Freud, el espejo y la lámpara - Asociación Psicoanalítica del Uruguay

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(2014) Revista uruguaya de Psicoanálisis (en línea) (119): 143-157
issn 1688 - 7247
Freud, el espejo y la lámpara
Edmundo Gómez Mango1
A la memoria de Carlos Real de Azúa.
Freud y la mímesis
Era la época en que todavía firmaba y databa la adquisición de un nuevo
libro aludiendo a veces a la ocasión motivadora. Así encontré, en la página
título de El espejo y la lámpara, de Meyer H. Abrams (1962), debajo de
mi firma, la inscripción «Estética, 1965». Es la traza que remite al curso
de Estética Literaria que ese año profesaba en el Instituto de Profesores
Artigas Carlos Real de Azúa. El libro y el curso dejaron en mí huellas
indelebles. Real de Azúa fue un extraordinario docente que acercó varias
generaciones de estudiantes a la complejidad y significación del hecho
estético. Desentrañaba en él profundos significados que lo vinculaban a
la historia y a la sociedad, pero también a la evolución de la cultura y a
las formas que esta produce para, entre otros fines, entender lo humano.
Preservé en mí el interés de relacionar críticamente el conocimiento de
la condición humana aportado por el arte y la literatura con el que nos
procuran las ciencias humanas y especialmente el psicoanálisis freudiano.
El ensayo del crítico estadounidense M. H. Abrams trata fundamentalmente de la transición de las ideas estéticas centradas en la «mímesis»,
que proviene de los pensadores griegos y latinos, con aquellas que se orientan, a partir del siglo xviii y fundamentalmente en el transcurso del xix
hasta la época moderna, hacia la noción de expresión, de fuente interior.
1
Miembro titular de la Asociación Psicoanalítica de Francia. [email protected]
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El poeta, en el sentido amplio del Dichter alemán, el que crea ficciones
con las palabras, pasa de considerarse un espejo que refleja al mundo y
sus acciones a devenir una lámpara que irradia desde su interior, desde su
intimidad, sentimientos, afectos o imaginaciones hacia el exterior, hacia el
libro que los recoge y los presenta al lector. Se trata, evidentemente, de una
esquematización, que no da cuenta del intricado desarrollo de estas dos
tendencias, siempre presentes en los procesos psíquicos de la producción
artística, que a veces se combaten y otras se conjugan de manera compleja,
en la nunca simple gestación de las obras.
El libro de Abrams es hermoso y fecundo, abre un amplio panorama
sobre todo enriquecedor para los que no conocen suficientemente las
teorías literarias del romanticismo inglés. Es en ese sentido lo que el libro
de Albert Béguin El alma romántica y el sueño significó para el conocimiento del romanticismo alemán. Ambos forman parte de mi «biblioteca
personal», esa que está constituida por algunos libros formadores a los que
volvemos siempre a lo largo de nuestra vida de lectores, los que abrieron
panoramas fecundos y múltiples, los que develaron fuentes de la cultura
del pensamiento y del arte en los que nos desarrollamos. Entre ellos, en
desorden, citaría: El otoño de la Edad Media, de Johan Huizinga; Paideia,
de Werner Jaeger; Historia trágica de la literatura, de Walter Muschg; La
carne, la muerte y el diablo en la literatura romántica, de Mario Praz; Mimesis, de Erich Auerbach; El absoluto literario, de Philippe Lacoue-Labarthe y
Jean-Luc Nancy… Me detengo al darme cuenta de que esta enumeración
podría ser demasiado larga y que no se fundaría en ningún criterio objetivo: revelaría solo etapas de mi propia formación cultural.
El libro de Abrams fue publicado después de la segunda guerra mundial (1953). Es sin duda incompleto, y es notoria la insuficiencia de referencias a Freud y a la influencia tan importante que desde el comienzo
del siglo xx, con la publicación de La interpretación de los sueños (1900),
ejerciera sobre los escritores y críticos contemporáneos.2
2
Sin embargo Abrams señala por lo menos dos autores ingleses como precursores de las ideas estéticas
freudianas: John Kleber y Alexander Smith.
