Ataque al corazón del Imperio Gustavo Bueno 1. La práctica totalidad de los comentaristas de los sucesos ocurridos el día 11 de septiembre de 2001 en Nueva York y Washington los interpretó, sobre la marcha, como un ataque al corazón del Imperio de los Estados Unidos. Algunos precisaban más: como el primer ataque recibido en el interior de su territorio, no en el Viet Nam o en el Golfo Pérsico. Las comparaciones con Pearl Harbour han sido repetidas una y otra vez. Las palabras caos, apocalipsis y otras de ese calibre suelen utilizarse por muchos testigos y periodistas en el momento de describir el derrumbamiento de las Torres Gemelas. La reacción de Estados Unidos y de sus aliados ha sido también la reacción propia de una respuesta bélica: lo más llamativo ha sido acaso la intervención de los cazas para derribar aviones de pasajeros que habían sido secuestrados, pasando por alto la consideración de las vidas de los viajeros civiles. 2. Que el objeto del ataque es el «corazón» del Imperio –un corazón que se extiende desde el Pentágono hasta Wall Street– parece evidente, si tenemos en cuenta la naturaleza de los objetivos alcanzados o buscados: el Pentágono, las Torres Gemelas y acaso el Capitolio o Camp David. Pero en ningún caso, y pese a la espectacularidad del ataque, y a la potente logística que él implica, no parece que pueda considerarse como el detonador inicial de una tercera guerra mundial. El procedimiento del ataque, su táctica, es acaso lo más asombroso y nuevo. Es un procedimiento que deriva, sin duda, de los coches bomba con conductores suicidas, y en el cual los coches bomba se han sustituido por aviones, que ya no necesitan equiparse con bombas, porque como tales actúan los propios tanques de combustible del avión; y no sólo esto, sino que los aviones secuestrados son aviones cargados de personas civiles, que son sacrificadas sin el menor escrúpulo «por la causa». El ataque al corazón del Imperio no ha dañado su estructura; eso sí, ha tenido una inmediata repercusión mundial, principalmente gracias a la televisión, mediante la cual miles de millones de personas (acaso cuatro mil millones, si nos acordamos de que la visita de Nixon a China fue ya presenciada por dos mil millones) han visto en directo, y en presente continuo, los terribles impactos de los aviones sobre las Torres, sobre el mismo Pentágono, y sus consecuencias. Y nadie se atreve a evaluar el número de muertos (¿diez mil, veinte mil...?). Sin embargo, a mi personalmente al menos, y creo que a otros muchos también, la espectacularidad del ataque no me ha hecho temer una tercera guerra mundial inminente. En la tarde del 11 de septiembre de 2001 he recordado –puesto que soy anciano, es decir, metido en años– la tarde del primero de septiembre de 1939, y la tarde del 7 de diciembre de 1941, cuando no había televisión, pero sí radio. A través de la radio, el primero de septiembre de 1939 mi familia, y yo con ella –ese día cumplía quince años–, escuchaba los detalles de la invasión de Polonia por Alemania; la impresión de que una nueva guerra europea había comenzado era muy intensa, y esa impresión no era gratuita, y estaba corroborada por los locutores. También a través de la radio, pero esta vez en compañía de estudiantes compañeros de la Facultad de Derecho, en Zaragoza, seguimos durante aquella tarde de 1941 las noticias del ataque de Japón a Pearl Harbour, y la impresión que teníamos era que la segunda guerra mundial había ya comenzado. Probablemente, digo ahora, a sesenta años de distancia, la impresión estaba fundada en el conocimiento de los atacantes: en un caso Alemania, en el otro Japón. Lo que sabíamos, aunque fuera a través de la radio, es que los agresores eran dos Estados poderosos que estaban preparándose para alcanzar la hegemonía mundial, disputándosela a la Unión Soviética y a los Estados Unidos. 3. Pero ahora, a pesar de que la televisión nos ha permitido vez en directo el ataque, sus inmediatos efectos y la estructura de su táctica, no sabemos quién es el agresor. Y si no lo sabemos, es porque el agresor no tiene la figura de una Potencia, de un Estado, capaz de medirse en cuanto tal con los Estados Unidos y sus aliados. Por ello no tememos una tercera guerra mundial. A lo sumo, asistimos a un ataque que es más propio de una guerra de guerrillas, si bien planeada, cuanto a sus repercusiones, a escala global (mundial), tanto por la condición del agredido –el Imperio universal hoy realmente existente–, como por la utilización de la televisión como medio formal y material inmediato para ofrecer urbi et orbe el acontecimiento. 