formap9: © Equipo Provincial de Pastoral Escuelas Pías de España, Tercera Demarcación JESÚS EL CRISTO Introducción La identidad de Jesús y su autoconciencia identidad para sus contemporáneos autoconciencia de Jesús La resurrección y su significado las apariciones significado de la resurrección La fe de la Iglesia apostólica en Jesús, el Señor en las primeras comunidades palestinas en las comunidades helénicas conclusión notas bibliografía para la reflexión y el diálogo Introducción En este tercer cuadernillo dedicado al mensaje y a la persona de Jesucristo intentaremos profundizar la identidad misma de Jesús y su comprensión por parte de la comunidad cristiana a partir del hecho de la resurrección. El tema constará de tres apartados: -el primero de ellos girará en torno a la identidad de Jesús tal y como viene comprendida por sus contemporáneos y a la conciencia que el mismo Cristo tiene de sí mismo, -el segundo se centrará en el hecho fundamental de la resurrección tratando de desentrañar su significado, -el tercero nos aproximará a la comprensión y profundización de las primeras comunidades cristianas acerca de la identidad de Jesús. El presente tema trata, en definitiva, de responder a la pregunta: ¿quién es Jesús? La identidad de Jesús y su autoconciencia Cuando hablamos de identidad de Jesús, hablamos de cómo los otros ven e interpretan la experiencia del encuentro con Jesús; cuando hablamos de su autoconciencia nos preguntamos: ¿qué experiencia tiene Jesús de sí mismo? 1.- La identidad de Jesús para sus contemporáneos Para aproximarnos a describir la identidad de Jesús tal como era percibida por sus contemporáneos es suficiente examinar los “títulos” que se le dan y que nos han trasmitido los relatos evangélicos. Son fundamentalmente tres: Profeta: título bastante utilizado en los evangelios. Por una parte tenemos la opinión popular que se manifiesta a partir de la predicación de Jesús, sobre todo en Galilea; por otra, también el mismo Jesús se coloca de buena gana en la categoría de los profetas. Lucas nos relata la opinión corriente cuando habla, por ejemplo de “Jesús Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y palabras delante de Dios y de todo el pueblo” (24, 19). Por lo que se refiere a Jesús, él parece interpretar su historia a la luz de la figura del profeta perseguido y rechazado, bien conocida en Israel, como en la frase: “un profeta sólo en su patria, entre sus parientes y en su casa carece de prestigio” (Mc 6, 4). Podríamos decir que Jesús no rechaza la imagen popular, pero la corrige y la integra en su proyecto mesiánico de anunciador y realizador del Reino, y en la perspectiva del profeta rechazado y perseguido (bastante cercana a la del “siervo sufriente”). Maestro (rabbí): es el apelativo con el que a menudo es designado por el pueblo y también por sus discípulos. Jesús desempeña repetidas veces la función de rabbí (en la Sinagoga, en el Templo, al aire libre, con la gente, con sus discípulos), pero se muestra como un maestro carismático en un doble sentido: primero, porque ofrece una doctrina nueva; y segundo, porque la enseña con autoridad propia, sin hacer alusión a la autoridad de otros (Mc 1, 22; Mt 7, 28-29; Lc 4, 32.36). Las famosas “antítesis” (“se dijo...pero yo os digo”) y el énfasis de su propia enseñanza (“en verdad, en verdad os digo...”) subrayan esta autoridad: Él da una interpretación autorizada e innovadora de la Ley. Mesías: nombre estrechamente unido con el de “hijo de David” y con el de “rey de Israel”. Jesús acepta estos dos nombres, pero cuando la gente lo llama Mesías es reticente, porque en la conciencia popular tiene un carácter real-terrestre: se trata de un mesianismo con connotaciones políticas en el que Jesús no se reconoce. Para “purificar” esta idea mesiánica Jesús emplea una doble estrategia: por un lado parece esconder todo lo que puede ser interpretado en la línea del mesianismo real (es el famoso “secreto mesiánico” que está presente sobre todo en el evangelio de Marcos); por otra, introduce progresivamente a los suyos una idea muy distinta del Mesías, que adquiere las connotaciones del siervo sufriente de JHWH (Yahveh). 2.