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Uno de los acápites elegidos por Abrams es un verso de Williams B.
Yeats: «that soul must become […] the one activity, the mirror turn lamp»
(‘el alma debe convertirse […] en una única actividad, el espejo se vuelve
lámpara’). Creo que el pensamiento freudiano participa activamente en el
seno mismo de ese «tornarse», tournant o vuelta, en esa profunda transformación cultural que atraviesa nuestra modernidad.
Parece hoy artificial tratar de delimitar fronteras estancas, límites infranqueables entre literatura, ciencias humanas, ciencias objetivas o «duras».
Arte, literatura y ciencia son formas del conocimiento y creaciones de la
actividad que determinan lo específicamente propio de la especie humana,
lo que permite diferenciarla de las otras especies animales. El psicoanálisis es
también una formación de la cultura, una producción que en su desarrollo y
realización particular fecunda a su vez a las ciencias y las artes de su época.
Por muchos aspectos Freud es el heredero de la tradición de la «mímesis» que había marcado la cultura humanística, y por otros es el continuador de profundas tendencias románticas del siglo xix. Con ambas
rompe, participando en la creación de un nuevo modelo epistemológico
de la comprensión de lo viviente psíquico y de su devenir. Integra, de manera particular, el núcleo activo de la experiencia cultural de transición de
finales del siglo xix y comienzos del xx. Es parte de las fuerzas culturales
que para preservar lo más vivo de lo que las precede deben a la vez destruir
aspectos del pasado y construir lo «nuevo», lo moderno.
Es importante recordar que Freud es un pensador que proviene de la
ciencia biológica y fisiológica en la que se formó como investigador. No
abandonará su lealtad a esa «sed de conocer» que él mismo reconoce como
la fuerza determinante que lo anima desde su juventud hasta el final de su
obra. El destino de esta fue sin duda marcado en lo esencial por el ideal
científico del conocimiento humano. El logos, el pensar racional, fue para él,
el investigador más audaz y fecundo del irracionalismo, de las fuerzas oscuras y nocturnas del alma humana, el valor supremo. Nos es difícil hoy día,
ya entrados en el siglo xxi, adherir completamente a la Weltausngchauung,
concepción o visión del mundo tal como él la describe en un capítulo de
las Nuevas conferencias (Freud, 1932). Pero sigue vigente la idea de que el
psicoanálisis, sin ser una nueva «visión», se constituye como un desarrollo
de la que Freud designa como «la concepción científica del mundo».
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Su pensamiento está así marcado por el modelo científico que regía
el saber de su época. La irrenunciable confianza en el pensamiento creador fue lo que le permitió transformarse en un investigador de una realidad ignorada por la psicología, la medicina y psiquiatría de su época, el
psiquismo inconsciente, lo sexual infantil originario, lo que le permitió
descubrir la dinámica de las neurosis, la realidad psíquica, el trabajo del
sueño. Su pensamiento racional y su investigación clínica le permitieron
derribar viejos esquemas del saber científico que trababan su desarrollo.
Aportó un nuevo modelo de comprensión del alma o de la psique humana
y de su relación e interrelación con su entorno cultural.
No renunció al realismo intrínseco de la mímesis, de la observación,
que concibe al saber racional como una forma del conocimiento de lo real.
