FERNANDO RIELO: UN DIÁLOGO A TRES VOCES

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FERNANDO RIELO:
UN DIÁLOGO A TRES VOCES
Fernando Rielo:
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Entrevistas con
Marie-Lise Gazarian
Primera edición: 1995
© Copyright FUNDACIÓN FERNANDO RIELO
Jorge Juan 102 - 2º B
28009 MADRID
Tel. (34) 915 75 40 91
Fax (34) 915 78 07 72
Correo electrónico: [email protected]
Segunda edición corregida
I.S.B.N: 84-86942-41-1
Depósito legal: SE-229-2000
Impreso en los talleres gráficos de la Editorial Fundación Fernando Rielo:
Apartado, 54 41450 Constantina (Sevilla) Tf.: (34) 955 88 11 75
IMPRESO EN ESPAÑA — PRINTED IN SPAIN
ÍNDICE
Prólogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
7
Prefacio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
11
Primera parte: Vida . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
25
Segunda parte: Poesía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
87
Tercera parte: Pensamiento . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
117
Epílogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
181
Selección biobibliográfica . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
189
PRÓLOGO
¿Qué quiere decir el místico cuando expresa su experiencia singular
con palabras del común de la vida? Pongamos un ejemplo: “Estando ya mi
casa sosegada” se dice en un poema de San Juan de la Cruz. Podría aducirse
como ejemplo cualquier otro verso del mismo santo. “Estando ya mi casa
sosegada” necesita una explicación de lo que quiere decirse, de lo que significa en tan breves, vulgares palabras. Entonces, no sólo ese verso sino, todos
los anteriores, cobran un sentido distinto, pasan de la significación cotidiana a la singular, a la mística. Pero, como bien advierte el poeta Jorge Guillén, se ha matado lo poético, aquello en que todos podíamos encontrarnos
y reconocernos, para dar paso a lo místico, que es camino de pocos, de muy
pocos.
Pero es un camino bastante alejado de las circunstancias históricas y
sociales que flanquean y condicionan toda explicación histórica de la poesía.
A San Juan lo explicamos por el Renacimiento; a su hermana Teresa, por lo
popular. Uno y otra pertenecen al mismo movimiento, a la misma sociedad.
¿El agotamiento de la inspiración religiosa obedece a causas históricas y
sociales? El siglo XVII ofrece casos de religiosidad tan elevada como el siglo
XVI, explicables por parecidas causas, pero no hay ningún gran poeta.
La aparición de un poeta, cualquiera que sea el contenido de su verso,
no se explica por causas sociales y culturales. Un gran poeta puede aparecer
lo mismo en el Zaire que en París. La falta de grandes poetas místicos en el
siglo XVII, es decir, el que los grandes poetas de este siglo hayan preferido
el tema laico al tema religioso, requiere una explicación que no sería oportuna aquí, pero que sirve, hecha al revés, para explicar la aparición de un
poeta místico en el siglo XX.
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He dicho un poeta místico, no un poeta religioso. La diferencia es
importante y todo el mundo la conoce. Las experiencias que subyacen a una
y otra clase de poesía, son también conocidas. Todos podemos ser poetas
religiosos, pocos, por decir alguno, pueden ser poetas místicos. Por qué las
Iglesias han preferido siempre el poeta religioso al místico, es harina de otro
costal: El poeta religioso suele ser disciplinado y ortodoxo, el místico,
¿quién sabe? El místico reclama su libertad con más vehemencia que el religioso y al no encontrarla fuera, la busca y la encuentra en el propio ejercicio
de su relación con Dios.
El místico ha tropezado siempre con grandes dificultades expresivas.
Lo que a él le sucede, lo que él hace, no se parece a nada, y justamente en el
ejercicio de buscarle parecidos es en lo que encuentra su excelencia, es decir,
en un ejercicio literario. Difícilmente el místico escapa a la literatura, pues
en ella encuentra los instrumentos que le permiten contar de una manera
aproximada lo que hizo y lo que le pasó. Por eso, suelen ser poetas, a veces
grandes. El lector comprobará personalmente si estas afirmaciones, traídas
de aquí y de allá, sirven para el caso de Fernando Rielo, que es el que nos
ocupa. Marie-Lise Gazarian le ha escuchado y le ha sugerido respuestas.
La entrevista larga y acuciante no se conocía como género literario en
las grandes épocas de la mística. Quizás sea la aportación moderna a una
actividad tan vieja como los hombres. A través de las páginas escritas por
Marie-Lise Gazarian se va perfilando un alma con su historia. En otros
tiempos hubiera hecho falta un diario, y más atrás todavía, toda una autobiografía. De una manera o de otra, en esto viene a parar la literatura mística, en lo autobiográfico, que hoy cambia de forma y aparece frecuentemente como entrevista.
GONZALO TORRENTE BALLESTER
Salamanca, 20 de enero de 1994
A Martita, Lido y Thunder, nuestros
hermanos menores, que nos han brindado su amor incondicional, dedico este
libro en forma de cántico a las criaturas.
Marie-Lise Gazarian
TERCERA PARTE
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PENSAMIENTO
M.— En tu libro Transfiguración escribes: “Pensar es bueno, soñar mejor”. ¿Eres entonces más poeta que filósofo?
F.— La filosofía tiene mucho de ensueño; el ensueño, mucho de filosofía. El concepto, procedente de las diferentes
definiciones dadas a las palabras “transcendente”, “transcendencia” o “transcendental”, es el ensueño de lo transcendente de un pensamiento que se desposa, no sólo con la
idea, sino también con el amor. La diferencia entre los dos
lenguajes no es abismal porque el ensueño parece vencer lo
propio del pensar: vida y muerte, eternidad y temporalidad.
M.— ¿Qué representa para ti el Verbo?
F.— La acción pura; en este sentido, el Verbo tenía que ser
persona divina. La vida humana es, también, acción bajo
todos los aspectos: espiritual, sicológico, biológico. Esto
no significa que el lenguaje sea un principio; por otra parte, hay que distinguir entre “lenguaje” y “habla”. El lenguaje puede desposarse con el silencio como forma de comunicación más íntima que el habla. El habla es río que
fluye para acabar en la mar. Los dos conceptos, lenguaje y
habla, representan la comunicabilidad necesaria entre seres; sobre todo, con ese Ser que, como diría San Francisco
de Borja, es “Señor que no se me muera nunca”. El lenguaje tiene la propiedad de enseñarnos a hablar; de otro modo,
quedaríamos magmáticamente cerrados en nosotros mismos.
El habla es río
que fluye para
acabar en la mar.
Los dos conceptos, lenguaje y
habla, representan la comunicabilidad necesaria
entre seres (…)
El lenguaje tiene
la propiedad de
enseñarnos a hablar; de otro modo, quedaríamos
magmáticamente
cerrados en nosotros mismos.
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M.— Dejando el Verbo con mayúscula, ¿tienes un concepto filosófico de los verbos ser, estar, y existir?
F.— Son tres verbos que en español se distinguen muy
bien: ésta es la trilogía española, una trilogía dinámica en la
que los tres verbos son inseparables del carácter hispánico.
Esta inseparabilidad une a los tres verbos mediante una
pericóresis de carácter lingüístico, imagen de la pericóresis
trinitaria: el ser todo en el estar y en el existir, el estar todo
en el ser y en el existir, el existir todo en el ser y en el estar.
Los tres verbos mutuamente se compenetran en tal grado
que referidos al ser humano expresan la forma de su vivir
transcendental. El verbo “ser” no es un copulativo que
una simplemente un sujeto con una cualidad; más bien,
significa forma de acción unitiva, que saca al ser humano
de sí mismo para unirse, extáticamente, “estando” y “existiendo” con la suma transcendencia. El verbo “estar” no es
un locativo; más bien, significa “forma de estar” que es
“siendo” y “existiendo” con la suma transcendencia. El
verbo “existir” es la “forma de existir siendo y estando” en
la suma transcendencia.
M.— ¿Qué aportan al lenguaje los tres verbos?
F.— Esta castellana unidad trilógica aporta a la comunicación humana una forma de “ser-estar-existir” en que consiste la mística sabiduría de la divina sabiduría. Formulo,
de este modo, un imperativo: el ser humano debe saber
“ser-estar-existir para-con-en” la Santísima Trinidad con
el mismo saber “ser-estar-existir” que la Santísima Trinidad tiene “para-con-en” el ser humano.
M.— ¿Cuál es para ti la diferencia del lenguaje estético con
el lenguaje metafísico?
F.— Tu pregunta plantea un primer problema que ha llegado sin resolverse a nuestro siglo. Este problema consiste
en definir el origen, naturaleza y propiedades de lo que
podríamos llamar filosofía del lenguaje. La filosofía del
lenguaje nos deja de tal modo circunscritos al estricto hecho lingüístico que éste, identificándose formalmente consigo mismo, no puede salir de sí mismo. Sucede, por otra
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parte, con la estética y con la metafísica que estos saberes,
históricamente, no han podido encontrarse a sí mismos
para poder elegir su propio lenguaje.
M.— ¿Qué relación existe entre el lenguaje de estas dos
ciencias con el lenguaje místico, ético, lógico…?
F.— Ni la metafísica, ni la mística, ni la estética, ni la ética,
tienen por objeto propio el lenguaje; sin embargo, se expresan “no sin la dura condición” de su lenguaje específico, siempre complejo y en estado crítico, de todos y cada
uno de los saberes posibles en este mundo. El lenguaje es,
en este sentido, dinámicamente abierto, nunca estático; está
presente en el hombre de modo balbuciente.
M.— ¿Das tú alguna solución personal a la problemática
existente entre los dos lenguajes: el metafísico y el estético?
F.— Te puedo resumir la respuesta de una forma general.
Los dos saberes se expresan con lenguaje propio. La metafísica, por medio de una forma de definición pura que se
constituye en supremo axioma o principio absoluto en tal
grado que, siendo evidente por su misma naturaleza revelante, no puede ser demostrado. Este axioma es, por otra
parte, dentro de mi metafísica, el principio “bien formado” con la característica esencial de que sus términos se
definan entre sí y definan, a su vez, lo que, no siendo el
sujeto absoluto, es, sin embargo, por el propio sujeto absoluto. La estética se expresa por medio de una metáfora
pura que, formada por inspiración divina, revela la suprema hermosura del amor.
M.— ¿Qué significado tiene para ti esta metáfora pura por
la que se expresa la estética?
F.— La estética, a diferencia de la metafísica, usa imágenes,
metáforas, que se caracterizan por evocar el sentimiento
más íntimo de aquello que nos inspira una metafísica auténtica. Es un hecho conocido que la metafísica histórica
ha acudido, además, para expresarse a los mitos antiguos:
tal es el caso, entre otros, de Parménides y Platón. Mi concepción genética de la metafísica, más que ajena al mito,
empieza donde termina el mito.
El lenguaje es,
en este sentido,
dinámicamente
abierto, nunca estático; está presente en el hombre de modo balbuciente.
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M.— ¿El lenguaje metafísico es para ti más importante que
los lenguajes de las demás ciencias?
F.— La diferencia de los lenguajes con los que se expresan
las distintas ciencias, no teniendo valor absoluto, hace que
éstas tiendan a una armonía que halla su paradigma absoluto en una transcendental metafísica genética que tiene por
único axioma a la Santísima Trinidad. El Verbo Encarnado,
Cristo, es el sujeto atributivo —por tanto, el Maestro por
excelencia— de esta metafísica. Él es el camino, la verdad y
la vida de la palabra en tal forma que el ser humano, siendo
alter Christus, es, a su vez, mística u ontológica palabra de la
divina o metafísica palabra. Expresado de otro modo, si la
naturaleza humana de Cristo es consustancial con nuestra
naturaleza, su lenguaje es también consustancial con nuestro lenguaje.
M.— Hay autores que piensan que no puede decirse nada
acerca del ser ni de Dios, esto es, niegan la metafísica y la
teología, porque parecen exceder lo que se puede decir con
el lenguaje.
F.— Te respondo en palabras de un autor moderno que
dista mucho de mi sistema: el segundo Wittgenstein, en la
última etapa de su pensamiento, viene a decir que “lo que
no puede decirse es más importante”. El lenguaje metafísico o teológico y el místico u ontológico son, por la suprema categoría de su objeto, en sí mismos inefables. Puede
darse, no obstante, una aproximación al entendimiento de
este inefable lenguaje en virtud de que nuestra intuición es
apertura de la inteligencia al sujeto absoluto. El lenguaje
auténtico sobre la Santísima Trinidad es, por último, místicamente inspirado. Te recuerdo, en este sentido, la palabra de San Pablo cuando afirma: “Nadie puede decir ‘¡Jesús es Señor!’ sino por influjo del Espíritu Santo” (1Cor
12,3). Esta palabra paulina es extensiva a todo lo que concierne a la fe.
M.— ¿Puede haber una cierta armonía entre el lenguaje de
la metafísica y los demás lenguajes?
F.— El lenguaje de la metafísica, siendo el de las personas
divinas entre sí, es armonía absoluta. Si nos atenemos al
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campo estrictamente ontológico o místico, la comunicación entre la persona humana y las personas divinas comporta una forma de entrevista que tiene el signo de una
verdadera armonía consistente en una progresiva divinización de la vida y la palabra del ser humano. Esta armonía,
en nuestro estado viador, no es sin cierto doloroso caotismo.
La plenitud de esta armonía sólo puede darse en la vida
eterna.
M.— ¿Qué papel desarrollan los diversos tipos de lenguaje
en tu metafísica?
F.— Desde el punto de vista de la metafísica, el lenguaje no
puede reducirse a metáforas, a imágenes o comparaciones,
ni siquiera a enunciados propiamente dichos. No, la metafísica no es un lenguaje de proposiciones a modo de un
discurso, ni de fórmulas que, implicándose unas en otras,
pongan su mirada en una lógica inductiva o deductiva; antes bien, su lenguaje es la viviente definición transcendental.
M.— La metafísica histórica tiene una forma de lenguaje
propio. ¿Limita este lenguaje tu discurso metafísico?
F.— Es obvia la limitación del lenguaje para expresar la
realidad metafísica. El lenguaje metafísico no pertenece a
la descripción, ni a formulaciones lógicas —aunque a veces
accidentalmente las utilice—, sino a la definición. El estudio filológico, semántico o etimológico de los términos es
subsidiario y no satisface su comprehensibilidad metafísica, debido, sobre todo, a sus múltiples connotaciones históricas. Un término, acuñado en la historia del pensamiento, adquiere diversos matices e incluso cambio de significación al entrar en la órbita de un determinado sistema
filosófico.
M.— Dada esta dificultad con los términos filosóficos históricos, ¿utilizas nueva terminología para la explicitación
de tu pensamiento?
F.— La metafísica genética no requiere, por ejemplo, de
los términos “esencia”, “existencia”, “sustancia”, “naturaleza”…, por la confusión a que se prestan; sin embargo, los
La metafísica no
es un lenguaje de
proposiciones a
modo de un discurso, ni de fórmulas que, implicándose unas en
otras, pongan su
mirada en una lógica inductiva o
deductiva; antes
bien, su lenguaje
es la viviente definición transcendental.
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La metafísica genética no requiere, por ejemplo,
de los términos
“esencia”, “existencia”, “sustancia”, “naturaleza”…, por la confusión a que se
prestan; sin embargo, los utiliza
en razón de su
abolengo histórico, pero dentro de
una concepción
genética.
utiliza en razón de su abolengo histórico, pero dentro de
una concepción genética. El lenguaje propio de la metafísica genética sustituye estos términos por otros nuevos que
se ajustan más a su significación genética: a la concepción
genética de la esencia la llamo “transverberación”; a la concepción genética de la existencia, “circungénesis”; a la concepción genética de la sustancia, “congénesis”; a la concepción genética de la naturaleza, “conformogénesis”. Estos
son unos cuantos ejemplos.
M.— Tu metafísica echa mano de los símbolos. ¿Sustituye
esta simbolización parte del discurso metafísico?
F.— La simbolización no sustituye parte del discurso metafísico, sino que forma parte de él. Este discurso puede
recurrir a cualquier forma de expresión como instrumento
auxiliar: símbolos tomados de la matemática, lógica, biología, física… incluso puede acudir a la expresión estética. El
discurso metafísico no se reduce, sin embargo, a los instrumentos a los que recurre. Existen, además, muchas expresiones y razonamientos que requieren de la comprensión
intuitiva y contextual en virtud de que se harían los textos
interminables como ocurre en la mayoría de los casos.
M.— ¿Se te puede considerar como uno de los filósofos
del siglo XX?
F.— Nunca me he sentido filósofo; soy, en todo caso, metafísico.
M.— ¿Qué diferencias encuentras entre filosofía y metafísica?
F.— Metafísica no hay más que una, que tiene como objeto la concepción auténtica del ser. Filosofías hay muchas.
Aunque la metafísica esté en crisis, es una. Las filosofías
tienen, de alguna manera, vocación a ser la metafísica. Este
metafísico carácter incoativo en los pensadores se debe a la
elevación a absoluto de una noción o concepto que les
sirva de axioma en orden a dar explicación a la realidad. El
filósofo Tales, por ejemplo, elige por axioma “el agua”;
Parménides, “el ser es ser”; Heráclito, “el devenir”; Descartes, “el cogito ”.
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M.— ¿Cómo saber que la “elevación a absoluto” de una
noción o concepto es auténticamente metafísica?
F.— La elevación a absoluto, para que se dé la metafísica,
no es la absolutización simpliciter de cualquier noción ni la
elevación por abstracción. Hay única noción absoluta y
única forma cómo se da esta noción absoluta con la que,
obteniéndose la aniquilación a priori de la identidad, queda establecida la concepción genética del principio de relación.
M.— Entonces ¿la metafísica es única?
F.— Única.
M.— ¿Sólo hay una manera de explicarla?
F.— Su explicación es por medio de la viviente definición
transcendental. Rechazo toda forma deductiva, inductiva,
analítica, sintética, reductiva… porque son impropias de la
metafísica.
M.— ¿Tiene la metafísica alguna utilidad práctica?
F.— Te contestaría del siguiente modo: la metafísica es en
sí misma tan honesta que no sirve para nada; no se le puede
introducir el utilitarismo: me sirve para esto o me sirve
para lo otro. Soy yo el que tengo que estar al servicio de la
metafísica.
M.— ¿Sin metafísica no podrías existir?
F.— Tal como yo entiendo la metafísica, mi respuesta es
no.
M.— ¿Qué juicio tienes de la filosofía actual?
F.— Mi respuesta no es nada optimista: estimo que la filosofía ha entrado en coma profundo o, si se prefiere, en
estado de muerte clínica.
M.— ¿Podrías hacer un pequeño bosquejo de lo que se
entiende por metafísica histórica?
F.— El nombre “metafísica” ha tenido, desde su bautizo
por Andrónico de Rodas en el siglo primero antes de Cristo hasta nuestro tiempo, muchas discusiones debido a la
La metafísica es
en sí misma tan
honesta que no
sirve para nada;
no se le puede introducir el utilitarismo: me sirve para esto o me
sirve para lo otro.
