¿CON QUÉ DERECHO? ¿Con qué derecho? Esa es la pregunta que planteó, a los llegados 19 años antes a la isla que ellos llamaban La Española (entre ellos el gobernador Diego de Colón) el dominico Antón Montesino. La denuncia de los maltratos y vejaciones sufridas por los indios tainos dio inicio a lo que se llamará ‘la controversia de las Indias’, acerca de los ‘títulos’ o derechos para la ocupación de estos territorios, asunto que sólo fue discutido en España, las otras naciones europeas consideraban obvio su derecho a hacerlo. El sermón de Montesino nos ha sido trascrito por Las Casas que tal vez lo escuchó. Esas palabras reflejan el pensar de toda la comunidad dominica presente en la isla, coordinada por la notable figura de Pedro de Cordoba. Dicha comunidad vivió el comienzo de la presencia europea en el el Nuevo Mundo. El encuentro (o desencuentro) entre el mundo europeo y el continente que comenzó a ser llamado las Indias occidentales creó una situación inédita, tanto desde un punto de vista humano como cristiano. En ella se plantearon descarnadamente ciertas cuestiones que de un modo u otro, pese a intentos diversos de velarlas, siguen presentes e interpelantes. Por ello el testimonio de algunos de los primeros evangelizadores, más importantes por el influjo que tuvieron -y tienen hasta hoy- que por su número, continúa siendo una referencia importante para pensar la realidad de nuestro continente y para encontrar los caminos apropiados para anunciar el Reino de Dios. Dichos misioneros, entre los cuales la comunidad dominica de la Española fue pionera, se encontraron cara a cara, sin subterfugios y desgarradoramente, con la muerte temprana e injusta de los indios y con la opresión y el desprecio de que eran objeto. BARTOLOMÉ DE LAS CASAS Ese fue sin duda el caso de Bartolomé de Las Casas. No se trató de un personaje aislado, como a veces se pretende hacer creer, pero fue sin duda el más articulado de quienes tenían como tarea la proclamación del Evangelio, varios de ellos unían una cercanía muy grande a los habitantes de las Indias con una preocupación alerta por la reflexión teológica. No se limitaron, ni Las Casas ni sus amigos, a protestar contra las injerencias de que fueron testigos, propusieron constantemente medios -remedios decían ellos- para solucionar los problemas que se presentaban. Esta preocupación se funda en su vivencia -y su noción- de Dios, cuya solicitud por los postergados de la historia es expresada en una bella frase de honda inspiración bíblica: “del más chiquito y del más olvidado tiene Dios la memoria muy reciente y muy viva” (Carta al Consejo 1531). Memoria siempre presente y constantemente renovada. Las Casas declara por eso, con sencillez y verdad, que el aliento de su vida viene de “la caridad de Jesucristo, que modo no sabe ni descanso quiere mientras aquí peregrina” (id.). No tuvo descanso, en efecto. Siempre lo movió “ver la fe de Jesucristo, tan vituperada y afrentada y corrida en este Nuevo Mundo” (id.), debido al maltrato de que son objeto sus habitantes autóctonos. Este es el contexto vital de sus reflexiones. Nunca cesó de retomarlas y profundizarlas para comprender mejor -dentro de los límites propios a todo ser humano- lo que sucedía en su tiempo, en las Indias y en Europa. Las Casas fue sin duda un hombre de acción, pero por un tiempo hubo quienes se resistieron a aceptar su capacidad teórica. Se afirmaba que en ese terreno lo mejor de su obra venía de los teólogos de Salamanca. Sin embargo, la publicación de algunos textos lascasianos inéditos hasta estos últimos años y el hallazgo de varios otros permiten hoy conocer mejor su pensamiento. Se abre paso de este modo, poco a poco, el interés por la dimensión teológica de su producción intelectual. Por nuestra parte, estamos convencidos que Las Casas presenta un discurso sobre la fe que destaca con nitidez en el telón de fondo de la teología del s. XVI. En su obra se da una estrecha relación entre reflexión y compromiso histórico, entre teoría y práctica. Esto dibuja con precisión el perfil de su aporte y le da envergadura teológica. Bartolomé une perspectiva de fe y experiencia de la realidad indiana, eso lo habilitó para desmontar el ‘pecado social’ de su época. Esta fue, sin lugar a dudas, su fuerza y también la diferencia entre él y la mayoría de los que se ocuparon de cosas de Indias en España. La prioridad que establece en sus reflexiones, los acentos que pone, vienen de la proximidad a lo que sucedía en estas tierras. Al servicio de aquéllas puso su inmensa erudición -reconocida por todos- y su enorme poder de persuasión. Las duras polémicas que sostuvo no le impidieron permanecer fiel a sus grandes y fontales intuiciones teológicas. Una fidelidad con visos de terquedad. Una perspectiva evangélica central nutre esas intuiciones. La expresa temprano Las Casas cuando hacia 1519-1520 afirma, estando en España