos interesa destacar. En la confirmación de la categoría heroica se aprecian, naturalmente, la citada influencia del helenismo y la noción latina de a a Genius, es decir, del dios particular de cada individuo, que velaba por él desde su nacimiento y que, por cierto, desparecía con él. R. Schilling (en “Genius et Ange”, pp. 425/27) explica que por razones historico-políticas la idea de Genius adquirió en Roma otras connotaciones a partir de las divinizaciones del Genius Vrbis Romae ‘el Genio de la Ciudad de Roma’, del Genius populi Romani ‘el Genio del pueblo romano’ y, muy especialmente, de la del Genius Augusti ‘el Genio de Augusto’. En ese aspecto y en cuanto al sentido político de la divinización augustal P. Zanker acaba de demostrar, en su Augusto y el poder de las imágenes, cómo en la época augustal el arte, la religión y las costumbres estuvieron políticamente orientados hacia la consolidación de la ideología y el poder del Principado. En la mentalidad de los antiguos los héroes pertenecen al pasado, pero por el solo hecho de haber tenido actitudes y conductas sobresalientes, estos seres singulares han adquirido una categoría que vale por siempre, y escapan, en consecuencia, del plano de lo cronológico, y de ese modo el héroe se adscribe a la intemporalidad del mito. El aspecto mortal En un primer momento los héroes fueron tenidos por hijos de una divinidad y de un ser mortal, y debido a esa singular genealogía, los antiguos veían en ellos una suerte de naturaleza mixta. Si bien eran superiores al común de los mortales, al igual que éstos, estaban privados de la inmortalidad a causa precisa- número 460, abril 2009 mente de la “porción” humana de su naturaleza y en ese aspecto eran diferentes de los dioses, que eran inmortales. El término mákares ‘bienaventurados’ aplicado a las divinidades (Iliada i 339) o la forma sustantiva de hoy mákares ‘los bienaventurados’ con que Homero (Odisea x 229) designa a los dioses —en oposición a los mortales que son desventurados precisamente por estar condenados a morir—, relaciona bienaventuranza con inmortalidad y, contrariamente, infortunio con muerte; la distinción mortal/inmortal es, en suma, el límite que separa a los hombres de los dioses. (En cuanto a los humanos el no saber lo que hay detrás de la muerte y lo imprevisible de su vida los sume en una desazón que les impide gozar de la bienaventuranza de la que disfrutan las deidades.) Esa circunstancia, de perfiles existencialistas avant la lettre y que constituye un lugar común del pensamiento griego, es la que apreciamos en los versos de un lírico griego arcaico —Mimnermo de Colofón— que transcribimos en la lograda versión que Juan Ferraté incluye en su antología de Líricos griegos arcaicos: “Nosotros, como las hojas que flotan al tiempo florido de primavera y que cunden de súbito al sol, igual, de la flor de la edad disfrutamos lo poco que alcanza un palmo, sin saber nada del mal ni del bien que guardaron los dioses; las negras Kéres nos cuidan, que rigen el plazo, una, de la afligida vejez y el de la muerte, la otra; y no duran de joven los frutos más que cuanto en la tierra derrámase el sol” (ii 1/8). G la Gaceta 27 a a a Heracles* Georges Dumézil Las faltas de Heracles Ciertas razones, que parecen seguir siendo buenas, se dieron en 1956 para considerar la vida de Heracles, igual que la de Starkađr-Starcatherus, no como la acumulación enorme y fortuita de leyendas particulares en la que cada una, independiente y completa en sí misma, habría vinculado la hazaña de un Hombre Fuerte a una ciudad, a una provincia, a un lago o a un bosque, sino ante todo como una estructura cuyo diseño general es simple y que sólo ha servido de marco —pues la riqueza atrae a la riqueza— a gran cantidad de leyendas, locales o de otro tipo, referentes al Hombre Fuerte.1 Este marco general es el de “los tres pecados del héroe”, y he recordado al lector, al comienzo de este ensayo, cuáles son estos pecados, cometidos cada uno contra el principio de una de las tres funciones indoeuropeas:2 desde la publicación de mi libro