Su obra supone una base o estructura material, una realidad, sobre la que
se edifica la teoría. Pero esta, a su vez, como acontece con las teorías de los
saberes fecundos, este «realismo freudiano», modifica nuestra percepción
de lo real, lo recrea, descubre facetas del mundo humano que no habían
sido «vistas», observadas antes. El ejercicio inicial de su práctica científica
en el laboratorio de Ernst Brücke, que nunca dejó de ser su «amado maestro», el de los ojos azules que aún lo observan en su vida onírica cuando
escribe La interpretación de los sueños, le permitió ver la insuficiencia de
las concepciones contemporáneas de la histeria y de fenómenos como el de
la hipnosis. Admiró al gran Charcot, un gran «visual», cómo él mismo lo
definiera, alabó su descripción clínica de los síntomas, pero también puso
en evidencia la inadecuación, el error teórico de encerrar y asfixiar estos
fenómenos clínicos en la etiología de alteraciones del sistema nervioso
localizables y en la teoría de la degeneración hereditaria. El descubrimiento concomitante de la realidad psíquica y del inconsciente, a través de su
autoanálisis, y la teorización basada en la «observación» e interpretación de
sus propios sueños y los de sus pacientes le permitieron abandonar el teatro
de Charcot, espectacular, exhibicionista, de la gran histeria. Se orientó y
descubrió progresivamente la «otra escena», la de la cura psicoanalítica y la
transferencia, la que él comenzó a habitar con los primeros «tratamientos
del alma». En ella, la palabra dicha y escuchada en transferencia le permitió «oír» lo hasta entonces inaudible y «ver» lo invisible de la actividad
onírica. Se sintió muy pronto hermanado con el Dichter, por su capacidad
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para reconocer los fantasmas de su imaginación y el coraje para recrearlos
y exponerlos en sus obras, permitiendo así que el lector, «sin culpa ni remordimiento», pueda también aceptarlos como suyos.
La tendencia mimética de Freud es acentuada. Pero no se limita a
«copiar» los fenómenos psíquicos que descubre como realidades objetivas.
Pretende captar en su descripción clínica el movimiento psíquico que los
produce, que los genera. No solo le interesa la forma de un sueño o de
una neurosis, sino también la acción que los crea. Abrams señala que este
interés genético por las formas es típico de la poética del romanticismo.
Recuerda que Coleridge participaba de este enfoque crítico que iba de lo
producido a la producción, de la natura naturata a la natura naturans.
Freud mismo comenta el momento fundador en el que percibe la profunda
diferencia entre la escritura que está obligado a utilizar cuando intenta
describir los fenómenos psíquicos de las histéricas y la que empleaban con
el mismo objetivo los psiquiatras y neurólogos de su época. «… por eso a
mí mismo me resulta singular que los historiales clínicos por mí escritos se
lean como unas novelas breves, y de ellos esté ausente, por así decir, el sello
de seriedad que lleva estampado lo científico» (Freud & Breuer, 1895: 174).
Estima que no se trata de una elección personal, sino que ese nuevo modo
de observar y transmitir la información observada se le impone como
necesario para describir la naturaleza misma del «objeto» que pretende
aprehender. Reconoce que debe escribir como los novelistas, puesto que
son ellos los que poseen la capacidad de exponer de manera detallada los
procesos psíquicos de los personajes que inventan. Se infiere de ese pasaje
el establecimiento de una especie de ósmosis, de interrelación e intercambio entre la escritura científica del psicoanalista que pretende revelar los
movimientos más característicos del alma humana y la del novelista que
intenta, a través de su experiencia personal, acercarse, comprender y transmitir a sus lectores la «verdad» de sus personajes. Cuando muchos años
después Roland Barthes evoca lo «novelesco», le romanesque del alma,
quizás haya pensado en este conocido pasaje de Freud (1977: 763-764).3
3
R. Barthes evoca «lo novelesco» de la vida psíquica, como «una errática de la vida cotidiana, de sus
pasiones y de sus escenas». (Traducción del autor.)
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Freud confirmará a lo largo de toda su obra este reconocimiento de la
capacidad de la literatura para «conocer» la psique humana. No creo que
ningún otro pensador científico haya llegado tan lejos en esta suerte de laicización de un saber que se reclama de la concepción científica del mundo.