y ante algunas críticas recibidas, que ha dejado (volverá muy pronto a estas tierras) “en las Indias a Jesucristo, nuestro Dios azotándolo y afligiéndolo y abofeteándolo y crucificándolo, no una sino millares de veces” (Historia de las Indias, cap. 138). Este enfoque cristológico lo acompañó toda su vida y constituyó el eje de su espiritualidad. Recordemos esas ideas básicas. Para el efecto tendremos muy en cuenta un documento publicado hace poco. Se trata de un texto de Las Casas desconocido hasta ahora y definitivo en cuanto al papel de primer orden jugado por el dominico en la dación de las Leyes Nuevas (1542-1543). En materia doctrinal el memorial no presenta novedades, retoma los grandes temas que conocemos por sus obras de mayor aliento, pero la reiteración es significativa y vale la pena ser examinada. El clérigo Las Casas (un joven de 18 años) llega a las Indias en 1502 y es ordenado sacerdote en Roma en 1507. Vivió con intensidad los primeros años de la presencia europea en la isla que los recién llegados llamaban la Española, así como los pasos iniciales en los contactos con el continente. Es posible, no lo sabemos a ciencia cierta, que Bartolomé escuchara el célebre sermón de Antón Montesino en diciembre de 1511. En un contexto semejante, el de la predicación del Evangelio, se produce tres años más tarde un cambio radical en su vida, al tener que preparar un sermón para “Pascua de Pentecostés”. La vocación profética de Las Casas estuvo pues ligada desde el inicio a la proclamación del Evangelio. EVANGELIZACIÖN Y SALVACIÓN En el primer texto que conocemos de él, Las Casas nos dice que “el fin principal por quien todo lo que se ha ordenado y ordenare se hace (...) es la salvación de aquellos indios, la cual ha de haber efecto mediante la doctrina cristiana” (Memorial de remedios, 1516, V 20a) 6. El anuncio del amor de Dios y no el ganar tierras para el rey de España, y menos aún la codicia del oro, debía ser el norte de la presencia de los cristianos en las Indias. El fin principal La expresión “fin principal” vendrá repetidamente bajo su pluma. Tal vez al comienzo acepta otros motivos menores para la presencia hispana en las Indias, pero todos finalmente deberán ser juzgados a la luz del propósito evangelizador. Pronto, sin embargo, el fin principal se convierte para Bartolomé en el único, sólo él cuenta. De lleno en la tradición dominica, Bartolomé sostiene que todo debe estar orientado a “la predicación y dilatación de la fe católica (...) y redención de inmensas vidas y de la libertad de innumerables pueblos”. Esta es “la cosa más subida e importante” que el rey tiene entre manos; ante ella debe ser “pospuesto todo temporal interés” (Conclusiones Sumarias p. 1a). Lo que debe buscarse es la salvación de los habitantes de las Indias, vale decir la amistad plena y definitiva con Dios. Definitiva no significa algo que se dé exclusivamente más allá de la vida terrena, la salvación debe estar presente desde ahora; éste es un punto central de lo que podríamos llamar la teología de la gracia de Las Casas, se trata de la valoración de los aspectos temporales de la condición humana. El mensaje salvador debe ser anunciado, con palabras y con gestos -muchas veces lo dirá-, eso es comunicar la doctrina cristiana. Es más, esa meta debe juzgar el modo como esa presencia ha comenzado a darse: “El primero y último fin -escribe nuestro fraile- que ha de mover el remedio de aquellas tristes ánimas, ha de ser Dios” (id). “Tristes ánimas”, debido a las vejaciones que sufren. Así interpretaba Las Casas las bulas de Alejandro VI que concedían a los reyes de España jurisdicción sobre las Indias. Dios se halla al comienzo y al término de todo el asunto. Sólo partiendo de él puede encontrarse remedio a tanto maltrato e injusticia. Este teocentrismo es el que da garra a Las Casas en sus análisis, denuncias y propuestas. El derecho de los indios que él defiende, son los derechos de Dios mismo. El anuncio del Evangelio va de la mano con la defensa de las naciones indias. De allí la firmeza de sus posiciones. El asunto tiene muchos alcances, veamos dos de ellos. Los trabajadores de la hora undécima Hablar de derecho al Evangelio por parte de los indios supone que tienen aptitud para acogerlo, algo que muchos recusaban en ese tiempo. Uno de los primeros en sostener esa incapacidad de los indios fue Juan Maior, seguido, más tarde, en forma virulenta por Ginés de Sepúlveda. Este fue uno de los combates que Las Casas libró con más brío. Reconoce y defiende la capacidad de los indios para recibir el mensaje de Cristo. Para él era un argumento importante en su tesis acerca de la igualdad en dignidad humana entre europeos y moradores autóctonos de las Indias. Este aserto sobre la idoneidad de todo ser humano para recibir la palabra de Dios tiene una motivación particular: la predilección por el más débil, por el indio. Por