Lo escaso que existía entre Leandro y yo se remitía

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El Once.
Comencé a levantarme remisamente del asiento en el cual estaba sentada.
Ya sólo escuchaba la voz agónica de Leandro, el cual hablaba incesantemente
con las demás personas. No vislumbraba a nadie, sólo escuchaba frases
inconexas, desconectadas, provenientes de alguna parte de la casa. De
espaldas, y repasando en mi registro mental la ubicación de la puerta de calle
de la casa, me dirigía a escaparme de ese lugar, o sea, la morada de Leandro.
Mis pasos eran firmes pero cautelosos. No quería que ni Leandro, ni las demás
personas, notaran mi partida escurridiza. Continuaba de espaldas, palpando las
paredes, el diván, el piano, siempre intentando llegar a la puerta de salida.
Sabía que estaba cerca de ella, ya que el piano estaba próximo a la misma, en
el helado living de esa casa. Continué caminando sosegadamente y en
silencio, hasta que logré palpar una de las columnas del hall de entrada. Si
franqueaba la columna, llegaba a la puerta. Llegué a la puerta. Giré el
picaporte, implorando, en silencio, no hacer ni el más mínimo ruido, pero la
puerta no se abrió: estaba cerrada con llave. Palpé la cerradura, pero la llave
no estaba allí. Un escalofrío intenso recorrió mi cuerpo al ver a Leandro
asomarse detrás de una de las columnas del hall de entrada, y dirigirse hacia
mí.
Nos conocimos en el edificio en el que ambos trabajábamos: él en el sexto
piso y yo en el cuarto piso. Cumplíamos tareas diferentes dentro del lugar de
trabajo, ya que yo era la secretaria de su jefe. El cual era mi jefe también. Pero
Leandro era un empleado más. No tardamos en simpatizarnos. O quizás sí, ya
que él estaba de novio y no era acorde intentar un acercamiento carnal con él.
Pero debo sincerarme: no era de mi incumbencia el noviazgo de Leandro, así
que intentaba concentrarme en él, pensar en él, y no en su noviazgo.
Era un hombre sumamente guapo: ojos marrones, cabellera ondulada
castaña, bellísima sonrisa y una mirada pavorosamente sexual. Cada vez que
nos mirábamos, nos deseábamos de sobremanera, al punto de desnudarnos
con los ojos.
Lo escaso que existía entre Leandro y yo se remitía y limitaba a horarios
laborales: algún encuentro en el ascensor, en alguna oficina, en algún pasillo.
Fuera del trabajo, no teníamos relación alguna. Pero haciendo caso a mis
deseos más desfachatados, llegó el día en que nos encontramos fuera del
edificio laboral. Fuimos de copas a un bar ubicado en Avenida Corrientes y 9
de Julio, pleno centro de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Fue la primera
vez que estuvimos a solas. Ni siquiera existía la gente ubicada en las mesas
contiguas a la nuestra: éramos él y yo. A altas horas de la madrugada,
terminamos yendo a su casa. Al llegar, nos sentamos en un sillón ubicado en el
living de su casa. Seguimos bebiendo, hasta que comenzamos a besarnos y
acariciarnos, como si todas las ganas reprimidas explotaran atónitamente en
ese momento. Comencé a sentir su excitación, cada vez más intensa, al igual
que la mía. Sus manos, sobre mi cuerpo, ardían de placer, deslizándose por
todas las partes imaginables. Y las inimaginables también. Y ahí mismo, en ese
living helado, me llevó, entre besos y caricias, hasta una de las paredes del
mismo, que comunicaba a un pasillo, me subió la pollera, comenzó a besarme
mis partes íntimas, y me hizo el amor de una manera violentamente intensa.
Ese sexo que deja marcas de placer en la piel. Terminamos. Prendí un
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cigarrillo, conversamos algunas palabras, y me invitó a dormir con él. Fue la
primera noche que dormimos juntos. Al despertarnos, la mañana siguiente,
hicimos un pacto: nadie debería enterarse de nuestro encuentro, ni dentro del
trabajo, ni fuera de él, ya que él tenía novia. Me bañé, me cambié y me fui.
Nadie debía enterarse dentro del ámbito laboral, ya que mi jefe (y su jefe
también) tenía intenciones extrañas conmigo: me llamaba por teléfono para
decirme cosas
subidas de tono, del tipo “si te agarro hoy te mato”, o “te veo divina hoy”,
entonces no era conveniente ni oportuno que éste hombre sepa que su
secretaria había tenido un encuentro íntimo con unos de sus empleados. Es
más, suelo recordar una y otra vez las veces que mi jefe me llamaba a su
despacho y cerraba la puerta del mismo con llave, una vez que ambos
estábamos dentro, y me invitaba a salir, a su casa, intentaba tocarme los
pechos, los glúteos, e incluso llegó a masturbarse frente a mí hasta eyacular en
la alfombra de su despacho. Por supuesto que yo no iba a limpiar, así que,
como pudo, tuvo que hacerse cargo del semen disperso en la alfombra.
