Pantaleón visita la selva lujuriosa Por Reinaldo Spitaletta “Despierta, Panta” (así comienza y termina la novela), Pantaleón, Pantita, Pantoja, Pan-Pan, teniente devenido en capitán del ejército peruano, despierta, Panta, que el mundo es más que tus sueños de grandeza, que tu vocación de servicio, que tu hoja de vida impecable, que se oscurecerá. Pantaleón y las visitadoras, publicada en 1973, con una primera edición de cien mil ejemplares, del entonces niño terrible de la literatura latinoamericana, que ya era Boom, y del hoy Nobel de Literatura Mario Vargas Llosa, es una sátira que recuerda a Swift, pero también a Joyce y a Puig, y muestra a un autor pleno de recursos narrativos, con una técnica que no hace ninguna concesión al lector. Basada en hechos reales sucedidos en las selvas amazónicas peruanas, la obra es una suerte de alucinación, una mixtura de santones y putas, de soldadesca y chulos, con ríos y mosquitos, que por momentos evoca aspectos de La Vorágine o de algunas narraciones de Quiroga. Y es un torrente verbal, con diálogos yuxtapuestos, con superposición de planos narrativos, en los que el lector, que debe estar muy atento, va saltando de situaciones, hasta sin darse cuenta estar inmerso en una orgía de palabras y acontecimientos. Pantaleón Pantoja, su esposa Pochita y su madre Leonor, aparecen en primer plano y luego un crucificado que anuncia el fin del mundo, son las primeras imágenes de una novela rica en contrapuntos, en matices y en personajes. Y en las primeras de cambio, se anuncia que los soldados están abusando de las mujeres. Soldados violadores. Soldados con la libido alborotada, que no se detienen en morales ni en honores, y arrasan con muchachas, que además de la arbitrariedad padecida, quedan embarazadas. La solución no está en los matrimonios a la fuerza, sino en apaciguar las ganas, la arrechera de la tropa y sus desbordamientos “por la maldita falta de hembras”. Tanta es la escasez a la que se someten, que algunos hacen vida marital con monas, porque, como lo advierte un general, “la abstinencia nos trae una corrupción de los mil diablos”, aparte de desmoralización, apatía y otros nerviosismos. ¿Qué hacer? Y en esta parte es cuando Panta Pantita, el impecable joven militar, será enviado al Amazonas, con su mujer y madre, con una misión secreta, increíble, que no durará mucho en la clandestinidad, porque en pueblo pequeño todo se sabe. Su rol, en el que además desaparecerán sus charreteras y uniformes, es el de organizar un servicio de visitadoras para que calmen las urgencias sexuales de los soldados. Y aquí entonces se puede apreciar que además de sus valores literarios, la novela (cuya temporalidad ficcional es de tres años, de 1956 a 1959), publicada en tiempos de dictaduras militares y otros desafueros, tiene una plusvalía política. Es una especie de farsa, plena de risas e ironías, con cuestionamientos a la institución castrense, pero, en otras dimensiones, a los fanatismos religiosos, impulsados por sectas apocalípticas, que en la obra tendrán una figura como el Hermano Francisco, que en su arrebato místico se cree un redentor. En su práctica de milagrerías, no solo se crucificarán animales, sino seres humanos, como el niño-mártir, que también, con estampitas y oraciones, se transmutará en ser santificado por la masa. Pantaleón Pantoja, que creía que su destino era Lima, aparecerá en Iquitos, donde organizará prostitutas, además de sus “cafiches” o chulos, para que presten sus servicios de lujuria al ejército. Y con su inexperiencia, pero a su vez, con sus ganas de convertirse en héroe, se paseará por sitios de putañería, se conectará con proxenetas y casi sin darse cuenta estará sumergido en una riada incontenible de hechos que, a la postre, serán su perdición. O su degradación. En Iquitos y pueblos adyacentes, la prostitución