La oración de Jesús y mi oración

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LA ORACIÓN DE JESÚS Y MI ORACIÓN
Creer es abrirse a la acción salvadora de Dios que se nos regala en la persona de Jesús. Porque fe
es la confianza que tenemos en Dios por Cristo. Esta confianza total es el primer paso
imprescindible de todo amor a Dios.
Y esta fe tiene una expresión muy concreta: el diálogo amoroso, la oración. Hoy vivimos en una
crisis de oración. ¿No es una pérdida de tiempo? Aun cuando alguien nos escuchase al otro lado
¿no es preferible gastar la vida en la acción, en la lucha por mejorar el mundo? Y, entre los mismos
cristianos, se ha difundido un engaño: del hecho de que todo trabajo puede ser oración, han
deducido algunos que no hay otra oración más verdadera que el trabajo. El ídolo de la eficacia se
ha adueñado del hombre y, como muchos comprueban o creen comprobar que no son “mejores”
por oír misa o rezar, concluyen que deben abandonar ese camino. Tal vez porque durante mucho
tiempo se predicó una oración sin historia (que no influía ni iluminaba la vida), muchos creyeron
que podían y debían levantar una historia sin oración.
Pero el evangelio es testimonio de todo lo contrario. Jesús, en sus enseñanzas y en su vida, es,
ante todo, un orante. Efectivamente, todos los momentos importantes de Jesús están marcados
por la comunicación con el Padre. Vamos a ver algunos testimonios del propio evangelio:
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Después de despedir a la multitud, subió al monte a solas para orar; y al anochecer, estaba
allí solo (Mt. 14, 23)
En esos días Él se fue al monte a orar, y pasó toda la noche en oración a Dios.
Cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos y escogió doce de ellos. (Lc. 6, 12-13)
Cuando todo el pueblo era bautizado, Jesús también fue bautizado: y mientras Él oraba, el
cielo se abrió, y el Espíritu Santo descendió sobre Él. (Lc. 3, 21-22)
Y como ocho días después de estas palabras, Jesús tomó consigo a Pedro, a Juan y a Jacobo,
y subió al monte a orar. Mientras oraba, la apariencia de su rostro se hizo otra (Lc. 9, 2929)
Y su fama se difundía cada vez más, y grandes multitudes se congregaban para oírle y ser
sanadas de sus enfermedades. Pero con frecuencia Él se retiraba a lugares solitarios y
oraba. (Lc. 5, 16)
En aquel tiempo, hablando Jesús, dijo: Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra (Mt. 11,
25)
Y tendríamos que citar todos los milagros, antes de los cuales levanta siempre los ojos al cielo en
oración. Y recordar, sobre todo, los tres grandes momentos de oración de Jesús: la oración
sacerdotal en la última cena (Jn. 17); la del Huerto de los Olivos (Mc. 14, 32 – 42); y las siete
palabras en la cruz (Lc. 23, 24; Lc. 23, 43;…). Realmente podemos concluir que la vida entera de
Jesús fue vida de oración: o hablaba al Padre, o hablaba del Padre.
Pero ¿cómo es la oración de Jesús? Respondamos primero, negativamente, diciendo cómo no es la
oración, cuáles son las formas de oración que Jesús rechaza:
a) Rechaza la oración de fariseo, que más que un diálogo con el Dios del amor, es una simple
autoafirmación del “yo” egoísta.
b) Rechaza las oraciones de los que multiplican las palabras, con una mecánica y mágica
repetición palabrera de las fórmulas.
c) Rechaza la oración egocéntrica de quienes se olvidan que la oración pasa por la voluntad
de Dios y se somete a ella.
d) Rechaza la oración de los que para entrar en el Reino de Dios, dicen “Señor, Señor”, pero
no hacen la voluntad del Padre que está en los cielos.
e) Rechaza la oración desprendida de la vida, que se vuelve vana y vacía.