Aspects de la fonction guerrière, el expediente no ha cambiado. Heracles realiza sus hazañas en tres grupos, cada uno de ellos concluido con el “pecado funcional” y la sanción o la consecuencia correspondiente, la cual afecta al héroe en su razón, luego en su salud física y por último acaba con su vida; por otra parte, estas sanciones no son acumulativas y las dos primeras dejan de surtir efecto cuando se ha cumplido una expiación satisfactoria. Los intervalos que ocupan las hazañas se distribuyen así: uno se extiende desde el nacimiento del héroe hasta su vacilación ante la orden de Zeus, y tiene como sanción la locura; el segundo va desde esta desobediencia hasta el desleal asesinato de un enemigo tomado por sorpresa, y tiene como castigo la enfermedad física; el tercero va desde este asesinato hasta el adulterio escandaloso, y tiene como consecuencia la quemadura incurable y la muerte voluntaria. En el interior del primero de estos tres grupos aparece, como un subgrupo, el conjunto de los diez o 12 grandes Trabajos, subgrupo que a su vez ha servido para derivar tareas secundarias, y que constituye la única estructura parcial que es posible determinar en el gran marco. En cuanto a los pecados, la biografía de Heracles presenta más de una acción que nos inclinaríamos a calificar de pecado, incluso en términos griegos, pero Georges Dumézil, Mito y epopeya. II. Tipos épicos indoeuropeos: un héroe, un brujo, un rey, Traducción de Sergio René Madero Báez, fce, México, 1996. 1 Heur et malheur du guerrier, pp. 89-90. Para la sistematización de la Biblioteca del seudo-Apolodoro (ii, 4, 8-7,7), véase ibid., p. 94, n. 1. 2 Véase supra, pp. 19-23. 28 la Gaceta el hecho es que sólo esas tres acciones han sido tomadas en cuenta por los dioses y han tenido en el culpable una influencia destructora. La analogía con los tres pecados de Starcatherus va acompañada de otros encuentros en la trayectoria de ambos héroes. Los principales se han señalado en 1956, pero tomar en consideración a Śiupāla pone de manifiesto toda su importancia. Estos encuentros se refieren, por una parte, al nacimiento del héroe, con el lugar que resulta para él en la estructura de las tres funciones, y sobre todo con las relaciones opuestas que establece entre él y dos divinidades rivales; por la otra, su muerte. Hera, Atenea y Heracles El nacimiento de Heracles [Diódoro de Sicilia, iv, 9, 2-3, después de recordarnos que el héroe, por ambas partes, “debe su nacimiento al más grande de los dioses”, Zeus, su padre, y que su madre, Alcmena, desciende de Perseo, hijo de Zeus y de Dánae, prosigue]: 2. Su valor no sólo brilló en sus actos, sino incluso desde antes de su nacimiento. En efecto, en su unión con Alcmena, Zeus triplicó la duración de la noche (triplasíon tÉn núkta poiÊsai) y, por la cantidad de tiempo que tardó en engendrarlo (tÛ plɆei toû pròß tÈn paidopoiían änalw†éntoß jrónou), anunció el exceso de fuerza del niño que iba a nacer (proshmÊnai tÈn Õper∫olÉn tÊß toû gennh†hsoménou ŸÓmhß). 3. Zeus no actúa así por concupiscencia, sino pensando en la procreación (tÊß paidopoiíaß járin) y, sabiendo que no podría vencer la virtud de Alcmena (swfrosúnh), se volvió enteramente semejante a Anfitrión. Por tanto, Heracles no es un monstruo ni un gigante… aunque no hayan faltado las especulaciones sobre su talla más que humana; pero, como Starcatherus, tiene en sí cierto exceso (Õper∫olÉ), el exceso de fuerza en relación con los demás hombres, que resulta de una forma atenuada de triplicidad: Zeus ha tardado tres noches en engendrarlo, gastando en ello una cantidad de semen que, hasta para un dios, parece haber sido considerable. número 460, abril 2009 a El lugar de Heracles en cuanto a la primera y segunda funciones, y sobre todo en relación con las dos diosas que presiden estas funciones (Diódoro, IV, 9, 4-8) 4. Cuando llegó el término que asigna la naturaleza a las mujeres encintas, Zeus, pensando sólo en el nacimiento de Heracles, anunció en presencia de todos los dioses que al hijo que le nacería ese día lo haría rey (poiÊsai basiléa) de los perseidas. Pero Hera estaba celosa (zhlotupoûsan) y, con la ayuda de Eïleí†uia, suspendió los dolores de Alcmena e hizo que Euristeo naciera antes de término. 