Los encuentros con Leandro eran cada vez más frecuentes, aunque
comenzaba a impacientarme los días en que optaba por su novia, y no por
encontrarse conmigo. En esos momentos pensaba en la frase que, alguna vez,
escribió Ian Curtis: “your confusion, my illusion”, aunque nunca supe si Leandro
estaba realmente confundido. Quizás era mi estima hacia él en aumento que
me enceguecía, y creía sentir que él me apreciaba,
Siempre que nos encontrábamos, teníamos sexo. Del brutal, del
desenfrenado, del ilimitado. Y conversábamos mucho, quizás demasiado. En
una de nuestras conversaciones post sexo, me comenzó a hablar de la casa.
Era una casa importante, con 2 entradas, una entrada estaba en la cocina y la
otra (que se suponía ser la entrada principal) se encontraba en el living, cuya
puerta estaba resguardada por dos altas columnas de mármol. Un pasillo
oscuro y con alfombra roja en el embaldosado, unía la cocina con el living.
Dicho pasillo conectaba las cuatro habitaciones que contenía la casa. Dos
habitaciones poseían baño privado. Junto al living había dos puertas: una
comunicaba al escritorio y la otra al comedor diario. Había una habitación que
nunca se abría, y era la cuarta, contando desde la cocina en adelante. Leandro
me comenzó a relatar que en dicha casa habían muerto varias personas. Una
de ellas era un bebé que, por su excesivo llanto, la madre del mismo tomó la
espeluznante decisión de ahogarlo con una almohada y, una vez muerto su
hijo, se ahorcó de uno de los tirantes de la cuarta habitación. La que siempre
permanecía cerrada. Otra persona fallecida allí era un anciano, que fue dejado
atado con esposas a una silla del living, y abandonado por su familia. El
anciano murió de hambre y sed. Según Leandro, había más gente que murió
allí, pero que no quería contarme porque me asustaría. Yo ya estaba asustada,
y le pregunté:
- ¿Alguna vez has visto los espectros de ésta gente en tu casa?.
- Sí, infinidad de veces. Al viejo lo vi varias veces arrastrándose por el
pasillo, o ingresando a mi habitación, o en la habitación de al lado. A la
madre del bebé la veo bastante seguido: me pide que le haga el amor
hasta el cansancio. Y yo no me puedo negar, es una mujer irresistible. A
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veces viene con otras mujeres, y me pide que le haga el amor a todas. Y
yo cumplo con lo que ellas desean. Incluso he visto al bebé en
reiteradas veces: una sola vez me asusté, cuando lo vi gatear por una
de las paredes. Ya después me acostumbré a todos ellos.
Leandro, estás demente. Hacerle el amor a un ¿fantasma?.¡Eso es una
locura!. Estás enfermo, muy enfermo.
Pero, princesa, ¿ qué estás diciendo?. Yo vivo con ellos, los respeto y
me respetan, me hablan y les hablo, la madre del bebé me pide sexo y
le doy sexo, al igual que a vos.
¡ Pero yo no estoy muerta!, le dije.
Ahí mismo, y llena de pánico, me dirigí hacia la puerta y salí, prometiéndole
que volveríamos a vernos y hablaríamos del tema. Me sentía perturbada. Tenía
miedo de volver a ver a Leandro. De volver a esa casa.
Pasaron los días, y tanto mi jefe como la novia de Leandro supieron de
nuestros encuentros: yo fui puesta en aviso de que si se mantenía la relación
quedaba automáticamente despedida de mi trabajo. Entonces opté por dejar de
encontrarme con Leandro fuera del trabajo. Lo que había entre nosotros era
estrictamente laboral, nuevamente. A él también le pareció apropiado.
Cierto día me llama a mi oficina, desde su casa, y me pide de encontrarnos,
para hablar. Me dice que me extraña y que necesita verme. Accedí a verlo, sin
decir una sola palabra: él y yo sabíamos de ese encuentro. Nadie más. Me
pidió que vaya a su casa, que quería que hablemos tranquilos, y allí me dirigí.
