CONCLUSIONES

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CONCLUSIONES
Retomando los planteamientos expuestos en el primer capítulo y resumiendo los resultados de la investigación hasta aquí
presentados, cabe concluir los siguientes extremos.
1. En primer término la constatación de una estructura de
propiedad dual, polarizada por pequeños y grandes propietarios; esa dualidad, más allá de la oposición latifundio-minifundio
existente en el interior de cada municipio y detectada ya en
trabajos anteriores, se proyecta a escala regional a través del
contraste entre comarcas relativamente dominadas hoy por pequeños propietarios y labradores -Alta Campiña, zonas de
colonización carolina, áreas de la Ribera del Guadalquivir, El
Alcor, etc.- y otras bajo el «imperio absoluto» de las grandes
fincas.
2. Constatado y localizado ese contraste pequeña-gran propiedad a escala intramunicipal -ruedos frente a campiñas
acortijadas-, e intercomarcal, hay que concluir que las diferencias de potencial agrológico de la tierra constituye un elemento explicativo de la oposición de paisajes y estructuras latifundistas y minifundistas, y un factor a su vez que contribuye a reforzar el poder de los poderosos y la miseria de los modestos.
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En relación con el nivel de desarrollo de las fuerzas de producción, el proceso de apropiación del espacio y la configuración de la estructura de propiedad han seguido pautas selectivas que han desembocado en la actualidad en un monopolio
casi absoluto de las mejores tierras, tanto de secano como de
regadío, por parte de los grandes propietarios, frente a niveles
medios de potencial de la pequeña propiedad, que sin ser bajos en muchos casos, han de considerarse globalmente inferiores a los del latifundio.
3. La evolución del sistema latifundio-minifundio, altamente relacionada como se ha dicho con las diferencias de potencial del factor tierra, ha seguido unos derroteros, que por lo
que respecta a cambios de titulares y, especialmente, a niveles
de acumulación-parcelación, se alejan bastante del modelo clásico de la ecoñomía política sobre dinámica e integración de
la gran agricultura en el capitalismo moderno.
Parece indudable, a la vista de lo expuesto, que el grado
de concentración fundiaria que alcanza la estructura agraria
campiñesa a fines del Antiguo Régimen no se repetirá ya en
etapas posteriores. La reproducción ampliada de patrimonios,
laicos o eclesiásticos, garantizada por mayorazgos y vinculaciones, toca su techo a comienzos del siglo XIX: apropiaciones señoriales bajomedievales, donaciones y dotaciones de instituciones eclesiásticas, usurpaciones de tierras, todo unido a
iniciativas compradoras de poderosos y grandes labradores aprovechando los resquicios de un mercado de tierras ^ada vez más
reducido, sientan las bases de un espacio oligopolizado, en el
que la capacidad coactiva del señorío y el poder de las oligarquías concejiles y del alto clero juegan un papel extraeconómico fundamental
Esa concentracion de la tierra, temprana como ya se ha escrito, y sustentada en un marco de fuerzas de producción. poco desarrolladas, da lugar a la casi eterna contradicción de la
sociedad andaluza: hombres ^in tierra, tierra sin hombres. Una
población en continuo crecimiento, auunque con caídas coyunturales obvias, va a encontrarse encorsetada por un latifundio
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agobiante, garantizado, reproducido y ampliado por las instituciones vinculadoras del Antiguo Régimen.
Como se ha podido constatar, ni siquiera las comarcas y
los sectores intramunicipales que hoy presentan minifundismo
más acentuado contaban a mediados del siglo XVIII con situación similar a la actual: nobles, hidalgos, concejos, y especialmente conventos y monasterios controlaban entonces tal volumen de tierras, que los niveles de acumulación se aproximaban bastante a los de los grandes concejos bajocampiñeses.