Sabía que ofrecía un flanco de ataque a los detractores de la «nueva ciencia»
que estos no iban a dejar de utilizar hasta el cansancio. El psicoanálisis no
es serio, no es «médico» o «neuropsiquiátrico», no es en suma científico,
porque no puede demarcarse suficientemente de un saber popular, artístico
o literario. Freud confrontó sin cesar esta crítica superficial entendiéndola, como a muchas otras, como a resistencia a la verdad escandalosa que
aportaba su obra entera: un nuevo y radical ataque al narcisismo humano,
infligiéndole una cruel desilusión que solo aparentemente empequeñece al
hombre. El hombre y la Tierra no son el centro del universo, como se creía
antes de Copérnico, el hombre no es una creatura directamente hecha por
Dios padre como se sostenía antes de Darwin. Pero tampoco es el amo de
su propia casa, de su mente o alma, como establece Freud con el descubrimiento de lo psíquico inconsciente y la escisión originaria del sujeto.
Este acercamiento del investigador científico al escritor va quizá en
el mismo sentido. Frente a los conflictos activos y profundos del alma
humana, el investigador científico puede hacer aportes importantes y aun
revolucionarios, como reveló el propio Freud; puede incluso inventar un
método de investigación a la vez capaz de modificar la realidad que investiga, la realidad psíquica. Pero esto no lo contrapone, sino que, por el contrario, lo acerca, a quienes Freud llamara sus «adelantados», los escritores y
artistas, pensadores que percibieron o intuyeron la existencia de realidades
psíquicas que su obra permitió describir e interpretar racionalmente.
Sin duda es debido a esta solidaridad fraternal que Freud descubre tan
tempranamente entre el psicoanalista y el Dichter, el poeta, lo que explica
que los más grandes novelistas de su época, como Thomas Mann, Stefan
Zweig o Arthur Schnitzler, lo reconocieran a su vez como un descubridor
revolucionario, cuando la «academia» médico-psiquiátrica y neurológica
lo consideraba despectivamente un «charlatán».4
4
Tuve el alto honor de investigar este vínculo tan extraño como persistente entre Freud y la literatura
en un reciente libro coescrito con J.-B. Pontalis, Freud avec les écrivains.
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Observar, describir los complejos movimientos del alma humana fue
uno de los ejes esenciales del psicoanálisis freudiano. Freud llegó a comparar el trabajo del escritor no solo con la copia sino también con el calco
de la realidad psíquica. Así lo afirma en una carta a Stefan Zweig cuando
le confiesa que admira su capacidad de «acercarse tanto a la expresión del
objeto que los más finos detalles del mismo devienen perceptibles», y que
sus descripciones psicológicas le parecen «asir relaciones y cualidades
nunca antes expresadas por el lenguaje», lo que lo hace irresistiblemente
pensar en el procedimiento de la epigrafía utilizado por los arqueólogos: aplicar una hoja de papel húmeda sobre la piedra para obtener así la
reproducción de los más mínimos huecos de la superficie portadora de
la inscripción (Freud, 1925).5 La inscripción psíquica, la traza, elemento
fundamental de la teoría freudiana, es aquí pensada como en relieve o en
hueco, tridimensional, acentuándose así su carácter de objeto, pero también su calidad arcaica, de vestigio, capaz de preservar un tiempo ya vivido.
Proust utilizará en A la búsqueda del tiempo perdido una imagen similar.
Cuando retoma el viejo topos del «libro interior», precisa: «En cuanto al
libro interior de signos desconocidos (de signos en relieve, parecía, que mi
atención, explorando mi inconsciente, iba a buscar, tropezándose con él,
contorneándolo, como un buzo que sonda), esa lectura constituía un acto
de creación en el cual nadie podía reemplazarnos ni siquiera ayudarnos
con ninguna regla» (Proust, 1954: 879).6
La metáfora de la epigrafía confiere al objeto psíquico una consistencia tridimensional, casi palpable, presente y a la vez arcaica, atrapada
en el transcurrir del tiempo. El objeto es degustado, contorneado por los
seudópodos-antenas de la lengua del paciente, del analista y del escritor.