eso sostendrá, produciendo escozor en quienes prefieren esconderse bajo el velo de aseveraciones formales y generales, que los indios son “aptísimos para recibir nuestra santa fe católica y ser dotados de buenas costumbres, y los que menos impedimentos tienen para esto, que Dios crió en el mundo” (La Brevísima, 1552). Sostener esta capacidad del indio era importante, porque -como lo hemos recordado- ella fue negada por muchos con el fin de justificar su sometimiento al europeo. La afirmación de esa aptitud, que tiene su fundamento último en Dios, no puede pues ser apreciada debidamente sin tener en cuenta el punto preciso que la motiva. No se trata de una simple y filosófica afirmación sobre la igualdad de toda persona humana, subrayada con complacencia por tantos estudiosos de Bartolomé de Las Casas que se empeñan en ver en él a un precursor de la doctrina liberal de los derechos humanos. En verdad, para el dominico, se trata de una preferencia evangélica por los últimos de la historia. Desde ella se afirma la igualdad de todos los seres humanos. La obra de Bartolomé es un intento por hacer presente a sus contemporáneos el recuerdo que Dios tiene de todos, y en especial de los más olvidados. Esta es la fuerza y la inspiración de su acción misionera y de su inteligencia de la fe. La memoria de Dios expresa la gratuidad de su amor. Perspectiva acentuada por la alusión, frecuente en sus escritos, a la parábola evangélica de los trabajadores de la hora undécima (cf. Carta al Consejo, 1531). Con eso busca responder a una objeción de la época: puesto que las naciones indias han sido llamadas tarde (en todo caso después de las europeas) al Evangelio, Dios las habría tenido en el ‘olvido’. Las Casas, texto evangélico en mano, hace ver que la justicia de Dios tiene otros cánones, ese hecho de ningún modo significa que los indios estén en desventaja. Como los trabajadores de la hora undécima ellos recibirán también el “mismo salario”. Los cristianos también deben ser evangelizados Su experiencia indiana le hizo percibir, de otro lado, que no sólo había que anunciar el Evangelio a los pueblos indígenas sino también a los peninsulares. Es decir, tanta necesidad tienen los infieles (en el sentido de no cristianos) como los fieles (los cristianos) de que se les proclame el mensaje de Cristo. Las Casas se pregunta por ello ¿quiénes son los verdaderos idólatras? ¿los indios que observan sus propias religiones o los que se dicen cristianos, pero que en la práctica rinden culto al oro? Idolatría, según la Biblia, es poner su confianza y su vida en manos de alguien o algo que no es Dios. Eso es lo que ocurre con aquellos que han venido a las Indias movidos por la codicia del oro, fin al que están dispuestos a sacrificar todo. El celo evangelizador de Las Casas abarca a indios y españoles, aunque estos últimos no siempre apreciaron su preocupación. Decir que los verdaderos idólatras eran los que se pretendían cristianos y que por consiguiente era necesario anunciarles el Evangelio no le granjeaba ciertamente la simpatía de sus compatriotas. Pero con ello, con esa excepcional capacidad para ir a lo esencial que caracterizó siempre su vida, Las Casas ponía el dedo en la llaga. Su fe sobre todo, pero también un auténtico amor por su país lo llevaron a estas posiciones. En su bien meditada introducción a su Historia de las Indias afirma que una razón para escribirla es “el bien y utilidad de toda España”, intento -dice- librar a "mi nación española del error en que está en cuanto al trato a dar a las naciones indias". Este es una de los motivos que hacen de Las Casas una figura de una impresionante universalidad que, aún hoy, interpela a personas provenientes de diferentes rincones del planeta. Esa envergadura humana motivaba que uno de los grandes lascasistas, Lewis Hanke, recientemente fallecido, dijera provocativamente, que “Las Casas es demasiado importante para ser dejado a los lascasistas” . EL PRIMER DERECHO HUMANO La realidad indiana golpea a Las Casas en lo que ella tiene de muerte prematura e injusta de la población autóctona. Esta fue para él una experiencia con características traumáticas que no se limitó a los primeros años de la presencia hispana, sino que persistió y lo acompanó a lo largo de su existencia. Ella lo ayudó a percibir aquello que estaba definitivamente en juego en las Indias, urgiendo su tarea evangelizadora y estimulando su reflexión teológica. La cuestión es formulada con claridad cuando afirma: “Toda la concesión y causa de ella de los reyes de España y señorío que sobre estas tierras y gentes tienen, fue y es para la vida de ellas (...) y háselas convertido en muerte muy acelerada y miserable” (Carta a un personaje de la corte, 1535). La situación plantea una opción decisiva. El primer derecho humano es el derecho a la vida. Una realidad de muerte Las vejaciones contra los indios comenzaron