Soy yo el que tengo que estar al
servicio de la metafísica.
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Estimo que la filosofía ha entrado en coma profundo o, si se prefiere, en estado de
muerte clínica.
problemática suscitada sobre su objeto propio. Este objeto, que no está claro en el mismo Aristóteles, es discutido
en las diversas corrientes escolásticas. En la época moderna, Bacon sostiene que la metafísica es “ciencia de las causas formales y finales”; Descartes, “estudio de la existencia
del yo y de Dios”; Fitchte, “partir del yo es yo”; Ortega y
Gasset, “saber acerca de la realidad radical”; Zubiri, “estudio de la realidad en cuanto realidad”…; y, en general, para
el neopositivismo tardío —abandonadas sus posiciones
dogmáticas— y las corrientes hermenéuticas, la metafísica
se reduce a “un referente transcendental con el intento de
fundamentación última”. Para estos filósofos, la hermenéutica es una especie de filosofía primera o metafísica.
Gadamer y Ricoeur, por ejemplo, llegan a afirmar que la
metafísica es el camino válido del filosofar mismo.
M.— ¿Esto quiere decir que la filosofía moderna no ha
abandonado la metafísica?
F.— Además de los autores anteriores, te menciono, entre
otros, a los siguientes pensadores modernos que, defendiendo un modo propio de metafísica, imponen los siguientes objetos: transcendentalidad hermenéutico-semiótica, en
Apel y Habermas; formalización lingüística, en Tugendhat;
visión de las cosas como fruto de la imaginación sentida,
en Deaño; realismo transcendental o crítico, en Külpe; función de crítica cultural, en A. Schaff; referencia metafórica,
en Ricoeur…
M.— Esta variedad de opiniones puede llevarnos a la consideración histórica de la ambigüedad del término “metafísica”.
F.— La palabra “metafísica” viene empleándose por estos
y otros autores para todo: “metafísica de la ciencia”, “metafísica del lenguaje”, “metafísica de la praxis”, “metafísica
de la sociedad”, “metafísica del significado”, “metafísica
de la cultura”… Debe tenerse en cuenta, por esta causa, el
concepto que se está empleando cuando se menciona la
metafísica. Mi concepción genética de la metafísica nada
tiene que ver con estos precedentes históricos.
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M.— Creo que estamos ante un pensamiento metafísico
nuevo.
F.— Tengo un sistema de pensamiento con unas características propias. Yo parto de Cristo mismo, que es el metafísico por antonomasia. Si Él dijo: “Yo soy la Verdad”, no
nos iba a dejar de enseñar o revelar la concepción del ser.
Me considero, por tanto, simplemente discípulo de Él. No
pertenezco a ninguna escuela filosófica: tengo creada mi
propia escuela idente en la que pueden formar parte profesores, pensadores, que no sean miembros de la Institución.
M.— ¿Tienes alguna experiencia personal en la que tenga
su origen tu pensamiento?
F.— El origen de mi pensamiento tuvo el momento culminante un día 30 de mayo de 1964, festividad de San Fernando. Estaba convaleciente de una dificilísima operación,
entre las muchas que he padecido hasta el presente, en la
que se me había hecho, en medio de una hemorragia masiva, recesión máxima del aparato digestivo. La noche de
este día de mi santo había sufrido unos dolores espantosos. Mi residencia en Madrid era entonces la casa familiar
con mi madre y mis hermanas. Ellas querían conmemorar
este señalado día. Me levanté hacia las cinco de la mañana,
en medio de un amanecer espléndido propio de la primavera madrileña. Me dirigí a la llamada “Plaza de los Mártires” para luego adentrarme en la floresta del Parque del
Oeste. Me senté en un banco rústico: en este instante, clamé con agónico dolor a mi Padre Celeste: “Yo no soy
nada; Tú eres el ser.” Se me abrieron, de forma repentina,
los cielos con transfiguración del verdeante paisaje al tiempo que una voz enérgica, su voz paterna, respondía a mi
gemido: “Yo soy más que el ser que dices”. Apareció, al
momento, escala esbeltísima por la que subían y bajaban
ángeles ante mi infusa mirada. El dolor me había desaparecido, regresando a mi hogar, antes de que se levantaran mi
madre y mis hermanas, para celebrar juntos el desayuno
de mi onomástica.
M.— ¿Cuál es la clave de esta locución del Padre que dio
origen a tu sistema?
Me senté en un
banco rústico: en
este instante, clamé con agónico
dolor a mi Padre
Celeste: “Yo no
soy nada; Tú eres
el ser.” Se me
abrieron, de forma repentina, los
cielos con transfiguración del verdeante paisaje al
tiempo que una
voz enérgica, su
voz paterna, respondía a mi gemido: “Yo soy
más que el ser que
dices”.
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Nunca he tenido
la experiencia de
un Dios abstracto, universal o
teórico. Mi experiencia personal
es, con origen en
el Padre, de las
tres personas divinas que, aunque realmente
distintas, se me
presentan, al mismo tiempo, congénitas.
F.— Durante el regreso a mi casa, vuelto el paisaje a mi
natural mirada, se grabó en mi inteligencia, con rechazo de
la identidad del ser a título de metafísico principio, única
palabra: “ser + ”. Esta fórmula, por mí contemplada llena
de vida, iluminando mi pensamiento, me alejó de todos los
sistemas filosóficos en virtud de que, incurriendo éstos en
una identidad carente de sentido sintáctico, semántico y
metafísico, afectaban gravemente, conforme a mi sentir, al
campo teológico.
M.— Esta experiencia mística del “ser + ”, ¿quiere decir
que no fue una experiencia general o corriente de Dios?
F.— Nunca he tenido la experiencia de un Dios abstracto,
universal o teórico. Mi experiencia personal es, con origen
en el Padre, de las tres personas divinas que, aunque realmente distintas, se me presentan, al mismo tiempo, congénitas; esto es, unum metaphysicum por naturaleza. La conciencia filial en relación al Padre es de tal modo que me
tiene también marcada una conciencia fraterna con Cristo
y una conciencia que, inflamada por el fuego divino del
Espíritu Santo, incrementa incesantemente mi estado filial
con el Padre y, al mismo tiempo, fraterno con el Hijo.
M.— La locución del Padre “yo soy más que el ser que
dices” ¿cómo la relacionas con tu concepción metafísica y
el desarrollo de tu sistema?
F.— El concepto de “ser + ” tiene el significado de que no
existe el “ser en cuanto ser”.
M.— Y eso, ¿qué quiere decir?
F.— La negación, dentro del campo metafísico, del monismo personalista: no puede existir un ser personal único en
sentido absoluto; esto es, no puede existir una persona única
en identidad con sí misma. El concepto “Padre” es ya un
nombre de relación porque supone la existencia metafísica
de un “Hijo”. El término “Dios” es, cuando menos, dos
personas divinas y, cuando más, iluminada nuestra inteligencia por la revelación, tres personas divinas.
M.— ¿Puedes explicar más específicamente el problema
tan grave que supone la identidad?
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F.— Mi concepto de ser + rompe con la concepción simpliciter del “ser es ser”; esto es, de un ser identitático e indeterminado, resultado de un seudoprincipio de identidad
que es condenado por Clemente VI en el siglo XIV, al
reprobar, entre otras, la siguiente tesis de Nicolás de
Autrécourt: … este es el primer principio y no otro: ‘si algo
es, algo es’ . Hay que tener en cuenta que la identidad se
manifiesta de diversos modos. Por ejemplo, aplicada al ser:
“ser es ser”, “ser en cuanto ser”, “ser en el ser”, “si ser,
entonces ser”, “ser porque ser”; en el caso de Autrécourt,
es “si algo es, algo es” (este “algo” es una forma de decir
“el ser” o un reductivo del ser). Todas estas manifestaciones tienen un esquema de fórmula [A=A] o, lo que es lo
mismo, una estructura común: un functor monádico que
une un mismo término: ser-functor-ser. El functor, en estos casos, es “es”, “en cuanto”, “en el”, “si… entonces”,
“porque”, “si”. Siendo esta estructura tautológica carece
de sentido sintáctico: no aporta ningún conocimiento científico, discursivo o metafísico.
M.— ¿La expresión “si algo es, algo es” es una proposición tautológica?
F.— La presente proposición es una de las tantas expresiones tautológicas del seudoprincipio de identidad que reducen su seudoestructura a un functor monádico carente de
sentido sintáctico, semántico y metafísico.
M.— ¿Qué se requiere para que no se den metafísicamente
expresiones tautológicas?
F.— Es necesario, como mínimo, un functor diádico, esto
es, la inmanente complementariedad intrínseca de dos términos, para que, a la vez, haya sentido sintáctico, semántico y metafísico. El “+” del ser, significando que “el ser
tiene gene”, sustituye, finalmente, la “identidad” por la
“congenitud” que, sustituyendo al concepto histórico de
sustancia, es el contenido de la concepción genética del
principio de relación.
M.— ¿Está involucrada la metafísica histórica en la identidad? ¿Qué significado tiene la inclusión de la identidad en
la metafísica? ¿Cómo puede detectarse este hecho?
130
La llamada “metafísica histórica”
utiliza, debido al
influjo del seudoprincipio de identidad, definiciones viciosas y tautológicas que son,
como tales, carentes de sentido.
F.— Es sabido que la llamada “metafísica histórica” utiliza, debido al influjo del seudoprincipio de identidad, definiciones viciosas y tautológicas que son, como tales,
carentes de sentido.
M.— ¿Podrías poner algún caso de definición viciosa?
F.— Decir, por ejemplo, que la esencia es “aquello por lo
cual una cosa es lo que es” es lo mismo que decir que “aquello por lo cual una cosa es lo que es” es la esencia. No hay
un término “x” que defina lo que es la esencia. La seudodefinición de “esencia” no sale de la identidad “esencia es
esencia” en virtud de que las expresiones “aquello”, “por
lo cual”, “cosa’, ‘lo que es’, son meros descriptivos que,
envueltos en la identidad, no definen nada, ni son definidos por nada, ni alcanzan al supuesto término “esencia”.
Estas seudodefiniciones incurren, además, en el absurdo de
la petitio principii: “¿qué es aquello que hace que aquello
por lo cual una cosa es lo que es sea esencia?”.
M.— ¿Niega la filosofía moderna este seudoprincipio de
identidad?
F.— La filosofía moderna pretende también negar, sin acierto, este seudoprincipio: Hume rechaza la cuestión de la
identidad por considerarlo el problema más abstruso de la
filosofía; Hegel dice que la identidad no es más que “la
expresión de una vacua tautología” que carece de todo contenido; Wittgenstein afirma que la fórmula A=A es un
seudoenunciado pues la identidad ni es propiedad de nada
ni es tampoco ninguna relación; Husserl impugna la identidad por su carácter absolutamente indefinible; Lacan confirma que la proposición “A es A” no sólo no es verdadera, sino que es absurda… No menos interesante es la polémica suscitada por la lógica y la filosofía del lenguaje al
defender posturas muy diversas respecto de la identidad.
M.— No me equivocaría, entonces, al decir que tu pensamiento parece no tener precedente en ninguna escuela filosófica.
F.— El axioma que te he mencionado y la constitución
ontológica de la persona humana da respuesta a que no ha
131
habido ningún planteamiento anterior de esta naturaleza.
Tengo que añadir, por otra parte, que el punto de partida
de mi pensamiento tuvo su origen en aquella experiencia
religiosa en forma de visión que me dejó marcado con indeleble carácter hasta el presente.
M.— ¿Por tanto, no hay influencias de Platón, ni de Aristóteles, ni de San Agustín, ni de Santo Tomás en tu sistema
metafísico?
F.— Ya te he respondido: no hay en mi sistema lectura ni
reinterpretación alguna de filosofías o escuelas filosóficas.
M.— ¿Tampoco de Kant?
F.— Ni de Kant, ni de ningún otro filósofo.
M.— ¿Tampoco hay una influencia de Maritain?
F.— No.
M.— ¿De Bergson?
F.— No.
M.— Y sin embargo son interpretaciones religiosas de la
filosofía.
F.— Dice San Juan de la Cruz que “un solo pensamiento
humano vale más que todo el mundo”. Hay siempre un
rastro de verdad en todo porque el error absoluto no existe; por otra parte, hemos nacido para la verdad y no para el
error. En los demás sistemas filosóficos hay verdades
aspectuales que, rastreadas por el espíritu humano en la
oscuridad de la noche donde, en expresión de Ortega y
Gasset, “todos los gatos son pardos”, denuncian las más
diversas formas paradójicas.
M.— ¿Tiene tu sistema de pensamiento algún método crítico? ¿Podrías decir en qué consiste?
F.— El punto de partida de mi método crítico consiste en
poner de manifiesto, mediante la aplicación de la identidad
como hipótesis crítica, las contradicciones y paradojas de
los sistemas filosóficos. Ya te he hablado de la importancia
que tiene el desenmascarar la identidad de los sistemas de
pensamiento en virtud de que quedan inevitablemente por
ella viciados sin posibilidad de transcendencia alguna.
Hay siempre un
rastro de verdad
en todo porque el
error absoluto no
existe (…) En los
demás sistemas filosóficos hay verdades aspectuales
que, rastreadas
por el espíritu humano en la oscuridad de la noche,
denuncian las más
diversas formas
paradójicas.
132
El punto de partida del método
crítico consiste en
poner de manifiesto, mediante
la aplicación de la
identidad como
hipótesis crítica,
las contradicciones y paradojas
de los sistemas filosóficos.
M.— ¿Se limita tu pensamiento al ámbito católico o adquiere también dimensión universal, es decir, válido para
todas las culturas?
F.— Creo que mi pensamiento da respuesta a las dos dimensiones: por el ámbito intelectual del axioma, a todas
las culturas; por el ámbito revelado del mismo axioma, al
cristianismo.
M.— ¿Qué relación tiene tu sistema con las Sagradas Escrituras y la Tradición cristiana? ¿Cuál es el símbolo de tu
fe?
F.— Pienso que mi sistema puede ser corroborado por las
Sagradas Escrituras, la Tradición y el Magisterio. Se implica en él también la dimensión ecuménica: puede ser aceptado, intelectualmente, por toda la humanidad. Esta pretensión ecuménica ha sido la compañera de viaje de todas
las filosofías y sus representantes. Mi lema, refiriéndome a
mi fe católica, es Petrus locutus, confirmata fides. Éste es el
símbolo de mi fe.
M.— ¿Cuál es la aportación de tu pensamiento en relación
con la filosofía histórica? En otras palabras, ¿cuál es, en
definitiva, lo específico de tu metafísica?
F.— Mi metafísica representa, ajena a todas las filosofías
históricas, el intento de un nuevo modelo que, teniendo la
forma de un axioma absoluto, aporte la realidad a priori
de, cuando menos, dos seres personales en estado de inmanente complementariedad intrínseca que represento con la
fórmula [P1=P2]. Estos dos seres personales completan, deciden y hacen consistente, a nivel intelectual, las características metafísicas de la concepción genética del principio de
relación.
M.— Has dicho anteriormente que tu concepto de “congenitud” sustituye al concepto histórico de sustancia. ¿En
qué sentido se da esta sustitución?
F.— En metafísica genética no existe la sustancia, identidad de “sustancia es sustancia”, sino la concepción genética de la sustancia. A esta concepción genética de la sustan-
133
cia la llamo “congenitud”. La sustitución de la identidad
por la congenitud requiere dos términos en inmanente complementariedad genética [P1=P2] que constituyen única concepción genética de la sustancia. ¿Cuál es la forma de esta
sustancia o congenitud absoluta? Te lo diré de una forma
sintética: la posesión absoluta del carácter hereditario o
geneticidad de [P1] por [P2].
M.— ¿Podrías explicar qué significa esta geneticidad de
[P1] por [P2]?
F.— Te hago la transcripción teológica de estos términos:
la congenitud absoluta de [P1] y [P2] es una Binidad constituida por dos seres personales: el primero, con el nombre
de Padre; el segundo, con el nombre de Hijo. Expresado
de otro modo: la generación del Hijo [P2] por el Padre [P1]
consiste en la transmisión del carácter hereditario o geneticidad de [P1], per viam generationis [por vía de generación], a [P2]. Todo esto te lo tendría que desarrollar más
profusa y detenidamente en un curso dedicado a mi teología metafísica.
M.— Aunque no puedas ahora extenderte en estas fórmulas, ¿quieres decirme brevemente qué tiene que ver el
ser +, del cual me has hablado antes, con tu concepto de
congenitud?
F.— Mi metafísica es la ciencia que estudia el ser + . Nada
tiene que ver este ser + con el verbal “ser más” que, a partir
de Teilhard de Chardin, se ha hecho lugar común en la
filosofía. Mi concepto de ser + es, al mismo tiempo, verbal
y sustantivo. Éste consiste en la concepción genética del
principio de relación: dos seres personales en inmanente
complementariedad intrínseca, cuya fórmula sabemos que
es [P1=P2]. La congenitud es el contenido de esta inmanente complementariedad intrínseca. El concepto de “inmanente complementariedad intrínseca” ya está indicando que,
en el campo absoluto, no puede haber un solo ser, ya sea
de modo simpliciter, ya sea de modo universal.
M.— ¿Por qué los dos seres personales de tu axioma metafísico [P1=P2] han de llamarse “Padre” e “Hijo”?
Mi metafísica representa, ajena a
todas las filosofías
históricas, el intento de un nuevo modelo que,
teniendo la forma de un axioma
absoluto, aporte
la realidad a priori de, cuando menos, dos seres personales en estado de inmanente
complementariedad intrínseca que
represento con la
fórmula [P1= P2].
134
Yo suelo decir por
espiritual experiencia propia que
el Hijo tiene el
mismo rostro que
el Padre. Esto es
lo que quiere decir Cristo cuando afirma: “quien
me ve a mí ve al
Padre”.
F.— Si [P1] es el origen y [P2] es la réplica, [P2] es de la
metafísica constante genética de [P1] en tal grado que su
negación dejaría a [P1] y a [P2] solamente como personas.
Esta metafísica constante genética hace que [P1] sea Padre
y [P2] sea Hijo. Yo suelo decir por espiritual experiencia
propia que el Hijo tiene el mismo rostro que el Padre. Esto
es lo que quiere decir Cristo cuando afirma: “quien me ve
a mí ve al Padre”.
M.— ¿No son los nombres de “Padre” e “Hijo” analógicos
por referencia a cómo nos expresamos los seres humanos
con los conceptos de paternidad y filiación? ¿No podían
haber sido otros nombres?
F.— Mi sistema rechaza todo tipo de analogía en virtud de
la identidad que encierra el término analogante y los
analogados: no hay posible paso entre estos términos. Los
términos “Padre” e “Hijo” tienen que ser nombres propios. No puedo ahora explicitarte, detalladamente, por
medio de mi modelo lo que el Magisterio ha expresado, en
la llamada “Fórmula fe de Dámaso”, con la siguiente declaración: “El nombre propio del Padre es Padre; el nombre propio del Hijo es Hijo; el nombre propio del Espíritu
Santo es Espíritu Santo” (Dz 15). Si me refiero al Padre y
al Hijo, estos dos nombres son los más propios para designar, por la misma concepción genética del principio de relación, a los dos seres personales [P1=P2].