La metáfora del seudópodo que emite la vesícula viviente primordial o el
aparato psíquico primitivo para encontrar el «objeto signo», delimitarlo,
5
La carta saluda el envío de La lucha contra el demonio, de Zweig (triple ensayo sobre Hölderlin, Kleist
y Nietzsche), y termina así: «Nuestro modo prosaico de luchar contra el Demonio consiste en esto:
describirlo como un objeto científicamente aprehensible».
6
«Quant au livre intérieur de signes inconnus (de signes en relief, semblait-il, que mon attention,
explorant mon inconscient, allait chercher, heurtait, contournait, comme un plongeur qui sonde), pour
la lecture desquels personne ne pouvait m’aider d’aucune règle, cette lecture consistait en un acte de
création où nul ne peut nous suppléer ni même collaborer avec nous». (Traducción del autor.)
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saborearlo sensorialmente, para aceptarlo o rechazarlo, tan cercana a la
del poeta, es de Freud, investigador científico y necesariamente inventor
de ficciones metafóricas para aproximarse a lo radicalmente incognoscible
(la actividad pulsional inconsciente).7
No es del todo extraño que la observación del científico o del artista
transforme la actitud realista en una actividad visionaria que también
revela aspectos de lo real. Lo remarcó por ejemplo Albert Béguin cuando
describió detrás del Balzac realista, que Marx consideraba como uno de
los mejores historiadores de la burguesía de comienzos del siglo xix (otro
ejemplo del «investigador científico» que reconoce el poder de conocimiento de lo literario), la presencia de un gran visionario de la sociedad,
su dinámica interna y su evolución.
La «lámpara» del sueño, las trazas
mnésicas, los «objetos fuentes»
Las teorías de la neurosis y del sueño de Freud se elaboran mediante un
autoconocimiento, un autoanálisis de su actividad onírica y de la neurosis
del otro que también se refleja en la suya propia.
Cuando Freud aproxima su escritura a la del novelista refleja los profundos cambios en los modelos epistemológicos de la teoría del conocimiento de su época. El sujeto y el objeto no están separados por una
infranqueable distancia, el sujeto no es solo un observador lejano y ajeno
a lo que copia o representa, es uno de los polos activos y participa en una
nueva interrelación entre lo cognoscente y lo cognoscible. El observador es
modificado por lo observado que también «observa», y es esa modificación
uno de los fenómenos que abren nuevas teorías de lo real. El principio de
incertidumbre o relación de indeterminación de Heisenberg que enuncia
que la «cosa» medida siempre será alterada por el sistema de medición
utilizado participa, a nivel de la física, de lo que también descubren el
psicoanalista, el historiador, el antropólogo en sus campos de observación
7
Cf. S. Freud, Más allá del principio del placer, y Notas sobre la pizarra mágica.
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y de trabajo. Cada actividad científica establece nuevas y renovadoras
distancias, entrecruzamientos e interferencias entre el sujeto y el objeto
estudiado. La estructura de la obra de arte y la crítica que intenta describirla atraviesan modificaciones similares. Muchos de los que creyeron en el
establecimiento de una «ciencia de la literatura» impersonal y objetiva, que
reducía la obra a un funcionamiento mecanicista, a operaciones lógicas y
abstractas de un texto, se alejaron posteriormente de los ídolos caídos de
los estructuralismos.8 La renovación contemporánea de los estudios de lo
viviente sugiere una nueva posibilidad de intrincamiento en los análisis
de los fenómenos de la vida, fundamentalmente de la vida humana, su
historia, su economía, su ecología.
Cuando Freud intenta transmitir sus descubrimientos científicos debe
ser sensible a la forma misma del mensaje y no solo a su contenido. En la
práctica incipiente del psicoanálisis, el «mensaje» recibido por el analista, su sensibilidad acústica y afectiva, se revelaba como determinante. El
«mensaje» que Freud enviaba a sus lectores también debía subrayar esta
dimensión en el suyo propio. Freud relee permanentemente su producción como lo demuestra el intenso trabajo de anotaciones de sus escritos.