muy temprano, desde la época de Colón. El almirante es sin duda un personaje complejo, pero su diario expresa bien el papel que la búsqueda del oro tiene en sus proyectos. Y el oro es precisamente la causa principal de la vertiginosa desaparición de las poblaciones indias 11. Esa situación de muerte provoca el grito de alerta de Montesino y motiva el compromiso de los frailes dominicos -llegados a La Española en 1510- en la defensa de los indios. “Todos estos indios -escriben los misioneros- han sido destruídos en almas y cuerpos, y en su posteridad y que está asolada y abrasada toda la tierra, a que de esta manera ellos no pueden ser cristianos ni vivir”. De destrucción se trata en verdad. El término expresa con nitidez la experiencia de los primeros testigos de esos hechos. Las Casas se incorpora, con todo el vigor de su personalidad, a la lucha de los dominicos orientados por la carismática figura de Pedro de Córdoba. Se preocupa Bartolomé no sólo por las causas de este cruel estado de cosas, sino también -así será a lo largo de toda su vida- por remediarlo. Lo hace desde su temprano texto -ya citado- del Memorial de remedios (1516). Allí presenta el llamado “proyecto comunitario” centrado en la salvaguardia de la vida de los indios, creando para ello relaciones de fraternidad y justicia entre peninsulares y población aborigen. En la importante carta al Consejo de Indias (de 1531), Las Casas preguntará incisivamente: “¿Y cuándo nunca, en otro tiempo tanto, o a lo menos no con tanta velocidad, fue la muerte tan señora?”. Nuestro fraile se da entonces por tarea “estorbar la muerte” de los indios; vale decir, impedirla. Se propone por eso “echar el infierno de las Indias” motivado, dice, por amor a los indios redimidos “por la sangre de Jesucristo” y por “mi patria, que es Castilla” (Brevísima). Ese infierno (por ejemplo, “el infierno del Perú”) había sido creado por la muerte injusta y la opresión de los habitantes del Nuevo Mundo. Ellos padecen “servidumbre, que después de la muerte no hay otro perjuicio mayor” (Octavo remedio, 1542). Esta experiencia, cercana para él y lejana para tantos teólogos de su época, pone un sello indeleble en la vida y la obra de Bartolomé. Por estas razones el empleo de la fuerza armada y muy concretamente de la guerra con pretexto evangelizador le resultó especialmente escandaloso. Se opuso en consecuencia con toda energía a tal pretensión, aceptada sin embargo de modos diversos por teólogos y misioneros de la época. Los más moderados defendían el uso de la fuerza sólo en casos considerados extremos o lo admitían únicamente para remover lo que llamaban ‘los obstáculos a la evangelización’; otros, en cambio, estaban convencidos de que era necesario someter bélica y políticamente a los indios antes de comunicarles el Evangelio. Aunque teóricamente distintas, esas posturas coincidían en la práctica; no era difícil, de hecho, encontrar pretextos para declarar extrema una situación y justificar así las medidas de fuerza. Las Casas, por su parte, se opuso a todo empleo de la violencia, incluso si se presenta de una manera sutil. Esta fue una de sus grandes batallas, en ella estuvo muchas veces solo. Se aducía en favor del uso de la fuerza en la evangelización de las Indias la ausencia de milagros -medio privilegiado, se decía, en los primeros siglos de la vida de la Iglesia- para ganar a los infieles. Las Casas, tomando las cosas desde el otro lado (cosa que le ocurre con frecuencia), dirá que si de esto se trata hay que decir más bien que en las Indias tiene lugar un gran milagro. En efecto, las tropelías de que son victimas las naciones indias “han hecho infame al nombre de Jesucristo, de tal manera que se tiene por el mayor milagro que Dios en aquellas Indias hace: que aquellas gentes crean las cosas de la fe, viendo las obras de los que tienen el nombre de cristianos” (Doce dudas). Evangelización milagrosa, pero por razones inesperadas. Esta afirmación, hecha en los años finales de su vida, adquiere rasgos de balance. La fe cristiana fue recibida por las gentes de este continente a pesar del comportamiento de muchos de quienes debieron transmitirla. Encuentro con el cristianismo y desencuentro con los cristianos. El valioso testimonio de Guamán Poma lo ilustra a las claras en el Perú. Contra esa incoherencia luchó Las Casas toda su vida. Evangelizar a través del diálogo Cuando nuestro fraile rechaza el empleo de la fuerza no se refiere a eventuales excesos, sino a las acciones bélicas mismas, cualquiera que sea la razón con la que se busque justificarlas en las Indias. En materia de anuncio del Evangelio no hay para Las Casas otro método que el diálogo y la persuasión. Así procedió Cristo y así deben hacerlo sus seguidores. La evangelización debe ser pacífica o no es evangelización. A este asunto consagró su primera obra: De unico vocationis modo, que permaneció inédita