- La autoconciencia de Jesús Confiando en los testimonios del estrato más antiguo de los evangelios (los concernientes al Jesús histórico) podemos descubrir dos indicios privilegiados por los que Jesús nos hace entrever su autoconciencia. a) El primer indicio está formado por el título que Jesús se aplica a sí mismo con predilección: Hijo del Hombre, que en los evangelios aparece 82 veces, de las cuales 80 se ponen en boca de Jesús que se lo atribuye a sí mismo. Esta enigmática figura aparece en el libro de Daniel (cap.7), donde de forma alegórica se describe cómo el profeta ve los cielos abiertos y un anciano (Dios) que se sienta en el trono y juzga la historia. Aparece entonces sobre las nubes “como un hijo de hombre” al cual Dios entrega el poder sobre este Reino que será realizado. Por otro lado el término hijo del hombre en el lenguaje hebreo quiere decir simplemente “hombre”. Este título aparece atribuido a Jesús en un doble contexto: -allí donde se habla del Hijo del Hombre en estado de humillación (Mc 8, 31ss.) -allí donde se habla del Hijo del Hombre es el estado glorioso de juez escatológico (Mc 14, 62). Todo esto pone de relieve una cierta ambigüedad y una tensión paradójica, similar a la que encontramos en las parábolas del Reino (presente/futuro escatológico, humildad/gloria; dimensión personal/colectiva...) e induce a pensar que el título haya sido usado por Jesús -sobre todo en la segunda parte de su ministerio- para anunciar de un modo más directamente referido a sí mismo, el símbolo precedente del Reino de Dios -característico del periodo galileo-. Jesús une su identidad mesiánica con la del Siervo sufriente de JHWH, y al mismo tiempo se identifica con el Hijo del Hombre a quien Dios entrega el señorío sobre la historia. b) Para expresar la autoconciencia de Jesús existe otro título unido a éste, que es precisamente, Hijo, o Hijo de Dios. Sin embargo este título Jesús no lo usa nunca, y por tanto cuando es aplicado directamente a Jesús en los evangelios, se debe ya a la experiencia y a la reflexión hecha a partir de la resurrección. Lo que ciertamente sí posee un valor decisivo es la actitud filial de Jesús: aunque Él no usa este título, su actitud y su praxis muestran, al menos indirectamente, su relación singular con JHWH. Por lo que respecta a su actitud ante el Padre, expresada sobre todo en la oración, podemos decir que se trata de una dependencia, o mejor, de una obediencia vivida en una profunda dimensión de libertad. Entre Jesús y JHWH hay siempre una distinción, pero su relación está también hecha de una compenetración muy intensa, única, especialísima (Jn 10, 30). La resurrección y su significado En el folleto anterior hemos hablado del anuncio de Jesús, que era el de la llegada del Reino, ahora nos centraremos en el kérigma (proclamación, anuncio) de los apóstoles y de la primitiva comunidad, que es la resurrección de Jesús. En el Nuevo Testamento encontramos por tanto dos anuncios que históricamente se colocan en una sucesión cronológica: el kérigma de Jesús (período pre-pascual) y el kérigma sobre Jesús (período post-pascual). En 1Co 15 encontramos uno de los testimonios más antiguos de la fe de la comunidad cristiana primitiva en la resurrección de Jesús, se remonta probablemente a los años 3840 (tiene un sabor de acentuada arcaicidad). Se trata de una antiquísima profesión de fe en la resurrección de Jesús. Es a partir del testimonio apostólico en la resurrección como nace el movimiento cristiano. El punto central de la profesión de fe presentada por S. Pablo es que Jesús resucitado “se ha aparecido”. 1.- Las apariciones de Jesús resucitado. Las apariciones son un acontecimiento en el que es Jesús quien tiene la iniciativa, presentándose de un modo absolutamente novedoso respecto a su existencia precedente. Esta iniciativa de Jesús es muy importante porque muestra que no se trata de una ilusión o de una proyección de la espera o de la fe de los apóstoles. Tanto es así que se usa un verbo en forma pasiva (“Jesús se mostró, fue visto”). Como consecuencia encontramos después el reconocimiento/respuesta. No se trata de un reconocimiento automático o inmediato, sino que pasa a través del estupor y la duda, superado gracias a una “manifestación” de Jesús, una palabra suya o un gesto suyo. Jesús privilegia a quienes habían sido ya testigos de su existencia (excepto en el caso singular de S. Pablo) y parece hacerlo por dos motivos: a) Primero porque estaban ya en actitud de apertura para dejarse envolver por la plena manifestación de Jesús mismo. El reconocimiento de Jesús no es sólo un reconocimiento de su identidad, sino del significado total y definitivo de su mensaje y de su misión. b) Segundo, porque así se manifiesta profundamente la continuidad entre el Jesús histórico y el Cristo resucitado. Esta experiencia que los apóstoles tienen de Jesús de Nazaret es nueva, porque Jesús se presenta en un estado de existencia radicalmente diverso del estado precedente: se muestra como el Hijo del Hombre glorioso. Con estas apariciones los apóstoles recuperan la fuerza y la energía para reemprender el proyecto mesiánico del que habían sido hechos partícipes, y además con la fe cierta en un elemento nuevo: la victoria de Jesús sobre la muerte y sobre el rechazo de los hombres a abrirse a la llegada de Dios en medio de ellos. Son las apariciones las que provocan la reconstrucción de la comunidad mesiánica. comunidad que muestra enseguida tener una potencia misionera y evangelizadora formidable. 