Así, en el prefacio a la segunda edición de La interpretación de los sueños
(nueve años después de la primera, período en el cual solo se vendieron
trescientos cincuenta ejemplares), después de constatar que el libro no
ha despertado interés en el interlocutor esperado, el médico especialista
o el filósofo, sino solo en los psicoanalistas, un puñado de seguidores de
su teoría y en un círculo más vasto de hombres cultivados y curiosos, subraya un hecho importante, que también contribuye a la renovación de la
comprensión de la relación del autor con su obra, así como a la capacidad
de significación de esta. Dice descubrir, cuando se mira en el espejo de su
escritura como lector, una de las significaciones y fuentes más importantes,
que no había percibido como escritor. Reconoce solo en el «après-coup»,
«a posteriori», la «significación subjetiva» que anima al libro fundador
del psicoanálisis: un fragmento de su autoanálisis, el duelo de la muerte
8
Cf. En este sentido las reflexiones irónicas y autocríticas del gran Gérard Genette en sus últimas obras,
Bardadrac (2006), Codicille (2009).
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de su padre. Freud cuestiona así la noción misma de «autor». El investigador científico, el Narturforscher (investigador de la naturaleza, como él
se autodesigna), no es consciente del alcance significativo múltiple, de la
polisemia de lo que escribe mientras trabaja. El autor debe abandonarse a
la escritura para que esta «autoproduzca» significaciones nuevas, a veces
las más importantes. El acto de escribir despierta trazas inconscientes que
el autor no ha decidido voluntariamente evocar, pero sí conservar cuando
las descubre, como aspecto esencial de su trabajo psíquico. La destinación
y el destinatario secreto del escribir del libro fundador de la teoría y de la
escritura psicoanalítica parecen así confundirse con su «fuente originaria»,
con el foco expresivo, irradiante, de donde surge el mensaje: las trazas de
un otro originario y desaparecido.
Freud encuentra en el espejo mágico de la escritura a su doble, identificado con el escritor. Como el Fausto de Goethe, «dos almas» parecen
habitar en su pecho. El investigador científico del sueño debe dejar trabajar
libremente al escritor que lo acompaña. La interpretación de los sueños es
uno de los ejemplos contemporáneos más enriquecedores de esta alianza
secreta que pocas veces se produce en los grandes creadores de la cultura
humana entre el Dichter, el poeta, y el Forscher, el investigador o pensador.
La tensión entre estas dos actividades o presencias psíquicas caracteriza la
singularidad de la obra y de la escritura freudianas. En La interpretación…,
Freud «poetiza» el sueño («sus» sueños fundamentalmente, revelando así
aspectos íntimos de su personalidad, actitud inhabitual del «científico»).
No solo lo describe en sus mínimos detalles, sino que además lo «reproduce» en su escritura. No solo transmite el contenido de los sueños, sino
que también «presenta», «hace presente» su aspecto sensorial, fundamentalmente visual, a veces también sonoro. Logra incluso hacer partícipe al
lector del carácter «hiperintenso», casi alucinatorio de algunos fragmentos
oníricos. Necesita escribir el desarrollo de sus asociaciones para indagar en
ellas, «investigarlas». El investigador «teoriza» luego o concomitantemente,
interpreta, elabora racionalmente una teoría científica que descubre el
«trabajo» del sueño y sus principales procedimientos.
Freud caracterizó la escritura como una «expresión». «Por lenguaje
—señala— no se debe comprender simplemente la expresión de los pensamientos en palabras, pero también el lenguaje de los gestos y todo otro
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tipo de expresión de la actividad psíquica, como la escritura» (1913). Es
importante retomar este aspecto de lo «expresivo» que fue luego casi totalmente olvidado por los desarrollos estructurales, formalistas y «lógicos» del
lenguaje. Escribir fue una actividad incesante de Freud. Fue una de las maneras de «expresarse» más investidas. Su escritura oscila permanentemente
entre la expresión de sus afectos, su sensibilidad, también sus emociones y la
exposición teórica racional. No es casi nunca solo comunicación abstracta.