4. La cuestión principal se centra, por tanto, en determinar quién es el agresor, sobre todo, cuál es su ideología, y los planes y programas que de ella derivan. Una ideología que debe ser congruente con los objetivos globales que atribuimos al agresor (el ataque al Imperio) y con la naturaleza de la estrategia utilizada. El conocimiento del demiurgo-agresor es también imprescindible para medir el alcance de los efectos de la agresión, y principalmente, de la reacción al ataque por parte de Estados Unidos y de sus aliados. Podemos imaginar muchos de esos efectos: caída de las bolsas, fortalecimiento coyuntural del euro, ascenso del precio del barril del petróleo; podemos también imaginar muchas de las líneas por las cuales la reacción de los agredidos ha de manifestarse: endurecimiento de las medidas de control y seguridad, fortalecimiento del poder ejecutivo, adiós a Durban y al diálogo insensato, consolidación de la institución de la llamada «pena de muerte»: ¿quién puede pensar hoy, desde Estados Unidos, en la «reinserción social» de quienes organizaron la agresión? Invocar el «diálogo» en un tipo de situaciones como la presente está fuera de lugar, por su inconcebible puerilidad. En todo caso es evidente que las líneas estratégicas de fondo, en la respuesta al ataque, sólo pueden fundarse en el conocimiento cierto de sus causas. Causas que no son pretéritas, sino que siguen actuando después del ataque y que, sin duda, se mantienen a la espera para asestar otros golpes en los momentos y lugares más inesperados: es la táctica de las guerrillas, desarrollada a escala planetaria. 5. ¿Y quiénes podrían ser los guerrilleros? Es frecuente responder con la siguiente fórmula: «son los terroristas», el «terrorismo internacional», porque «todos los terroristas son iguales» y, por tanto, nuestra respuesta debe ser unánime: la lucha contra el terrorismo, cualquiera que sea el lugar, el medio y manera como se manifieste. Ahora bien, a mi juicio esta fórmula constituye un gravísimo error, que además, se resuelve en una tautología. Porque el concepto de terrorismo sólo es un concepto positivo en la apariencia de sus manifestaciones (la agresión violenta); pero en su esencia, el concepto de terrorismo es negativo, si es que con él se designan a todos los movimientos que no siguen la «vía del diálogo». Pero la vía del diálogo es una vía especulativa, teorizada por algunos metafísicos alemanes, que, como Habermas, todavía no han podido digerir los fantasmas del Holocausto. La vía del diálogo se mantiene en un terreno especulativo, ideal, pero no en el terreno real y práctico en el que tienen lugar las agresiones salvajes, consumadas o a punto de consumar, y contra las cuales el diálogo está fuera de lugar, por utópico y, por decirlo otra vez, por pueril. En conclusión: «terrorismo» es un concepto negativo (no diálogo) y en consecuencia constituye una total equivocación suponer que todos los terroristas son iguales, que están organizados en un «terrorismo internacional». Porque los terrorismos sólo pueden considerarse iguales desde la perspectiva que los unifica a todos, a saber, la perspectiva de su neutralización, de su erradicación. Pero los terrorismos sólo pueden ser erradicados si conocemos cuáles son sus raíces, y las raíces del fenómeno terrorista son muy diferentes, heterogéneas y muchas veces enfrentadas entre sí, sin perjuicio de que coyunturalmente pueda haber una colaboración entre diferentes grupos terroristas (Batasuna no ha condenado el atentado, lo que no significa que forme parte de la «organización internacional» que lo planeó y ejecutó). No cabe meter a todos los terroristas en el mismo saco. No es lo mismo el terrorismo de un individuo aislado, o de un grupúsculo, que confía que la bomba que arroja al patio de un teatro de ópera en Barcelona, o introduce explosivos en un edificio público en Oklahoma, va a desencadenar automáticamente el «hundimiento