2.-El significado de la resurrección. El primer significado fundamental consiste en que, gracias a la resurrección, Jesús de Nazaret no sigue actuando en la historia sólo a través de su mensaje, sino a través de su misma presencia personal. Hay una relación inseparable entre la “causa” de Jesús y su persona. Desde el punto de vista existencial esto significa que el creyente será no aquél que simplemente propugna la causa de Jesús, sino aquél que, íntimamente unido a la persona de Jesús resucitado, continúa con y en Él su causa. La resurrección se muestra -más allá del aparente fracaso en el que parece agotarse la misión del Nazareno- como el sello de la aprobación definitiva de Dios sobre el mensaje y la obra de Jesús: “es Dios quien ha resucitado a Jesús”. La resurrección acredita y manifiesta a Jesús en su condición nueva de señorío, de realeza: es la plena confirmación, manifestación y actuación de su “pretensión” mesiánica. Jesús resucitado es aquél al que Dios Padre ha dado el señorío sobre el cosmos y sobre la historia, en la perspectiva de la profecía del Hijo del Hombre (Flp 2, 9-11). Esta nueva condición de Jesús se expresa en términos de transfiguración y de glorificación, es decir, de superación de las condiciones del espacio y del tiempo típicas de la existencia histórica del hombre, en la perspectiva de la vida plena y definitiva. Esta situación nueva de Jesús resucitado es al mismo tiempo obra del Espíritu. El ruah1 de JHWH, es la fuerza vivificante de Dios que actúa en la historia y en el Mesías. La resurrección es obra del Espíritu en cuanto que es la pneumatización, la glorificación en el Espíritu de la existencia terrena de Jesús: es la presencia total del Espíritu del Padre en Jesús (Rm 1, 4). Jesús resucitado está impregnado completamente por el Espíritu y se convierte así en el dador del Espíritu a los hombres (Hch 2,32-33). La resurrección es la definitiva convocación-constitución de la comunidad mesiánica. En la experiencia de la Iglesia primitiva encontramos esta transición: en un primer momento, Cristo resucitado, en las apariciones, se manifiesta como el centro de la comunidad cristiana reconstituida; en un segundo momento, tras la ascensión, Jesús permanece presente no ya a través de las apariciones, sino a través de su “palabra” y del “pan” partido, y en la unión de los discípulos . La “palabra” y el “pan partido”, en el fondo, son las dos vías por medio de las cuales los discípulos asimilan el estilo de existencia de Jesús, y en Él llegan a ser “un solo corazón y una sola alma”. La realidad de la comunidad mesiánica se actúa, por tanto, en estas tres etapas: 1. El Jesús histórico, que convoca a su alrededor a los discípulos, y de modo particular a los doce. 2. Cristo resucitado que se hace presente en las apariciones y consolida la comunidad de los suyos, manifestándoles que el Reino ha sido instaurado a través de su muerte y resurrección. 3. Cristo resucitado que continúa su presencia, a través del “pan partido” y de la “palabra”, en la comunidad reunida en su nombre (Mt 18, 20). La resurrección tiene un significado universalista. ¡Ya no hay judío ni griego! La muerte y resurrección de Jesús posee un valor universal, se refiere a la historia de la humanidad en su conjunto. Así, en la resurrección, el don del Espíritu es dado no sólo a Israel sino a todos los pueblos. En las tradiciones evangélicas este significado universalista se expresa en el mandato dado por Cristo resucitado a los apóstoles de que sean testigos suyos entre todas las gentes (Mt 28, 16-20; Hch 1, 8). Como coronación de esta dimensión universalista, S. Pablo, en la carta a los Romanos, muestra cómo la resurrección se convierte en el principio de la nueva creación del cosmos entero: todo el cosmos -no sólo el hombreestá llamado a participar en esta renovación (Rm 8, 19-22). La fe de la Iglesia Apostólica