¿Cómo es, en cambio, la oración de Jesús? Repasando el Evangelio nos encontramos con tres
niveles en la plegaria de Cristo:
a) En un primer nivel nos encontramos a Jesús asumiendo la oración propia del pueblo judío.
Jesús bendice la mesa como era típico entre sus compatriotas (Mt.14, 19; 15, 36); cuida el
culto de los sábados y ora junto a la comunidad (Lc. 4, 16); es reconocido por la gente
como un judío piadoso.
b) En un segundo nivel encontramos a Jesús rezando siempre ante todo momento histórico
importante en su vida: antes del bautismo, al ir a elegir a sus apóstoles, al enseñar el
Padrenuestro, antes de cada milagro, en las horas decisivas antes de su pasión.
c) Pero el nivel decisivo de la oración de Jesús es el que impregna su vida toda, cuando Jesús
“ora por orar” o cuando muestra que toda su vida es una convivencia con el Padre. Aquí
descubrimos ya un dato fundamental: la oración que vive Jesús no es un contacto teórico,
sino una verdadera convivencia con el Dios-Padre.
La oración de Jesús es un acto de gratuidad, es “porque sí”, no porque espere algo a cambio. Este
tiempo “desperdiciado” nos recuerda que el Señor está más allá de las categorías de lo útil y lo
inútil. Y hay que recordar que la oración del cristiano no es una fuga. Es una profundización en lo
sustancial, un paso de Dios por nuestra alma que nos despoja y nos descubre el último y más
verdadero rostro de la realidad total.
 A partir de esta breve síntesis, ¿qué es lo que más te llama
la atención de la oración de Jesús?
 ¿Cómo describirías tu oración? ¿Cómo NO es? ¿Cómo es?
 ¿Qué te parece que sería muy bueno “copiarle” a Jesús
respecto a su oración?
El Padrenuestro
(Mt 6,9-13; Lc 11,1-4)
ENSÉÑANOS A ORAR
Actitud del discípulo
Vamos a aproximarnos al Padrenuestro sin prisa,
lentamente, con el infinito respeto con que Moisés
se acercó a la zarza ardiente. Y lo mismo que é se
quitó las sandalias como signos de su actitud interna
de adoración, vamos también a descalzar nuestro
espíritu de todo lo que signifique orgullo, suficiencia,
falsos saberes (como decir “si ya lo sé desde chico”, o
“¿qué puede enseñarme el Padrenuestro?”).
Y es que la primera condición para decir con sinceridad “enséñanos a orar” es la que señala el
evangelio de Lucas: la petición a la que Jesús respondió fue a la de un discípulo (Lc 11,1). Es decir,
alguien que no está satisfecho con lo que ya sabe, no convencido de que posee la verdad; alguien
absolutamente abierto a la enseñanza del otro, alguien que vive intensamente de escucha y
receptividad, de silencio y acogida. Un discípulo tiene mucho de niño y un niño es el mejor
discípulo, porque los dos tienen capacidad de asombro y por eso están preparados para aprender
a orar diciendo: Padre nuestro…
Cuando vayas a orar
Lee despacio en el evangelio de Lucas el texto en que Jesús habla también de la oración (Lc 11,513). Deja que afloren en ti tus dudas, tus dificultades en la oración, tu falta de confianza en su
esfuerzo. Pon todo eso delante de Jesús y vuelve a leer el texto desde el v.9: “pidan y recibirán,
busquen y encontrarán, llamen y se les abrirá”. Apóyate interiormente en esas palabras de Jesús,
sintiéndolas más fuertes que todas tus dudas y conviértelas en una oración de súplica:
“Señor Jesús,
tú que has dicho: pidan y recibirán,
enséñanos a orar.
Tú que has dicho: busquen y encontrarán,
enséñanos a orar.
Tú que has dicho: llamen y se les abrirá,
enséñanos a orar.