de la burguesía» o el «fin del sistema», que el terrorismo de ETA o que el terrorismo de una red organizada contra los Estados Unidos, como cabeza del capitalismo internacional (del G7+1). El terrorismo individual, o de grupúsculo, es un terrorismo de dementes, porque sólo unos iluminados pueden llegar a creer que sus acciones terroristas puedan desencadenar efectos universales. El terrorismo de ETA ya no es un terrorismo individual o de grupúsculo, sino un terrorismo organizado y definido por un objetivo mucho más preciso, a saber, la secesión del País Vasco respecto de España y la proclamación de la República Popular de Euzkadi. Este terrorismo es tan transparente en sus objetivos como repugnante, por ello mismo, en sus métodos: el asesinato con alevosía, es decir, poniendo todos los medios para salvar la vida del terrorista (porque el terrorista etarra no contempla la utilización del suicidio kamikaze o bonzo propio del oriente islámico o budista: a fin de cuentas los etarras son de origen católico, si es que ETA nació en el Seminario). Y el terrorismo de ETA es también preciso y circunscrito por sus objetivos, tan limitados y carentes de todo interés para cualquiera que tenga dos dedos de frente. Jamás logrará alianzas internacionales, porque casi todo el mundo juzgará que no hay proporción entre objetivos tan insignificantes, por no decir oligofrénicos (instaurar una república independiente que terminaría hablando inglés en lugar de español), y carentes en todo caso de interés mundial, y los medios terroristas tan viles (asesinatos por la nuca, coches bomba, kale borroka). El terrorismo etarra es simplemente estúpido; sus causas están perfectamente localizadas y sólo la ejecución capital de los terroristas (pero no la cárcel, el diálogo o la reinserción social, que sólo puede presentarse como un remedio para una doctrina escolástica aficionada a las ficciones jurídicas) podría poner fin a la vesania estúpida y macarra de los terroristas etarras. Pero el terrorismo que se ha hecho presente el 11 de septiembre de 2001 en el corazón del Imperio ya no es insignificante, ni oligofrénico, ni improvisado. Viene muy de atrás. Su maligna intención contra el Imperio es, por decirlo así, trascendental, precisamente porque lo es el Imperio y porque lo es la estrategia del ataque, en tanto que ha logrado una conmoción universal. Sin duda, el ataque al corazón del Imperio no tiene fuerza suficiente para destruir el sistema capitalista, aunque sí para hacerlo retemblar y exigir alguna reorganización. ¿Y de donde puede proceder un ataque «trascendental» tal como el que estamos presenciando en el día de hoy por televisión? Hace un par de décadas la mayor parte de los norteamericanos habrían pensado que el demiurgo del ataque no era otro sino la Unión Soviética, cuyos objetivos «globalizadores», enarbolando la bandera del Comunismo, eran bien explícitos. Pero la Unión Soviética, y sus planes de globalización comunista han desaparecido. Caben, sin embargo, muchas hipótesis aún, pero –si descartamos que los autores sean individuos o grupúsculos particulares– su número es, no ya infinito, pero ni siquiera inmenso. Nos atreveríamos a clasificarlas en cuatro grupos, según las ideologías proporcionadas atribuibles a los agresores: 1) La ideología antiglobalización, en sus versiones más radicales. Es cierto que los considerados ideólogos antiglobalización suelen rechazar el uso que de sus doctrinas hacen algunos movimientos antiglobalización: es el caso de Tobin por un lado, y el de John Zerzan por el otro. Desde luego, sería gratuito atribuir los hechos a los movimientos antiglobalización inspirados en la tasa Tobin (como es el caso de la organización Attac), porque a fin de cuentas estos utilizan en su antiglobalización los mismos mecanismos capitalistas. La ideología neo roussoniana de Zerzan (no ya Zerzan mismo, la traducción al español de su libro Futuro del primitivo aparece dentro de unos días) ya podría ser utilizada como inspiración para una destrucción global de toda la civilización humana edificada a partir del Neolítico. No es muy probable, sin embargo, que en la estrategia de estos neo roussonianos entre el suicidio como táctica: a lo sumo ella podría inspirar acciones como las de Unabomber. 