en Jesús el Señor Para comprender en profundidad quién es Cristo no basta tener en cuenta únicamente los acontecimientos de la Pascua, hay que considerar también la existencia de la Iglesia, como continuadora y presencia de Cristo Resucitado. Sólo a través de la experiencia del vivir en Cristo en la Iglesia y como Iglesia se puede comprender a Cristo en plenitud. La penetración de Su misterio, a la luz de la fe, es un conocimiento no sólo de tipo intelectual sino experiencial y práctico. Quien guía en esta profundización del misterio de Cristo es el Espíritu Santo (1Co 2, 9-12; Jn 16, 12-15). El conocimiento del misterio total de Cristo es, por tanto, cristológico (hecho en Cristo), pneumatológico (don del Espíritu) y eclesial (vivido en la Iglesia). La profundización del misterio de Cristo que acontece en la Iglesia, y que es testimoniada por el Nuevo Testamento, es un acontecimiento fundante y de valor permanente. Por eso los escritos del Nuevo Testamento son, para la Iglesia, “canónicos”: poseen valor normativo, en cuanto que nos permiten acceder en verdad a Jesucristo (junto con los textos del Antiguo Testamento, serán reconocidos como tales hacia el final del s.II d.C.). De este modo, en el núcleo originario de la fe cristiana, entran a formar parte tres elementos fundamentales: a) el acontecimiento histórico de Jesús de Nazaret; b) el acontecimiento pascual de muerte y resurrección; c) la sucesiva penetración en la profundidad del misterio de Cristo realizada por los apóstoles y por la comunidad primitiva. El anuncio de Jesús muerto y resucitado por Dios constituye el núcleo central de la fe cristiana ya desde el principio. Los escritos neotestamentarios conservan fórmulas de fe, tradiciones, que se remontan a los primerísimos años de existencia de la Iglesia. Es de particular importancia el resumen de fe que Pablo refiere en 1Co 15, 3b-5. Es el Credo más antiguo que conocemos -aproximadamente cinco años después de la muerte de Jesús estaba ya formulado - y expresa ya desde entonces el contenido esencial de la fe cristiana centrada en la muerte y resurrección de Cristo. También Lucas, en el libro de los Hechos, conserva el eco de antiguas formulaciones de fe, en las que la muerte y la resurrección forman el elemento central (Hch 5, 30; 2, 23-24; 3, 15; 4, 10; 10, 39-40; 13, 28-30). Hasta qué punto los acontecimientos últimos de Cristo son constitutivos para la fe, se deduce también del conjunto de las cartas de Pablo. Él no se refiere nunca a ningún episodio de la vida de Jesús anterior a la crucifixión. El apóstol ve todo el misterio de Cristo desde su muerte y resurrección. Es a partir de este núcleo (de muerte y resurrección) desde donde todo va a ser comprendido e interpretado de nuevo: la vida de Jesús anterior a su pasión y muerte, el misterio de su persona, Dios... El Cristo del que habla el Nuevo Testamento es el Resucitado, es decir, el Viviente, que está presente en medio de la comunidad. No se habla de Jesús como de una personalidad del pasado que se quiere recordar. Importa quién es Jesús, no tanto quién era. La reflexión que se hace sobre Jesús no es nunca abstracta o impersonal, ni tampoco guiada por un interés puramente histórico, es siempre una reflexión de fe, es decir, vivida como relación personal y actual con Aquél que es, como encuentro vital con el Resucitado. Parece, en un primer momento, que la vida pasada de Jesús pierda importancia ante la novedad de la resurrección. El vínculo entre el Resucitado y el Jesús histórico permanece esencial, aunque con frecuencia, implícito. El Resucitado es identificado por los discípulos sólo como Jesús de Nazaret, muerto en cruz. Esta identificación, presente ya desde el principio, es fundamental: ella será el criterio que impedirá que la fe cristiana se convierta en una ideología o en un mito. No hay que esperar que -conceptualmente- esta fe haya sido expresada claramente desde el comienzo ni, sobre todo, que sea formulada según nuestras categorías mentales. La profundización de la fe, el acercarse a un conocimiento cada vez más profundo de Jesús resucitado, requerirá tiempo, durante el cual el pensamiento progresa, se purifica, madura. 1.