hasta el siglo pasado. Bartolomé fue lejos en este asunto. No sólo pensaba que la fe no podía ser impuesta. Esto era postulado igualmente por la teología tomista para el caso de judíos e infieles (no así para los herejes, quienes habrían roto un pacto hecho). Posición secundada por la mayoría de misioneros y teólogos el siglo XVI, lo que no les impedía aceptar el uso de la fuerza en algunos casos. Pero en principio todos ellos, inspirados en San Agustín y Santo Tomás, afirmaban la libertad del acto de fe. Las Casas coincide con esta postura, claro está, pero no se confina a ella, sostiene también la libertad de los indios en materia religiosa; es decir, su derecho a vivir conforme a la religión de su elección. Es más que la simple tesis de la coacción a la fe cristiana. Hablar de la libertad religiosa equivale a decir que las costumbres religiosas de los pueblos indígenas por muy en desacuerdo que estuviesen con la fe cristiana, no pueden ser motivo de represión bélica de parte de los peninsulares. No se trata únicamente de no forzar a la conversión al cristianismo, sino de respetar la cultura y la religión de un pueblo. No distinguir entre libertad del acto de fe y libertad religiosa provoca en muchos estudiosos confusiones, que en el caso que nos ocupa llevan a colocar en el bando de los defensores de la evangelización pacífica a quienes en verdad, quedándose a mitad del camino, abren la puerta al empleo de la fuerza. El derecho a ser diferente que el dominico reconoce a los indios lo conduce incluso a explicar (que no a justificar) un hecho que horrorizaba a los europeos y que constituía el más fuerte argumento para hacer la guerra a los pueblos indios: los sacrificios humanos y la antropofagia. Las Casas hace un colosal y audaz esfuerzo para entender desde dentro un hecho que él también rechazaba, pero que busca comprender en la mentalidad indígena. Llega incluso a decir que el pueblo azteca que ofrecía tales sacrificios demostraba con ellos una profunda religiosidad puesto que presenta a Dios lo que tiene de más valioso: la vida humana. No duda Bartolomé que están equivocados al proceder así, pero piensa que la voluntad de esas personas es dar culto a Dios. Lo que le importa, reconociendo el error de tal comportamiento, es hacer valer que éste no es motivo para emprender contra ellos acciones bélicas so pretexto de salvar a las víctimas de dichos sacrificios. El diálogo y la persuasión refrendados por el testimonio, son los únicos medios que pueden llevar a una persona a abrazar la fe cristiana. Este es el eje de la práctica y la teología evangelizadoras de Bartolomé de Las Casas. Acoger el don de la salvación El tema de la libertad en materia religiosa lleva a Las Casas a interrogarse sobre la cuestión de la salvación de los indios y a buscar resolverla de modo inédito. La teología dominante en su época se expresaba en una interpretación del célebre axioma: Extra Ecclesiam, nulla salus, fuera de la Iglesia no hay salvación. En la llamada Edad Media había algo así como una comprensión espontánea y obvia de dicha afirmación, puesto que la Iglesia se identificaba con el mundo conocido de entonces (salvo áreas que no pesaban mayormente en la mentalidad europea). Es lo que se ha llamado la cristiandad. “Fuera de la Iglesia” era lo mismo que a decir fuera del universo social de ese tiempo. Condicionado por ese marco Tomás de Aquino desarrolla su reflexión sobre el tema. En el siglo XVI las condiciones históricas y geográficas cambian. El encuentro con el Nuevo Mundo -y otros continentes- creó una situación totalmente distinta y llevó a que se planteara nuevamente la cuestión -muy viva en los primeros siglos de la Iglesia- de la salvación de los no cristianos. La gran mayoría de los teólogos la abordó dentro de los parámetros de la doctrina que hemos recordado. Vitoria y sobre todo Domingo de Soto y Andrés Vega (franciscano) hacen un esfuerzo por tener en cuenta los nuevos hechos, distinguen entre fe explícita y fe implícita en Cristo y consideran que la segunda es suficiente para la salvación. Pero fuertemente criticados (los dominicos en particular) estos teólogos ponen restricciones a sus tesis. Las Casas parte de la doctrina común aceptada por Tomás de Aquino, para él la máxima autoridad en teología. Muchas veces la repetirá tal cual. Pero la experiencia indiana, su conocimiento cercano de los naturales de estas tierras, su compromiso con ellos, hacen que reflexione sobre nuevas bases acerca del misterio de la voluntad salvífica de Dios. En una posición coherente con su defensa de la libertad en materia religiosa, vislumbra avenidas que la teología de la época no se animaba a recorrer. No hay en él una exposición sistemática sobre el tema, pero avanza intuiciones básicas que amplían las posibilidades de salvación para los no bautizados. En un atrevido texto que encontramos en la Historia de las