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“Serán mis testigos”
Homilía en el inicio del ministerio pastoral
Catedral de Mar del Plata
Sábado 4 de junio de 2011
Vísperas de la Ascensión del Señor
Queridos hermanos:
En el día en que doy inicio al ministerio pastoral como obispo de esta diócesis de
Mar del Plata, las palabras de Jesús, dichas a sus apóstoles antes de su ascensión al
cielo, así como los acontecimientos que siguieron, adquieren en esta celebración
eucarística singular actualidad y brindan un programa oportuno.
“Recibirán la fuerza del Espíritu Santo que descenderá sobre ustedes, y serán mis
testigos (…) hasta los confines de la tierra” (Hch 1, 8). Desde que la nube ocultara su
humanidad resucitada, la Iglesia de Cristo vive abierta a la moción del Espíritu y bajo la
guía del testimonio apostólico. Comienza su tiempo, en el cual prolongará la misión de
su Fundador, alentada por la promesa que acabamos de escuchar: “Yo estaré con
ustedes todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,20).
Jesús se hará presente entre los suyos a través de la acción invisible del Espíritu y
mediante el testimonio visible de los apóstoles y de sus sucesores. Antes de
manifestarse ante el mundo, ellos deben dar cumplimiento al deseo del Señor de esperar
la efusión del Espíritu Santo, que ocurriría nueve días después.
Ellos cumplieron esto fielmente: “Los apóstoles regresaron entonces del monte de
los Olivos a Jerusalén (…). Todos ellos íntimamente unidos, se dedicaban a la oración,
en compañía de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús, y de sus hermanos” (Hch
1,12.14).
Aquí tenemos, queridos hermanos, el modelo de la Iglesia para todos los tiempos:
abierta a la fuerza que descendería sobre los apóstoles por la acción fecunda y
misteriosa del Espíritu Santo, la misma fuerza que antes había descendido sobre María
para engendrar a Cristo en su seno virginal. Así también queremos sentirnos nosotros
hoy: abiertos y disponibles a la gracia del Espíritu de Dios, como los apóstoles unidos
con María, madre de Jesús y de la Iglesia.
El Espíritu que procede del Padre y del Hijo, y que por ellos es enviado como regalo
a la Iglesia, es la luz y la fuerza que hoy todos anhelamos e invocamos para
convertirnos en discípulos y misioneros de Jesucristo. Sin él, el Evangelio que
predicamos sería letra muerta, Jesús sólo una gran figura del pasado, la Iglesia una
sociedad filantrópica, los trabajos apostólicos, aun los más admirables, serían puro
esfuerzo humano y quedarían infecundos.
En este día trascendente en que soy llamado a presidir esta querida diócesis como su
sexto obispo, quedo comprometido a revivir en mi vida el amor de Cristo Esposo con la
Iglesia esposa, e imploro la asistencia del Espíritu del Señor sobre todos ustedes y sobre
mí. El socorro que viene de lo alto no suprime la fatiga del apóstol, antes bien la
fecunda y la consagra.
Sé muy bien que me precede una honrosa sucesión de pastores fieles y ejemplares.
Menos a Mons. Rau, el primer obispo y notable teólogo y pastor, he conocido y tratado
al resto de mis predecesores. El Siervo de Dios, cardenal Pironio, fue mi primer e
inolvidable rector en el Seminario Metropolitano de Buenos Aires, y desde aquellos días
pude mantener un trato periódico con él, hasta mi último encuentro en Roma, dos
semanas antes de su muerte. A Mons. Rómulo García lo recuerdo como hombre de gran
bondad, siempre atento a las necesidades de los demás y lleno de entusiasmo pastoral.
Con Mons. José María Arancedo, reconocido por su prudencia de pastor, comparto,
además del orden episcopal, un origen común en la vocación sacerdotal, vinculados
ambos con la gran figura de Mons. Carreras, padre espiritual de numerosos jóvenes
llamados al sacerdocio. Mons. Juan Alberto Puiggari, mi inmediato antecesor, es para
mí desde el tiempo en que era rector del Seminario de Paraná, un gran amigo y un
hermano sincero, de notables virtudes evangélicas y apostólicas. Me toca ahora, con la
gracia de Dios, ocupar su lugar.