M.— ¿Cuál es la razón metafísica de que los dos términos
de la fórmula [P1=P2] tengan que ser Padre e Hijo?
F.— Tienen que ser, metafísicamente, Padre e Hijo; de otro
modo, habríase destruido la forma genética del principio
de relación. Cristo [P2] afirma con insistencia esta Binidad
fundamental [P1=P2] formada por su relación con el Padre
[P1] antes de revelarnos al Espíritu Santo [P3]. El hecho de
que [P2] sea Cristo y que [P3] sea el Espíritu Santo pertenece al fuero de la revelación sobrenatural sellando, de este
modo, la satisfacibilidad de un axioma metafísico que tiene
por sujeto absoluto a la Santísima Trinidad [P1=P2=P3].
M.— ¿Intentas con tu sistema una dimensión ecuménica?
135
F.— No se trata, en este caso, de un ecumenismo religioso,
pretendido actualmente por las iglesias cristianas. Mi sistema se refiere, más bien, a un ecumenismo metafísico y
ontológico dado que el primer ámbito de mi concepción
genética del principio de relación puede ser aceptado, sin
el dato de la infusa fe teologal, por la inteligencia humana.
Éste es, para mí, el fundamento cultural para un ecumenismo religioso, no sólo entre iglesias cristianas, sino también
entre todos los credos. La raíz de esta ecumene, aportada
por mi concepción genética del principio de relación, es,
cuando menos, la Binidad de dos seres personales, como
ya te he expresado, en inmanente complementariedad intrínseca [P1=P2]. Esta inmanente complementariedad intrínseca de los dos seres personales aporta el dato axiomático de su unidad de naturaleza con la misma fuerza que su
distinción real.
M.— Pero hay algo en tu metafísica que sólo pertenece a la
fe cristiana.
F.— Te reitero que mi concepción genética de la metafísica
tiene: dentro del ámbito racional [P1=P2], valor ecuménico;
dentro del ámbito revelado [P1=P2=P3], la pertenencia exclusiva a la fe cristiana.
M.— ¿Se compaginan tus escritos con la doctrina de la
Iglesia Católica?
F.— No soy yo quien tiene que decidir la autenticidad de
mis escritos. Todo lo he puesto en manos de quienes tienen la verdadera autoridad de tal decisión. Vuelvo a repetirte, a este tenor, mi lema: Petrus locutus, confirmata fides.
Es Pedro, en palabras del mismo Cristo, quien tiene la
misión de confirmar en la fe a sus hermanos (Lc 22,32).
M.— Al mencionar antes tu axioma absoluto, hablabas de
un nivel intelectual en el que se daban solamente dos seres
personales, que serían, refiriéndonos al ámbito cristiano, el
Padre y el Hijo. ¿Es posible reconocer intelectualmente la
Trinidad con una tercera persona denominada Espíritu Santo para que se dé la satisfacibilidad que acabas de afirmar o
solamente podemos reconocerla por la fe?
Mi sistema se refiere, más bien, a
un ecumenismo
metafísico y ontológico dado que
el primer ámbito
de mi concepción
genética del principio de relación
puede ser aceptado, sin el dato de
la infusa fe teologal, por la inteligencia humana. Éste es, para
mí, el fundamento cultural para
un ecumenismo
religioso, no sólo
entre iglesias cristianas, sino también entre todos
los credos.
136
La introducción
de un nuevo ser
personal [P 3 ],
aunque excedente a nuestra inteligencia, es un revelado transcendental que puede
ser reconocible,
intelectualmente,
por las funciones
que cumple, dentro del axioma
absoluto, con los
dos mencionados
seres personales
[P1= P2= P3].
F.— La introducción de un nuevo ser personal [P3], aunque excedente a nuestra inteligencia, es un revelado transcendental que puede ser reconocible, intelectualmente, por
las funciones que cumple, dentro del axioma absoluto, con
los dos mencionados seres personales [P1=P2=P3]. Tanto la
persona como el nombre de “Espíritu Santo”, aunque la
persona puede ser reconocible intelectualmente, son revelados por el mismo Cristo. La negación absoluta de este
tercer ser personal llevaría implícita la imposibilidad del
indicio intelectual aportado por los dos términos, en inmanente complementariedad intrínseca, del axioma.
M.— Según esto, ¿no habría inconveniente en que se diera,
intelectualmente, una cuarta persona o una quinta?
F.— No sólo habría inconveniente, sino que la introducción
de una cuarta o una quinta persona sería un absurdo metafísico en virtud de que se abriría, dialécticamente, un proceso al infinito de personas divinas. La fórmula [P1=P2=P3]
hace imposible un [P4] porque ya no cumpliría ninguna
función en el modelo absoluto. Mi concepción genética de
la metafísica hace imposible, por tanto, el monismo personal absoluto, la cuaternidad personal también absoluta y
cualquier otra manifestación que no sea: la “Binidad”, a
nivel intelectual; la Trinidad, a nivel revelado.
M.— La esencia primordial de la fe cristiana es la creencia
en la Santísima Trinidad. Pero esta creencia pertenece a la
fe teologal, no a la razón metafísica.
F.— La Binidad [P1=P2] pertenece a lo que llamas “razón
metafísica”. El kerigma cristiano, aportado por el dato de
la fe teologal, es, sin embargo, la encarnación del Verbo,
Hijo Unigénito del Padre, con su redención y la revelación
por Él de un tercer ser personal con nombre “Espíritu
Santo”. El Espíritu Santo es, por tanto, el que, satisfaciendo el carácter genético del principio de relación, revela que
éste sea Trinidad [P1=P2=P3]: no obstante, se le reconoce,
metafísicamente por el indicio intelectual de las funciones
que cumple en la Binidad [P1=P2].
M.— ¿Qué significado tiene lo que tú llamas “indicio intelectual”?
137
F.— Si no existiese el “indicio intelectual”, nuestra inteligencia estaría completamente cerrada a la fe y la fe a la
inteligencia. La concepción genética del principio de relación exige, por su misma naturaleza, que nada sea identitático: no existe la inteligencia en cuanto inteligencia ni la
fe en cuanto fe; antes bien, una intrínseca complementariedad genética de una divina acción agente [la fe] en una
humana acción receptiva [la inteligencia]. La inteligencia
puede ser puesta por la fe en nuevo estado sobrenatural
por cuanto que aquélla es abierta a la fe y la fe es abierta a
la inteligencia. Esto es lo que quiso decir San Anselmo
con el credo ut intelligam [creo para entender]. La fe, formando y perfeccionando el carácter místico de la inteligencia, es fuente de una sobrenatural visión que no puede
alcanzar por sí misma la inteligencia.
M.— Al introducir la inteligencia y la fe en tu sistema,
parece que te estás refiriendo indistintamente al campo
metafísico y al teológico. ¿Qué relación existe, para ti, entre metafísica y teología?
F.— Lo que suele entenderse por “teología” en un sentido
general comporta diversas áreas que nada tienen que ver
con la metafísica: los sacramentos, las virtudes, etc. Si me
refiero a la esencialidad de la teología, que es el tratado De
Trinitate, se da una conjunción, una simetría perfecta, entre metafísica y teología en tal grado que puedo decir a la
metafísica “metafísica teológica” y a la teología “teología
metafísica”. La metafísica y la teología son, en este sentido,
tan inseparables como inconfundibles. Esta inseparabilidad inconfusa me lleva a la afirmación de que las dos estudian el mismo axioma: la metafísica, sub ratione absolutitatis; la teología, sub ratione divinitatis.
M.— ¿Cómo puede el ser humano conocer, aunque sea a
nivel revelado, a la Santísima Trinidad si ésta es un misterio?
F.— La Santísima Trinidad es un misterio, pero no un misterio absoluto. Misterio no significa “incapacidad” de comprensión, sino “desbordamiento” de nuestra inteligencia
por el objeto a comprender. El ser humano ha sido creado
a imagen y semejanza de Dios, por tanto, tiene capacidad
La metafísica y la
teología son, en
este sentido, tan
inseparables como inconfundibles. Esta inseparabilidad inconfusa me lleva a la
afirmación de que
las dos estudian
el mismo axioma:
la metafísica, sub
ratione absolutitatis; la teología,
sub ratione divinitatis.
138
El ser humano ha
sido creado a imagen y semejanza
de Dios, por tanto, tiene capacidad para conocer,
de alguna manera, a la Santísima
Trinidad. Ahora
bien, esta capacidad para conocer
es una capacidad
rota, deprimida,
deteriorada, por
el pecado original.
para conocer, de alguna manera, a la Santísima Trinidad.
Ahora bien, esta capacidad para conocer es una capacidad
rota, deprimida, deteriorada, por el pecado original; por
esta razón, la dificultad de nuestra inteligencia o nuestra
visión viadoras para entender, incluso con la ayuda de la
gracia, las cosas divinas.
M.— ¿Qué es, entonces, lo que pertenece al orden revelado en tu axioma metafísico?
F.— Tres son los principales hechos revelados del axioma:
primero, que Cristo sea la segunda persona divina [P2] del
axioma; segundo, aceptado que Cristo sea [P2], nos es revelado por Él una tercera persona divina distinta del Padre
y del Hijo; tercero, que esa tercera persona divina tiene
por nombre, revelado también por el mismo Cristo, de
“Espíritu Santo”. Este dato revelado, perteneciente a la fe,
es dado, sin embargo, a la intuición en virtud de que ésta es
apertura de la inteligencia al sujeto absoluto; la inteligencia, a su vez, da el dato revelado a la razón para establecer
el discurso metafísico y teológico.
M.— Pero la revelación pertenece a la fe y no a la razón.
F.— Aunque nuestra inteligencia esté abierta, por medio
de la intuición al infinito, lo único que puede llegar a alcanzar son indicios. Tenemos necesidad, por tanto, de la
revelación; con la revelación, de una potencia que eleve a
nuestra inteligencia a un orden superior. Esta potencia es
el don de la fe. Te pongo el ejemplo de nuestra visión sensitiva que, para ver e investigar lo relacionado con el
microcosmos, necesita de sofisticados instrumentos que
potencian nuestra visión ocular miles de veces para poder
contemplar partículas ínfimas de la materia. Tengo que añadirte que la fe no es un acto voluntarioso de aceptación de
aquello que no se ve; antes bien, es una forma de visión
que excede a la propia inteligencia.
M.— ¿Por qué el mensaje de Cristo no es aceptado universalmente?
F.— Cristo presenta su mensaje al mundo de un modo
universal; esto es, válido para todos. La no aceptación de
139
su mensaje no quiere decir que éste deje de presentarse
como doctrina universal. La Patrística y la Escolástica se
sirvieron de los llamados preambula fidei para presentar,
doctrinal o dialécticamente, la universalidad del cristianismo. Hoy día la cultura humana va por otros derroteros
que no admiten, por sus implicaciones filosóficas importadas de la cultura griega antigua, los procedimientos escolásticos.
M.— Nada, de hecho, es aceptado universalmente. ¿Sigue
vigente en la humanidad actual el símbolo de la confusión
de lenguas de Babel?
F.— No ha habido, hasta el presente, ninguna doctrina
filosófica, ninguna religión, ningún sistema político… que
hayan sido aceptados universalmente. Las ciencias positivas, incluso, tienen sus más y sus menos. La historia de la
evolución de los distintos paradigmas de la ciencia hace
sospechar que tampoco deben ser aquéllas aceptadas con
una pretendida certeza universal.
M.— ¿Cómo convencer a los demás de que el mensaje de
Cristo tiene validez universal?
F.— Mi confesión de la fe cristiana no admite el prejuicio
simplista de que el pensamiento de Cristo no tenga validez
universal. Otro tema es saber exponer con competencia
este pensamiento en el que no puede desprenderse la vivencia de su mensaje. Soy un peregrino que intenta seguir
el camino, la verdad y la vida de Cristo.
M.— ¿Hay algún indicio histórico de la existencia del Espíritu Santo que no sea dentro de la religión cristiana?
F.— El Espíritu Santo ha sido históricamente reconocible,
aunque no como persona divina realmente distinta, por la
humanidad como una especie de hálito que infunde en la
persona humana una balbuciente aspiración a algún grado
de santidad consistente, cuando menos, en el lamento por
el mal y en la gratitud por el bien. La manifestación comunitaria de esta aspiración la constituye el hecho de la fundación de religiones para vivir una vida espiritual. La corroboración de este indicio intelectual la tenemos en el con-
Mi confesión de
la fe cristiana no
admite el prejuicio simplista de
que el pensamiento de Cristo no
tenga validez universal. Otro tema
es saber exponer
con competencia
este pensamiento
en el que no puede desprenderse
la vivencia de su
mensaje. Soy un
peregrino que intenta seguir el camino, la verdad
y la vida de Cristo.
140
Tengo la firme
persuasión de que
sólo la concepción
genética del principio de relación
da explicación
consistente, completa, decidible y
satisfactoria del
dogma trinitario,
siendo, a su vez,
corroborada por
las Sagradas Escrituras, la Tradición y el Magisterio.
texto de todo el Antiguo Testamento con la ruah o “espíritu de Yahvé”, pero podemos remontarnos, aún más lejos, en el relato de la creación cuando el “espíritu de Dios
aleteaba sobre las aguas” (Gn 1,2) o cuando, al crear Dios
al hombre, dice: “hagamos al hombre a nuestra imagen y
semejanza” (Gn 1,26). No puede excluirse ni al Hijo ni al
Espíritu Santo del sujeto plural “hagamos”.
M.— ¿Qué juicio te merecen los otros credos que no son
el cristianismo?
F.— Si me refiero a otros credos que no sean el cristiano,
aunque fundados en un monismo personalista, no se hallan en un error absoluto ya que afirman la verdad de la
unicidad divina y su relación, supuesta la creación, con el
hombre. Pueden admitir, intelectualmente, la Binidad sin
hacerse, por esta causa, cristianos. Tengo la firme persuasión de que sólo la concepción genética del principio de
relación da explicación consistente, completa, decidible y
satisfactoria del dogma trinitario, siendo, a su vez, corroborada por las Sagradas Escrituras, la Tradición y el Magisterio.
M.— Las demás religiones no cristianas pueden objetar
que el modelo propuesto por Cristo no es un modelo que
pueda ser aceptado por todos, sino que es sólo válido para
los cristianos.
F.— Mi respuesta a esta casuística es la siguiente: las demás
concepciones religiosas son las que no tienen capacidad,
bajo cualquier aspecto que se estime, de alcanzar la plenitud que satisface el modelo cristológico con la consecuencia de que los demás modelos no pueden liberarse de las
continuas paradojas y antinomias metafísicas, ontológicas,
epistemológicas… en las que quedan atrapados. El hecho
de la universalidad de este modelo reside en que Cristo
envía a sus Apóstoles por todo el mundo a predicar el Evangelio.
M.— La creencia en la Santísima Trinidad, Padre, Hijo y
Espíritu Santo, pertenece al ámbito de la gracia; no al ámbito de nuestro simple esfuerzo intelectual.
141
F.— Reitero que la Binidad [P1=P2], formada por dos seres
personales con nombre propio de “Padre” e “Hijo”, puede ser aceptada en recto orden intelectual por todos. Esta
Binidad, sin embargo, no es, en virtud de un indicio intelectual que se presenta, satisfacible en el orden metafísico.
Una tercera persona [P3] puede también ser, por tanto, aceptada de algún modo por este indicio intelectual que se presenta cumpliendo determinadas funciones en la Binidad.
El hecho, no obstante, de que [P2] sea Cristo y [P3] reciba
el nombre de “Espíritu Santo” no puede ser conocido, de
ningún modo, por la sola inteligencia humana: es necesario que ésta sea informada por la fe teologal.
M.— ¿Cuál es la relación que el ser humano, conforme a
una inteligencia instruida, puede tener con la Santísima
Trinidad?
F.— Podemos decir, a la luz de nuestra inteligencia, que
somos hijos del Padre, que, siendo hijos del Padre, somos
hermanos del Hijo; pero del Espíritu Santo no podemos
saber, naturalmente, el tipo de parentesco místico u ontológico que con Él tenemos. El mismo Cristo dice del Espíritu Santo que “oyes su rumor, pero no sabes ni de dónde
viene ni a dónde va” (Jn 3,8). Esto ya es un misterio sublime.
M.— ¿Cuál podría ser, según la revelación, nuestro parentesco con el Espíritu Santo?
F.— Somos sacralidad del Espíritu Santo. Las Sagradas Escrituras expresan nuestra mística relación con el Espíritu
Santo, sobre todo, en el hecho de que somos “templos”
cultuales donde, morando el Espíritu Santo, nos atrae, a su
vez, con gemido inefable al Padre y al Hijo para constituirnos, elevada nuestra semejanza con Dios al orden sobrenatural, en mística santísima trinidad de la divina Santísima Trinidad. Esta mística realidad es lo que yo llamo
“satisfacibilidad del parentesco ontológico” de “hijos del
Padre” y “hermanos del Hijo”.
M.— ¿Cómo puede aceptar tu axioma metafísico el ateísmo e, incluso, el agnosticismo?
142
El escepticismo
acerca de Dios
comporta el escepticismo de la
propia vida humana donde el
egoísmo, la injusticia y la indignidad desencadenan
procesos agresivos de incalculables consecuencias.
F.— El pretendido ateísmo absoluto lleva asociada una nada
absoluta por la que ni Dios, ni ninguna otra realidad, podrían ser o existir. Este contrahecho metafísico va contra
la experiencia histórica que se presenta con una multitud
de formas, ya espirituales, ya materiales, de la realidad en
la que estamos insertados. La afirmación de la nada absoluta se clausuraría a sí misma con título en la absurda identidad “nada es nada” de la que no puede salir nada: ex
nihilo nihil fit [de la nada nada se hace]. Una filosofía atea,
teniendo presente lo afirmado, es la que debería establecer
un supuesto axioma absoluto que, incluyendo una absurda inmanente descomplementariedad intrínseca, tendría que
admitir, en última instancia, una nada absoluta contra su
propia nada absoluta. El escepticismo acerca de Dios comporta el escepticismo de la propia vida humana donde el
egoísmo, la injusticia y la indignidad desencadenan procesos agresivos de incalculables consecuencias.
M.— ¿Cualquier axioma absoluto que no sea la inmanente complementariedad intrínseca es falso?
F.— Desde el punto de vista metafísico, cualquier supuesto axioma absoluto, aplicado también a cualquier otra afirmación que intente negar la inmanente complementariedad intrínseca de un sujeto absoluto constituido de, cuando menos, dos seres personales [P1=P2] o, cuando más, de
tres seres personales [P1=P2=P3], es un seudoaxioma que,
obtenido por negación de su contrario, queda en contradicción con sí mismo.
M.— ¿Esto ocurre con el ateo cuando, negando a Dios, lo
está al mismo tiempo afirmando?