Expresa, «pone afuera», como indica la etimología. La regla fundamental
del asociar libremente va en el mismo sentido: empujar hacia fuera lo interno, permitir que «caiga» en la lengua, la Einfall, la idea «incidente», la que
viene y puede llevar hacia lo reprimido. Reducir el lenguaje a la comunicación, a la información o a lo informático es una deriva empobrecedora de
algunos modelos epistemológicos de nuestra modernidad.
En Freud escritor se alían los «dos principios» de su actividad psíquica,
poetizar y teorizar. La escritura es la metáfora predilecta de Freud para caracterizar el funcionamiento psíquico. Recuérdese, entre otras incidencias,
la famosa carta a Fliess con la descripción de las inscripciones psíquicas
y la caracterización de la represión como un error de traducción (carta
n.° 52), o la de la comparación del funcionamiento del «aparato psíquico»
con la pizarra mágica (1924).
El motivo especular del doble, que se inicia en el romanticismo alemán
y atraviesa todo el romanticismo europeo, genera en Freud la descripción
y el interés de una de las «vivencias» claves de la experiencia analítica: la
Unheimliche, la «inquietante extrañeza». El analizado repetirá en la transferencia su amor y su odio por figuras del pasado, las «imagos» de seres
queridos, envidiados, agredidos. Freud insiste hasta el final de su obra en el
carácter sorprendente del «retorno», de la «re-encarnación» en la figura del
psicoanalista de un personaje importante del pasado del paciente, como
si se tratara de un «doble». Descubre así que lo reprimido y sepultado en
el sí mismo, inaudible y escondido, se manifiesta y se descubre en el otro,
el analista. Es en E. T. A. Hoffmann y sus relatos que Freud se inspira
para profundizar la significación compleja de la manifestación del doble.
Otro escritor contemporáneo le ofrecerá la inesperada e intensa vivencia
de descubrirlo en su propio presente psíquico. Freud describe la sorpresa
que le causa comprender que la inhibición que le ha impedido encontrar
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personalmente al admirado médico escritor Arthur Schnitzler en la realidad fue el fantasma del doble. Le confiesa, en una célebre carta, que temía
reencontrar en el rostro del escritor admirado y envidiado el suyo propio.
Pontalis insistió en la ambivalencia de la figura del doble de Schnitzler con
respecto a Freud: era el escritor respetado por su inteligencia profunda del
alma humana, pero también el hombre apasionado, conocido por sus frecuentes historias amorosas, conocedor de la otra Viena, la de la «Ronda»,
ajena a los hábitos sociales y morales de Freud (1922).9
Freud hizo suyo el célebre apotegma de quien muchos críticos consideran como el primer romántico inglés, William Wordsworth: «El niño es el
padre del hombre» (1913: 185).10 Caracterizó el conjunto de trazas sensibles,
sin palabras, mudas, presencia psíquica inconsciente y siempre activa que
se manifiesta fundamentalmente en la transferencia como lo «infantil» y
que puede hacerse presente también en el sueño o en el síntoma. No se
confunde con el niño de la infancia ni con una etapa de la evolución del
ser humano. El infans, otro modo de designar la traza de las primeras vivencias mudas, fundadoras de la realidad psíquica, es también una noción
que implica ese poder de revival, de reviviscencia del pasado sin habla en
el presente habitado por el lenguaje, el «presente pasado», o el «presente
que no pasa». Son otras formas del irradiar de la «lámpara fuente» infantil
que ilumina la escena analítica aún en nuestros días.