Existía, sin embargo, una diferencia apreciable entre las
tierras de la Alta y la Baja Campiña. Aquéllas, además de contar
con un colectivo no despreciable de modestos propietarios, presentaban también una organización de la tenencia de la tierra
dentro de la gran propiedad -especialmente a la eclesiásticadiferente a la de la Baja Campiña, no tanto por el tipo, duración y cuantía de la renta -agobiante en uno y otro casos-,
cuanto por sus características territoriales: frente al arrendamiento de grandes cortijos en los municipios centro-occidentales,
la gran propiedad altocampiñesa presentaba moderados grados de parcelación para su explotación. Y es éste un dato relevante, muy a tener en cuenta en la explicación del nacimiento
y/o refuerzo del minifundio de propiedad regional.
Pues bien, cuando se produce la abolición del mayorazgo
y de todo tipo de vinculaciones, y cuando las desamortizaciones eclesiásticas y civil y la enajenación de patrimonios nobiliarios ponen en circulación centenares de miles de hectáreas,
se inicia un interesante proceso de cambio que afectó en profundidad, no sólo a los titulares de la propiedad, sino también
a los niveles tradicionales de acumulación y concentración, y
al funcionamiento de la renta de la tierra. Dos son, en mi opinión, los aspectos más significativos de este cambio:
- La incorporación y afianzamiento^definitivo de la clase
de los grandes labradores a la esfera de la propiedad, con lo
que ello implica en la tenencia de la tierra: dominio del beneficio sobre la renta y asimilación del proceso de caída tenden415
cial de la renta del suelo, fruto de la incorporación dependiente del sector agrario al conjunto del sistema económico.
- El incremento numérico del grupo de grandes propietarios-labradores es sustancial, pero no por aumento de la superficie detentada por el colectivo, a costa de la desaparición
del minifundio, sino por la redistribución interna de la tierra
entre mayor número de labradores. Se rompen definitivamente
patrimonios de la envergadura de los de cabildos y grandes monasterios, de mayorazgos y concejos, que se ven sustituidos por
otros, ostensiblemente más numerosos y por ello de superficies medias inferiores a las de antaño: varios centenares de hectáreas y sólo excepcionalmente por encima del millar.
No ignoramos con ello el mantenimiento hoy de algunas
propiedades similares en superficie y riqueza a las más aventajadas del Antiguo Régimen, pero ello tampoco supone negar que la realidad dominante actualmente en la oligarquía propietaria campiñesa sea la de un colectivo ostensiblemente más
nutrido, más homogéneo y con menores desigualdades internas que en el pasado.
Estas transformaciones operadas en los últimos cien años
^onstituyen, pues, un rasgo peculiar de la vía de incorporación de la gran agricultura andaluza al capitalismo agrario contemporáneo. Las nuevas propiedades-explotaciones, en las que
se funden propietarios y empresarios, no nacen de un proceso
de concentración a partir de unidades de producción mercantiles, que tiende a acabar con pequeñas y medianas explotaciones, fortaleciendo a las más competitivas, sino del desmantelamiento de los grandes patrimonios de antaño en beneficio
de aquéllos que venían gerenciando la explotación -los grandes arrendatarios-, y que por su condición de labradores estaban en condición de asumir la caída tendencial de la renta
del sector agrario.
El minifundio del pasado, más de explotación que de propiedad -aunque éste último nunca e ^tuvo ausente-, no desaparece en dicho proceso, sino que, muy al contrario, sale estabilizado y hasta reforzado. Y ello, básicamente, por dos mo416
tivos: porque por una parte su funcionalidad como fuente de
rentas complementarias de familias jornaleras seguía siendo incuestionable, y por otra, porque la clase emergente de grandes labradores no tenía necesidad de acudir a las tierras minifundistas, casi siempre muy parceladas y de menor potencial,
cuando contaban con una oferta de excelentes tierras y de organización territorial adecuadas para la puesta en marcha de
la gran empresa agraria. En contra de lo que suele afirmarse,
determinadas fases de la desamortización eclesiástica y de propios, así como el desmantelamiento de parte de importantes
patrimonios nobiliarios fueron las vías de nacimiento y consolidación, en su caso, del minifundio de propiedad campiñesa.