Los tres últimos obispos, me han invitado en diversas oportunidades a dirigir
semanas de actualización teológica y pastoral para el clero, o bien para conferencias o
un retiro espiritual. Esto me fue dando un conocimiento de la mayor parte del
presbiterio, a lo cual se suma el hecho de conocer a la totalidad del clero más joven y de
los dieciocho seminaristas actuales, por el hecho de formarse en el Seminario de La
Plata donde he vivido en los últimos ocho años.
No vengo a un campo sin cultivar. Vengo a recoger lo que otros han sembrado y a
continuar infatigablemente la siembra. Como dice Jesús en el Evangelio de San Juan:
“Porque en esto se cumple el proverbio: ‘Uno siembra y otro cosecha’. Yo los envié a
cosechar adonde ustedes no han trabajado; otros han trabajado, y ustedes recogen el
fruto de sus esfuerzos” (Jn 4,37-38).
Me complazco también en citar a San Pablo, en un pasaje de la primera Carta a los
Corintos, que a todos nos llama a la reflexión y donde cada palabra merece ser rumiada:
“Después de todo ¿quién es Apolo, quién es Pablo? Simples servidores, por medio de
los cuales ustedes han creído, y cada uno de ellos lo ha recibido del Señor. Yo planté y
Apolo regó, pero el que ha hecho crecer es Dios” (1Cor 3,5-6).
Ante la tentación de establecer comparaciones y diferencias conflictivas, el Apóstol
continúa: “Ni el que planta ni el que riega vale algo, sino Dios, que hace crecer. No hay
ninguna diferencia entre el que planta y el que riega; sin embargo, cada uno recibirá su
salario de acuerdo con el trabajo que haya realizado. Porque nosotros somos
cooperadores de Dios, y ustedes son el campo de Dios, el edificio de Dios” (1Cor 3,79).
Al papa Benedicto XVI, que me ha elegido para ocupar esta sede marplatense, deseo
expresarle mi gratitud y mi plena adhesión a las orientaciones de su magisterio. En él
reconozco al Vicario de Cristo y sucesor de San Pedro, Pastor de toda la Iglesia,
principio y fundamento perpetuo y visible de unidad, tanto de los obispos como de la
multitud de los fieles” (LG 23). Por decirlo con palabras de San Jerónimo en una de sus
cartas: “Yo estoy con quien esté unido a la Cátedra de San Pedro” (Ep. 16).
Agradezco la presencia y expreso mi gratitud a cuantos han querido acompañarme
en esta Eucaristía. Son numerosos, y provienen de distintas procedencias. En primer
lugar, mis hermanos obispos, que me manifiestan su comunión; sacerdotes, diáconos y
seminaristas, religiosos y religiosas, miembros pertenecientes a distintas formas de vida
consagrada, autoridades civiles y representantes de las fuerzas armadas y de las
instituciones básicas de la sociedad, de las fuerzas de seguridad, dirigentes del mundo
del trabajo, del quehacer cultural en sus distintas expresiones, fieles laicos y numerosos
amigos de ayer y de hoy. Estamos ante una hermosa imagen sacramental del misterio de
la Iglesia.
Me dirijo en especial a todas las categorías de fieles de la diócesis de Mar del Plata,
desde hoy mis queridos hijos. Abrazo y bendigo, ante todo, a cada uno de los
presbíteros, mis estrechos colaboradores. En la callada entrega de cada día, ustedes
hacen presente a Jesucristo en medio de los hombres, a veces enfrentando pesadas
pruebas, en la dilatada geografía de la diócesis.
A los diáconos permanentes les recuerdo que son un signo de Cristo Servidor y
representan ante toda la Iglesia la común vocación de servicio.
Los miembros de todas las órdenes, congregaciones, institutos de vida consagrada
masculina y femenina, así como el orden de las vírgenes, son un signo comprometido de
la vocación profética y esponsal de toda la Iglesia. Hoy les digo que necesito contar con
el aporte de su riqueza.
A los laicos comprometidos en distintas asociaciones apostólicas, lo mismo que a
los simples fieles con quienes por el Bautismo compartimos una misma dignidad en el
pueblo sacerdotal, les recuerdo la necesidad de ser en el mundo fermento que levanta la
masa, fragancia de Cristo, testigos del Señor, fuertes y alegres, convencidos y fieles.