Al llegar, estaba algo alcoholizado. Hablaba pausadamente pero trastabillaba
en su marcha. Nos sentamos en el living, siempre helado, y me ofreció algo de
beber, lo cual rechacé. Se escuchaban ruidos constantes y agresivos, pero no
había nadie más en la casa. Para sacarme la duda, le pregunté a Leandro si
había alguien más en la casa,
- Sí, están todos ellos - respondió Leandro.
- ¿Quiénes? - pregunté.
- El viejo, la madre del bebé y las otras hermosas mujeres, el bebé. Están
todos por ahí, ¿no escuchas los ruidos, Eli?.
- No me embromes, esos ruidos no los pueden provocar fantasmas. Acá
hay más gente. Si querés vuelvo en otro momento, Leandro.
- No, mi amor. Acá estamos vos, yo y ellos. Pero los dueños de la casa
son ellos, así que pueden hacer los ruidos que quieran, mientras no te
molesten.
- Me molesta, y mucho. Y descreo de los fantasmas, así que, si es cierto,
que se hagan presentes, o hagan algo relevante, - dije.
Al terminar de decir esas palabras, la ventana que estaba en uno de los
laterales de la puerta de entrada del living, se abrió de par en par. Las ventanas
golpeaban contra la pared. Leandro intentó cerrarla, pero le resultaba
imposible. Yo misma intenté cerrarla, pero también fue imposible para mí.
- ¿ Ves lo que hiciste, Eli?. Están furiosos, y no conmigo.
- Sigo sin creer nada, Leandro. Sos un psicópata, un enfermo, me quiero
ir de acá.
- No, vos no te vas. Viniste a que hablemos, a tener sexo y a dormir
juntos, Eli, ¿o no te acordás de lo bien que la pasamos?.
- La pasábamos bien, Leandro. Ya no. Esto me asusta y mucho. Quiero
irme de acá.
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No te vayas, Eli. Dame unos minutos que voy a ver como están, y
vuelvo.
- ¿Cómo están quiénes?.
- Los dueños de la casa.
- Estás muy enfermo, Leandro.
- ¿Creés eso?.
- Por supuesto, ¡hablar con espíritus, y no sólo eso, decir que los ves, y
peor todavía, decir que tenés sexo con ellos!, estás enfermo, muy
enfermo.
- Mi amor, ellos viven acá antes que yo, ya te lo he dicho. Déjame ver qué
quieren, por qué están enojados, y vuelvo. Quizás la hermosa madre del
bebé quiera manosearme un rato. Y yo a ella.
Se sentían corrientes de aire frías dentro del living. Quizás sería porque la
ventana inmediata a la puerta estaba abierta, pero era poco probable, ya que
estábamos en un sillón lejos de la ventana. Leandro se levantó del sillón, y se
dirigió al pasillo de donde provenían esos ruidos incesantes. Se detuvo en
alguna parte, donde se comenzaron a escuchar diálogos casi imperceptibles
para mí. Luego se escucharon jadeos. Luego silencio. Luego diálogos
nuevamente.
Comencé a levantarme remisamente del asiento en el cual estaba sentada.
Ya sólo escuchaba la voz agónica de Leandro, el cual hablaba incesantemente
con las demás personas. No vislumbraba a nadie, sólo escuchaba frases
inconexas, desconectadas, provenientes de alguna parte de la casa. De
espaldas, y repasando en mi registro mental la ubicación de la puerta de calle
de la casa, me dirigía a escaparme de ese lugar, o sea, la morada de Leandro.
Mis pasos eran firmes pero cautelosos. No quería que ni Leandro, ni las demás
personas, notaran mi partida escurridiza. Continuaba de espaldas, palpando las
paredes, el diván, el piano, siempre intentando llegar a la puerta de salida.
Sabía que estaba cerca de ella, ya que el piano estaba próximo a la misma, en
el helado living de esa casa. Continué caminando sosegadamente y en
silencio, hasta que logré palpar una de las columnas del hall de entrada. Si
franqueaba la columna, llegaba a la puerta. Llegué a la puerta. Giré el
picaporte, implorando, en silencio, no hacer ni el más mínimo ruido, pero la
puerta no se abrió: estaba cerrada con llave. Palpé la cerradura, pero la llave
no estaba allí. Un escalofrío intenso recorrió mi cuerpo al ver a Leandro
asomarse detrás de una de las columnas del hall de entrada, y dirigirse hacia
mí. Su mirada era libidinosa, y me decía a y otra vez “¿dónde creés que vas?.
Yo, frente a él, no tenía manera posible de escapar. Así y todo, me acerqué a
la ventana abierta y con un “hasta nunca, Leandro”, me arrojé al vacío, desde
un séptimo piso.
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Elina Bradel.
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