F.— Llamo a esta contradicción de la afirmación de Dios
por la negación de Dios “antítesis absoluta del primer
excluso” que, consistiendo en la paradoja de establecer una
afirmación excluyéndola al mismo tiempo, obtiene por resultado el absoluto colapso dialéctico sobre el cual está
montada la seudodialéctica de la identidad. El ateísmo está,
metafísicamente, fundamentado, supuesto este colapso dialéctico, en una sucesión indefinida de absurdos. La afirmación de lo que no es Dios por la negación de Dios, esto es,
143
quitar y poner, a la vez, el mismo término, se implica, por
tanto, lejos del recto orden intelectual, en un ciego supuesto intencional: el nihilismo absoluto; con el nihilismo absoluto, la imposibilidad de la metafísica y de la ontología.
M.— ¿La ética del ateo puede tener algún fundamento
metafísico?
F.— La etiología ética del ateo sólo puede apoyarse en una
alternativa: o somos nada o estamos encaminados a la nada.
Este nihilismo absoluto tiene el supuesto contradictorio
de afirmar algo: un magma materialista del que, no sabiéndose en qué pueda consistir, se derivan los seres y las cosas.
M.— ¿Cuál es, en una palabra, la finalidad o pretensión de
tu pensamiento?
F.— Mi pensamiento tiene la finalidad de revelar, por medio del axioma absoluto del que ya te he hablado, la genética constitución metafísica del ser + y sus implicaciones
ontológicas.
M.— Ya que hablas de implicaciones ontológicas, ¿qué relación hay, en tu sistema, entre metafísica y ontología? ¿Estos dos conceptos significan lo mismo como muchos filósofos así lo admiten?
F.— La metafísica y la ontología son, para mí, ciencias
distintas. El carácter abierto ad intra del metafísico axioma
absoluto, siendo también por su misma naturaleza abierto
ad extra, establece el carácter genético de una ontología
que, formada por la metafísica, tiene por objeto específico
la divina presencia constitutiva del sujeto absoluto en un
ser personal que, aunque creado de su nada singular, queda definido intrínsecamente por el axioma absoluto. Entre
la metafísica y la ontología no hay paso; antes bien, para
que exista la ontología, se requiere el acto creador. De no
admitirse el acto creador, habríase introducido el absurdo
panteísta.
M.— ¿Entonces la metafísica para ti es explicar a la Santísima Trinidad desde sí misma y la ontología es explicar la relación que la Santísima Trinidad tiene con el ser humano?
Entre la metafísica y la ontología no hay paso;
antes bien, para
que exista la ontología, se requiere el acto creador.
De no admitirse
el acto creador,
habríase introducido el absurdo
panteísta.
144
F.— La metafísica es la ciencia que estudia la revelación
del axioma absoluto por el propio axioma absoluto a la
inteligencia humana. La ontología o mística es la ciencia
que, con fundamento en la metafísica, estudia la experiencia revelada de un espíritu personal creado que, inhabitado
por la divina presencia constitutiva, es unido inmediatamente con la Santísima Trinidad por la propia Santísima
Trinidad.
M.— ¿Ves la metafísica y la ontología como ramas de la
teología?
F.— La llamada “teología” tiene muchas secciones o ramas: teología dogmática, teología bíblica, teología sacramental… Mi concepción genética de la metafísica está más
allá [metav] de estas ramas de la teología restringiendo su
campo a la forma genética de concebir la Santísima Trinidad. La metafísica estudia sub ratione absolutitatis la concepción genética del principio de relación constituido: en
el orden intelectual, por dos seres personales en inmanente
complementariedad intrínseca [P1=P2]; en el orden revelado, por tres seres personales en inmanente complementariedad intrínseca [P1=P2=P3]. La teología estudia, a su vez,
sub ratione divinitatis la misma concepción genética del
principio de relación.
M.— ¿Cuál es el objeto de la ontología?
F.— La ontología o mística tiene, a su vez, como objeto al
ser humano que, definido por la divina presencia constitutiva, es mística u ontológica deidad de la divina o metafísica deidad.
M.— ¿Cómo puede comunicarse el ser humano con las
personas divinas?
F.— La intrínseca presencia constitutiva de las personas
divinas por las propias personas divinas en la persona humana, supuesta la creación de ésta, es el fundamento de
toda comunicación ontológica; esto es, de un diálogo íntimo, indecible, del ser humano con la Santísima Trinidad.
Esta divina presencia constitutiva, formante del espíritu
humano, infundido en el primer instante de nuestra con-
145
cepción biológica, es el constitutivo ontológico sin el cual
no podríamos ser personas, y menos, mística deidad.
M.— ¿Es creada la divina presencia constitutiva?
F.— La divina presencia constitutiva, que naturalmente
está en nosotros y nos da forma, no es creada porque las
personas divinas no crean su propia divina presencia. Hay,
por tanto, un elemento increado en nosotros que es la presencia constitutiva de las personas divinas. Este elemento
increado es lo que, efectivamente, es el ser + que yo; esto
es, siendo yo + que yo, soy imagen y semejanza de las
personas divinas; si imagen y semejanza de las personas
divinas, también imagen y semejanza de su amor, de su
bondad y, en general, de sus propiedades y atributos. La
persona humana, aunque creada por Dios de la nada, no es
imagen de la nada porque la nada no es imagen de nada.
M.— ¿En la divina presencia constitutiva se funda lo que
tú llamas ontología o mística?
F.— Sí. La imagen y semejanza que somos en relación con
la Santísima Trinidad, significada por la divina presencia
constitutiva en nuestro espíritu, es, supuesta mi concepción genética de la metafísica, el fundamento de la ontología del ser humano; por tanto, de la lógica, de la gnoseología, de la moral, de la sociología y, en general, de las llamadas ciencias del hombre. Si mi metafísica es la concepción
genética del principio de relación [P1=P2=P3], éste será el
paradigma que, haciendo posible las ciencias humanas, las
hace, a su vez, comunicables con la metafísica; si con la
metafísica, también entre sí. Esta comunicabilidad es la forma de apertura que tiene por supuesto la concepción
genética del principio de relación.
M.— ¿Si las ciencias humanas están abiertas a la metafísica
y, por razón de esto, abiertas entre sí, con mayor motivo el
ser humano será un ser abierto a la transcendencia?
F.— Afirmo que el ser humano no es un “ser en sí”, ni “ser
para sí”, ni “ser para el mundo”; antes bien, “ser para la
Santísima Trinidad” de la que aquel es su imagen y semejanza.
146
Si la divina presencia no nos estuviera constituyendo, nuestra
persona sería imposible en virtud
de que ésta no
tendría razón ontológica de ser.
M.— ¿Lo que realmente define a la persona humana como
ser abierto a la Santísima Trinidad es, entonces, la divina
presencia constitutiva?
F.— Si la divina presencia no nos estuviera constituyendo,
nuestra persona sería imposible en virtud de que ésta no
tendría razón ontológica de ser. Esta divina presencia constitutiva viene corroborada por el Génesis cuando afirma:
“hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza” (Gn
1,26). Esta imagen y semejanza es lo que nos hace deidad
mística de la deidad metafísica.
M.— ¿La divina presencia constitutiva pertenece a la metafísica o a la ontología?
F.— La divina presencia constitutiva es el término metafísico inmediato que, no sin la condición biológica, establece, desde el primer instante de la concepción del ser humano, el estado ontológico en el que la naturaleza de aquel es
creada de su nada singular. Este estado ontológico, constituido por la divina presencia inhabitante, es la realidad designada por el concepto de “imagen y semejanza” revelado
por el Génesis en tal grado que, lejos del carácter análogo
o unívoco de los sistemas tradicionales, lo que es metafísicamente ad intra del axioma, lo es también místicamente
ad extra. Mi conclusión es precisa: si somos imagen y semejanza de la Santísima Trinidad, somos mística u ontológica trinidad de la divina o metafísica Trinidad.
M.— ¿No parece demasiado elevada esta concepción del
ser humano como deidad, porque éste dejaría de ser prácticamente humano o, en palabras de Unamuno, dejaría de
ser “hombre de carne y hueso”?
F.— El ser humano es “humano y + que humano” o, si me
refiero a la expresión de Unamuno, “hombre de carne y
hueso” y + que “hombre de carne y hueso”. La definición
que de este “+ que humano” o “+ que hombre de carne y
hueso” da el mismo Cristo es la más ilustrativa: “dioses
sois” (Jn 10,34). Cristo, por esta causa, es el único que ha
sabido dar la máxima dignidad al ser humano porque, siendo consustancial su naturaleza humana con la nuestra, nos
147
hace copartícipes, por razón de la unión hipostática, de su
naturaleza divina. Esta participación es revelada por la Sagrada Escritura: “nos han sido concedidas [por medio de Cristo] las preciosas y sublimes promesas, para que por ellas os
hicierais partícipes de la naturaleza divina” (2Pe 1,4).
M.— ¿Qué significado tiene para ti esta participación?
F.— El concepto de “participación”, que para mí se presta
a inadecuadas acepciones de carácter filosófico, es la traducción ordinaria que hacen los biblistas del verbo griego
koinonevw [koinoneo] sin tener en cuenta que también adquiere el significado de “poseer en común”. La divina presencia constitutiva es este carácter común: metafísico o por
naturaleza, en las personas divinas; místico o por gracia, en
la persona humana. Esta divina presencia tiene en el ser
humano dos ámbitos: constitutivo, con la creación; santificante, con el bautismo. La constitutividad de la divina presencia, elevada al orden de la gracia santificante, es lo que
llamo “mística procesión” porque las personas divinas
“proceden”, por inhabitación mística, en nuestro espíritu
según las palabras de Cristo: “aquel que me ame, mi Padre
lo amará, y mi Padre y yo vendremos a él y viviremos en
él” (Jn 14, 23).
M.— ¿Cómo es posible que, siendo Dios infinitamente
superior al hombre, la naturaleza humana participe de la
naturaleza divina? ¿Acaso la participación no debe darse
en plano de igualdad de los participantes?
F.— Tienes que salvar los dos órdenes: metafísico o divino, ad intra; ontológico o místico, ad extra. Si la divina
presencia constitutiva es la que nos forma, nos aporta esa
parte “divina”, “increada”, por la que somos mística deidad de la metafísica deidad. Si no fuera increada, no podríamos hablar de esta koinonía o participación. El enunciado es preciso: todo lo que es por sí en la Santísima Trinidad, lo es por gracia en el ser humano en tal grado que
éste es mística naturaleza de la divina naturaleza.
M.— ¿La concepción del hombre, dentro de esta ontología, no representaría una visión estática del mismo?
Cristo es el único que ha sabido
dar la máxima
dignidad al ser
humano porque,
siendo consustancial su naturaleza humana
con la nuestra,
nos hace copartícipes, por razón
de la unión hipostática, de su naturaleza divina.
148
Hay que distinguir entre imagen
y vestigio. Las
criaturas irracionales no son imagen de Dios, pero
sí son vestigio divino. La Santísima Trinidad tiene que estar presente con la unidad de su acto en
su criatura manteniéndola permanentemente
en su ser y en su
obrar.
F.— La divina presencia constitutiva, lejos de ser estática,
es una realidad dinámica y es por lo que podemos decir
que el acto ontológico de nuestro espíritu, formado por la
divina presencia constitutiva, es místico u ontológico acto
absoluto del divino o metafísico acto absoluto. Hay, por
tanto, una comunicación entre la Santísima Trinidad y el
ser humano por la cual éste vive místicamente lo que metafísicamente viven las personas divinas.
M.— ¿Qué añade a nuestra naturaleza el participar de la
naturaleza humana de Cristo?
F.— Contesto con algo que, pasado por mi experiencia,
me es de sublime hermosura: la consustancialidad de la
naturaleza humana de Cristo con la nuestra incluye compartir amorosamente su dolor con nuestro dolor de tal
modo que Él mismo, haciéndose con todos y cada uno de
los sufrimientos del ser humano, transforma el castigo originario del dolor y de la muerte en místico holocausto de
amor por la gloria de un Padre concelebrado por el Hijo y
el Espíritu Santo. La pasión doliente de Cristo ha sido transformada por Él mismo en celeste gloria para los seres humanos; en este sentido, el dolor humano, unido al dolor de
Cristo, es fuente de gloria celeste.
M.— ¿Puede decirse que los seres no personales son también imagen y semejanza de su Creador?
F.— Hay que distinguir entre imagen y vestigio. Las criaturas irracionales no son imagen de Dios, pero sí son vestigio divino. La Santísima Trinidad tiene que estar presente
con la unidad de su acto en su criatura manteniéndola permanentemente en su ser y en su obrar.
M.— Dios está, entonces, en un animalito, en una flor, en
un árbol.
F.— Dios está en todos los seres y todo será transformado
y adecuado a las condiciones gloriosas del cuerpo resucitado, de tal modo que los bienaventurados, efectivamente,
vean esa glorificación del universo. Todos los seres, esto
es, todos los vivientes, sean personales o impersonales, son
inmortales.
149
M.— ¿Cómo se ha explicado, históricamente, esta glorificación del universo que acabas de mencionar?
F.— San Agustín enseña que las propiedades del mundo
glorificado estarán “adaptadas” al modo de existir de los
cuerpos humanos resucitados de tal modo que el mundo
viejo perderá su figura y en ningún caso su naturaleza.
Santo Tomás apoya la glorificación del mundo en razón de
que tiene la finalidad de servir al hombre de tal modo que
el bienaventurado tendrá la visión de esta glorificación del
universo en el que el hombre habitará. No comparto ad
litteram el argumento agustiniano de la “adaptación paralela” ni el argumento tomista de la convenientia finalitatis
en orden a la glorificación final del universo.
M.— ¿Qué sentido tiene, para ti, esta glorificación?
F.— Mi místico sentir, en relación con esta glorificación
reside en que lo creado por la Santísima Trinidad no será
aniquilado y, al mismo tiempo, esta realidad creada será
desposada con la visión absoluta tenida eternamente por la
inteligencia divina. Este desposorio es la satisfacibilidad de
la transformación gloriosa del universo que, no pudiendo
ser aniquilado en virtud de la divina iustitia amoris, quedará constituido en el “nuevo cielo” y la “nueva tierra” preternaturales (Apoc 21,1) que habrán de ser la “morada de
Dios con los hombres” (v. 3); esto es, con los bienaventurados. Poseo también el místico sentir de que el instrumento
de esta transformación universal será por fuego del divino
amor que tiene por sujeto atributivo al Espíritu Santo.
M.— ¿Qué añade la resurrección de nuestro cuerpo a la
inmortalidad?
F.— Cuando se habla de inmortalidad humana, no se puede afirmar con estricta propiedad “el hombre muere”. Me
aplico a mí mismo esta sentencia: yo no soy mi cuerpo y su
muerte; mi espíritu y su gloria soy yo. Me es también cierto que algo de mi cuerpo tampoco muere.
M.— ¿Podrías decir algo de este “algo” que no muere de
nuestro cuerpo? ¿A dónde va este “algo”?
F.— Horacio, el clásico latino más moderno, decía de sí
Cuando se habla
de inmortalidad
humana, no se
puede afirmar con
estricta propiedad “el hombre
muere”. Me aplico a mí mismo
esta sentencia: yo
no soy mi cuerpo y su muerte;
mi espíritu y su
gloria soy yo.
150
mismo: Non omnis moriar multaque pars mei vitabit
libitinam [no moriré del todo pues gran parte de mí escapará a mi tumba]. El non omnis moriar horaciano es, en mi
opinión, la constante de la clave genética; en esto consiste
el algo de nuestro cuerpo que no muere. La constante de la
clave genética de nuestro cuerpo, que, asumida por nuestra
persona, constituye nuestra indivisible naturaleza, no sólo
quedará viva y glorificada, sino incluso en espera, aunque
en estado pasivo, de una forma de resurrección corporal
consistente en que la omnipotencia divina desarrolla en un
sólo instante la integridad que representa la plenitud del
cuerpo que pereció. La constante de la clave genética es
inherente a la naturaleza humana. Esta constante genética
es, objetivamente, abierta porque, de otro modo, cerrada
en sí misma, la resurrección sería imposible.
M.— ¿A qué leyes será sometido el cuerpo resucitado?
F.— Las leyes del cuerpo resucitado serán nuevas leyes
también en estado de glorificación de tal modo que suponen, con modelo en el cuerpo resucitado de Cristo, una
inmunología de carácter transcendental, inmunología consumada; esto es, con nuevas perfecciones adaptadas a la
forma gloriosa del actuar de nuestro espíritu.
M.— No existe, entonces, la muerte absoluta de nuestro
cuerpo.
F.— Si la constante de la clave genética también muriera, la
persona humana, privada de aquélla, dejaría de tener naturaleza humana en la vida eterna con la consecuencia de que
tampoco podría tener naturaleza angélica por ser el hombre y el ángel de naturaleza esencialmente diferente. No es
propio de la naturaleza angélica poseer esta constante
genética de un cuerpo biológico.
M.— ¿Qué relación existe entre el cuerpo resucitado de
Cristo y la resurrección de nuestro cuerpo?
F.— Todos los bienaventurados quedan revestidos con el
cuerpo resucitado de Cristo. Este cuerpo glorioso de Cristo está presente e indivisible, por su admirable estado espiritual, en todos y cada uno de los bienaventurados a modo
151
de la presencia corporal de Cristo en todas y cada una de
las partes de la Eucaristía. El Padre y el Espíritu Santo
también se revisten con este cuerpo glorioso de Cristo en
virtud de que el Padre es origen de la encarnación del Verbo y el Espíritu Santo, fin. Cristo se erige, de este modo,
en centro de la Santísima Trinidad y de la creación entera.
M.— ¿Tienen los bienaventurados noción del espacio y
del tiempo?
F.— Los bienaventurados quedan fuera del espacio y del
tiempo, unidos inmediatamente a las personas divinas, puesto que el espacio y el tiempo no son ni esencia ni condición
de la existencia espiritual y gloriosa del ser humano.
M.— ¿Cuál es la razón de la muerte y cuál la de la inmortalidad de los seres vivientes no personales?
F.— La muerte se debe al pecado original; la inmortalidad,
a que Dios no aniquila lo que crea. Sabemos por revelación
que todo el universo fue contaminado por el pecado adámico: de no haber sucedido este pecado, la evolución, con
origen en la creación, habría sido maravillosamente armónica sin necesidad de que se diera la muerte de los vivientes. La Sagrada Escritura afirma que Dios no hizo la
muerte ni se goza en que perezcan los vivientes. Pues Él
creó todas las cosas para la existencia (Sab 1,13ss). Si Dios
creó todas las cosas para la existencia, ¿cómo, entonces, va
a aniquilarlas retractando su acto creador? Si me refiero a
la transformación del mundo, hay que advertir que el
protoevangelio (Gn 3,15) incluye, en mi sentir, la redención de todo el universo y no sólo la del ser humano en
virtud de que el universo, contaminado por el pecado original, a que hace mención la Sagrada Escritura, espera ser
libertado de la corrupción para participar en la libertad de
la gloria de los hijos de Dios (Rom 8,18-25; cfr. 2Pe 3,13;
Act 3,21; Ap 21,1-8).
M.— ¿Piensas que, dentro del universo ingente en que vivimos, puede haber vida en otros planetas que no sean la
tierra? Entre tantos miles de galaxias, ¿no puede haber en
alguna de ellas vida inteligente?