USTEDES, CUANDO RECEN, DIGAN “PADRE…”
Digan “Padre” (Mt 6,9-13; Lc 11,1-4)
¡Qué asombro y sobresalto causó al grupo de discípulos el escuchar que el Maestro les ofrecía
aquella palabra (Abbá = papá o padre querido) para dirigirse a Dios!
Fue como si todo el misterio inconquistable del nombre de Dios, que aparecía lejano y terrible, se
hiciera muy pero muy cercano. En los labios del hombre estaba la palabra para dirigirse a Dios que
sólo los niños dicen con total tranquilidad: ¡Papá!
Una pequeña palabra de cuatro letras para expresar todo lo que es Dios. Y es que todo lo de Jesús
viene escondido en lo pequeño, en lo sencillo, en lo que casi pasa inadvertido: una aldea casi
desconocida, una mujer llamada María como mil otras, un niño envuelto en pañales, el hijo de un
carpintero… Un poco de pan y vino y una comunidad de gente casi sin cultura, compartiéndolo con
alegría y sencillez de corazón.
Una pequeña palabra para rezar y en ella toda la experiencia relacional de Jesús, toda la hondura
insondable de su saberse Hijo, toda la gloria de su confianza incondicional en Alguien mayor.
“A Dios nadie lo ha visto nunca: el Hijo único que estaba junto al Padre nos lo ha dado a conocer”
(Jn 1,18). Y nos ha dicho que podemos llamarle PADRE.
Cuando vayas a orar…
Las sugerencias prácticas van dirigidas a ayudarte a hacer la experiencia de sentirte hijo, como
Jesús, delante de Dios.
a) desde nuestra vida
Nuestra imagen de Dios no coincide muchas veces con la de Jesús y eso condiciona negativamente
nuestra oración. Por eso, antes de ponerte a rezar, trata de purificar las imágenes falsas que te
ocultan el rostro de Aquel a quien Jesús llama Padre. Puede ayudarte el terminar por escrito estas
frases:
 Cuando pienso en Dios yo…
 Lo que no consigo entender de Él es…
 A veces creo que Dios…
Relee lo que has escrito y date cuenta de si está “en sintonía” con la imagen de Dios que nos
trasmite el Evangelio. Lee a Jesús tus respuestas, contale sin miedo lo que sentís, pensás o dudás
sobre Dios. Podés terminar con la oración de súplica del evangelio: “Creo, Señor, pero aumenta mi
fe”.
Casi siempre nuestra mayor dificultad para llamar Padre a Dios está en que, al sentir el dolor y la
injusticia en el mundo, no comprendemos cómo Dios, que es Padre, puede permitirlo. En la
oración no podemos evadirnos de la dureza y conflictos de la vida: es allí que podemos aprender a
vivir todo eso como Jesús.
Elige alguna situación de sufrimiento que te afecte especialmente, no evites contemplarla,
escucha el clamor que nace de ti al enfrentarte con eso… Acude con todo ello a Jesús, apóyate con
fuerza en su confianza inquebrantable en el Padre, entra en sus sentimientos y exprésale tu deseo
de confiar más en Él.
Deja que sea él mismo, presente en ti por el Espíritu Santo, el que diga una y otra vez desde lo más
hondo de tu ser: Padre…
Puedes leer Lc 15, 11-32, la parábola del hijo pródigo o, mejor aún, del padre misericordioso.
Seguramente te sonará “muy sabida” pero hoy vas a leerla de una manera distinta, dejando que tu
imaginación y tu corazón completen lo que el texto no dice. Vas a leerla,
reviviendo las escenas como si estuvieras presente en ella, centrando
toda tu atención en la figura del padre. En cada detalle del texto párate a
mirarle, trata de comprender qué sentiría, cuál sería la expresión de su
rostro, el tono de sus palabras, el porqué de sus reacciones y gestos: su
tristeza al escuchar la decisión de la partida, su incertidumbre y su
angustia, su espera…
Después que le hayas contemplado y conocido mejor, acércate a Jesús y
cuéntale lo que has descubierto sobre su Padre, que es también el tuyo.
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