2) La ideología islámica radicalizada, en sus dos puntos hoy más calientes, la Palestina de Yaser Arafat, y el Afganistán de los talibanes (vecino del Irak), con el patronato de Osama Bin Laden, y con importantes aliados en el propio interior de Estados Unidos, musulmanes que no son ni árabes ni indoeuropeos, sino los musulmanes negros del NOI. Teniendo en cuenta que Bin Laden se distanció y se enfrentó con Estados Unidos, a cuyo servicio estaba, a raíz de la Guerra del Golfo, en la época de Bush I, no sería incongruente ver en este ataque, ante todo, una respuesta, en la época de Bush II, a la carnicería que el Imperio causó en el Irak: el número de personas muertas en Nueva York y Washington, dirán los terroristas, ni siquiera se acerca al número de personas muertas durante la Guerra del Golfo. En todo caso esta respuesta no tendría por qué acabarse en sí misma, como un simple castigo retributivo. Porque podría ser interpretada en el contexto de una estrategia de mayores vuelos, que ensaya sus posibilidades precisamente con este ataque, a saber, la estrategia de una nueva Yizah islámica, orientada a la globalización islámica del Mundo. Frente a la globalización alcanzada por el sistema capitalista de estirpe protestante (no católica), una antiglobalización no amorfa (compuesta de ONGs, ocupas, anarquistas), sino pensada como una nueva globalización llevada a cabo, acaso, en el nombre de Alá. También en nombre del Dios del Antiguo Testamento ha respondido Bush, recitando un salmo. Tenemos ejemplos que prueban que la táctica del terrorismo suicida está incorporada al terrorismo islámico, pero es muy improbable que los palestinos hayan podido disponer de una logística como la que ha hecho posible los terribles sucesos del 11 de septiembre. 3) Algunos han apuntado la posibilidad de una ideología oriental, pero no islámica, sino japonesa. Sin embargo esta hipótesis es muy débil, por no decir gratuita. 4) Por último cabría apuntar también la hipótesis (inspirada en una interpretación extrema del Informe Lugano) de que el ataque salvaje a Nueva York y Washington hubiera sido planeado desde el interior mismo del Imperio, como un revulsivo para legitimar el endurecimiento de la política de la OTAN. Pero esta hipótesis es enteramente gratuita y especulativa, y no merece, a mi juicio, la menor consideración. Hay que esperar acontecimientos. Pero lo más importante es confiar en que estos acontecimientos nos descubran las raíces de esta estrategia terrorista de intenciones globalizadoras, porque sólo así podríamos plantear cuál pueda ser la estrategia adecuada para enfrentarse contra ella. Sólo así podremos determinar si es suficiente el diálogo, o la distribución de leche en polvo, o el control de la natalidad, o bien si es preciso acudir, no ya al Escudo Antimisiles (que puede seguir siendo eficaz contra un Estado organizado, como China, pero que de muy poco sirve frente a las nuevas tácticas de los aviones secuestrados). ¿Habrá que decir que tras el ataque al corazón del Imperio se ha terminado Durban y la vía del diálogo? Fukuyama pudo haber expresado la ideología del Departamento de Estado del Imperio al anunciar el «fin de la Historia», sobre la suposición de que las cantidades de tensión entre los mil millones de hombres que vivimos en el ámbito de los «Estados del Bienestar», y los cinco mil millones de hombres que viven en el ámbito de los «Estados del Malestar», eran cantidades despreciables. El ataque al corazón del Imperio, y con él, del orden democrático mundial, tanto si procede de la aversión islámica, como si procede de la aversión budista o roussoniana al Estado del Bienestar, significa en todo caso la liquidación de las tesis de Fukuyama, y obliga a replantear la idea de que el siglo XXI sea visto como el inicio de la Paz perpetua. Con seis mil millones de hombres sobre la Tierra, enfrentados entre sí porque no existe ninguna Humanidad como fundamento armónico de la convivencia, el diálogo, como remedio, es imposible, y esto es un secreto a voces. Quienes buscan mantener el orden global, que a fin de cuentas es el único que hoy existe, o quienes buscan sustituirlo por otro, saben muy bien que tienen que contar con la guerra. Niembro, 11 de septiembre de 2001 Gustavo Bueno