152
Afirmo categóricamente que el
místico centro inmóvil del universo es el planeta
tierra porque en
ella se encarnó el
Verbo, en ella nos
redimió y en ella
tendrá lugar su
segunda venida.
Todo gira, por
tanto, místicamente en torno
a la tierra, escabel de los pies del
Verbo encarnado.
F.— Afirmo categóricamente que el místico centro inmóvil del universo es el planeta tierra porque en ella se encarnó el Verbo, en ella nos redimió y en ella tendrá lugar su
segunda venida. Todo gira, por tanto, místicamente en torno a la tierra, escabel de los pies del Verbo encarnado. Ni
Galileo ni los teólogos de la época tuvieron, desde el punto
de vista de la interpretación escrituraria, toda la razón. Una
cosa es la física y otra es la mística. No entro en cuestión
de si hay seres espirituales en otras galaxias; este no es
asunto que se presume, sino que se demuestra. Creo, sin
embargo, que no hay vida inteligente en otras partes del
Universo por la razón que antes he señalado.
M.— Dentro de tu sistema, ¿cuál es, para ti, la relación de
la cultura con la metafísica?
F.— Sin la metafísica es imposible la cultura. Si hacemos
un recorrido histórico al concepto de cultura, nadie está de
acuerdo en qué pueda consistir su específico. Se dan, por
esta causa, definiciones muy reductivas o demasiado vagas
o demasiado amplias. Ahora bien, el fin de la cultura es la
metafísica. La metafísica es, por tanto, la que da forma
sustantiva a la cultura.
M.— ¿Qué aporta a la cultura tu sistema metafísico y
ontológico?
F.— Abrir la inteligencia a la fe, la fe a la inteligencia; es
decir, establecer, dialécticamente, la inmediata comunicación de la abierta realidad divina con nuestra realidad humana y de nuestra abierta realidad humana con la realidad
divina. Esta comunicación, siendo por naturaleza en las
personas divinas, es por gracia en la persona humana. Tengamos presente, en este sentido, que el origen metafísico y
ontológico sólo puede ser atribuido, con título de único
principio, al Sujeto Absoluto. Esta concepción genética de
la comunicación sustituye el seudoprincipio de identidad
por un principio genético de relación en el que sus términos son congénitos: por esta causa, somos mística u ontológica congenitud de la divina o metafísica congenitud.
M.— Parece que das mucha importancia en tu sistema a la
153
congenitud. ¿Qué significado, metafísico y ontológico, tiene
la palabra “congenitud”?
F.— El término “congenitud” se refiere al abierto carácter
genético ad intra de las personas divinas entre sí por las propias personas divinas y al abierto carácter genético ad extra
de las personas divinas con la persona humana. Este abierto carácter genético es en tal forma activo que el ser humano queda constituido en místico u ontológico acto del divino o metafísico acto. Esta genética realidad singular, expresada por el término “congenitud”, rechaza toda forma de
estatismo, fenomenologismo, circunstancialismo, historicismo, esencialismo, existencialismo, y, en general, cualquier
forma que venga expresada por un universal. La ambición
por conseguir este universalismo deduccionista o induccionista, que expreso con la fórmula “todo en todo”, ha sido
una de las raíces del fracaso de los sistemas filosóficos.
M.— ¿Se incluyen en tu sistema todas las ciencias humanas?
F.— Si la Santísima Trinidad tiene la visión divina de todas
y cada una de las ciencias, éstas estarán de un modo implícito, aunque nunca absoluto, en nuestra mística visión por
ser ésta imagen y semejanza de la visión divina. Mi concepción genética de la metafísica puede dar soporte transcendental a todas las ciencias, pero éstas tienen su campo
propio, de tal modo que resultan, para mí, pequeñas ciencias que, con sus propias leyes y fenómenos, versan, sin
oponerse a Dios, sobre lo que no es Dios. Puede decirse,
por otra parte, que, a pesar de los miles de años que pasen
por estas ciencias, nunca se podrá adquirir una visión absoluta de sus objetos.
M.— Ya que has mencionado las diversas ciencias, ¿tienes
alguna definición para la lógica?
F.— Cuando es empleado el concepto “lógica” tengo que
advertir que, desde el punto de vista histórico, hay muchas
lógicas; por tanto, ¿a qué lógica nos estamos refiriendo?
Hay dos hechos fundamentales en la historia de la lógica:
la formalización del lenguaje y la matematización de la
lógica. Estos dos aspectos coinciden en que la lógica tiene
La ambición por
conseguir este
universalismo
deduccionista o
induccionista,
que expreso con
la fórmula “todo
en todo”, ha sido
una de las raíces
del fracaso de los
sistemas filosóficos.
154
Mi concepción
genética de la metafísica puede dar
soporte transcendental a todas las
ciencias, pero éstas tienen su campo propio, de tal
modo que resultan, para mí, pequeñas ciencias
que, con sus propias leyes y fenómenos, versan, sin
oponerse a Dios,
sobre lo que no
es Dios.
un origen extralógico: ya sea el lenguaje natural, ya sea el
lenguaje matemático.
M.— ¿Defiendes la lógica dentro de tu sistema?
F.— Mi respuesta es negativa si se entiende que, dentro del
campo de mi metafísica, se da la logización de la metafísica. Mi metafísica escapa a la lógica porque, por su misma
naturaleza, tiene que ser a priori y no resultado o conclusión de un axioma lógico; en este sentido, la metafísica es
extralógica.
M.— Pero el axioma tiene que ser algo lógico y no ilógico,
¿no es verdad?
F.— Mi apelación al término “lógico”, referido al axioma
[P1=P2], se refiere a un fáctico, hecho lógico, consistente en
que este axioma tiene por sí mismo cuanto debe tener: inmanente suficiencia absoluta. Esta inmanente suficiencia absoluta, marcada por la inmanente complementariedad intrínseca [=], hace posible, por su misma naturaleza activa, la
genética comunicación compenetrativa de los dos términos: [P1] con [P2]; [P2] con [P1]. Esta genética comunicabilidad compenetrativa del axioma es la forma de la inmanente suficiencia absoluta. La logicidad propia del axioma
tiene en el orden intelectual, las propiedades de la consistencia, completitud y decidibilidad. Una concepción genética de la lógica halla, por tanto, su fundamento exigitivo en
la concepción genética del principio de relación: éste es su
extralógico absoluto.
M.— ¿Qué tiene que ver este extralógico con el carácter
revelado del axioma?
F.— El excedente metafísico [P3] es un revelado stricto sensu,
Espíritu Santo, que eleva al axioma a un orden translógico
[P1=P2=P3], aportando a las propiedades del orden racional
una propiedad definitiva: la “satisfacibilidad”. Esta satisfacibilidad queda absolutamente cumplida por [P3] en tal grado que un supuesto [P4] resultaría vacío porque ya no cumpliría función alguna con el axioma [P1=P2=P3]. Este [P3]
da sobrenatural respuesta [translogicidad] a la insatisfacibilidad de la logicidad natural de [P1=P2].
155
M.— ¿No se puede aplicar la lógica a la Santísima Trinidad? La Santísima TriF.— El enunciado es preciso: la Santísima Trinidad no cabe
en ninguna lógica. Resultaría anecdótico que la Santísima
Trinidad se formalizara a sí misma transformándose, para
entretenimiento de su eternidad, en un supuesto cuerpo
lógico. Incluye, de todos modos, una propiedad lógica consistente en que el axioma, axiomaticidad, poseyendo absolutamente todos los elementos que tiene que tener, carece
en sí mismo de toda necesidad.
M.— ¿En qué consiste, entonces, esta concepción genética
de la lógica?
F.— El axioma de mi concepción genética de la metafísica
[P1=P2] contiene, por su misma naturaleza, una construcción lógica y, de ningún modo, alógica o ilógica con el
imperativo de que excluye el modus ponens, el modus tollens
y, en general, todas las fórmulas establecidas que tienen su
punto de apoyo en la ley de la identidad. La razón se debe
a que el axioma es, por su misma naturaleza, indescomponible: [P1] es todo en [P2] ; [P2] es todo en [P1] de tal modo
que, dentro de una objetividad intelectual, no puede haber
menos ni más de dos términos y, dentro de una objetividad revelada, no puede haber menos ni más de tres términos. Quiero decir, no puede haber ni más ni menos de dos
seres personales o ni más ni menos de tres seres personales
que se guardan entre sí, con simplicidad absoluta, una singularidad inmanente que excluya, al mismo tiempo, la individualidad y la pluralidad puesto que [P1=P2] o [P1=P2=P3],
siendo congénitos, constituyen única naturaleza.
M.— ¿Qué significado tiene esta singularidad inmanente?
F.— La imposibilidad de que pueda darse, dentro de mi
metafísica, la preexistencia de una realidad universal que,
en este caso, tomaría dos formas que, por su carácter abstracto, son igualmente absurdas: el esseísmo y el personeísmo. Tengo que añadir que, en la historia de la metafísica, si
se prefiere de las filosofías, el intento de establecer un universal del que las realidades particulares fueran sus partes
constituye lo que podríamos llamar la paradoja absoluta o
pura; por tanto, insoluble.
nidad no cabe en
ninguna lógica;
resultaría anecdótico que la Santísima Trinidad se
formalizara a sí
misma transformándose, para
entretenimiento
de su eternidad,
en un supuesto
cuerpo lógico.
156
M.— Tu metafísica no necesita de ninguna lógica en sentido estricto.
F.— La metafísica genética no se fundamenta en ninguna
lógica, ni requiere de ninguna lógica preestablecida para
explicarse a sí misma; en caso contrario, habría una ciencia, la lógica, que definiría a la metafísica. La lógica no es
ciencia del absoluto. No existe, por otra parte, en esta metafísica ninguna formulación lógica, sino símbolos que simplifican, como ya te he expresado, el lenguaje metafísico.
M.— ¿Requiere de un método tu metafísica?
F.— Hay numerosas interpretaciones sobre la palabra método en las que sólo coinciden la contraposición a un conjunto de reglas que aportan una conclusión racional con
las de azar, suerte o adivinación. La historia de la filosofía
ha utilizado, por otra parte, diferentes métodos. Si se entiende por método la forma de conseguir una concepción
metafísica, mi axioma metafísico —en el ámbito racional
[P1=P2]; en el ámbito revelado [P1=P2=P3]— no es conclusión o resultado, por su misma naturaleza de axioma absoluto, de una aplicación metódica. La característica fundamental de este axioma absoluto reside en que no puede ser
demostrado por ningún tipo de método; antes bien, que
este axioma explique o revele las realidades en virtud de
ser un principio absoluto.
M.— Si no puedes aplicar ningún método convencional al
axioma, ¿cómo es posible que este axioma metafísico pueda constituir todo un sistema?
F.— Mi punto de partida son las inmanentes características intrínsecas que posee este axioma metafísico para que
se explique él mismo en los dos aspectos: ad intra, lo que
es el sujeto absoluto; ad extra, lo que no es el sujeto absoluto y, al mismo tiempo, es por el propio sujeto absoluto.
Cosa muy diferente es cómo, en términos gnoseológicos,
se me ha dado. La apelación a la gnoseología histórica aporta
un resultado: numerosas teorías filosóficas que no han llegado a una convención unánime.
M.— Sabemos que no puede haber un método convencio-
157
nal o previo al axioma metafísico. ¿Puede, sin embargo,
fundarse el método en el mismo axioma?
F.— El axioma metafísico no puede ser resultado de un
método aplicado porque, en este caso, aquél sería la conclusión y el método el principio. El axioma es el que aporta los tres elementos metódicos: origen, sintaxis y réplica.
El carácter genético de [P1] arroja una proposición fundamental que consiste en que engendra a [P2]. Esta generación de [P2] por [P1] consiste en la transmisión del carácter
hereditario del ser [S] de [P1] al ser [S] de [P2] sin que pase
su [S1] a [S2] de [P2]: de pasar su [S1], [P1] habríase convertido en [P0]; esto es, quedaría convertido en el absurdo de
persona vacía. Los tres elementos metódicos no son numéricos; antes bien, constituyen una trinidad oracional. La
sintaxis de acción directa es la que elevo a lenguaje metafísico de tal modo que la acción genética del agente [P1] en
[P2], acción agente y receptiva, son inmanentes constituyendo por esta inmanencia genética único sujeto absoluto.
M.— ¿En qué consiste el elemento metódico de la sintaxis?
F.— La sintaxis metódica de mi metafísica es aquella oración de “objeto directo” que requiere de un agente, la acción de este agente y el objeto que con su acción receptiva
es el término de la acción del agente. El concepto de agente
no es lo mismo que el de sujeto: el agente necesita un término en complementariedad intrínseca que, inmanente a
él, lo hace su propio objeto; el sujeto es la unidad pura
constituida por el agente en inmanente complementariedad genética con el objeto. [P1] no es sujeto de [P2], sino
agente que hace de [P2] su objeto. [P1=P2] constituyen, finalmente, único sujeto absoluto. Si el sujeto absoluto no
fuera constituido por [P1=P2], habríamos introducido la
identidad “sujeto absoluto es sujeto absoluto”. La oración
sustantiva constituida por un sujeto y un predicado queda
excluida, metafísicamente, en los dos fueros ad intra y ad
extra de la Santísima Trinidad.
M.— ¿En qué consisten el origen y la réplica?
F.— El origen y la réplica se refieren respectivamente al
El axioma metafísico no puede
ser resultado de
un método aplicado porque, en
este caso, aquél
sería la conclusión y el método
el principio. El
axioma es el que
aporta los tres
elementos metódicos: origen, sintaxis y réplica.
158
Si nuestro ser
personal es imagen y semejanza
de las personas
divinas, también
nuestro conocer
es imagen y semejanza del conocer divino.
agente y al objeto: origen de la acción es el agente; réplica a
la acción del agente es la acción receptiva del objeto. El objeto, hemos visto, recibe todos los caracteres hereditarios
que tiene el agente; de aquí, el nombre de réplica que recibe el objeto, y el nombre de origen que recibe el agente.
M.— Pasemos al tema del conocimiento humano que ha
tratado, de un modo o de otro, la historia de la filosofía.
¿Dime en qué consiste tu concepción acerca de este importante capítulo de la filosofía?
F.— Tu pregunta requiere que te recuerde algunos datos,
ya tratados anteriormente, pero imprescindibles para entender el discurso ontológico sobre el conocimiento. Estos
datos son los siguientes: la creación de la nada por las personas divinas de la persona humana con su inteligencia; la
creación de esta persona humana con su inteligencia a imagen y semejanza de las personas divinas con la negación de
ser imagen y semejanza de otra realidad diferente que no
sean las propias personas divinas; las reducciones a cero
ontológico en la persona humana de su nada singular, de
su elemento creado y de lo que tiene de límite su imagen y
semejanza. Sin estos datos no puede darse una verdadera
teoría del conocimiento que se constituya en ciencia
epistemológica.
M.— ¿De dónde parte tu teoría del conocimiento o epistemología?
F.— La divina presencia constitutiva es, en mi sistema, la
que da forma, perdurabilidad y sentido ontológicos al conocimiento humano. Hay que tener en cuenta que el ser
humano, supuesta su creación de la nada, es constituido
por la inhabitante presencia divina del acto absoluto en ser
personal a imagen y semejanza de la Santísima Trinidad. Si
nuestro ser personal es imagen y semejanza de las personas
divinas, también nuestro conocer es imagen y semejanza
del conocer divino. Si, por otra parte, el conocer divino es
absoluta visión formante de nuestra visión en virtud de la
divina presencia constitutiva, puedo hacer el siguiente enunciado: “nuestra visión es ontológica o mística visión de la
metafísica o divina visión”.
159
M.— Pero en nosotros esta visión no es absoluta.
F.— Ni en esta vida ni en la otra. Todos sabemos por experiencia la deficiente visión que experimenta el ser humano
en orden a cualquier acto de conocimiento: esto es debido
a las limitaciones del procesamiento del acto del pensar, de
nuestros sentidos internos y de nuestros sentidos externos.
La llamada visión beatífica, propia de la otra vida, aunque
tenga reducidas a cero ontológico estas limitaciones, no es
visión absoluta porque la reducción a cero ontológico no
es aniquilación; antes bien, cese ontológico de esta actividad impediente quedando ésta en estado pasivo.
M.— ¿Cómo es posible el conocimiento del modelo y, en
general, la capacidad del conocimiento humano con relación a lo transcendente?
F.— La inmanencia y transcendencia divinas son abiertas a
nuestra inmanencia y transcendencia místicas; nuestra inmanencia y transcendencia místicas también son abiertas a la
inmanencia y transcendencia divinas por la propia inmanencia y transcendencia divinas. Es aquí donde se verifica una
forma muy específica de lo inmanente y de lo transcendente;
es decir, somos inmanencia y transcendencia místicas de la
inmanencia y transcendencia divinas. Este hecho comporta que la Santísima Trinidad sea tan inmanente como transcendente al espíritu humano; por esta causa, es posible nuestro conocimiento, aunque no absoluto, de la Santísima Trinidad. Es, por así decirlo, una visión beatífica incoativa.
Todos tenemos una visión beatífica incoativa.
M.— ¿Puedes explicar lo que quieres decir con la palabra
“incoativa”?
F.— Naciente, en semilla, mínima. No es que estamos creyendo solamente, ni estamos razonando. Somos como el
niño que nace y empieza primero a ver las cosas planas,
después las ve redondeadas. Es esa visión inicial que tenemos. Si tú me hablas de Él, es que estás viendo algo de Él y
en Él. No somos ciegos metafísicos. De hecho, mira, te
voy a poner una comparación: se habla mucho del uso o
no uso de la razón del niño. El niño tiene razón, pero no
160
Mi concepción genética de la epistemología afirma
la adecuación formativa de la inteligencia humana, incluida su limitación condicionante, por la
inteligencia divina: el conocimiento humano, en
este sentido, no es
absoluto.
tiene todavía uso de ella. Esto no es lo importante. Lo
importante es que el niño está viendo a sus padres, está
viendo los objetos, lo que le rodea. Pregunta, entonces, a
su padre o a su madre: ¿qué es esto? Ellos le responden: un
cenicero. ¿Y por qué es un cenicero? preguntará el niño en
un intercambio sucesivo de preguntas y respuestas. El niño
está practicando la fe con sus padres, de forma tal que dirá
“cenicero” porque cree que sus padres no le pueden engañar. En esa fe está viendo precisamente a sus padres y más
allá de sus padres.
M.— Por eso, es importante que los padres den a sus hijos
respuestas correctas sin nunca engañarlos.
F.— Los padres son para el niño su dios; para un perro, su
dios es el amo. Es decir, tenemos ya una visión incoativa.
Ahora, es cierto que cuando estemos en la vida eterna, la
visión beatífica de la Santísima Trinidad no puede ser metafísicamente comprehensiva porque tendríamos que ser
ellos mismos y siempre hay una distancia enorme, pero
eso es motivo de felicidad porque estamos viendo lo que
tenemos que ver, sin aspiración de ver más de lo que estamos viendo.