5. Así se frustraron los planes de Zeus. En consecuencia, quiso a la vez cumplir su promesa y asegurar de antemano la gloria (ëpifaneía) de Heracles. Por ello, se dice, convenció a Hera para que aceptara el siguiente compromiso: Euristeo sería rey, según Zeus había prometido, pero Heracles, a las órdenes permanentes de Euristeo, cumpliría doce trabajos que éste le ordenaría y, después de haberlos terminado, obtendría la inmortalidad (basiléa mèn Õpárxai katà tÈn ïdían Õpósjesin Eürus†éa, tòn d\ ˜Hrakléa tetagménon Õpò tòn Eürus†éa telésai dÓdeka <†louß o«ß $n Eürus†eùß prostáx˙, kaì toûto práxanta tujeîn tÊß ä†anasíaß). 6. Cuando Alcmena dio a luz, tuvo miedo de los celos (zhlotupían) de Hera y dejó al recién nacido en el lugar que todavía hoy se llama, en honor del héroe, “la llanura de Heracles”. 7. En ese momento pasó por ahí Atenea en compañía de Hera (ka†\ øn dÈ jrónon ¨A†hnâ metà tÊß ™Hraß prosioûsa) y, al admirar la apariencia física del niño (†aumásasa toû paidíou tÈn fúsin), persuadió a Hera de que le diera el pecho (sunépeise tÈn ™Hran tÈn †hlÉn Õposjeîn). Pero el niño tiró del seno con gran fuerza, mucha mayor de la que su edad hubiera permitido suponer, y, adolorida, Hera lo rechazó (Ñ mèn ™Hra dialgÉsasa tò bréfoß °ÿŸyen). Entonces Atenea lo tomó en brazos y se lo llevó a la madre (Alcmena), y le dijo que lo alimentara (¨A†hnâ dè komísasa aütò pròß tÈn mhtéra tréfein parekeleúsato). 8. Parece extraordinaria esta inesperada reversión de las situaciones (tò tÊß peripeteíaß parádoxon); la madre, que debía amar a su propio hijo (stérgein öfeílousa), lo rechaza, y la que le tenía odio de madrastra lo salva, pues no reconoce a aquel que por su naturaleza era su enemigo (di\ <gnoian °swze tò tÎ fúsei polémion). Y nos son bien conocidas las variadas formas que toman, sobre todo durante la juventud de Heracles, la animosidad de Hera y la solicitud de Atenea. Si seguimos a la letra el texto de Diódoro de Sicilia, es Hera la que envía a los dos dragones que el niño asfixia en su cuna, con lo que, según se dice, ganóse su nombre heroico: “El que debe su gloria (kléoß) a Hera” (10, 1); también es Hera quien lo castiga con la locura porque él vacila demasiado tiempo antes de entrar al servicio de Euristeo (11, 1). Cuando varios dioses arman y proveen de equipo a Heracles, Atenea es la que le hace el primer regalo, un peplo (14, 3). Más tarde, según la Biblioteca del seudo-Apolodoro, es a ella, sin duda como a su más confiable amiga, a la que Heracles da las manzanas de las Hespérides, que la diosa vuelve a colocar inmediatamente en su lugar (ii, 5, ii). Las dos diosas tienen a todas luces aquí el valor diferencial que también les atribuye la leyenda del juicio de Paris:3 Hera 3 Mythe et épopée, I, pp. 580-586. número 460, abril 2009 es la soberana, cuya máxima preocupación consiste en apartar del trono al hijo de Alcmena y reducirlo —tal es el sentido del compromiso que ella acepta— al papel de campeón del rey, como súbdito obediente de éste. Atenea toma de inmediato bajo su protección al futuro héroe, lo salva cuando no es sino un bebé abandonado, vigila que esté bien provisto de lo que le hace falta y lo sigue discretamente en sus trabajos. Ambas diosas, ciertamente, no se combaten la una a la otra; incluso se pasean juntas, pero sus buenas relaciones se dan sólo en lo exterior; no se trata ya de la alianza que las había unido, en la leyenda del príncipe pastor Paris, por su común hostilidad hacia Afrodita; ahora juegan a juegos contrarios, y la virgen Atenea no vacila en engañar a Hera al hacer que nutra con su seno al hijo que la timorata Alcmena ha abandonado en el campo. Esta escena de la diosa que salva y da el pecho al niño al que en seguida perseguirá, y que lo primero que hace es morderla, recuerda, funcionalmente, las relaciones, primero ambiguas, de Śiupāla con Krṣṇa: colocado en el regazo del dios, el pequeño monstruo recibe la