La gran propiedad del Antiguo Régimen, pues, que combinaba funcionalmente en su interior el arrendamiento de grandes fincas y de reducidas parcelas, desemboca, tras su generalizado desmoronamiento en los últimos 150 años, en una estructura mixta de grandes labranzas y minifundios de própiedad; la renta del suelo, que lo había organizado todo o casi
todo durante seis siglos, cede su puesto al «beneficio», ya en
manos de grandes labradores, compradores de grandes explotaciones, ya de pelentrines y jornaleros-arrendatarios, que adquirieron la propiedad de modestas unidades de producción.
Y esa estructura así constituida en el último siglo y medio
no presenta indicios de cambios sustantivos: ni el minifundio
de propiedad tiende a desaparecer, como con frecuencia se dijo, víctima de un latifundio que se pretende eternamante expansivo, como tampoco son frecuentes iniciativas acumuladoras a partir de pequeñas y medianas propiedades.
La gran propiedad, por su parte, se ve amenazada sin duda por las divisiones sucesorias, más aún en una sociedad en
la que las particiones igualitarias entre herederos privan sobre
sistemas de «mejora» a favor de uno de los sucesores. Las defensas contra una situación como la descrita han sido ya comentadas a lo largo de la investigación: matrimonios favorables capaces de aglutinar legítimas de herederos con patrimonios ostensiblemente más reducidos que los de sus anteceso417
res; sociedades mercantiles y no mercantiles, disuasoras de continuas segregaciones que terminarían por hacer inviables economías de escala y posibles iniciativas de intensificación por
vía crediticia; y finalmente la propia intensificación productiva, mediante la puesta en regadío cuando es posible, que compensa con producciones brutas más elevadas por unidad de superficie, la reducción de las extensiones medias de las propiedades.
EI futuro no está ni mucho menos claro, sobre todo porque como ha destacado recientemente F. Héran, en un período de crisis el elevado precio alcanzado por la tierra y el apego
de pequeños y medianos propietarios a sus modestos patrimonios impiden compensar la división de propiedad con compras
de nuevas tierras.
4. El contraste latifundio-minifundio lo ha sido también
tradicionalmente de aprovechamiento y de intensidad productiva, aunque la forma de tenencia ha constituido también factor decisivo a este respecto. Durante la prolongada etapa en
la que la renta domina la organización de la producción, tanto
el latifundio como el minifundio de explotación se orientan hacia
la cosecha de granos, por cuanto la brevedad de los contratos
y los incrementos frecuentes de renta disuadía al grande, y especialmente al pequeño arrendatario, de la capitalización que
implicaba la introducción de plantaciones de viñedo u olivar.
El auténtico contraste latifundio-minifundio se produce, pues,
cuando éste último es de propiedad y no sólo de explotación;
entonces los pequeños p^rimonios, lo mismo en el siglo XVIII
que en etapas posterióres, se orientan preferentemente hacia
cultivos mercantiles, ignorando parcialmente al menos la propia subsistencia familiar.
De esa forma la intensificación y especialización mercantil
se convierten a la vez en una forma de mejora del nivel de ingresos del minifundista, pero también de incremento de su dependencia del mercado de trabajo generado por las grandes explotaciones; en definitiva, especialización e intensificación, y
proletarización son las dos caras de la misma moneda: un mi418
nifundio tan reducido que no es capaz de lograr ni la autosubsistencia familiar, ni una producción mercantil que propicie los ingresos necesarios para el mantenimiento de la familia.
De cualquier manera el contraste de niveles de intensidad
entre pequeñas y grandes propiedades, y sobre todo en tierras
de regadío, está quedando en entredicho en los últimos lustros;
cada vez son más similares las opciones productivas de las grandes empresas regadas y del minifundio ribereño (de colonización o no). Y esa situación está poniendo de manifiesto que
por encima de comportamientos diferenciados de «pequeños»
y«grandes», existen elementos externos que están impulsando
de forma general a opciones extensivas o semi-extensivas, pero muy seguras en su comercialización, compensadas en el caso de los modestos agricultores con el acceso al mercado de trabajo eventual existente.
El dispendio de nuestros regadíos es un tema grave, s'obre
el que nunca podrá dejarse de insistir, especialmente cuando
asistimos en otras regiones españolas a la expansión de aprovechamientos intensivos a costa de unas inversiones de capital
territorial a todas luces irracionales en el marco de una economía nacional en la que existen todavía cientos de miles de hectáreas, con igual o mayor potencial climático, sembradas de
trigo, girasol o algodón. E insistimos que ese dispendio, superior desde luego en las grandes fincas, no es ajeno ya a las pequeñas explotaciones.