M.— ¿Qué añade tu teoría del conocimiento a las diversas
formulaciones que se han dado a lo largo de la historia?
F.— La historia de la teoría del conocimiento o epistemología se reduce a un frustrado intento de armonización del
ser y del conocer, dándose, según los períodos, el primado
del ser sobre el conocer o el primado del conocer sobre el
ser. Los términos “ser” y “conocer”, res et intellectus, no
sólo se oponen, dentro de la historia de la filosofía, entre sí
sin posibilidad de solución, sino, incluso, imposibilitan entre ellos paso alguno. Es la propia identidad la que impone, a modo de una curva asintótica que nunca toca a su recta, la imposibilidad de alcanzar el conocer al ser o el ser al
conocer. No puede darse, por tanto, una intelectualización
de lo real ni una reificación de la inteligencia. Esta oposición ha dado lugar, en la historia del pensamiento, a dos
teorías irreconciliables, teoría del ser y teoría del conocimiento, en virtud de que no ha podido hallarse un princi-
161
pio que forme la concordancia del ser en el conocer y del
conocer en el ser.
M.— ¿Cuál es la solución que tú propones dentro de tu
sistema de pensamiento?
F.— La única solución posible para establecer esta concordancia reside, como ya te he dicho, en la divina presencia
constitutiva. Mi concepción genética de la epistemología
afirma la adecuación formativa de la inteligencia humana,
incluida su limitación condicionante, por la inteligencia
divina: el conocimiento humano, en este sentido, no es
absoluto.
M.— ¿El conocimiento humano viene mediatizado por
Dios a modo de como lo concibe Descartes?
F.— Descartes instrumentaliza en su sistema a Dios haciendo de Él un “Dios puente” entre el sujeto y el objeto
del conocimiento. Rechazo toda aserción que propugne la
mediatización ontológica del conocimiento. No existe tal
mediatización o instrumentalización, sea Dios, sea otra realidad distinta de Dios como pueden ser los instrumentos
que potencian nuestros sentidos: microscopios, telescopios
y, en general, el auxilio que pueda desarrollar la técnica.
Este potencial proporcionado a nuestros sentidos y facultades no es tampoco mediación sino “dura condición” de
nuestro conocimiento que, aunque abierto por el infinito
al infinito, es, no obstante, finito. Mi aserto epistemológico es preciso: el conocimiento humano no procede a través
de los sentidos; antes bien, procede inmediatamente, no
sin la dura condición de los sentidos y facultades, en función de la inteligencia divina.
M.— Si el conocimiento humano procede en función de la
inteligencia divina, el error que se atribuye a nuestro conocimiento parece que haya también que atribuirlo a la
inteligencia divina.
F.— El error que se atribuye al conocimiento humano no
es infundido por la inteligencia divina; antes bien, es debido a la propia limitación existencial de la inteligencia humana. No es, por tanto, error absoluto. El error es, más
Mi aserto epistemológico es preciso: el conocimiento humano
no procede a través de los sentidos; antes bien,
procede inmediatamente, no sin la
dura condición
de los sentidos y
facultades, en
función de la inteligencia divina.
162
La inteligencia
humana es, por
tanto, de naturaleza espiritual de
tal modo que no
existe una inteligencia sensible
para conocer las
cosas sensibles e,
incluso, las estrictamente materiales.
bien, desconocimiento. El abisal de esta limitación condicionante es lo que hace afirmar al sabio el socrático “sólo
sé que no sé nada” o el agustiniano fallor ergo sum [me
equivoco, luego existo] concepción, por otra parte, de suma
importancia para la vida mística.
M.— ¿Qué piensas de la concepción zubiriana de la inteligencia sentiente? ¿Puede una inteligencia sentiente inteligir
lo propiamente espiritual?
F.— Mi sistema nada tiene que ver con Zubiri. La sede de
las facultades humanas, que para mí son la inteligencia,
voluntad y libertad, es el espíritu por ser la parte superior
de la naturaleza humana constituida de alma y cuerpo. Las
facultades humanas son, por tanto, espirituales. Todo hay
que remitirlo al acto de nuestro espíritu formado por la
divina presencia constitutiva merced a la cual aquél es místico acto absoluto del divino acto absoluto.
M.— ¿Conocemos entonces con este místico acto absoluto?
F.— Este místico acto absoluto u acto ontológico del espíritu se proyecta en nuestras facultades en tal grado que
hace que nuestra inteligencia entienda, nuestra voluntad
quiera y nuestra libertad elija. Se da, de este modo, una
intrínseca comunicabilidad inmediata de nuestro espíritu;
esto es, una comunicación que no es sin la “dura condición” de nuestras facultades. Dígase lo mismo de nuestras
facultades con relación a los sentidos internos y externos:
se da una intrínseca comunicación inmediata de nuestras
facultades que no es sin la “dura condición” de los sentidos internos y una intrínseca comunicación de los sentidos internos que no es sin la “dura condición” de los sentidos externos. La inteligencia humana es, por tanto, de naturaleza espiritual de tal modo que no existe una inteligencia sensible para conocer las cosas sensibles e, incluso, las
estrictamente materiales.
M.— Es decir, que la inteligencia humana puede conocer
lo espiritual, lo sensible, lo material.
F.— Exactamente. Nuestra inteligencia tiene dos funciones: la intuición, que es apertura de la inteligencia humana
163
a la inteligencia divina; la razón, que, siendo su primordial
sentido interno, es, a su vez, cerebración de la inteligencia.
No existen en mi teoría del conocimiento las llamadas “especies sensibles”, ni el “entendimiento agente”… Las facultades no son agentes: el único “agente” es nuestro espíritu;
por tanto, hay que hablar, ontológicamente, del carácter
espiritual de la inteligencia humana. Este carácter espiritual de nuestra inteligencia conoce inmediatamente sub ratione spiritualis las cosas sensibles e incluso las materiales.
M.— No necesitamos, de algún modo, de los sentidos externos e internos para llegar al conocimiento.
F.— Sustituyo la conocida sentencia nihil est in intellectu
quod prius non fuerit in sensu [nada hay en el entendimiento
que antes no haya pasado por los sentidos] por esta otra:
quod est in spiritu, non per sensus atque potentias, sed sub
eorum conditione et limitatione datur [lo que hay en el espíritu, aunque no sin la condición y limitación de los sentidos y potencias, no se da, sin embargo, por medio de los
sentidos y potencias]. Las facultades y sentidos son las ventanas de nuestro conocimiento, pero no bajo la razón de
conocer a través de estas ventanas la realitas mundi; antes
bien, en el sentido de la limitación que el reducido marco
de una ventana supone para nuestro conocimiento de todo
el entorno. La vista por una ventana es parcial porque no
puedes ver arriba, abajo, a derecha, a izquierda: hay que
salir del edificio para contemplar todo el exterior. Lo mismo sucede con nuestro conocer espiritual: el conocimiento
místico requiere salir de nosotros mismos para entrar en la
realitas cœli. ¡Éste es el mejor de los mundos posibles!
M.— No son entonces necesarios los sentidos. ¿Hay algún
hecho en la experiencia que delate esta no necesidad de los
sentidos e, incluso, de las facultades o potencias?
F.— En nuestro estado de viadores, los sentidos son “dura
condición”; en la vida eterna, no nos son necesarios. Se da
un hecho místico de extraordinaria importancia en algunos
éxtasis: la suspensión de sentidos y facultades en la persona que lo recibe. Este hecho es prueba de que, efectivamente,
no conocemos a través de los sentidos ni facultades. La
164
Si Dios no necesita de sentidos
para conocer lo
que Él ha creado, el ser humano, a imagen y semejanza de Dios,
conoce, no a través de los sentidos, sino inmediatamente per viam
spiritus las diversas realidades, incluidas las sensibles y las materiales.
razón se debe a que la inteligencia humana, a imagen y
semejanza de la inteligencia divina, conoce con inteligibilidad espiritual —en ningún caso, con inteligencia sentiente—
, no sólo el mundo divino, sino también el mundo creado
con sus realidades espirituales y materiales. Mi enunciado
es preciso: si Dios no necesita de sentidos para conocer lo
que Él ha creado, el ser humano, a imagen y semejanza de
Dios, conoce, no a través de los sentidos, sino inmediatamente per viam spiritus las diversas realidades, incluidas
las sensibles y las materiales.
M.— Tu insistencia en el término “imagen y semejanza”
me lleva, después de haber hablado de la lógica y de la
epistemología, a la cuestión moral. ¿Qué añade la redención de Cristo al hecho de que seamos imagen y semejanza
de las personas divinas? ¿No agota esta imagen y semejanza todo nuestro ser de tal modo que no podemos ser ya
más?
F.— En el estado viador, siempre podemos ser + de lo que
somos. Este ser + tiene el significado de las diversas
incrementaciones sobrenaturales que, en función de la gracia, recibe nuestro ser personal. Si me refiero al estado de
bienaventuranza, ser imagen y semejanza de Dios no nos
da derecho a la visión beatífica que, siendo desde su origen
una gracia, fue frustrada por el pecado original de nuestros
primeros padres. Esta visión beatífica, incluida también la
gracia santificante y las gracias actuales, nos han sido merecidas por la redención de Cristo. La forma de redención
por Cristo del ser humano, clausurando para siempre el
limbo o seol instaurado por este pecado primigenio, abrió
a la humanidad las puertas de la visión, fruición y posesión
beatíficas de las personas divinas.
M.— Esta ontología del ser + de lo que somos nos exige,
creo, una moral del “deber” ser + de lo que somos. ¿Podrías explicarnos, entonces, el fundamento de la moral en
tu sistema?
F.— El ser + de lo que somos es un derecho y un deber. Es
un derecho porque para ser + de lo que soy necesito una
gracia a la que, por los méritos universales de la redención
165
de Cristo, tengo verdadero derecho a recibirla. Es un deber: negativamente, porque no debo rechazar esa gracia;
positivamente, porque, aceptándola, estoy cumpliendo con
la forma de destino para el que he sido creado. Si hemos
sido creados a imagen y semejanza de la Santísima Trinidad, el modelo de nuestra vida moral es el amor en el que
se constituyen las tres personas divinas. Desde esta perspectiva mística u ontológica, no podemos arrojar, por naturaleza, nada perverso; antes al contrario, la perversidad
es contra natura.
M.— Estás diciendo con esto que el pecado no es conforme a nuestra naturaleza humana. ¿Qué es lo que impide
que el pecado no sea conforme a nuestra naturaleza? ¿Por
qué el hombre sigue pecando?
F.— Nuestro místico amor, siendo también imagen y semejanza del amor metafísico que entre sí se tienen las personas divinas, impide que el pecado o la perversión sea
conforme a nuestra naturaleza. Este hecho transcendente
aporta la exigencia de única predestinación positiva ordenada, refiriéndome a todos los seres humanos, a la beatitud
eterna. El Apóstol San Pablo revela la magnitud de esta
nuestra predestinación positiva: “Por cuanto que en Él nos
eligió [el Padre] antes de la constitución del mundo para
que fuésemos santos e inmaculados ante Él [Cristo] y nos
predestinó en caridad a la adopción de hijos suyos por
Jesucristo, conforme al beneplácito de su voluntad, para
alabanza de la gloria de su gracia, por la cual nos hizo
agradables a sus ojos en su Hijo muy amado” (Ef 1, 4-6).
Esta adopción filial, lejos de toda connotación jurídica, es
mística u ontológica filiación de la divina o metafísica filiación. El pecado, por último, es violación, por el ser humano, de esta predestinación positiva.
M.— ¿Qué quieres decir cuando afirmas que nuestra filiación divina está lejos de toda connotación jurídica?
F.— La adopción jurídica implica aceptar legalmente a alguien que es de alguien; sin embargo, nosotros venimos
directamente de Dios por creación. El texto paulino nos
revela, entonces, nuestra predestinación electiva antes de
Si hemos sido
creados a imagen
y semejanza de la
Santísima Trinidad, el modelo de
nuestra vida moral es el amor en
el que se constituyen las tres personas divinas. Desde esta perspectiva mística y ontológica, no podemos arrojar,
por naturaleza,
nada perverso;
antes al contrario, la perversidad es contra natura.
166
El pecado es una
violación a la predestinación positiva de tal modo
que, cometido
aquél, la persona
humana en esta
vida queda en estado incoado de
contraimagen y
contrasemejanza
de las personas
divinas. Si me
refiero al pecado
contra el Espíritu Santo, pecado
de impenitencia
final, es el estado
consumado de
contraimagen y
contrasemejanza
cuyo específico es
la elección por el
réprobo de “sí
mismo en cuanto sí mismo” con
aversión u odio
irreversibles a
Dios y su gracia.
la creación o constitución del mundo, incluyendo nuestra
mística participación de la naturaleza divina de la que antes hemos hablado. Esta predestinación, por la que el Padre
nos elige a la forma de santidad de la que Él mismo es origen, se funda en lo que la persona humana tiene de increado;
esto es, su divina presencia constitutiva que, por su misma
naturaleza, tiene que ser increada, eterna, santa, inmaculada.
M.— Si el ser humano fue creado a imagen y semejanza de
Dios, ¿cómo es posible que pueda cometer el pecado?
F.— El hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios;
por tanto, ejercía con Dios el condominio o gobierno sobre todas las criaturas: Dijo Dios: Hagamos el hombre a
imagen nuestra, según nuestra semejanza, y dominen en
los peces del mar, en las aves del cielo, en los ganados y en
todas las alimañas, y en toda sierpe que serpea sobre la
tierra (Gn 1,26). Dios creó a todos los seres vivientes …y
los llevó ante el hombre para ver cómo los llamaba y para
que cada ser viviente tuviese el nombre que el hombre le
diera (Gn 2,19). Este era el primer condominio que habría
de ejercer el hombre sobre la naturaleza: dar nombre a los
seres vivientes; entre estos, el nombre “serpiente” a una
especie de reptil de la que, en uno de sus individuos, Satanás hizo posesión. Si el hombre puso nombre a la serpiente
en el contexto del dominio que, a su semejanza, Dios les
concedió sobre la naturaleza, poseía, indudablemente, el
dominio sobre este animal. Se derivan de este condominio,
unidad del dominio “por naturaleza” divino y del dominio “por gracia” humano, tres factores: el dominio sobre el
animal llamado por el hombre “serpiente”; con este dominio, el de poder expulsar a Satanás de la serpiente a la que
había poseído; poder ejercer su dominio sobre Satanás y,
por tanto, sobre el mal, expulsándolo para siempre del paraíso. Hay que añadir que este condominio, de haber vencido nuestros protoparentes a Satanás, habría sido hereditario a sus descendientes.
M.— Pero, a pesar de que el ser humano tenía este condominio con Dios, cometió el pecado. Por eso, mi pregunta:
¿en qué consiste el pecado?
167
F.— El pecado es una violación a la predestinación positiva de tal modo que, cometido aquél, la persona humana en
esta vida queda en estado incoado de contraimagen y
contrasemejanza de las personas divinas. Si me refiero al
pecado contra el Espíritu Santo, pecado de impenitencia
final, es el estado consumado de contraimagen y contrasemejanza cuyo específico es la elección por el réprobo de
“sí mismo en cuanto sí mismo” con aversión u odio irreversibles a Dios y su gracia.
M.— ¿Cómo es posible que Adán y Eva pudieran cometer
el pecado original si habían sido creados a imagen y semejanza de la Santísima Trinidad sin faltarles ningún bien?
En otras palabras, ¿de dónde les vino la capacidad potencial de hacer el mal que, de hecho, cometieron y perder el
estado de inocencia en que nacieron?
F.— No hay respuesta positiva metafísica y ontológica:
sólo la fe, en razón de la revelación, puede admitir la existencia del pecado original. El pecado original se reduce,
por esta causa, a un hecho inmoral que, no pudiendo ser
querido ni permitido por Dios, fue, de todos modos, cometido, a pesar de Dios, por nuestros protoparentes. Yahvé
solamente se mostró espectador o testigo pasivo de la desobediencia. En el caso de que nuestros protoparentes
hubieren rechazado a Satanás, habríanse producido dos
hechos: la confirmación, transmitida a su descendencia, en
la unión de amor; el árbol de la ciencia del bien y del mal
habría sido, con el árbol de la vida, privado de su significación, quedando como los demás árboles del paraíso.
M.— ¿Podía Dios con su omnipotencia haber evitado el
pecado original, sabiendo, por otra parte, que nuestros
protoparentes lo iban a cometer?
F.— Si Dios hubiere utilizado de su omnipotencia para evitar el pecado original, habría aniquilado, al mismo tiempo,
la responsabilidad potestativa propia de la persona humana; en una palabra, lo habría degradado en un ser absolutamente irresponsable de sus actos e incluso en un ser impersonal. Dios da al hombre, a su imagen y semejanza, el dominio con Él, condominio, sobre la naturaleza, sobre los
Si Dios hubiere
utilizado de su
omnipotencia para evitar el pecado original, habría aniquilado,
al mismo tiempo,
la responsabilidad
potestativa propia de la persona
humana; en una
palabra, lo habría
degradado en un
ser absolutamente irresponsable
de sus actos e incluso en un ser
impersonal.
168
seres vivientes e incluso sobre Satanás. Este condominio
habría sido roto si Dios hubiera hecho el milagro de evitar
la presencia concitante al pecado de Satanás. Si nuestros
protoparentes hubieran ejercido su dominio sobre Satanás,
habrían adquirido el pleno dominio con Dios sobre el bien
y el mal: en Dios, condominio por naturaleza; en nuestros
protoparentes y su descendencia, condominio por gracia.
M.— ¿Qué hubiera pasado si Yahvé hubiera hecho un milagro preventivo con el fin de evitar el pecado original?
F.— Habríase negado a nuestros primeros padres el poder
ejercer su dominio sobre Satanás; por tanto, hubieran carecido de la potestad de recibir un mayor bien que les significaba la unidad de dominio con Dios. El ejercicio pleno de
este condominio, bien gratuito otorgado por Dios a Adán
y Eva y que estos frustraron con el pecado original, podía,
sin embargo, haber no sido roto por la desobediencia, si
hubiera mediado un posible milagro preventivo por Dios;
pero, entonces, algo, el pleno dominio, les habría faltado a
nuestros protoparentes creados a su imagen y semejanza.
M.— ¿Cuál es, en definitiva, la raíz del pecado original?
F.— La raíz del pecado original consistió en invertir la intención divina ad extra por la intencionalidad humana concitada por Satanás. Cristo revela este contrahecho cuando
dice a Pedro: ¡Quítate de mi vista, Satanás! (Mt 16,23). El
diablo, efectivamente, concitó a Pedro a fin de hacer desistir a Cristo de su voluntad redentora. Cristo, no sólo amonesta a Pedro, sino, además, declara el implícito de que el
hombre, con origen en el pecado original, subvierte su imagen y semejanza de Dios por la imagen y semejanza de
Satanás, en virtud de la cual el hombre resultaría, al mismo
tiempo, supuesto conciliador entre Dios y Satanás.
M.— ¿En qué consiste esta subversión de la imagen y semejanza?