Indias, en polémica con Fernández de Oviedo, gran detractor de los indios, escribe al final de un largo párrafo: “Y podrá ser que se hallen, de aquestos [los indios] que en tanto menosprecio tuvimos, más que de nosotros [los españoles] a la mano derecha el dia del juicio”. La alusión a la escena del juicio final que presenta el evangelio de Mateo (cap. 25) es evidente. El mismo enfoque se halla en una de sus últimas obras, el De Thesauris. Con tono solemne declara injusto e ilegítimo todo lo ocurrido con los indios desde hace décadas y añade: “Un solo consuelo y remedio creo que pueden tener en cierta ocasión, y es la visión del día del Juicio, cuando todos serán llamados y oídos y se discutirán los merecimientos de su causa como la de todos los demás, y se descubrirá todo dolo y maquinación de los tiranos y la nulidad de sus obras y serán estos destinados a las penas eternas por sentencia del justo juez; a su vez la inocencia de quienes aquí sufrieron tales males de ellos (a no ser que otros pecados se opongan por otra parte) permanecerá manifiesta, defendida y segura”. El dia del juicio final las cosas aparecerán a plena luz, con una claridad que hoy no tienen. A la izquierda del Rey se hará presente la culpabilidad de quienes maltrataron a los indios y no supieron ver la presencia de Cristo en ellos. Surgirá con nitidez, también, a la derecha la inocencia de las víctimas de esos atropellos: es más, su inocencia será "defendida y segura". Todo indica que a ellos Jesucristo los llamará al Reino: "vengan, benditos de mi Padre..." A no ser, precisa nuestro fraile, que merezcan castigo por “otros pecados”. La “visión del día del Juicio” nos hace ver lo que está en juego desde ahora en la historia. El empeño de Las Casas durante toda su vida fue justamente mirar el presente más allá de las apariencias, en toda su verdad y profundidad. A la luz de la fe. LA LIBERTAD DE PERSONAS Y PUEBLOS Si las guerras quitan la vida a los indios, el sistema colonial, basado en la encomienda, los despoja de su libertad. Liberar a los indios es restituirlos a lo que el dominico llama numerosas veces su “prístina y natural libertad” (H III c.86; II 371b). Al inicio de su largo combate sostiene ya que los indios son “hombres libres y han de ser tratados como hombres y libres” (Memorial de remedios, 1516, V 10a). Esa perspectiva no la abandonó nunca. La defensa que emprende Las Casas no se limita a la libertad de los individuos, siempre fue consciente de “la libertad de los pueblos” (H III c.55; II 303b). El asunto está cargado de consecuencias. Los seres humanos son iguales y libres A juicio de Las Casas, desde el comienzo (desde el momento en que Colón tomó prisioneros a algunos indios para llevarlos a España) fue violada la libertad que “después de la vida es la cosa más preciosa y estimable” (Tratado sobre los indios). En este hecho juega un papel capital el régimen de la encomienda. Debido a él los indios estaban sometidos a una dura y tiránica servidumbre. Para Las Casas el maltrato a los indios no es el producto de intemperancias personales, está anclado en las estructuras socioeconómicas del sistema colonial. Según él, el remedio “más principal y sustancial” para las Indias es la supresión de la encomienda, sin éste “todos los otros valdrían nada, porque todos se ordenan y enderezan a éste” (Octavo remedio, 1542,). Si -como hemos visto- el único motivo que justifica la presencia de la corona española en estas tierras es el anuncio del Evangelio, la existencia misma de la encomienda, “raíz de la tiranía”, hace ilegítima dicha presencia. La encomienda, además de ser una permanente causa de muerte de la población autóctona, es el mayor impedimento para que el Evangelio sea creíble y para que la fe pueda ser recibida en las Indias. El contratestimonio de la explotación y el maltrato de la encomienda hace más bien que a los indios les venga “al pensamiento y llorarlo con noches y días que mejores eran sus dioses que nuestro Dios, pues con él tantos males padecen, y con ellos tanto bien les iba (...) por consiguiente retrocederán de la fe y aborrecerla han”. La consecuencia se impone: “Vuestra Majestad es obligado (...) a los sacar del poder de los españoles y no dárselos en encomienda” (Octavo remedio). En un principio la sensibilidad de Las Casas frente a la esclavitud de los indios no se extendió a la que sufrían los negros. Es más, en 1516 apoyó la venida de esclavos “negros y blancos” para reemplazar a los indios y detener su muerte acelerada (Memorial de remedios). Esto se basaba en el supuesto, aceptado unánimemente en la época, de que cabía la posibilidad de una esclavitud legítima, sin referencia precisa a una raza determinada. No había comenzado todavía en ese tiempo en gran escala el inhumano y cruel tráfico de esclavos desde Africa. A partir de esto se ha dicho que Las Casas introdujo la esclavitud negra en las