-La comprensión de la fe en Jesús en las primeras comunidades palestinas. La profundización sobre el misterio de Cristo vendrá marcado por los distintos ambientes de las comunidades cristianas. Existen las comunidades judeo-cristianas de Palestina, luego nacen iglesias fuera de Palestina; el contacto con el helenismo se hace sentir en estas comunidades, compuestas por judíos de la Diáspora ya convertidos y por cristianos de origen pagano. Muy pronto la fe común se expresó a través de esquemas, modelos de pensamiento, mentalidades y culturas varias y múltiples. Esta diversidad, esta riqueza de pensamiento se vuelve a encontrar en los escritos del Nuevo Testamento. a) MARANATA ¡Jesús ha resucitado!, esta realidad tiene para los discípulos una dimensión escatológica, es decir, es comprendida como una intervención decisiva y final de Dios, intervención con la cual Yahvé inaugura la resurrección universal de los muertos esperada para el fin de los tiempos. La espera de la venida definitiva de Jesús resucitado caracterizaba profundamente la fe de los primeros tiempos del cristianismo. Jesús era presentado como Aquél que -con su resurrección y ascensión- ha vuelto al Padre, que de nuevo lo enviará para “restaurar todas las cosas”(Hch 3, 21). Esta espera escatológica de la nueva venida de Jesús se funda no sólo en la resurrección, sino también en la misma predicación de Jesús, donde la dimensión escatológica estaba muy presente. En 1Co 16, 22 Pablo ha conservado una palabra aramea que data de estas comunidades: “Maranatha”. El hecho de que Pablo, escribiendo en griego y dirigiéndose a una comunidad de lengua griega, haya conservado esta fórmula en su forma aramea original, demuestra su antigüedad. Pablo debe haberla recibido de la más antigua comunidad primitiva. Esta expresión aramea puede ser entendida ya como una confesión de fe: “Nuestro Señor viene” o “ha venido”, ya como una aclamación litúrgica: “¡Ven, Señor nuestro! Es una invocación hecha durante la liturgia eucarística, que invoca la venida final de Jesús resucitado para llevar a cumplimiento el futuro de Dios sobre la humanidad. b) SEÑOR En la Biblia hebrea JHWH (el nombre de Dios que con el tiempo llega a hacerse impronunciable, para respetar su trascendencia) era llamado Adonái (“Señor mío”), que en la traducción griega de los LXX se convertía en Kyrios (“Señor”). Tras la resurrección Jesús es definido Kyrios y comienzan a serle transferidas a Él las características que en el Antiguo Testamento se referían a JHWH. La resurrección de Jesús fue en seguida interpretada como un sentarse a la derecha de Dios, un sentarse sobre el trono real, según las palabras del Salmo 110, 1. La resurrección fue entendida como una entronización real: Jesús resucitado es constituido Señor, es decir, Soberano. De por sí, el sentido del salmo 110 es metafórico: el rey no es divinizado, sino que le son prometidas la protección y ayuda particular de Dios. Tratándose del Resucitado, la afirmación de la Iglesia ya no es metafórica: Jesús resucitado está realmente a la derecha de Dios. Para quitar toda duda las confesiones de fe cristianas añaden generalmente la expresión “en los cielos”, que no aparecía en el salmo: Dios ha resucitado a Jesús de entre los muertos “y lo hizo sentarse a su derecha en los cielos”(Ef 1, 20; Hch 2, 34; 1 P 3, 22). c) CRISTO La palabra griega Cristo es la traducción literal del término hebreo Mesías y significa Ungido. El título de Mesías subraya la relación profunda que une la persona de Jesús a la esperanza del pueblo judío, centrada en la venida de un mesías, hijo de David, que había de instaurar definitivamente el Reino de Dios. La comunidad primitiva une el nombre de Cristo al de Jesús para designar al Mesías glorificado: Jesús es el esperado de Israel y Dios lo ha confirmado como tal. A partir de la resurrección los discípulos comprenden el verdadero sentido del mesianismo de Jesús: es el verdadero hijo de David, destinado a recibir el trono de David, su padre, para realizar definitivamente el Reino de Dios en la tierra. Jesús es el Mesías de un reino universal, que se realiza en la historia pero que, al mismo tiempo, la trasciende y supera. Este título es usado sobre todo por las comunidades de origen judío, les resultaba muy comprensible y cercano. d) HIJO DE DIOS En la resurrección Jesús ha sido constituido “Hijo de Dios”. Jesús resucitado manifiesta una relación totalmente privilegiada con Dios, gracias a la cual puede cumplir en nombre suyo el poder mesiánico real en favor de todos los hombres. “Hijo de Dios” subraya una posición única junto a Dios, una intimidad especial con JHWH. Juega aquí un papel importante en cuanto a la interpretación de este título cristológico el Salmo 2, 7 (“El Señor me ha dicho: Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy”). 2.