Uno de los nuevos aspectos del paradigma científico freudiano fue la
introducción del principio de la represión psíquica y su correlato del retorno de lo reprimido, así como la pulsión de muerte. Las figuras del sueño
o de lo infantil y del infans solo se presentan desfiguradas a la percepción
consciente. La deformación es una consecuencia inevitable del conflicto
psíquico, lucha interminable en el interior mismo de la psique, entre eros,
la pulsión que tiende a reunir y preservar lo viviente, y el «demonio» o
la pulsión de muerte, que tiende a la destrucción de todo lo animado. Lo
deformado, lo desfigurado aparece en la literatura y el arte como un as-
9
Cf. E. Gómez Mango y J.-B. Pontalis, Freud avec les écrivains, op. cit., 227 y sigs.
10
W. Wordsworth, poema «El arco iris», retomado por Freud, sin indicar la fuente, en El interés por el
psicoanálisis.
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pecto importante de un nuevo paradigma de las representaciones. Walter
Benjamin ya había puesto de manifiesto en Baudelaire la pérdida de la
aureola del poeta en las calles multitudinarias de París, y de manera más
amplia, la desaparición del aura que envolvía las artes y las letras clásicas
en la era de la reproductibilidad técnica de las obras.11 También se producía en torno a Freud el retorno de lo perdido de lo infantil recuperado
por la reminiscencia sensorial proustiana. Pero sobre todo, la atracción
por la desfiguración, por lo deforme, por lo enfermo y lo mórbido que
se manifiesta intensamente en Thomas Mann y en tantos otros escritores
contemporáneos. En la pintura surge también la disolución de las formas
clásicas en el temblor sensorial del impresionismo, y sobre todo en las visiones desgarradas de la realidad de un Picasso, de un Egon Schiele o del
expresionismo alemán. La música acompaña el mismo movimiento con el
desgarro de la antigua armonía y el surgimiento de la fuerza de irrupción
de Mahler o Stravinski, Schoenberg y el dodecafonismo. Algo del Zeitgeist,
del espíritu o del fantasma del tiempo de lo moderno, acompaña en los
registros del arte y de la literatura la emergencia del inconsciente freudiano
en la psicología y la psicopatología contemporáneas.
Nos corresponde quizá como continuadores del psicoanálisis freudiano mantener viva la relación extraña y fecunda entre el pensamiento
analítico y el arte y la literatura de nuestros días y entornos. Para seguir
interrogándolos y, sobre todo, para seguir «oyendo» el cuestionamiento,
el llamado que de ellos proviene. ◆
11
CF. W. Benjamin, L’œuvre d’art à l’époque de sa reproductibilité technique, en Œuvres iii, y Baudelaire.
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recibido julio de 2014 | aceptado agosto 2014
Resumen
Asocio en este artículo el nombre de Freud con el título de una obra del
crítico literario de M. H. Abrams. Intento mostrar cómo se encuentran
en Freud concepciones de la estética clásica (mímesis) y romántica (la
lámpara, como símbolo literario de la «expresión»). Freud rompe con
ambas participando de un nuevo paradigma epistemológico que se impone
en su época desde la ciencia, las artes y la literatura. Está centrado en los
descubrimientos esenciales del psicoanálisis freudiano: el sujeto escindido,
el inconsciente psíquico y la represión en el origen de la deformación de
las representaciones estéticas del arte contemporáneo.
Descriptores: cultura / psicoanálisis / doble / resignificación / escritura /
Autores-tema: freud, sigmund
Abstract
The article associates Freud’s name with the title of a piece by the literary
critic M. H. Abrams. It is an attempt to show some conceptions from
classical esthetics (mimesis) and romantic esthetics (the lamp as a literary
symbol of «expression») can be found in Freud. Freud breaks away from
both by participating in a new epistemological paradigm which is imposed in his time by the fields of science, the arts and literature. Its focus
can be found in the essential discoveries of Freudian psychoanalysis: the
split subject, the psychic unconscious and repression, at the origin of the
distortion of the esthetic representations of contemporary art.
Keywords: culture / psychoanalysis / double / resignification / writing /
Authors-subject: freud, sigmund
freud, el espejo y la lámpara | 157
issn 1688 - 7247 | (2014) Revista uruguaya de Psicoanálisis (en línea) (119)
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