forma humana y es salvado; pero al mismo tiempo se formula el programa de una prolongada hostilidad. En cuanto a la actitud del héroe respecto de las dos funciones superiores —la realeza de la que se le ha apartado, y los “Trabajos”, es decir, esencialmente los combates a los que se le ha condenado—, resulta más dramática que la de StarkađrStarcatherus, el cual, nacido lejos del trono, se dedica —salvo los tres pecados cometidos contra los reyes— a servir ostensiblemente a sus soberanos. La actitud de Heracles también es más patética que la de Śiupāla, rey que por propia voluntad se convierte en generalísimo de otro rey. El primer pecado de Heracles consiste precisamente en vacilar, pese a la orden de Zeus y no obstante la advertencia del oráculo de Delfos, en convertirse en el campeón del rey Euristeo: lo juzga, y se sabe superior a él. Pero después de la primera sanción, se somete, va a buscar al rey y recibe sus órdenes, prostágmata, no sin gozar a veces de la amarga satisfacción que le da el espectáculo de su mediocre amo: las pinturas de vasos han popularizado la escena en que el héroe lleva al rey el jabalí de Erimanto; lleva en hombros al jabalí vivo; presa de miedo, el rey se esconde en un tonel (fo∫h†eìß °kruyen Ãautòn eïß jalkoûn píqon; Diódoro, 4, 12, 2). Pero jamás, ni antes ni durante la larga carga de los trabajos, ni después de ella, pone una mano en el rey ni trata de remplazarlo; y nunca, en todos los recorridos que hace enderezando tantos entuertos y castigando a tantos malvados, entre éstos a reyes, piensa siquiera en convertirse en rey; presta servicios, si es preciso impone a reyes, a veces recibe el premio de los beneficiarios, y luego se va. a El fin de Heracles; Heracles y Hera La muerte de Heracles; Hera reconciliada (Diódoro, 4, 38, 3-5; 39, 2-3) Después del adulterio, Heracles cae en la trampa de la túnica empapada en la sangre de Neso. Enterada de la pasión de su marido por Iole, Deyanira se acordó del regalo que le había hecho el centauro moribundo. ¿No le había dicho que, si su marido alguna vez la descuidaba, bastaba para reavivar su pasión con que ella le pusiera una túnica frotada con la sangre del centauro? Ella ignoraba que en la sangre de ese centauro había la Gaceta 29 a quedado el veneno de la flecha con la que Hércules lo había atravesado. Por tanto, envió a Heracles la túnica que ella creía empapada de un filtro de amor, la túnica especial para los días de sacrificios. Heracles se la puso. Reactivado por el calor del cuerpo, el veneno empezó a devorarlo. Presa de dolores crecientes e intolerables, el héroe envió a dos de sus compañeros a que consultaran por tercera vez al oráculo de Delfos, y Apolo respondió: “Que lleven a Heracles al monte Eta, con todo su atuendo guerrero, y que se prepare cerca de él una gran pira; en cuanto a lo demás, Zeus proveerá”. 4. Iolaos y sus compañeros llevaron a cabo los preparativos así ordenados y se retiraron a cierta distancia para presenciar el acontecimiento. Entonces Heracles subió a la pira y pidió a un asistente, luego a otro, y luego al tercero, que le prendieran fuego. Ninguno se atrevió a obedecer, excepto Filoctetes. Heracles lo recompensó regalándole su arco y sus flechas, y el joven encendió la hoguera. Pero al instante cayó del cielo un rayo, y de inmediato la pira fue consumida. 5. Iolaos y sus compañeros buscaron por todas partes los huesos de Heracles; no encontraron ni uno solo. Concluyeron que, de 30 la Gaceta a conformidad con los oráculos, Heracles había pasado del mundo de los hombres al mundo de los dioses […]. Después de dar algunas indicaciones sobre el establecimiento de los primeros cultos a Heracles (39, 1), Diódoro nos lleva a conocer los secretos del Olimpo. 2. Debemos añadir a nuestro relato que, después de que Heracles se convirtió en dios (metà tÈn äpo†éwsin aütoû), Zeus persuadió a Hera para que lo adoptara como hijo (uñopoiÉsas†ai) y para que le profesara, en lo sucesivo y para siempre, los buenos sentimientos de una madre. La adopción se llevó a cabo como si hubiera sido un parto. Hera subió a su lecho, estrechó contra ella a Heracles y lo dejó caer al suelo a través de sus vestidos, simulando un verdadero nacimiento […]. 