- La comprensión de la fe en Jesús en las comunidades helénicas. Nacida en Palestina, en un ambiente demasiado cerrado a influencias extranjeras, la fe cristiana tuvo muy pronto que entrar en diálogo con la cultura helénica, griega de origen, que se extendía por todo el Mediterráneo, dominado políticamente por Roma. Antioquía (hoy Antakya, en Turquía) fue el primer centro importante de una comunidad cristiana helénica. Para la Iglesia era necesario abrirse al mundo helénico si no quería reducirse a ser una simple secta judía. Se hace necesario reflexionar sobre Jesús según otras categorías mentales, en una visión distinta del mundo. Este desarrollo podía llevar consigo ciertos peligros. Por ejemplo, el esfuerzo de hacer comprensible a Jesús a los no judíos corría el riesgo de “helenizarlo”, haciendo de él un héroe divinizado al estilo grecorromano2. Se explica entonces la función esencial que el Antiguo Testamento sigue teniendo en las comunidades helénicas para la comprensión de Cristo. Esta tarea de ligar teológicamente a Jesús con el Antiguo Testamento y desde allí dar forma al Evangelio para una iglesia compuesta de judíos y paganos, era el problema eclesial-teológico decisivo en aquel período. Pablo, un judío de la Diáspora, fue el encargado de llevar a cabo con acierto esta tarea. Pronto comenzará a notarse la influencia de las categorías de pensamiento helenista en los títulos dados a Jesús. El título “Hijo del hombre”, al ser poco comprensible, desaparece prácticamente (Pablo no lo usa nunca en sus cartas). “Cristo” tiende a convertirse como en el “apellido” de Jesús; aparece así el binomio “Jesu Cristo”, donde “Cristo” sirve para caracterizar y resaltar el nombre común Jesús (lo tenían muchos judíos). Por el contrario, los títulos de “Hijo de Dios” (o “Hijo”) y de “Señor” tuvieron un notable enriquecimiento. a) EL HIJO PREEXISTENTE ¿Cómo ha nacido el pensamiento de la preexistencia del Hijo? Para la comunidad palestina el mundo es entendido como historia y, por tanto, Jesús es el Mesías esperado que lleva la historia a su cumplimiento final; para el helenismo, el mundo es entendido como cosmos, como universo dominado y gobernado por potencias cósmicas que influyen sobre la vida de los hombres. Por tanto, si Cristo quería decir algo para la vida del hombre helenista, debía ser referido al cosmos; la preexistencia expresa propiamente la superioridad de Jesús resucitado sobre el universo. Las comunidades palestinas, mirando al futuro como cumplimiento de la historia, no sentían la necesidad de reflexionar sobre la preexistencia del Mesías. Lo que se quiere afirmar con la preexistencia no es una anterioridad en el tiempo, sino un tipo de relación con el cosmos: la relación de uno que está de parte de Dios y, por tanto, de parte de Aquél que domina el mundo y está ante el universo como su Creador. Pero la originalidad de la fe cristiana está en afirmar que el Hijo preexistente ha hecho la experiencia de la condición humana: Él está también totalmente de parte del hombre. La conexión entre el Hijo y su Encarnación no falta nunca en las afirmaciones de fe: esto impedirá al pensamiento cristiano auténtico el caer en la gnosis, en la reducción del cristianismo en una filosofía. El Hijo preexistente es todo lo que Dios es y hace por el hombre. b) SEÑOR DEL COSMOS Formular la relación de Cristo con el cosmos era de gran actualidad y la fe cristiana debía tomar conciencia muy pronto de la dimensión cósmica de Jesús resucitado y esto como propuesta concreta al problema de la salvación tal como lo proponía el mundo helénico. Existía en aquella época una visión más bien pesimista del mundo: el sentimiento de vivir en un mundo hostil, inestable, lleno de seres espirituales, las potencias cósmicas, que dirigían el curso de las estrellas, podían influir sobre el destino de los pueblos y de los individuos, cuya existencia estaba determinada por la “Fatalidad”, de la cual ninguno podía escaparse. Por tanto, era necesario venerar estas potencias, alcanzar su benevolencia con prácticas ascéticas y observancias de todo tipo. La afirmación de la supremacía de Cristo sobre las potencias cósmicas era un elemento fundamental de la fe cristiana: con la resurrección Dios lo “hizo sentar a su derecha en los cielos, por encima de todo principado, potestad, virtud y dominación (se trata de potencias cósmicas) y de todo cuanto tiene nombre no sólo en este mundo, sino también en el venidero”(Ef 1, 20-.21; 1 P 3, 22; Fl 2, 9-11; Col 1, 16-17). El anuncio de que Jesús resucitado reina sobre