5. Finalmente, las relaciones de dependencia del pequeño
propietario con respecto al grande, y consiguientemente su condición mixta de jornalero-agricultor, han sido una constante
a lo largo de toda la investigacibn. Esa «constancia» en el tiempo
y en el espacio no es, por supuesto, fruto del azar, sino consecuencia de la funcionalidad, del carácter complementario de
estas economías minifundistas en el marco de un sistema dominado a todas luces por la gran explotación agraria.
Ese carácter mixto de agricultor y jornalero de buena parte de los pequeños propietarios campiñeses y ribereños ha con419
tribuido, por su parte, a favorecer determinados rasgos de los
movimientos sociales contemporáneos, y a disuadir de mayores niveles de intensificación a los modestos propietarios de regadíos; en el primer caso prolongando y difundiendo los levantamientos y huelgas, en la media en que siempre quedaba
algo que llevarse a la boca a partir de la parcela familiar; en
el segundo sentido, no «obligando» al minifundista a optar por
los aprovechamientos más intensivos en trabajo, capital y producto bruto, pero más inseguros también en su comercialización, ^uando junto a cultivos semiextensivos pero de fácil co-^
locación en el mercado, estaban abiertas las puertas a ingresos
complementarios procedentes del trabajo a jornal en el olivar,
la viña, los frutales o de fuera del sector.
...
Tras una evolución como la descrita -menos ortodoxa y
tópica de lo que generalmente suele afirmarse-, y con contradicciones palpables, el eterno tema de la tierra, de la reforma agraria sigue estando presente, más aún en una etapa de
crisis como la actual. Los cantos de cisne que pregonaban la
erradicación del conflicto, como consecuencia del desarrollo de
las fuerzas productivas, que habría de drenar el excedente de
fuerza de trabajo hacia otros sectores, junto con la paralela capitalización y modernización de las explotaciones, no se han
cumplido; más bien al contrario: la mecanización generalizada ha corrido más deprisa que el éxodo migratorio, de forma
que incluso en los momentos álgidos del «desarrollo», el campo andaluz siguió soportando un paro estructural inherente a
los ragos internos de su formación social.
En el marco de la crisis económica; Andalucía,.dependiente
en su conjunto, vuelve a retomar el «problema de la tierra»,
no como consecuencia, en nuestra opinión, de una situación
coyuntural, sino como corolario de su estructura económica
'
subdesarrollada.
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Parece por ello razonable postular que la salida de la crisis, en el caso andaluz al menos, debe ser también, y por encima de todo, la salida de su dependencia y atraso. Y precisamente por ello, cualquier proyecto de transformación en profundidad no puede sustentarse sólo y exclusivamente sobre la
tierra; ello sería de una cortedad de miras imperdonable. Pero
también sería dar la espalda a la realidad andaluza el desconocer el relativo nivel de subexplotación de su extraordinario potencial agrario, el alto nivel de paro estructural que coincide
con tal situación de infrautilización -aunque en nuestra opinión no es ésta hoy ni la causa última, ni la solución exclusiva
del problema del empleo-, así como la carencia de una infraestructura industrial agroalimentaria y de circuitos de comercialización para colocar en el mercado lo producido a precios remuneradores.
Se deduce, pues, que la reforma agraria sigue siendo necesaria en el marco, por supuesto, de un proceso de transformación más general y en la búsqueda, entre otros, de los siguientes objetivos: la intensificación y diversificación productivas,
la modernización de las explotaciones, la reducción de la dependencia y del déficit de la balanza agroalimentaria y, consiguientemente, la solución -que no puede ser más que parcial
desde una perspectiva exclusivamente agraria- del paro estructural campesino. Y no se pregunte cuál de los objetivos señalados es el prioritario, porque nos parece que todos deben
abordarse globalmente para que el sistema agrario de la Depresión del Guadalquivir funcione y resulte viable y competitivo en los mercados en los que se encuentra integrado.
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