F.— En el absurdo de la identidad existencial: querer ser
“Dios por seudonaturaleza” con ruptura absoluta de toda
relación. Mi concepción genética del principio de relación
prohíbe el absurdo de la identidad “Dios en cuanto Dios”.
169
Nuestros protoparentes quisieron experimentar existencialmente este absurdo. El pecado constituye, de este modo,
una “antirrelación”.
M.— El mal moral no tiene, efectivamente, fundamento ni
metafísico ni ontológico.
F.— No tiene metafísica ni ontología. El mal moral o pecado, ajeno al ser divino, es rechazado a priori por la actio
in distans de las personas divinas con el carácter absoluto
de que, no teniendo ser ni no ser, se pierde más lejos que el
vacío de ser; esto es, nunca alcanza la posibilidad genética
de ser. El pecado no es un hecho físico o metafísico: es,
simplemente, un contrahecho, inmoralidad, de la criatura
espiritual. Este contrahecho, rechazo absoluto por el Ser
Supremo, hace del ser de la criatura espiritual, cuando ésta
rompe su relación con su creador, un “ser en estado de
desecho”; esto es, el ser de la criatura espiritual degrada en
un deser con límite en un antiser. La diferencia entre virtud y pecado consiste en su límite: de la virtud, el ser; del
pecado, el antiser. El pecado subvierte el objeto de la metafísica como ciencia del ser en seudociencia del antiser.
M.— Hace un momento has dicho que el mal no es permitido ni querido por Dios, ¿te refieres sólo al mal moral?
F.— El Concilio de Trento afirma con declaración de fe
que Dios no obra el mal moral ni permisiva ni propiamente, rechazando el supuesto de que Dios, por su carácter
absoluto, obre, sin posible arrepentimiento, el mal; en este
caso, Dios sería por naturaleza pecador erigiéndose su obrar
pecaminoso en derecho divino, al paso que el hombre, por
no ser facultad suya hacer malos sus propios caminos, queda
impecable por naturaleza. Si Dios fuera permisivo, habríamos establecido una moral de la permisividad; por tanto,
la forma de comportamiento del ser humano, a imagen y
semejanza de este supuesto Dios, sería también la permisividad o indistinta licitud del bien y del mal.
M.— ¿Cómo es posible, en definitiva, que exista el mal
moral si Dios no lo permite?
F.— La pregunta no tiene respuesta positiva: el mal, no
La diferencia entre virtud y pecado consiste en su
límite: de la virtud, el ser; del pecado, el antiser. El
pecado subvierte
el objeto de la
metafísica como
ciencia del ser en
seudociencia del
antiser.
170
Si me refiero al
mal físico, tengo
de él la experiencia mística de no
ser por simple
permisión divina;
antes bien, verdadera “concesión”
sobrenatural, rubricada con mi libertad, para un
bien personal
consistente en la
unión incrementativa de amor
con el signo de la
crucifixión en mí
con Cristo para
gloria de nuestro
Padre común.
perteneciendo a la metafísica, ni a la ontología, es un contrahecho de la apertura de la finitud a la infinitud; esto es,
cierre de la finitud de la criatura espiritual en su propia
finitud por la misma finitud. Cristo confirma esta carencia
de sentido existencial del pecado citando la Escritura: Me
han odiado sin motivo (Jn 15, 25). El mal se lo permite el
hombre y a él sólo se debe.
M.— Hasta ahora has hablado del mal moral. Si hablamos
de los males físicos, ¿Dios permite o, de alguna manera,
coopera con los males físicos?
F.— Si me refiero al mal físico, tengo de él la experiencia
mística de no ser por simple permisión divina; antes bien,
verdadera “concesión” sobrenatural, rubricada con mi libertad, para un bien personal consistente en la unión
incrementativa de amor con el signo de la crucifixión en
mí con Cristo para gloria de nuestro Padre común; con la
del Padre, concelebrada por el Hijo y el Espíritu Santo, la
que por ellos me está siendo comunicada.
M.— ¿Quiere, en definitiva, Dios el mal moral y el mal
físico?
F.— Dios no quiere el mal físico y el mal moral ni per se ni
per accidens. Habríase introducido en Dios, caso de quererlo, el seudoatributo de un mal metafísico en contradicción con el atributo del bien metafísico. Que el mal físico
sea permitido per accidens por Dios para lograr un bien
moral, no viene tampoco confirmado por la común experiencia: muchas personas, pongamos por caso, se convierten, en virtud de los males físicos, en ateos. Si me refiero al
mal moral, Dios no concurre tampoco en el mal llamado
“acto físico” del mal moral porque le habría hecho cómplice esencial del pecado. Cristo desmiente expresamente
su concurso en el acto físico del pecado: Si, pues, tu mano o
tu pie te es ocasión de pecado, córtatelo y arrójalo lejos de
ti… Y si tu ojo te es ocasión de pecado, sácatelo y arrójalo
de ti; más te vale entrar en la Vida con un solo ojo que, con
los dos ojos, ser arrojado en la gehenna de fuego (Mt 18,8).
Este acto de “arrancar” y “arrojar” se hace extensivo a las
potencias del alma e, incluso, al propio ser. Si me refiero,
171
en este sentido, al “acto físico”, cualquiera que sea su connotación, el símil con el Evangelio sería: “arráncate el acto
físico y arrójalo lejos de ti”.
M.— El texto de San Pablo “donde abundó el pecado sobreabundó la gracia”, ¿no estaría significando que Dios permite el mal para que resulte un bien mayor?
F.— Resulta metafísica y ontológicamente repugnante que
Dios concurriera al acto físico del pecado humano con el
pretexto de que, cometido éste, alcanzaran un mayor bien
moral; antes al contrario, refiriéndome al pecado original,
el Génesis nos revela que fueron expulsados del paraíso
con la pérdida de los dones preternaturales y sobrenaturales. Si Dios no quiere el mal, tampoco lo permite. Los textos escriturarios nos revelan este aserto: Tú no eres, por
cierto, un Dios a quien le plazca la maldad (Sal 5,5); Dios
no hizo la muerte ni se goza en que perezcan los vivientes.
Pues Él creó todas las cosas para la existencia (Sab 1,13ss).
La permisión por Dios del mal habríalo convertido en cómplice.
M.— Dejando el pecado o el mal aparte, volvamos a la
parte positiva de la moral. Mi pregunta es la siguiente: ¿no
podemos conseguir la perfección plena en esta vida?
F.— Si te refieres a que el hombre puede por sí mismo
conseguir la perfección, he de responderte que nunca puede conseguirla ni en esta vida ni en la otra: sólo la gracia
divina concede al justo la perfección o santificación que,
conforme a los sobrenaturales méritos hechos en esta vida,
le es otorgada en la vida eterna. Cristo nos revela el imperativo de la perfección: sed perfectos como vuestro Padre
celestial es perfecto (Mt 5,48). Si Cristo nos da este divino
mandato, también nos otorga la inherente gracia para alcanzar esta mística u ontológica perfección: sólo la Santísima
Trinidad es la perfección metafísica o absoluta. Mi enunciado es preciso: nuestra perfección es mística u ontológica
perfección de la divina o metafísica perfección.
M.— ¿Por qué Cristo remite la perfección al Padre?
F.— El Padre, por ser origen de la Santísima Trinidad, es el
172
Tengo la certeza
de alcanzar inmediatamente, vencida la muerte, mi
celeste morada.
Invito a todos los
seres humanos a
creer que todos
hemos sido por
gracia divina predestinados a la
posesión beatífica. La violación
por impenitencia
final de esta gracia definitiva convierte al ser humano, por propia
voluntad, en réprobo.
modelo de la perfección con la cual nos es infundida, místicamente, la divina conciencia filial de Cristo. La Santísima Trinidad nos ha creado, entonces, para, sellados satisfactoriamente en Ella, por Ella y para Ella, habitar la celeste morada que Cristo, elevando a sus méritos nuestros méritos, nos tiene preparada. Nuestros méritos son, en razón
de Cristo, místicos méritos de sus divinos méritos.
M.— ¿Tienes experiencia de que irás a esta morada en la
otra vida?
F.— Tengo la certeza de alcanzar inmediatamente, vencida
la muerte, mi celeste morada. Invito a todos los seres humanos a creer que todos hemos sido por gracia divina predestinados a la posesión beatífica. La violación por impenitencia final de esta gracia definitiva convierte al ser humano, por propia voluntad, en réprobo. ¡No puedes imaginarte
con cuánto desespero espero alcanzar esta divina morada
en tal grado que mi vida moral creo que ha estado siempre
regida por la ardiente aspiración a la más viva teneritas
amoris con las personas divinas!
M.— El propósito de tu vida es que los seres humanos que
encuentras a tu paso puedan disfrutar de esa dicha?
F.— Sí, y que, en todos y cada uno de ellos, esta morada
sea mucho mayor que la mía. Aspiro a que todos alcancen
las más altas moradas y que el Padre me reserve a mí la más
humilde de todas las moradas que pueda haber en la vida
eterna. Eso sí, ardientemente le pido y sigo pidiendo no
pasar ni una millonésima de segundo por el purgatorio e,
incluso, tenerle a Él más cariño que todos los santos y
ángeles juntos.
M.— Lo propio del ser humano es, por tanto, la posesión
beatífica en la vida eterna.
F.— Exactamente. El ser humano, sin este estado de bienaventuranza final, no tendría razón de ser, puesto que, no
siendo creado a imagen y semejanza del seol o del purgatorio o del infierno, la negación del estado beatífico habría
destruido el don amantísimo con el que la Santísima Trinidad lo creó; esto es, la predestinación positiva a la eterna
173
bienaventuranza cuya violación por el pecado original fue
subsanada por la redención de Cristo. Este hecho nos es
revelado en las Sagradas Escrituras con las siguientes palabras: “Tanto amó Dios [el Padre] al mundo que le entregó
a su Hijo unigénito, a fin de que todo el que crea en Él no
perezca, sino que tenga vida eterna, pues Dios no envió a
su Hijo al mundo para condenarlo, sino para salvarlo por
medio de Él [Cristo]” (Jn 3, 14 ss).
M.— ¿No existe entonces el limbo para los no bautizados?
F.— El limbo o seol, en el que tendría que haber, caso de
admitirlo absurdamente, miles de millones de seres humanos no bautizados desde el origen de la humanidad hasta
hoy, fue clausurado para siempre por el hecho mismo de la
redención de Cristo.
M.— ¿Por tanto, los niños que no han sido bautizados y
mueren sin el bautismo no van al limbo como algunos
creen?
F.— El Magisterio de la Iglesia y la más auténtica teología
católica no ha tenido nunca al limbo como dogma y han
establecido como opinión teológica, en orden a suplir de
algún modo este bautismo de agua que les fue imposible
recibir, el bautismo de sangre y el bautismo de deseo. Estos dos bautismos se restringen, a mi modo de ver, a casos
más bien limitados. Mi fe cristiana y católica me dicta que
estos niños van a la vida eterna. El Instituto celebra, desde
el principio, un rito religioso de mediación, coincidiendo
con la festividad del 28 de diciembre, día de los Santos
Inocentes, en el que dedica su oración intercesora por la
humanidad a todos los niños que han muerto en virtud de
que, aunque no hayan recibido el bautismo, son inocentes.
Tengo que subrayar que la súplica de intercesión es, de un
modo especial, a los niños que han sido voluntariamente
abortados, porque, además de inocentes, son mártires mediadores de la humanidad.
M.— Creo haberte entendido que no es orar por ellos para
que se salven, sino pedir su mediación por nosotros.
F.— Exactamente. Los niños son, por su mismo estado de
El limbo o seol,
en el que tendría
que haber, caso
de admitirlo absurdamente, miles de millones de
seres humanos no
bautizados desde
el origen de la
humanidad hasta hoy, fue clausurado para siempre por el hecho
mismo de la redención de Cristo.
174
inocencia, ajenos a todo sufragio. Esta inocencia es declarada por Cristo cuando afirma: “Tomando un niño, le puso
en medio de ellos, le estrechó entre sus brazos y les dijo:
‘El que reciba a un niño como éste en mi nombre a mí me
recibe’” (Mc 9,36). Y seguidamente continúa diciendo a
los Apóstoles: “Guardaos de despreciar a uno de estos pequeños; porque yo os digo que sus ángeles, en los cielos,
ven continuamente el rostro de mi Padre que está en los
cielos” (Mt 18, 5-10). Los ángeles tienen recibida, en este
sentido, misión de Cristo de hacer suya la visión beatífica
que algún día poseerán los niños. Cristo dice, por esta causa, que si no nos hacemos niños, no entraremos en el Reino de los Cielos; luego, los niños entran en el Reino de los
Cielos (Cf. Mt 18,3). Este es el indubitable místico motivo
de inexistencia de un supuesto limbo.
M.— Sin embargo, entre los cristianos comúnmente, se
afirma que “sin el bautismo nadie puede entrar en la vida
eterna”.
F.— Todos los inocentes que mueren sin el bautismo de
agua reciben directamente de Cristo este bautismo: Christus
supplet quod non potest Ecclesia. Mi opinión está teológicamente implícita en las palabras de Cristo a la samaritana:
“el agua que yo le daré se convertirá en su interior en un
manantial de agua que brota para vida eterna” (Jn 4,14). El
cuerpo resucitado de Cristo es la fuente primigenia de donde mana este agua glorificada con la que Él mismo bautiza
en el acto mismo de la muerte a todos los que no pudieron
recibir en esta vida el bautismo sacramental. Los posibles
justos que no han podido ser bautizados, dentro de la Iglesia militante, con el bautismo reciben, por tanto, la celeste
agua viva que, brotando del seno de Cristo, Él mismo dice
de quien la bebe que “no tendrá sed jamás” (Ibid.). El bautizado se convierte, de este modo, en mística fuente de la
divina fuente.
M.— ¿Puede decirse que este bautismo de Cristo es verdadero sacramento?
F.— El bautismo administrado directamente por Cristo
es, por su misma naturaleza, verdadero sacramento perte-
175
neciendo, al mismo tiempo, al régimen ordinario de la redención, por ser Cristo el Sumo Sacerdote eterno de todos
los sacramentos. Este bautismo no es, por tanto, extrasacramental; antes bien, sacramental per viam propriae potestatis Christi. Todos los justos entran en la vida eterna revestidos con el sacerdocio regio propio del bautismo. El
carácter universal de la redención lleva consigo esta forma
de bautismo in persona Christi: Christus supplet quod non
potest Ecclesia.
M.— ¿Cómo defines la sociología y qué significado tiene
para ti el concepto de sociedad?
F.— Tengo el concepto de “sociología transcendental” consistente en que los seres humanos formamos, dada la divina presencia constitutiva, una mística personalidad de la
divina personalidad constituida por las tres personas divinas. El origen, principio y fin de la sociedad es, por tanto,
la Santísima Trinidad.
M.— ¿Qué quieres decir con el término “mística personalidad”?
F.— La forma de unidad mística constituida por las personas humanas en virtud de la divina presencia constitutiva.
El cuerpo místico de Cristo es la suprema expresión de
esta mística personalidad, puesto que representa una sociedad que nos lleva a la vida mística. Cristo, cabeza del
cuerpo místico, nos une en tal grado a Él que formamos
una mística consustancialidad de la consustancialidad divina. La sociología transcendental aparece como ciencia que
estudia la “forma de unidad” de los seres humanos con
Dios y entre sí. El formante de esta unidad es la Santísima
Trinidad con los siguientes específicos: el Padre como sujeto atributivo de la creación, Cristo como sujeto atributivo de la redención, el Espíritu Santo como sujeto atributivo de la santificación.
M.— ¿Y cuál es tu definición de la sociedad?
F.— La sociedad es para mí el Cuerpo Místico de Cristo
en estado viador o de peregrinación. Todos los seres humanos, por razón de la redención universal, son miembros
La sociología
transcendental
aparece como
ciencia que estudia la “forma
de unidad” de los
seres humanos
con Dios y entre sí.
176
potenciales o actuales de este Cuerpo Místico de Cristo,
de forma tal que toda la sociedad humana es, hablando con
toda propiedad, Cuerpo Místico de Cristo. El modelo ideal
de esta sociedad humana, propuesto por el mismo Cristo,
es la comunidad de las personas divinas entre sí. La sociedad humana es, en este sentido, mística comunidad de la
divina comunidad. Esta unidad establecida por la comunidad de las tres personas divinas es la única que puede formar la unidad establecida por la comunidad de las personas
humanas entre sí. Cristo, revelándonos este místico hecho,
suplica al Padre su consumación: “Que todos sean uno como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno
en nosotros… como nosotros somos uno” (Jn 17, 21s).
M.— Pero si la sociedad es Cuerpo Místico de Cristo,
¿cómo explicas las atrocidades que pasan en este mundo:
terremotos, inundaciones, genocidios…?
F.— Yo sólo te puedo decir que son tantos los males físicos, sicológicos, los prejuicios culturales y religiosos que
parece que todos abogan por una especie de legítima defensa de sus valores. Objetivamente, decimos: terrible, aborrecible, no tiene explicación; pero qué sabemos nosotros,
o cómo podemos juzgar el estado interior que sólo Dios
conoce, de todos los atenuantes que hay. El salvajismo queda, incluso, justificado por la invencible ignorancia y
primitivismo culturales.
M.— ¿Tienes también una concepción, con fundamento
en tu metafísica, acerca de la historia humana?
F.— La divina presencia constitutiva es el fundamento ontológico de la historia que escribe, durante su estancia en
este mundo, la persona humana en los dos aspectos, intelectual y transintelectual, de su relación con Dios y con los
demás seres humanos. Esta divina presencia constitutiva es
la constante que, construyendo la vida histórica, da forma
al origen y fin de los acontecimientos que, a través del
tiempo, son verificados por Dios y el hombre. El hombre
excede, de este modo, a toda filosofía de la historia: se debe
a que no existe una inmortalidad aplicada a la historia. Esta
inmortalidad es sólo aplicable al ser humano.
177
M.— Afirma María Zambrano que “en el éxtasis se encuentra la libertad de la historia y sus sucesos”.
F.— La historia y sus sucesos no tienen en sí mismos libertad: son producto del buen o del mal hacer de la libertad
del ser humano. El éxtasis tiene la virtud de liberarnos precisamente, aunque sea por un instante, no sólo de la historia
y de sus hechos, sino, incluso, de nosotros mismos. ¡Qué
lejos queda en estas maravillosas horas, cuando se da con
toda la fuerza de su autenticidad, todo lo que va marcado
por el tiempo!
M.— ¿Cuál es para ti la clave de la filosofía de la historia?
F.— La divina alianza establecida con el ser humano es la
clave de una filosofía de la historia en la que queda afirmada, con título de constante, la más alta dignidad que el
hombre posee por Dios otorgada en virtud de haber sido
creado a su imagen y semejanza. Débese esta mística dignidad de la divina dignidad al ejercicio de la potestad que
las personas divinas le han concedido al hombre para que
éste dé sentido transcendente, sobrenatural, a la historia:
en este sentido, la historia, convertida en “transhistoria”,
es, a su vez, una “transfilosofía” de la historia que tiene
origen y fin divinos. La negación de esta alianza justifica,
absurdamente, el naturalismo y el materialismo del vivir
humano y, en general, de la concepción del mundo.