todo el cosmos y que todas las potencias cósmicas le están sometidas, resonaba como un verdadero canto de liberación; liberación de un mundo concebido como hostil y que causaba miedo; liberación del terrible determinismo. Cristo es presentado como el Señor de la creación entera y como el principio de cohesión que mantiene unido al mundo e impide que retorne al caos. El mundo encuentra en Jesús su fin auténtico. Cristo es el “sí” de Dios en relación con el mundo. c) MEDIADOR Y FIN DE LA CREACIÓN En 1Co 8, 6 aparece el primer texto del Nuevo Testamento en donde se habla de la participación de Cristo en la actividad creadora (“un solo Señor, Jesucristo, por quien son todas las cosas y por el cual somos nosotros”). Jesús es reconocido como el mediador tanto de la creación como de la salvación. También el himno de Col 1, 15-20 canta el papel de Cristo en el orden de la creación y de la redención. La comunidad reconoce en Él el origen, el centro y el fin del universo y lo canta también como el iniciador y el mediador de una “humanidad nueva”. Por tanto, aquél que ha abierto el camino de la resurrección de los muertos es el mismo que se encuentra al origen del mundo: el redentor es al mismo tiempo el creador. He aquí reafirmado el lazo fundamental entre creación y redención, pensamiento que recorre toda la Biblia y que expresa la continuidad del plan de Dios sobre el universo y sobre el hombre. El mundo creado es sobre todo una historia, y una historia orientada hacia Cristo. Creación y redención pertenecen a un único proyecto divino que Cristo ha realizado. Estas consideraciones no son especulaciones abstractas, sino la respuesta cristiana al problema de la salvación presentado por el mundo de entonces. d) SABIDURÍA Para hablar de la preexistencia de Cristo, de su mediación en el universo, de su envío a la tierra, los primeros cristianos encontraron modelos de pensamiento y de expresión en la literatura sapiencial del Antiguo Testamento y en las especulaciones sobre la sabiduría entonces en uso. La aguda conciencia de la trascendencia de Yahvé que fue manifestándose en el período sucesivo al exilio de Babilonia, había llevado a una cierta personificación de la Sabiduría, el Verbo, la Ley, que ejercían funciones de intermediarios entre Dios y lo creado, incluido el hombre. Se lee en la Biblia que la Sabiduría preexiste antes que el mundo, desarrolla la función de mediadora en la creación, es enviada por Dios sobre la tierra donde pone su morada en Israel o también que inspira los discursos de los profetas y de los sabios (Pr 8, 22-31; Sb 7, 25; 8, 1; 9, 10; Si 24, 3-17). Así la sabiduría del Antiguo Testamento, personificación y símbolo de la actividad de Dios en la creación, expresión de su modo de actuar, adquiere consistencia, asume un rostro concreto: Jesús. Pero éste jamás es identificado totalmente con la Sabiduría, Cristo es más que la Sabiduría. Nunca la Sabiduría es considerada como el fin hacia el cual el mundo está orientado (Col 1, 16). Incluso sirviéndose de modelos de pensamiento preexistentes, los cristianos conservaron siempre una distancia crítica en relación con la Sabiduría veterotestamentaria. e) SEÑOR También el título “Señor” tuvo enorme actualidad en las comunidades helenistas, constituyendo el núcleo central de la confesión de fe de estas iglesias (Rm 10, 9; 14, 9). La aclamación “Jesús es Señor” adquiere nuevas resonancias a los oídos de los creyentes del mundo helenista. En particular en la parte oriental del Imperio romano se llamaba “Señor” a la divinidad protectora a la que el fiel se sometía aceptando su soberanía. Confesar a Jesús como Señor aparece, por tanto, como un acto público hecho por el neocristiano en el seno de la comunidad -en el momento del bautismocon el cual reconocía la soberanía de Jesús y aceptaba el serle “esclavo”. Esta pertenencia a Cristo como Señor es salvación, es decir, vida para el hombre, liberación del pecado y de la muerte y el comienzo de una existencia nueva (1Co 7, 22; 3, 23). Mientras que el título “Hijo de Dios” presenta a Jesús ante el mundo como aquél que viene de Dios, “Señor” subraya la relación actual del Resucitado con los creyentes. Afirmar que Jesús es Señor significaba al mismo tiempo tomar posición contra el politeísmo pagano del ambiente en el cual vivían los cristianos, oponerse a los numerosos “dioses y señores” a los que se tributaba culto en todo el imperio romano (1Co 8, 5-6). Reconocer a Jesús como el único Señor forma parte del credo cristiano, lo mismo que del credo en el único Dios. Y esta fe se oponía a las creencias del mundo circundante. Tampoco se puede olvidar el culto imperial; la divinización del emperador romano tenía mucha importancia en la parte oriental del Imperio. “Señor”, de hecho, es el título del emperador, al cual todos los súbditos debían adoración. Es posible que el triple nombre “nuestro Señor Jesucristo” hiciera eco al triple nombre del emperador romano: “Imperator Caesar Augustus”. La resonancia política de tal aclamación no escapa a nadie y aparece inmediatamente cuán arriesgado era el reconocer a Jesús como Señor. 