domiciliaria, ambulante, ejercida por falsas lavanderas, ya ha incorporado una cultura de la venta de servicios sexuales. Pero lo que montará Pantoja es un aparato tremendo de barraganas que en largas jornadas harán que los soldados dejen de estar pensando en violaciones o en actos de zoofilia. Sin embargo, habrá un telón de fondo: el Hermano Francisco, que llegó del Brasil y en la Amazonía es “más famoso que Marlon Brando”, funda una religión: los Hermanos del Arca. La novela, que utiliza además de la yuxtaposición de diálogos, partes militares, informes, inventarios, cartas, y al final de la misma, transmisiones radiales, reportajes de prensa y discursos, incluida una epístola del santón, hace un recorrido por las culturas y creencias populares (también por la gastronomía), como es el caso, por ejemplo, del bufeo colorado, delfín fluvial, de electrizantes facultades afrodisíacas. Y utiliza símbolos de colores, como el barco Eva, pintado de verde, y el hidroavión Dalila, rojo. Selva y pasión en una mezcla explosiva. La aparición en escena de una irresistible prostituta, que había ejercido en Manaos, le dará un giro inesperado a la obra. La Brasileña, Olga Arellano, que se incorpora a las visitadoras, cambiará a Pantoja y le pondrá a la novela ribetes tragicómicos. Y así como hay sacerdotes y oficiales, también en medio de la manigua y de los ríos caudalosos, se escuchará la voz de un periodista radial, el Sinchi, otro contrapunto del protagonista, que evidencia el poder hipnótico de los medios de comunicación. Las visitadoras llegan a ser tan exitosas en sus funciones y ganancias, que en un momento todas las mujeres de Iquitos quieren ser parte del excéntrico servicio, y la población aspira a que se extienda a los civiles el ejercicio venal del placer, con las muchachas de “mal vivir”. La eficiencia de las visitadoras, que incluso tienen un himno al ritmo de La Raspa, cuyas estrofas pusieron en vilo y casi al borde de la división a las ramas del ejército, es como una muestra de aplicación de la ingeniería industrial a asuntos de la entrepierna. Además de los recursos narrativos enunciados, el novelista incluye sueños (o pesadillas) de Pantaleón (como en el caso de las dolorosas almorranas), de Pochita y de doña Leonor: “una cucaracha es comida por un ratón que es comido por un gato que es comido por un lagarto que es comido por un jaguar que es crucificado y cuyos despojos devoran cucarachas”. La novela es una mezcla de parodia, picaresca y burlesco, en la que, en últimas, el ejército, cuya historia no ha sido impoluta ni neutral, sale mal librado; o en otras palabras, bien radiografiado. Pero, a su vez, en medio de escenas trágicas y sangrientas, también hay un cuestionamiento a esas especies de anticristos o de redentores de pacotilla, que en muchos pueblos de América Latina han tenido cándidos seguidores. Las crucifixiones irracionales, el soborno a periodistas, el sensacionalismo de los periódicos, también tienen en Pantaleón y las visitadoras un tratamiento satírico. Decía al principio, que en esta revolucionaria obra del peruano hay presencia de recursos que se aprecian en novelistas como Manuel Puig (en Boquitas pintadas y La traición de Rita Hayworth, por ejemplo); en flujos de conciencia, como en Ulises de Joyce, o en voces faulknerianas. Es una novela polifónica, que también tiene el escándalo como un elemento clave de sus discursos narrativos. Putas, falsos profetas, capellanes militares, soldados y generales, hacen parte de esta ficción tan alucinante como la realidad de América Latina. Despierta, Panta, Pantita, Pantaleón sin pantalón, que ahí viene la Brasileña, con su cuerpo despampanante y su lujuria selvática, que hace que quien la vea (como la Lujanera de Borges) no pueda conciliar el sueño, ni refrenar las bajas (ni las altas) pasiones. Despierta, que te pueden crucificar.