Cambio de grado

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CAMBIO DE GRADO
Luis Jochamowitz
Este ha sido un año con dos partes diferentes y contradictorias entre sí. Como 1995, cuando
tuvimos una guerra selvática con el Ecuador, o 1996, que se cerró con más de un centenar
de rehenes en la casa del embajador japonés, en 1997 ocurrió un hecho excepcional: la
resonante recuperación militar de la casa tomada.
La resolución de la crisis ocurrió en las primeras horas de una tarde, ante los ojos de todos,
por esta vez ante la televisión del mundo, que interrumpió su programación habitual para
emitir las inverosímiles imágenes de la embajada bajo fuego. A partir de ese punto
ocurrieron muchos otros eventos y desenlaces, pero por un momento volvamos al nudo
político de esa resolución.
Los túneles, los comandos, la operación militar que se escenificaba esa tarde, anunciaban al
país, más allá del estruendo del momento, una decisión que había sido tomada previamente.
El régimen, que para el caso es Alberto Fujimori y un grupo de generales y asesores,
entraba a una nueva etapa activa y de fuerza.
Después de prepararse lo más concienzudamente posible, tomaban la iniciativa; la salida
militar se imponía con su inexorable realismo. Un saldo mayor de víctimas, una operación
fallida en el costo de vidas, exponía al gobierno a una situación aún más incierta en lo
interno y adversa en lo internacional. Entonces se haría más visible el peso de los generales
y asesores que rodearon la decisión militar. El régimen se habría endurecido.
Incidentalmente, no parecen haber estado preparados para una operación irreprochable, con
muy pocas bajas propias - cosa que se logró-, pero también con la mayor cantidad posible
de prisioneros, algo que habría resultado de un enorme valor publicitario cuando el último
disparo hubiera sonado. La orden, o el ánimo de «sin prisioneros», reflejaba también la
necesaria muestra de poder y fuerza que abría las puertas de ese período de endurecimiento.
Pero ni siquiera eso se necesitó en las semanas y meses que siguieron. El éxito militar fue
tan rotundo, superior a los estimados más optimistas, que no hubo mayor lugar a reproches.
Lo que normalmente sería el recuento de las víctimas y el gesto político de apretar los
dientes, se convirtió en una magnífica oportunidad publicitaria ante todas las cámaras.
Liberado al fin, en su segunda o tercera nueva oportunidad, ¿por qué Alberto Fujimori
despilfarró en unos pocos meses ese momento de apogeo? En lo que toca a este personaje
público, esa es la pregunta y la perplejidad del año.
En lo inmediato, fueron los actos inevitables, las declaraciones públicas, los entierros, luego
las visitas a las ruinas y una constante exposición ante la prensa mundial, que así lo conoció
más de cerca por primera vez. Quizás se ha apreciado equivocadamente el efecto
supuestamente benéfico de tal exposición. La fuerza de las imágenes, las explosiones en
vivo, las primeras declaraciones que eran partes de guerra, el aprovechamiento político de
Desco / Revista Quehacer Nº 110 /Nov-Dic 1997
mal gusto, o la mera crudeza de los hechos, pueden haber suscitado un efecto contrario al
deseado. La fama preexistente de hombre fuerte, tomaría otro cariz tras el impacto visual.
En trance tan difícil cometió realmente pocos errores. Seguramente alguna declaración
desafortunada, o alguien debió atajar al camarógrafo que lo registró junto al cadáver de
Cerpa Cartolini, pero en conjunto sorteó la prueba bastante bien. El celoso administrador de
información que hay en él, dosificó avaramente su historia, incluyendo detalladas
explicaciones con la maqueta realista y desmontable, o el periscopio fabricado por la
marina, muestra de una tecnología nacional que ofrecía exportar.