M.— ¿Cuáles son los períodos en que divides esta filosofía
de la historia?
F.— La Encarnación del Verbo se revela centro de mi concepción filosófica de la historia en tal grado que el corpus
historicum queda dividido en tres períodos generales: desde la creación hasta el pecado original; desde el pecado
original hasta el advenimiento de Cristo; desde el advenimiento de Cristo hasta el fin del mundo. Estos tres períodos históricos son testamentarios. La filosofía de la historia es también de carácter testamentario con sus sujetos
atributivos: el Padre, de la creación; el Hijo, de la redención; el Espíritu Santo, de la santificación. Si hago epojé
del período anterior al pecado original donde reinaba la
armonía cósmica y humana sin elemento caótico alguno,
178
Hay que remitirse al pecado original, cometido
en el origen de la
historia, para explicar el carácter
apocalíptico de un
vivir humano en
el que, imponiéndose una voluntad de poder de
unos sobre otros,
la confrontación
es un estado continuo de tragedia
con el resultado
de su perdurabilidad hasta el fin
de los tiempos:
esta voluntad de
poder es el agente perturbador de
la historia.
esta concepción mística de la filosofía de la historia se caracteriza por la tragedia de una lucha continua contra el
caos personal y cósmico propiciada por la falta de dominio
del hombre con relación a sí y al universo. Esta lucha tiene
plena actualidad en el sentido de que los pueblos se afanan
en establecer sucesivas alianzas de todo orden que presentan la característica de ser más internacionalizadas con el
fin de establecer una convivencia lo más pacífica y saludable posible.
M.— ¿Por qué la historia humana se caracteriza, de un
modo sobresaliente, por las luchas de unos pueblos contra
otros?
F.— No es posible hacer una síntesis pura del comportamiento de los pueblos puesto que existe un estado de confrontación permanente entre las diferentes etnias humanas. Este estado de confrontación se debe a la entrada de
un mal por el que, bajo la razón de un supuesto bien, los
diferentes pueblos se enfrentan por diversas razones: políticas, sociales, religiosas…
M.— Este estado de confrontación me obliga a preguntarte si es esta la visión que pueda corresponder con la visión
de la historia que tiene la inteligencia divina.
F.— La respuesta es absolutamente negativa porque, de
otro modo, habríamos introducido una “visión estrábica”
en Dios. Esta supuesta “mala visión” por desviación lleva
a la consecuencia de un Deus malus con exclusión absoluta
de un Deus bonus: en este sentido, las luchas ideadas por el
ser humano se corresponderían, absurdamente, con el ejemplar de este supuesto Deus malus resultando la existencia
de un mal absoluto a título de un Universal del que emergería un homo malus y sus relaciones con su Deus malus.
M.— ¿Qué es lo que suscita, sobre todo, este estado de
confrontación de los seres humanos entre sí?
F.— Hay que remitirse al pecado original, cometido en el
origen de la historia, para explicar el carácter apocalíptico
de un vivir humano en el que, imponiéndose una voluntad
de poder de unos sobre otros, la confrontación es un esta-
179
do continuo de tragedia con el resultado de su perdurabilidad hasta el fin de los tiempos: esta voluntad de poder es el
agente perturbador de la historia.
M.— ¿Hacia dónde se dirige realmente la historia humana? ¿Hay redención posible, si es lícito decir esta palabra,
de la historia?
F.— La redención del hombre por Cristo es también redención de la historia en tal grado que transforma el trágico
vivir humano en una salvación de la historia en la que el
lírico vivir puro, no siendo posible en este mundo, halla su
plenitud perdurable en la vida eterna. Cristo con su encarnación, haciendo consustancial su humanidad con nuestra
humanidad, hace también que su historia sea, excepción
hecha del pecado histórico, consustancial con la historia
humana. Esta consustancialidad tiene el imperativo de dos
hechos: la revelación por juicio final al ser humano de todo
el acontecer de la historia; la transformación por vía del
amor de todo el mal padecido por los justos en mérito para
su gloria y condenación, al mismo tiempo, por demérito,
del impío.
M.— ¿Tienes, entonces, un concepto místico de la historia?
F.— Mi concepción mística de la historia consiste en la
alianza permanentemente renovada de la Santísima Trinidad con el hombre y con el universo que será consumada,
teniendo a Cristo por centro, en el último día. Este último
día será el final de una historia que tuvo su origen en la
creación. El Apocalipsis es la obra cumbre en la que Cristo
revela por medio de San Juan que la filosofía de la historia
consiste en que la tragedia, experimentada por el ser humano y con él por todo el universo, tendrá el signo de la
victoria final del justo; con esta victoria, la mística unión
del mundo celeste con el mundo terrestre. El método de
esta obra es preciso: la profecía.
El Apocalipsis es
la obra cumbre
en la que Cristo
revela por medio
de San Juan que
la filosofía de la
historia consiste
en que la tragedia, experimentada por el ser humano y con él por
todo el universo,
tendrá el signo de
la victoria final
del justo; con esta
victoria, la mística unión del
mundo celeste
con el mundo terrestre. El método de esta obra
es preciso: la profecía.
EPÍLOGO
183
M.— A lo largo de este dialogar contigo, he podido apreciar que eres un humanista y, sea a través de la poesía, de la
pintura, de la música o del pensamiento, quieres entregar
lo mejor a los que te rodean.
F.— Soy un enamorado de todas las artes; sobre todo, de
la inteligencia creadora de los seres humanos. Al referirte a
la música, tengo, desde muy joven, los primeros cursos de
solfeo y, como ya te dije, llegué a escribir un avemaría
coral que fue cantada en una misa solemne por unos doscientos cantores, dirigidos por el profesor de música. Este
músico me sugirió que siguiera componiendo; de todos
modos, aquella avemaría fue destruida por mí porque no
me parecía digna de mi Madre divina. Puedo añadir, no sé
si historia o leyenda, la causa de esta ingenua destrucción:
sentado ante el órgano de un coro solitario, un ángel tocó,
sin que se moviera el teclado, este avemaría que, transformada en inefable himno celeste, me suena todavía en el
alma. ¡Qué diferente la música de este mundo a la celestial
sinfonía de los bienaventurados!
M.— Te pareces, en este sentido, mucho a Bécquer recordando una de sus leyendas religiosas, “El miserere”, donde relata el artista su propio éxtasis ante la música divina y
su incapacidad de poderla pasar a la escala musical. Tu vida
ha sido y sigue siendo soñar, pensar, enseñar. ¿Quién es el
verdadero Fernando Rielo, el que como poeta místico canta su experiencia con Dios o el que como maestro enseña
los pasos hacia esa experiencia?
F.— Hago las dos cosas. Me gusta enseñar, a quienes lo
Soy un enamorado de todas las
artes; sobre todo,
de la inteligencia
creadora de los
seres humanos.
184
requieren, lo que tiene de celeste la vida; en una palabra, el
bien que, de muchos modos, ansía la persona humana. Me
gusta, de todas formas, mi desprendimiento absoluto de
este mundo y, aunque estoy en este mundo, no soy de este
mundo ni para este mundo. Vuelvo a repetir lo que te dije
al principio: no he podido encontrar, hablando en términos humanos, el hábitat por el que me pueda sentir a gusto
en este mundo. Creo que esta carencia es una realidad universal en lo que se refiere, sobre todo, a la persona humana. Subrayo todavía que en la introspección de mí mismo
me siento un enigma. No me atrevo a decirte sentirme un
misterio porque, quizás, fuera demasiado petulante. Sí,
puedo afirmarte, en términos categóricos, que en esta interioridad hallo la cúpula de mi caverna, remedando el mito
platónico, con abierta ventana que se pierde en luz infinita.
La fórmula filosófica consiste en el enunciado con el que
me defino a mí mismo: yo soy algo más, mucho más, que
yo mismo en virtud de que soy definido por la Santísima
Trinidad.
M.— Has escrito un libro importante sobre el Quijote.
¿Cómo interpretarías la primera frase de la obra cervantina:
“En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero
acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de
los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo
corredor”. ¿Por qué “de cuyo nombre no quiero acordarme…”?
F.— Esto es muy español; incluso, presente español. El
español, sobre todo el castellano, con toda probabilidad,
es quien no quiere acordarse del lugar de donde ha salido
para vivir una forma de nomadismo, o más bien universalismo, para adquisición de nuevos valores. El emblemático
español es “ir a” y “venir de”: el español es, en este sentido, más que parmenideo, heracliteo. ¿Quién quiere acordarse del lugar que dejó cuando le sobreviene una forma
de muerte que transciende a la muerte física? Aquel español que no lo es se le llama “lugareño”. Creo que no hay
muerto que viviendo ya en espíritu, en su estado bienaventurado, quiera volver a este mundo; desde luego, al pueblo
donde se conserve, posiblemente, su sepulcro. Si Cervantes
185
lo restringe a un lugar de la Mancha, este lugar de la Mancha lo universaliza con sus andanzas de tal modo que lo
mismo habría dicho de cualquier otro lugar; es decir, “no
quiero acordarme de un lugar del cual no soy porque soy
otra cosa”. El nomadismo quijotológico al que me refiero
es uno de los altos valores místicos que no consisten en un
elemento formal, sino verdaderamente transcendente. Este
no querer acordarse Cervantes del lugar es mirada a un
porvenir afirmativo de un destino que, para alcanzarlo, hay
que recorrer y anunciar al mundo el recto honor de la vida.
Ese trueque que hace, por otra parte, Cervantes de la Cueva de Montesinos, describiendo D. Quijote a Sancho lo
que ha visto, revela la más pura, exquisita y elevadísima
experiencia mística: el éxtasis en grado sumo.
M.— ¿Por eso, ya no tiene peso? ¿Es únicamente alma?
F.— El espíritu es lo representado por D. Quijote que,
antes de ser escrito, viene de un “quijote hablado” que se
fue formando en una tradición mística en la que no deja de
introducir la picaresca representada por la decadencia de
los libros de caballería. Esta es la razón por la que afirmo,
en mi libro Teoría del Quijote, que el Quijote consiste en
el “paso de la mística a la novela”.
M.— Si pudieras encontrarte con Sancho, ¿qué te gustaría
hacer?
F.— Con Sancho yo me tomaría unas buenas gachas en el
mesón de Puerto Lápice. Observa que, muerto cristianamente D. Quijote, salido de su feliz locura que representa
para mí nuevo encantamiento, la figura de Sancho desaparece.
M.— ¿Por qué no has publicado tu obra metafísica y sí tu
obra poética?
F.— He publicado algunas cosas sobre mi metafísica, pero
la codificación es un proceso mucho más lento de maduración. Quiero que quede perfectamente hecho el examen
crítico de las demás filosofías y después la perfecta sistematización, que ya está muy avanzada, y entonces… consumar todo esto.
Con Sancho yo
me tomaría unas
buenas gachas en
el mesón de Puerto Lápice.
186
No puedo aceptar ante mi conciencia el ejercicio de ser crítico
de mí mismo. Está demasiado enfermiza el alma
humana —entre
ellas, por supuesto, la mía— para
poder emitir un
juicio de sí misma que sea justo.
Dejo este asunto
a la mejor inteligencia del prójimo y, sobre todo, lo dejo depositado en el tribunal académico de
Dios.
M.— Si tuvieras que dar una forma geométrica a tu obra,
¿cuál sería?
F.— La inmensidad sin contorno alguno.
M.— ¿Podrías dar una visión personal de tu obra? ¿En qué
consiste tu aporte literario y metafísico?
F.— No puedo aceptar ante mi conciencia el ejercicio de
ser crítico de mí mismo. Está demasiado enfermiza el alma
humana —entre ellas, por supuesto, la mía— para poder
emitir un juicio de sí misma que sea justo. Dejo este asunto
a la mejor inteligencia del prójimo y, sobre todo, lo dejo
depositado en el tribunal académico de Dios. Si me refiero
al campo literario, intento expresar, desde lo más íntimo
de mis sentimientos, el carácter místico de una poesía en la
que se revele por definición el estado de búsqueda más
honda de un ser humano que tiene, cuando menos, sospecha de su inmortalidad. Si me refiero al aporte metafísico,
consiste en una nueva definición de la metafísica que es la
concepción genética, a nivel de ser, del principio de relación. Te remito al punto de partida de mi concepto de
ser +, ese momento teofánico que tuve con Él y que conservo grabado con la intensidad del primer día.
M.— El Padre Celeste está en el origen de tu vida y tu
obra.
F.— Está en Él mismo. Él está en el centro mismo de mi
espíritu que se me escapa. Si Parménides invoca a la diosa
de la verdad, ¿por qué yo, siendo cristiano, no puedo afirmar que mi Padre Celeste me ha revelado, en visión, el
punto de partida de la suma verdad del ser? El poema de
Parménides canta que su autor emprendió un camino intelectual para visitar a la diosa de la verdad. A su vuelta, vio
que la verdad era “el ser es y el no ser no es”. Mi crítica a
Parménides se reduce a su ambigüedad sobre el concepto
“verdad”. Yo le hubiera dicho: “si tú, Parménides, has ido
en búsqueda de la verdad y manifiestas que la has encontrado, no debes afirmar que la verdad es ‘el ser es y el no
ser no es’, sino ‘la verdad es una diosa’ ”.
M.— Lo que se desprende de toda esta conversación, Un
187
diálogo a tres voces, que es el título de nuestro libro, es una
constante comunicación íntima con Dios.
F.— Me falta aún la plenitud del divino tacto metafísico,
ontológico, vital, para poder decir que acaricio, inmediatamente, a las tres personas divinas. Esto es para mí de necesidad absoluta. No requiero, sin embargo, las caricias,
diríamos, de los seres humanos.
M.— Ves a Cristo en el marinero y a los ángeles en las
gaviotas; tu poesía es una visión de lo que será el eterno
dialogar con Cristo y con los ángeles.
F.— Poseo cierta visión de ellos; ésta es una visión de su
esplendor, y, sobre todo, del esplendor de Dios. ¡Cuánto
tengo contemplado el cielo entero en los hechos incluso
más pequeños de esta vida! Mi diálogo con lo celeste es
voz traspasada por el deseo del amor divino.
M.— Una voz sin sonido dentro del silencio.
F.— No es voz física; antes bien, silencio puro. Este silencio es, aunque parezca una paradoja, más que sonoro, como
diría San Juan de la Cruz, una sinfonía interminable. Me
suena también, desde mi niñez, la naturaleza. Esta noche
que estoy hablando contigo, Marie-Lise, oigo, en mi interioridad, el celeste trino de multitud de aves: son sus almas
que alaban en su preternatural paraíso a su divino dueño.
M.— ¿Te sientes portavoz de su propia voz?
F.— Sí. Yo soy mutatis mutandis mística voz de la divina
voz.
M.— Si pudieras entablar una conversación con una figura
del pasado o del presente, ¿con quién te gustaría hablar?
F.— Si me refiero al pasado, con Beethoven acerca del coro
de su Novena Sinfonía sobre la cual he dado muchas conferencias espirituales. Si me refiero al presente, me gusta
hablar con todos los seres humanos; sobre todo, los que
están cerca de mí. Mi dilección es, más bien, escuchar su
voz con el fin de, compartiendo sus penas y alegrías, elevarlos al más puro sentir divino.
188
Mi hablar con
Cristo no es un
“si pudiera”: es
un hecho. Mi respuesta es siempre
la misma: “llévame ahora mismo
contigo”.
M.— Y ¿si pudieras hablar con Cristo?
F.— Mi hablar con Cristo no es un “si pudiera”: es un
hecho. Mi respuesta es siempre la misma: “llévame ahora
mismo contigo”.
M.— Me hubiera gustado que esta conversación contigo,
que ha dado lugar a este libro, no llegara nunca al momento de la despedida. Gracias, Fernando, por haberme permitido indagar en lo recóndito de tu alma recogiendo palabra por palabra tu experiencia de este mundo y tu visión
del otro.
SELECCIÓN BIOBIBLIOGRÁFICA
FERNANDO RIELO PARDAL (Madrid, 28 de agosto de 1923).—
Le sorprende la Guerra Civil en su ciudad natal, teniendo que interrumpir
temporalmente sus estudios, que reemprende en el Instituto San Isidro, de
Madrid, terminados los cuales gana oposición al Estado, que ejercerá brevemente para estudiar la carrera eclesiástica. Se traslada después a Tenerife,
donde funda en el año 1959 un Instituto religioso católico de carácter universitario que se extiende actualmente a 18 naciones. Años más tarde funda
la Escuela Idente, que, como Instituto Superior de Ciencias y Letras, tiene
establecidos convenios con diversas universidades extranjeras. Crea, además, la Fundación cultural que lleva su nombre, que ya se irradia internacionalmente por medio de su Premio Mundial de Poesía Mística, el Premio
Estanislao Polonus, la publicación de la revista plurilingüe Equivalencias, y
la creación del Aula de Cultura en la que se celebran ciclos anuales de Filosofía, Literatura, Pedagogía y Música con la colaboración de diversas universidades y centros de cultura e investigación.
Sus meditaciones metafísicas, teológicas y, en general, sobre filosofía
de la ciencia, responden a su concepción genética del Ser de la Vida y de la
Historia. Su pensamiento filosófico con su Concepción genética de la metafísica se halla difundido actualmente en numerosas conferencias dadas en
universidades españolas y extranjeras y otras instituciones culturales.
BIBLIOGRAFÍA
Poesía
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Llanto azul, Ornigraf, Madrid, 1978.
Pasión y muerte, Ornigraf, Madrid, 1979.
Dios y árbol, Ornigraf, Madrid, 1980.
Noche clara, Ornigraf, Madrid, 1980.
Transfiguración, F.F.R., Constantina (Sevilla), 1988.
190
Balcón a la bahía, F.F.R., Constantina (Sevilla), 1989.
Dolor entre cristales, F.F.R., Constantina (Sevilla), 1990.
En las vírgenes sombras, F.F.R., Constantina (Sevilla), 1994.
Los hijos del encuentro, F.F.R., Constantina (Sevilla), 1999.
Ensayo
Teoría del Quijote. Su mística hispánica, Porrúa , Madrid, 1982.
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Skyblue Weeping / Llanto Azul (edición bilingüe por David G. Murray),
Exposition Press, 1980.
Et Diktantologi (antología en noruego por Justo Jorge Padrón), Prometeo, Valencia, 1982.
Urval Av Dikter (antología en sueco por Justo Jorge Padrón), Prometeo,
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Dieu et Arbre (antología en francés por Claude Couffon), Caractères,
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Theory of Don Quixote. Its Hispanic Mysticism (traducción al inglés por
Zelda I. Brooks), Senda Nueva de Ediciones, New York, 1988.
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Filosofía
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“Concepción genética de lo que no es el sujeto absoluto y fundamento
metafísico de la ética”, Madrid. En Raíces y valores históricos del pensamiento español, Madrid, 1989, F.F.R., Constantina (Sevilla), 1990.
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191
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Constantina (Sevilla), 1990.
ALDO R. FORÉS, La poesía Mística de Fernando Rielo, Senda Nueva de
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