Dirijo una palabra de especial saludo a los jóvenes, muchachos y chicas de los
distintos rincones de la diócesis, que acaban de darme la bienvenida. Ustedes reciben un
mundo en medio de gigantescas transformaciones culturales. Deseo encontrarme con
ustedes para decirles más detenidamente: ¡Abran de par en par las puertas a Jesucristo,
el gran viviente y eternamente joven! No cedan a las seducciones de la moda. No se
dejen arrastrar por la corriente. Él es el único Salvador y no los defraudará. Oigan al
apóstol San Juan que les dice: “Jóvenes, les he escrito porque son fuertes, y la Palabra
de Dios permanece en ustedes, y ustedes han vencido al Maligno” (1Jn 2, 14).
Jesús nos invita a todos a anunciarlo como “el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14,
6), no sólo en los confines geográficos del mundo, sino también en los límites
existenciales de la pobreza y de la marginación, de la enfermedad, del sufrimiento sin
consuelo, de la incredulidad y del error, allí donde el Evangelio no llega, así como en
las matrices donde se gestan los modelos culturales. Los discípulos del Señor no
quedamos insensibles ante ninguna forma de necesidad o de miseria humana.
En medio del oscurecimiento de las verdades esenciales que fundan la sociedad
humana, ante la noche ética de nuestro tiempo y el politeísmo de los valores, los
cristianos estamos llamados a ser profetas de la aurora de un mundo nuevo inundado
por “el Sol que nace de lo alto, para iluminar a los que están en las tinieblas y en la
sombra de la muerte” (Lc 1,78-79). Queremos ser testigos de esperanza, ante todo con
el persuasivo lenguaje de los gestos y de las iniciativas.
Respecto de los que no creen o están distanciados de la Iglesia, por cualquier
motivo, cito un pasaje de mi primer mensaje pascual a esta diócesis: “los respeto a todos
y a todos los invito; nadie que esté animado de buena voluntad me resulta indiferente. A
todos incluyo en mi sincera oración. En este obispo sólo encontrarán convicciones, pero
nunca menosprecio ni palabras de arrogancia”.
Solemne es esta hora, muy grande la tarea, pocas nuestras fuerzas humanas, pero
inmensa la esperanza, porque no nos apoyamos en nuestros planes sino en la promesa
de Jesús y en la fuerza que desafía todo cálculo humano: “Yo estaré con ustedes todos
los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,20).
¡A ti me dirijo, Madre del Verbo hecho carne, madre y modelo de la Iglesia! Tu
presencia me ha acompañado a lo largo de mi vida. Hoy pongo bajo tu protección esta
Iglesia de Mar del Plata. Quien te contempla, descubre en ti una imagen mística de la
esposa de Cristo, santa e inmaculada (Ef 5, 27). Antes de ser para el mundo sacramento
visible de la salvación, la Iglesia existió en tu seno como misterio oculto, porque ella no
es sino la comunión de vida entre Dios y los hombres, que pasa por la humanidad de tu
Hijo. Tú has sido el primero de sus miembros y por tu fe, tu esperanza y tu caridad te
convertiste en madre de los miembros de su Cuerpo. Enséñanos a ser Iglesia fecunda,
ardientes como tú en el deseo de que tu Hijo sea más conocido y amado. Cuídanos
siempre con tu intercesión de madre.
Señor Jesucristo, Hijo eterno del Padre e Hijo de María Virgen, hecho hombre para
salvarnos; Buen Pastor que me confiaste este “oficio de amor”. Del gran obispo San
Agustín, he tomado el lema inspirador de mi servicio episcopal: “Sea oficio de amor
apacentar el rebaño del Señor” (In Ioan. 123, 5). Llamado como Pedro a apacentar tus
ovejas, respondo a tu pregunta con sus mismas palabras: “Señor, tú lo sabes todo: sabes
que te quiero” (Jn 21, 17). Concédeme salir a tu encuentro cada día, como discípulo
creyente, sin temer al oleaje del mundo. Si he de enseñar a otros, ayúdame a aprender de
ti. Concédeme a mí y a quienes me has confiado la valentía del testimonio, el coraje de
la fe, la serenidad ante las pruebas, el amor que no se irrita ni devuelve mal por mal.
Acepta ahora, por último, mi confesión de fe y de amor: “¿A quién iremos, Señor? Tú
tienes palabras de vida eterna. Nosotros hemos creído y sabemos que eres el Santo de
Dios” (Jn 6, 68).
+ ANTONIO MARINO
Obispo de Mar del Plata
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