Cuando el tema finalmente se agotó quedó instaurada la normalidad. Entonces parecen
haber comenzado los problemas. Paradójicamente, quienes decidieron recuperar la casa
parecían estar mejor preparados para enfrentar malos tiempos. Fujimori había tenido su
festín publicitario, ¿pero qué les tocaba a los generales y asesores que se habían jugado a
fondo en abril? Después de torcer un curso que se creía establecido, procediendo en secreto
y sin la compañía del Japón, ellos anticiparon un futuro mucho más difícil. En ese caso, la
eventualidad más explícita de un gobierno civil militar, una especie de autogolpe en el
autogolpe, podría sugerirse en el horizonte.
Pero nada de eso fue necesario. Por el contrario, con la comprensión y absolución del Japón
y de la comunidad internacional, y con el clima despejado en el interior, ¿cómo podrían los
generales y los asesores que se conjuraron en abril, saldar unas cuentas que curiosamente se
agrandaban y volvían incobrables ante el éxito y la aparente falta de conflicto?
Además, el régimen ya se había endurecido políticamente meses atrás, cuando
inesperadamente adelantó la temporada electoral con la «interpretación auténtica» y la
secuela de la reelección. La crisis de la casa tomada interrumpió y dejó en suspenso un
momento de acumulación de tensiones. Por primera vez desde hacía muchos años, en
vísperas de la operación del MRTA, las encuestas registraron que el número de los
contrarios alcanzaba a los que estaban a favor.
Los meses que siguieron a la resolución de la crisis han sido descritos como una secuencia
casi ininterrumpida de errores. Filtraciones en los servicios de inteligencia, asesinatos,
torturas, los lugares donde trastabillar no escasearon, la imagen que comenzó a parecer con
más frecuencia fue la de un Fujimori rebasado por los generales y asesores. Acaso en esos
acontecimientos minúsculos, pero criminales, los generales y asesores cobraban por propia
mano lo que consideraban suyo después de hacer su trabajo en la casa.
Ocurrió entonces un gesto de despilfarro, de apetito desordenado de poder, que se consumó
con la práctica disolución del Tribunal Constitucional. Esta vez las caras y las voces las
iban a poner otros, sería el ala parlamentaria la que se encargaría de los penosos detalles. La
elección de voceros dejó al régimen en manos de algunos de sus peores actores para este
cometido. La brusquedad de Martha Hildebrandt, la agresividad de Martha Chávez, la
elocuencia de Enrique Chirinos Soto -que descendió de las graderías al foso-, fueron
algunas de las notas circunstanciales que se dejaron escuchar en medio de los más
especiosos argumentos legalistas. Si en algún momento el régimen pareció anti
parlamentario, ahora mostraba el más feo rostro del parlamentarismo sordo y tradicional.
Por un momento ese despilfarro de poder pareció un riesgo mal calculado. Una incipiente
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pero repetida réplica de marchas y protestas se extendió por el país, nada que no pudiera ser
capeado con un poco de indiferencia y sangre fría. Sin embargo, por primera vez en mucho
tiempo, los argumentos políticos parecían anteceder o acompañar a los económicos.
Entre tanto, el poder desatado del ala militar ocupó cada vez más espacio en la atención
pública. Los hechos, además, no aparecieron en el vacío. Fueron parte de la campaña
periodística de un canal de televisión que súbitamente los había traicionado. La voluntad
mostrada de ir hasta el final, de perseverar en la contumacia, fue bastante torpe pero clara
como señal de poder.
El penúltimo «error» fue el del espionaje telefónico, pero para ese momento ya llovía sobre
mojado. Las malas políticas se cerraron con una pésima noticia: la libertad de prensa, al
menos para el canal dos, no existía. Las encuestas registraron esa pronunciada pendiente,
desde las alturas de la casa recuperada, hasta menos del veinte por ciento a mediados de
julio. Ese mes parece haber sido el eje de este año contradictorio. Si antes había sido la
fuerza y su despliegue, ahora sería el repliegue y el silencio.