Indias. La afirmación no resiste el menor análisis. Está claramente documentado que había centenares de esclavos negros (con autorización real) antes de que Las Casas interviniese en el asunto. Años más tarde (quizá hacia 1546 ó 1547) Bartolomé toma conocimiento de las correrías y exacciones de los portugueses en Africa y cambia radicalmente de posición. Lamenta haber sostenido el pedido hecho por algunos colonos de la Española treinta años antes acerca de los esclavos negros. En aquel tiempo no advirtió, dice, “la injusticia con que los portugueses los toman y hacen esclavos”. Hablando de él y de su acuerdo de 1516, añade: “el cual, después de que cayó en ello, no lo diera por cuanto había en el mundo, porque siempre los tuvo injusta y tiránicamente hechos esclavos”, la conclusión es clara “porque la misma razón es de ellos que de los indios”. Indios y negros tienen los mismos derechos. La evolución en su manera de pensar lo impulsa a declarar, en otro lugar, de modo neto y doloroso, siempre en referencia a su primera opinión, que “de este aviso que dio el clérigo [el mismo Las Casas] un poco después se halló arrepiso [arrepentido], juzgándose culpado por inadvertente”. Su retractación es clara, pero la conciencia de su error de juicio en el pasado le hace incluso decir que no está seguro de que “la ignorancia que en esto tuvo y buena voluntad lo excusase delante el juicio divino”. De modo pues que la posición definitiva de Las Casas sobre este tópico no deja lugar a dudas. Lo sorprendente del caso -sobre todo si se tiene en cuenta las poco documentadas críticas que nuestro fraile recibe al respecto- es que todo indica que Las Casas es la primera persona en haber puesto en entredicho la esclavitud negra el s. XVI. Teólogos de su tiempo (y también del s. XVII) aceptaban sin cuestionamientos la esclavitud, aunque pedían un buen trato hacia los esclavos; entre ellos teólogos como F. de Vitoria e incluso Domingo de Soto. Lo mismo ocurría con pensadores como H. Grocio, T. Hobbes y J. Locke, conocidos por sus tesis liberales. A fines del s. XVI se alzan algunas tímidas voces, pero hay que llegar a los últimos tramos del s. XVII para encontrar una enérgica y fundamentada oposición a la esclavitud. Ella vino del fraile capuchino Francisco José de Jaca, autor de un memorial acerca del tema que le acarreó grandes dificultades en su vida 27. La defensa de la libertad lleva lejos a Las Casas. De la restitución al consenso Según la teología tradicional, si alguien por violencia o por engaño se ha apoderado de lo que pertenece a otro está obligado a reponerlo a su auténtico poseedor. Este es un clásico punto de la teología moral cristiana 28. En él pensarán rápidamente los misioneros dominicos y franciscanos de la Española ante los desmanes de que fueron testigos. Ellos son, en efecto, los primeros en hablar de restitución en las Indias. La restitución busca restablecer la justicia mellada por el despojo y la exacción. Las Casas, que se incorpora pronto a esta perspectiva, presenta una exposición sistemática del tema en su primer libro, el De unico (cap. VII) 29. Allí la restitución es ligada en términos precisos a la justicia y a la salvación: sin restitución no hay salvación para los cristianos de las Indias. Y para él en “las Indias no ha habido justicia ni la hay” (Conclusiones Sumarias p. 1a). Da también un paso importante en cuanto a la materia por devolver; se trata por cierto de lo que ha sido hurtado, pero a esto hay que añadir todo aquello de que han sido privados los indios “por las muertes y matanzas (...) por la pérdida de las libertades” (De unico 211v). La injuria da también derecho a la restitución. El Confesionario contiene “avisos a los confesores” que giran alrededor de la restitución. Es uno de sus libros más controvertidos y que más dificultades le acarreó en su vida. Fue también uno de los escritos con mayor influencia inmediata en la acción pastoral de la Iglesia en las Indias, con él impactó muchas conciencias y obtuvo ciertos cambios personales. En el De thesauris y en las Doce dudas plantea con nitidez que los mismos reyes de España están obligados a la restitución, puesto que tienen la responsabilidad última de los acontecimientos indianos. Este reclamo -uno de sus grandes argumentos- está también presente en su último memorial al Consejo de Indias (1565). A esta vertiente se une otra que madura lentamente en el obispo de Chiapa. Sabemos que la reivindicación de la libertad del indio ocupa un lugar central en su pensamiento. Hemos visto también su enérgica posición respecto de la libertad en materia religiosa y su insistencia en una evangelización pacífica hecha de persuasión y de diálogo. Pero como sucede con sus grandes intuiciones Bartolomé no cesa de profundizarlas al compás de los acontecimientos y de su maduración intelectual. En sus primeros escritos la afirmación de la libertad