Tolerancia versus Intolerancia Wenceslao Calvo (28-05-2008) © No se permite la reproducción o copia de este material sin la autorización expresa del autor. Es propiedad de Iglesia Evangélica Pueblo Nuevo Entre las películas que han marcado un hito en la historia del cine está El nacimiento de una nación, una de las dos grandes obras, junto con Intolerancia, que D.W. Griffith (1875-1948) dirigiera en la época del cine mudo. Como la primera tenía un acusado sabor racista, fue censurada en algunas ciudades de los Estados Unidos, donde hubo varias manifestaciones de protesta ante los cines en que iba a ser exhibida. Al año siguiente (1916) Griffith se puso manos a la obra con Intolerancia, para, entre otras cosas, dar cumplida respuesta a los que, según él, habían sido intolerantes con El nacimiento de una nación. Así nació esa gran composición titulada Intolerancia, que en su tiempo superó todas las cifras: de coste, dos millones de dólares de la época; de extras, más de 16.000; de duración, el primer montaje duraba ocho horas; de escenario, con 1.600 metros de longitud y 70 de altura. Intolerancia entrelaza cuatro historias repartidas en el tiempo: el ataque de los persas a Babilonia, la crucifixión de Jesús, la Matanza del día de San Bartolomé y un drama social contemporáneo en los barrios obreros de Nueva York. Para dar unidad a las cuatro historias, Griffith usa una imagen recurrente en la que se ve a una madre meciendo una cuna con la leyenda: ‘Nacida de la cuna mecida sin fin’. Es decir, para Griffith la intolerancia es parte innata, en cualquier época, de la condición humana. De esa manera intenta justificarse a sí mismo ante la intolerancia que suscitara la apología que hizo del Ku-Klux-Klan en El nacimiento de una nación . Pero aunque Griffith fuera un genio del cine, sus conceptos sobre tolerancia e intolerancia dejaban bastante que desear, porque si bien es evidente que existe una intolerancia repudiable, de la misma manera hay otra que no sólo es necesaria sino también encomiable. Lo mismo para la tolerancia. De hecho, Hitler se sirvió de la tolerancia, y Griffith vivió lo suficiente para verlo, que las potencias europeas mostraron hacia sus pretensiones en la década de los treinta. Cuando se dieron cuenta de su error ya era demasiado tarde. Y es que hay una debilidad y cobardía que se confunde con la tolerancia, de la misma manera que hay una intolerancia que se confunde con la fortaleza. La línea que las separa es muy sutil, pudiendo fácilmente ser traspasada. Llegados a este punto nos damos cuenta que es preciso tener claro qué entendemos por tolerancia. El diccionario de la Real Academia la define de esta manera: Respeto a las ideas, creencias o prácticas de los demás cuando son diferentes o contrarias a las propias. Claro que esta definición no puede ser tomada como norma absoluta, porque de lo contrario habría que ser tolerantes con las ideas, creencias o prácticas que hicieron posible el Holocausto o que hacen posible el terrorismo. Por lo tanto, la tolerancia tiene por necesidad que tener sus límites. Límites que vendrán definidos por la noción de mal. Ahora bien, aquí es donde el relativismo ético ha metido a sus seguidores en un callejón sin salida, al negar que existan verdades morales absolutas, con lo que abre la puerta directamente a que el mal tenga derecho no sólo a la existencia sino a ser conceptuado como bien. Ese relativismo es el culpable de la confusión actual en la que el mundo anda sumido, no sabiendo dónde está su mano derecha y su mano izquierda. Y es que trastocar la línea de demarcación entre el bien y el mal que se estableció en los albores de la humanidad1, nos está saliendo muy caro. Si el mal es la piedra de toque para establecer lo que es tolerancia, síguese que no puede ser verdadera tolerancia ninguna de estas actitudes: Negligencia, del latín negl?go, descuido, desatención. O despreocupación ante la presencia y el avance de lo que es malo; un ejemplo sería el que vemos en Proverbios 24:11-12. Indiferencia, del latín indiff?rens, no diferente. O no hacer distinción entre el carácter específico de lo que es bueno y lo que es malo, tal como se aprecia en Hechos 18:17. Connivencia, del latín c?n?v??, cerrar los ojos. O hacer la vista gorda para no ver la realidad de lo malo, es decir, mirar hacia otra parte, como vemos en 1 Samuel 3:13. Aquiescencia, del latín acquiesco, descansar, reposar. O abstenerse de intervenir. De ahí a dar el consentimiento a lo malo hay sólo un paso, como se aprecia en 1 Reyes 1:6. Complacencia, del latín cum pl?c??, con placer. Deleite o agrado hacia lo que es malo. Ejemplo del mismo sería el que aparece en Romanos 1:32. Si la noción de lo malo depende de las condiciones sociales y del entorno cultural, como el relativismo sostiene, lo que es malo en un lugar puede ser bueno en otro y lo que es malo en un tiempo puede ser bueno en otro y viceversa. Según eso, estaremos abocados a tener que admitir que quemar viudas en Occidente es malo mientras que en la India es bueno, por poner un ejemplo. Hace algunas semanas se nos mostraban las imágenes de cierto lugar de la India, donde existe la costumbre de arrojar a niños de corta edad desde varios metros de altura para ser recogidos en el aire en una sábana por los adultos que están atentos abajo. Los occidentales contemplamos horrorizados la escena y pensamos: ¡Qué gente más salvaje! Claro que no tenemos nada que objetar al hecho de que una mujer occidental, si lo desea, pueda abortar. Un espectador imparcial de ambas escenas bien podría preguntarse: ¿Quién es más salvaje? ¿Quien arroja a un niño a una sábana puesta unos metros debajo de él o quien directamente le quita la posibilidad de llegar a ser niño? No, no puede ser el relativismo moral nuestra guía porque el sistema hace aguas a ojos vista. Y es que su noción de tolerancia es defectuosa, porque nace de una noción errada de lo malo y de una actitud equivocada hacia ello. 1Génesis 2:16-17