Un último incidente, que tiene un valor simbólico, ocurrió también en ese momento
decisivo. Las dudas sobre el lugar de nacimiento de Alberto Fujimori se debatían como un
tema menor y entretenido o como el último puntillazo que podría soportar alguien que
venía en una acelerada caída. Esa ambivalencia era demasiado grave para el aludido que se
vio obligado, por primera vez que se recuerde, a dar explicaciones sobre su historia
personal por boca de un abogado. Las dudas supuestamente habrían quedado resueltas a su
favor, aunque la gente cree lo que desea creer. En todo caso, logró el objetivo principal, que
el asunto quedara en un tema de conversación.
Esto ocurría ya bien entrado julio. La perspectiva del discurso del 28 se aguardaba y
adelantaba con más insistencia que en otros años. La posibilidad de una corrección y tregua
se sugirió en los medios moderados, la idea repetida era que estábamos ante la oportunidad
de jubilar a los generales y asesores. Después de todo, ¿no era él quien mandaba?
En la imaginación pública, si tal cosa existe, aquí pudo surgir ese otro asunto sobre el
nacimiento en el Japón. Ese sería el secreto que conocían el asesor y los generales. Sobre
esos goznes imaginarios, políticos, temporales, se produjo el giro de 1997. El ala militar,
dominante desde 1992, no sería cambiada o perdería poder, pero el exquisito oportunista de
tantas ocasiones aprovecharía el discurso del 28 y el incidente sobre las dudas natales para
recuperar el paso y volver a cambiar lo que ha sido siempre su verdadera materia de
trabajo, las apariencias.
La nueva tónica era más o menos predecible, definida provisionalmente por el ministro
Camet como una «economía humanista». El nuevo estilo inaugurado ese 28 de julio trae
pocas novedades, aunque introduce algunas importantes omisiones. La sobreexposición a
los medios, la pugnacidad de las declaraciones, el perfil constantemente alto, han sido
cambiados por una cierta discreción y movimientos en el fondo como si los
acontecimientos políticos que suceden como réplicas no lo pudieran alcanzar. El Fenómeno
de El Niño ha aportado nuevas líneas argumentales a su trabajo, o a la proyección de su
imagen, algo que debe distinguir con dificultad.
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La fuente de los problemas anteriores, el desborde de los generales y asesores que
amenazaban con ahogarlo, parece bajo control por el momento. Acaso comprendieron que
el piso estaba más parejo de lo que esperaban, o simplemente ya sentaron suficiente
precedente. Por otro lado, un cronograma anterior, esbozado poco después de lograr la
primera reelección, estaba llegando a su plazo. La estrategia de la «interpretación
auténtica» tendría que ser otra operación rápida y sorpresiva. Adelantar la discusión
electoral e imponer las nuevas reglas, era la primera parte de un plan que terminaba
escondiendo la mano y mirando hacia otro lugar. Es posible que el error que Fujimori
cometió, en los meses que siguieron al triunfo militar, fuera no saber qué hacer a
continuación. La alternativa que propusieron los medios de oposición, con apelaciones a la
historia, debe haberle resultado incomprensible. Pero, en los términos finales de su
pragmatismo, ¿a cambio de qué?, ¿qué de nuevo puede ofrecer sin arriesgar el statu quo
que ha logrado? La inercia o el trabajo de acabado del primer gobierno, no parecen
proporcionar una salida suficiente. Por el momento, el suspenso y la crispación de la
primera mitad del año ha llegado a un anticlímax en la segunda mitad. Fujimori quisiera
entrar a una etapa de hibernación que es la más adecuada para preparar otra reelección. Así
continuará durante todo el tiempo que le sea posible. Si por él fuera, sólo saldría de su
aparente retiro para una breve y fulminante campaña, cuando lleguen los años de las vacas
gordas electorales. Al menos ahora sabemos mejor qué quiere hacer con el tiempo que
espera estar en el poder: quiere durar.
Desco / Revista Quehacer Nº 110 /Nov-Dic 1997
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