de toda persona y, en particular, la del indio hacían inadmisible la dominación y ciertas formas de evangelización. Pero poco a poco el sevillano percibe alcances que no estuvieron claros para él en los primeros momentos. La “prístina libertad” de los habitantes de las Indias se constituirá en la condición ineludible y determinante de toda forma de presencia hispana; de no ser aceptada voluntariamente por las naciones indias aquélla carecería de legitimidad. Esta será una honda convicción personal y una de sus armas más aceradas en la defensa de los pueblos indígenas. Presente germinalmente en su tratado contra la encomienda, el Octavo remedio, la expone defensivamente en sus Treinta proposiciones, la corrige en su disputa con Sepúlveda en Valladolid y alcanza su forma más precisa en su trilogía final: De Regia potestate, De Thesauris y las Doce dudas. En esas obras, en las que la realidad peruana juega un papel decisivo, desarrolla sistemáticamente su teoría democrática: no hay autoridad política legítima sin el consentimiento de un pueblo. “El pueblo -escribe- natural e históricamente es anterior a los reyes”, por eso “toda la autoridad, potestad y jurisdicción de los reyes, príncipes o cualesquiera supremos magistrados que imponen censos y tributos proceden del pueblo libre” (De Regia potestate IV, 6 y IV 1). No basta que el Papa haya dado un cometido evangelizador a los reyes de España para que ese encargo sea efectivo: debe ser aceptado libremente por las naciones indias. La tesis no es formulada sólo teóricamente, eso no va con el estilo lascasiano. Basado en ella afirmará sin ambages que la presencia penínsular en las Indias es ilegítima porque nunca fue aceptada por la población autóctona; por consiguiente, falta una de las dos condiciones requeridas. Es más, el caso del Perú le dará la oportunidad de llevar lejos sus tesis. Postula en las Doce dudas la reposición en el trono del Inca del legítimo sucesor Tito Cusi Yupanqui: “Es obligado pues el Rey, nuestro Señor -dice perentoriamente- so pena de no salvarse, a restituir aquellos reinos al Rey Tito, sucesor o heredero de Guayna Cápac y de los demás señores Incas, y poner en ello todas sus fuerzas y poder” (f. 218). De restitución se trata en efecto. Lo que propone para el Perú (en el que se dan las condiciones históricas que permitían llevar a cabo ese proyecto), Las Casas entiende que de un modo u otro es válido para todas las Indias. Se trata de un proyecto global de restitución a las naciones indias, y en consecuencia de liberación para ellas. Cincuenta años más tarde el indio peruano Guamán Poma retomará, de modo muy personal, esta propuesta lascasiana Es un ejemplo claro de la unidad entre teoría y práctica que habíamos anotado como una de las características de la vida y el pensamiento de Las Casas. Se puede discutir la factibilidad de la propuesta (considerada, sin embargo, peligrosa por el virrey Toledo), pero está fuera de duda el enorme respeto que ella implica por las naciones indias, sus derechos y sus valores. Conclusión El testimonio y la reflexión de Las Casas nos conducen a los niveles más profundos de los turbulentos acontecimientos del siglo XVI, tanto en las Indias como en España. Nos ponen descarnadamente ante lo que está en juego en ellos: la vida y la muerte de los habitantes de las Indias. Ese es el marco en el que Bartolomé percibe que debe proclamarse la Resurrección de Jesús, victoria definitiva de la vida sobre la muerte. Lo hizo con la energía y la oportunidad que le daba su intensa experiencia indiana. El núcleo de cristalización de la perspectiva misionera y teológica de nuestro fraile es ver en el indio, en ese otro del mundo occidental, al pobre de que nos habla el Evangelio; y por consiguiente, ser consciente de que en todo gesto hacia él se encuentra a Cristo mismo. Esta intuición evangélica y mística es la raíz de su espiritualidad. Ella dibuja su inteligencia de la fe con contornos originales que le dan una fisonomía propia en medio de otras reflexiones teológicas de la época. Derecho a la vida y a la libertad, derecho a ser diferente, perspectiva del pobre son nociones que Bartolomé vincula estrechamente a su fe en Dios. Ellas tienen plena vigencia hoy en América Latina. Las Casas tuvo siempre el sentimiento de que la situación de las Indias representaba una gran novedad. Para hacerse cargo de ella eran necesarias categorías nuevas igualmente. Una de ellas, y capital para él, es la de leer y releer los hechos como “si fuésemos indios”, desde los pobres en los que Cristo está presente. No es sólo una cuestión de metodología teológica, se trata del camino hacia el Dios de la vida. Es la manera de hacer suya la memoria reciente y viva que Dios tiene del más chiquito y más olvidado. Testimonios como los de Mons. Angelelli, Mons. Romero y tantos otros en América Latina, hacen presente esa memoria entre nosotros.