3. Después de la adopción, según los mitólogos, Hera le dio a Heracles, en matrimonio, a Hebe. De ahí estos versos de la Nekuia: “Lo cual no es sino una apariencia, pues él pasa el tiempo divirtiéndose en fiestas, entre los dioses, y posee a Hebe, la de los bellos tobillos.” G número 460, abril 2009 a a Radiografías de la palabra Gerardo Piña Marco Perilli, El artesano de la verdad, Taller Ditoria/Conaculta, México, 2008 La erudición (no la pretensión de ser erudito) arroja preguntas y certezas; ilumina. Dichas certezas nacen de una observación aguda, de una intuición que a fuerza de buscarse en los textos de los otros acaba por dialogar con ellos y por incorporarse en los testimonios de la búsqueda del conocimiento. Mientras que la pretensión abre infinitas posibilidades de relacionar los conceptos que motivan su disertación (infinitas por fatuas, irrelevantes o gratuitas), la erudición arroja preguntas y también contribuye a conocer más sobre su objeto de estudio ofreciendo marcos de referencia. Sin arrogancia, sin poner un punto final en el asunto, el ensayista nos deja ver en su trabajo un descubrimiento, no su gran capacidad para acumular citas y citas textuales. El ensayo literario va de la mano del ensayo filosófico. Se suele decir que el ensayo filosófico busca una verdad y el literario, la repele; que el primero tiene un rigor y un sistema mientras que el segundo es una libre asociación de ideas en torno a algún tema. Ambas suposiciones son difíciles de sostener por mucho tiempo si atendemos a lo más simple: un ensayo deja ver en su factura la presencia o ausencia de rigor, de método, de hipótesis y sobre todo, de conclusiones. Cuando un escrito, so pretexto de hablar de literatura, nos presenta una libre asociación de ideas, elude cualquier tesis y carece de conclusiones, no es un ensayo. Si bien las conclusiones a que llega un ensayo literario son de un orden distinto al filosófico, éste no está exento del rigor ni de la cabalidad de la exposición de lo que trata. El artesano de la verdad (Taller Ditoria, Conaculta: 2008) de Marco Perilli recorre en su brevedad un cosmos literario. Lleva al lector a una disquisición entretenida y erudita —normalmente van de la mano— sobre ciertos vínculos número 460, abril 2009 entre la imagen y la palabra. A través de una lectura atenta de textos tan diversos como La Ilíada, El Quijote, La Divina Comedia, Crimen y castigo o En busca del tiempo perdido, este libro nos presenta la relación que hay entre la imagen y la palabra en la literatura. El título del ensayo obedece a un comentario de Calístrato, en el marco de una reflexión en torno a la mímesis del arte con respecto de la realidad: Así, Escopas, a pesar de esculpir figuras sin vida, era un artesano de la verdad y operaba prodigios en cuerpos de materia inanimada; mientras que a Demóstenes, que modelaba imágenes con palabras, poco le faltó para mostrar de modo visible las formas creadas por las palabras, a base de mezclar las recetas de su arte con los productos de la mente y la inteligencia (27) Marco Perilli atiende a los procesos que llevan a la palabra a construir imágenes —entendiendo por imagen una visión y no una abstracción sinestésica, es decir auditiva, olfativa, etcétera además de lo visual— cuyos resultados nos cautivan como lectores. Al hablar del carácter visual que logra la palabra al describir el proceso de metamorfosis de un personaje, Perilli compara la técnica de tres autores de épocas diversas: Kafka en su Metamorfosis, Ovidio en su obra más conocida y finalmente un pasaje de la Divina Comedia de Dante, aquel en que dos ladrones (un hombre y una serpiente) habrán de intercambiar sus naturalezas por toda la eternidad. Resalta la precisión del tratamiento que de este recurso hace Dante, ya que es el único de estos tres ejemplos donde de hecho la palabra describe la mutación de los seres y no se limita a informarnos de ella como un hecho terminado. Perilli