3.- Conclusión ¿Cómo sintetizar el pensamiento de la comunidad primitiva sobre Jesús? Ciertamente no nos encontramos ante una reflexión abstracta y sistemática de tipo filosófico-teológico, sino ante una reflexión de fe, es decir, su punto de partida y de referencia es la relación actual del creyente con Jesús resucitado. Por tanto, cuando el Nuevo Testamento habla de las diversas funciones de Cristo, de su relación con Dios, con el cosmos y con la humanidad, no es jamás para satisfacer una curiosidad intelectual, sino para “proclamar” y “cantar”. No sorprende que la explicitación de la fe en Cristo se realice de manera particular en cánticos, himnos, confesiones de fe..., es decir, cuando la comunidad reunida vive en la certeza de la presencia de su Señor, o cuando lo proclama como ideal de su vida. La fe de la comunidad primitiva se podría sintetizar así: en su cualidad de Hijo -que indica una relación privilegiada con Dios- Jesús resucitado ejerce la función universal de Señor y de Mesías. Las comunidades palestinas parecen concentrar su atención y esperanzas salvíficas sobre la inminente venida del Señor glorioso. Esta atención, dirigida al futuro, explica por qué las afirmaciones sobre la preexistencia de Cristo aparecen en un segundo tiempo. El helenismo abrió un modo de pensar más filosófico, más referido al ser en sí de Jesús, aunque la pregunta sobre quién era Jesús en sí mismo estaba implícita desde el principio, requerido por el mismo comportamiento de Jesús. ¿Quién es éste en el cual Dios se revela y salva de modo definitivo? Es una pregunta que nacía inevitablemente y que nunca se agota. Respondiendo a ella el creyente simplemente explicita la realidad contenida en su fe. Hay que tener presente que el desarrollo, la progresiva maduración en la comprensión de Cristo no se hizo de modo arbitrario y jamás fue confiada al dominio de la fantasía de quien tenía más o menos imaginación. Hay puntos seguros respetados por quienes en las comunidades profundizaron el misterio de Jesús. Entre estos puntos conviene señalar el contacto constante con el Antiguo Testamento. Ciertamente las Sagradas Escrituras han encontrado en Jesús su cumplimiento, Él personifica el “sí” de Dios a sus promesas (2Co 1, 20). El uso del Antiguo Testamento es esencial para la interpretación de Jesús de Nazaret, pero siempre según el criterio y la norma de la acción histórica de Jesús. No es la lectura del Antiguo Testamento la que ha creado la comprensión cristiana de Jesús, sino Jesús mismo. NOTAS 1 2 El Espíritu de Dios. En el helenismo existe toda una literatura dedicada a describir la gesta de “hombres divinos” (héroes, emperadores...), en los cuales se manifestaba la divinidad. Son seres celestiales que, tomando forma humana, aparecen en nuestro mundo, donde realizan actos de virtud (muchas veces renunciando a toda clase de placer, a la carne, al vino y a la sexualidad) y de fuerza (son exorcistas y curan enfermos, incluso devuelven la vida a los muertos) de modo que son considerados como manifestaciones de lo divino. El esfuerzo para hacer asequible al mundo helénico la persona de Jesús -por ejemplo en las narraciones de los milagros- podía llevar a presentarlo como uno de estos “hombres divinos”; existe el riesgo de hacer de Jesús un taumaturgo en el que actúa una fuerza divina, o un filósofo que revela una doctrina nueva según el modelo grecorromano del héroe divino Bibliografía de apoyo: CODA, P., Dios entre los hombres (breve cristología), ed. Ciudad Nueva, Madrid 1993 (texto seguido en la elaboración de los dos primeros apartados del presente tema). DURWELL, F.X., La resurrección de Jesús, misterio de salvación, Herder, Barcelona 1967. FORTE, B, Jesús de Nazaret, historia de Dios, Dios en la historia, Paulinas, Madrid 1981. KASPER, W., Jesús el Cristo, Sígueme, Salamanca 1989. LÉON-DUFOUR, X., Resurrección de Jesús y mensaje pascual, Sígueme, Salamanca 1973. izado.