imagina un probable guión de cine que describiría una escena de Cri- men y castigo de Dostoyevski, al hacerlo nos ofrece un reconocimiento de la práctica visual que tenemos como lectores actualmente. Es decir, leer la literatura anterior al cine y a otros medios audiovisuales presupone un tipo de práctica en la manera en que la palabra evoca una serie de imágenes en nosotros. El autor sostiene que la técnica de secuencia de planos cinematográficos preexiste a la invención del cine en cierto sentido: “La lectura no se deja reprimir por usanzas estancadas de una forma: ya Homero escribía cine, Ovidio fue un Disney de los dioses, y ¿cuál director no ha soñado con ser un Dostoyevski?” (43) Con este ejemplo el ensayista nos lleva a reflexionar más allá de las relaciones directas que hay entre el movimiento plasmado en una pantalla y el que es descrito con palabras; abarca el tema de la potencia temporal que reside en las palabras al expresar movimiento o al describir una imagen. La precisión narrativa (un número de pasos recorridos, un lapso de tiempo definido en términos vagos) conlleva su propio germen de secuencia cronológica con un sentido propio, un sentido que sin ser cinematográfico se le parece en tanto que el lector acepta un acuerdo tácito de convertir las menciones temporales de un texto en aprehensiones que den coherencia y sustento a las acciones descritas. Ningún lector de Crimen y castigo detendría diez minutos la lectura esperando a que Raskolnikov tome por fin la decisión de tumbarse en el sofá… no obstante, el modo de empleo de la imagen, y su tiempo, su presión del tiempo, produce en la palabra el compromiso con la puntualidad. El montador, profesional del cine, corta y pega tiritas de cinta; el lector utiliza repentinas tijeras mentales para editar la historia, su pulso es infalible (42). la Gaceta 31 a Las puntualizaciones del autor al analizar distintos textos nos acercan a varios de los sentidos que a veces obviamos de las palabras durante la lectura o a recordar sus limitaciones naturales. Es decir, al describir un objeto inexistente, éste sólo existe en el lenguaje y no como objeto. Si el caso es evidente, el resultado no resulta tan sorpresivo como en el ejemplo de Aristóteles que cita el autor: el término ciervo-cabrío. “Lo que significa ciervo-cabrío es puro nombre, es cosa nombrada, imagen”, dice Perilli. Sin embargo añade algo que tiene que ver con nuestra manera cotidiana de comunicación, con el uso de sentidos que damos por absolutos y verdaderos no sólo desde la enunciación del discurso sino desde la herencia 32 la Gaceta misma de una lengua y nuestra confianza en que el escucha o lector comparte este mismo código sin variantes. “La cosa [ciervo-cabrío] en sí, no existe, se consuma en el lenguaje; y el lenguaje, afirmativo, se le escapa a lo absoluto y, a la hora de escaparse, lo expresa y lo convierte en tiempo” (57). Al hablar de la palabra en relación con el tiempo es casi imposible no entrar al mundo de En busca del tiempo perdido de Marcel Proust, la gran novela sobre el tiempo y la memoria. Perilli aborda algunos pasajes en donde vemos la precisión de imagen con que dota a la palabra Proust, paradójicamente, al afinar su indeterminación de lugares o referentes comparativos. De esta manera la imagen, su carácter a polisémico, así como sus posibilidades referenciales de tiempo y espacio en relación con la palabra que la construye quedan expuestas en este ensayo bajo el tono de la mesura y la síntesis. En El artesano de la verdad, el logos y la imago se complementan, se retraen y sobre todo se buscan en la literatura como si fueran dos formas del Narciso (una el reflejo; la otra, el proceso de aprehensión del reflejo). Este ensayo, a un tiempo erudito y sencillo, ilumina ciertos umbrales entre la enunciación y la representación del discurso literario; lo hace con inteligencia y claridad, encierra en sí mismo un microcosmos de aquello que le ocupa: la riqueza del lenguaje, sus matices, su fuerza creadora de imágenes perdurables. G número 460, abril 2009 a a a a a