Desde la selva. Literatura, ambiente y experiencia en los cuentos de Horacio Quiroga1 Carmen Crouzeilles I El ambiente como fundamento de una escritura La selva, el monte misionero, los obrajes, el mundo de la frontera con sus personajes, su violencia, sus animales, sus injusticias es lo que tienen en común los cuentos de la presente selección. Otros cuentos de la selva reúne la totalidad de los cuentos de Horacio Quiroga relacionados con dicho ambiente.2 Cuando se habla de la selva o del monte se hace referencia a Misiones, donde el autor vivió largos períodos de su vida aunque también se han incluido aquellos cuentos cuyo ambiente es el monte chaqueño, sitio en el que Quiroga intentó sin éxito convertirse en plantador de algodón en el año 1904.3 Según este criterio, se ha revisado toda su producción; aquellos libros que Quiroga publicó como tales desde El crimen del otro (1904), Cuentos de amor, de locura y de muerte (1917), El salvaje (1920), Anaconda (1921), El desierto (1924), Los desterrados (1926), Más allá (1935) y los que no fueron recopilados hasta después de su muerte, donde se reunió el material que el autor publicó en diversos medios gráficos de Buenos Aires entre 1910 y 1937. De estos últimos presentamos separadamente la serie De la vida de nuestros animales, una serie de treinta y cuatro estampas de la selva misionera escritos entre 1922 y 1925 y publicadas por el autor en Mundo Argentino, Billiken y Caras y Caretas. También incluimos “La tragedia de los ananás”, último cuento publicado por Quiroga en el diario La Prensa el 1º de enero de 1937, poco antes de su muerte. 1 Prólogos a Nuevos cuentos de la selva I, II y III de Horacio Quiroga. Selección, prólogos y notas de Carmen Crouzeilles. Buenos Aires, Editorial Solaris, 1997. ISBN: 987-9172-13-2, ISBN: 987-9172-17-5, ISBN: 987-9172-19-1. 2 Exceptuando los relatos de Cuentos de la selva para los niños, libro publicado por el autor en el año 1918 –y del cual hubo numerosas reediciones. Tampoco se incluyen los cuentos infantiles recopilados bajo el título Cartas de un cazador, Editorial Arca, Montevideo, donde se cuentan las aventuras del cazador Dum Dum. 3 El primer período abarca desde 1909 a 1915 y coincide prácticamente con el de su matrimonio con Ana María Cirés; el segundo, de 1932 a 1936, lo acompañó –aunque no hasta el final– su segunda esposa, María Elena Bravo, casi treinta años menor que él con la que se había casado en 1927. “Historia de Estilicón”, el primero cuento de esta selección, pertenece al libro El crimen del otro, publicado en Buenos Aires en 1904. Hemos seleccionado este cuento escrito mucho antes de que Quiroga decidiera radicarse en la selva –no es un cuento de ese ambiente, desde ya– porque la inquietante descripción de Estilicón, un mono, anticipa la incorporación de animales a su universo literario. Que Estilicón no es un ejemplar de la naturaleza resulta mucho más obvio en este caso que en el de los animales que en lo sucesivo serán el eje de relatos posteriores, como las estampas de De la vida de nuestros animales. Estilicón es un mono asesino, y dado que cuando Quiroga escribió este cuento no leía más que a Poe, la asociación con “Los crímenes de la calle Morgue” resulta inmediata. El crimen del otro es considerado el libro que clausura el período del modernismo decadentista de Quiroga. “Poe era en esa época el único autor que yo leía. Ese maldito loco había llegado a dominarme por completo; no había sobre la mesa un solo libro que no fuera de él. Toda mi cabeza estaba llena de Poe” declara el personaje de “El crimen del otro”, un cuento calcado explícita y deliberadamente sobre “El tonel de amontillado” de Poe; aquí, la influencia es todavía apego, homenaje. Literatura y experiencia Quiroga llegó a conocer muy bien la selva, el mundo de la frontera, los obrajes, las plantaciones. Ese saber fundado en la experiencia tiene la eficacia de construir en sus relatos una garantía de credibilidad que tiende a distraer del hecho de que no hay ningún mecanismo que garantice que alguien pueda producir buena literatura partiendo de una materia sabida, experimentada. Quiroga lo sabía mejor que nadie. En “El urutaú”, se “transcribe” la composición escolar de un muchacho misionero: Aprovechando la mañana de un hermoso día de estío, nos internamos en el bosque donde quedamos maravillados ante el paisaje que Natura nos ofrecía. Magníficas enredaderas cuajadas de perfumadas flores embalsaman el aire. Los trinos y los gorjeos de infinidad de pajarillos de vistoso plumaje encantaban los oídos. Millares de mariposas a cada cual más bella…4 El narrador le pregunta al muchacho si ha visto realmente flores y millares de mariposas bellas, y si ha oído trinar y gorjear a los pájaros. El muchacho responde que no. Efectivamente, no los hay. El chico, que conoce el lugar en el que ha nacido, supone que 4 En De la vida de nuestros animales. lo que “debe” escribirse es otra cosa. En “Los cascarudos”, el narrador hace una descripción humorística de un naturalista –un entomólogo del Museo de Historia Natural de París– tal como es visto por los lugareños de Misiones: Veían al naturalista coger un bicharraco, darle vueltas en todo sentido para hundirlo, después de maduro examen, en el estuche de metal. Cuando el sabio se iba, los peones se acercaban, cogían un insecto semejante y después de observarlo detenidamente a su vez, se miraban estupefactos. Si es cierto que sólo se puede escribir sobre lo que uno conoce muy bien o sobre lo que uno puede imaginar muy bien, parece acertado pensar que aún lo que se conoce muy bien tiene que poder imaginarse; Quiroga escribió sobre la selva gracias a que podía imaginarla. Uno puede escribir sólo sobre lo que puede imaginar muy bien. Quiroga pudo imaginar la selva. Que llegara luego a conocerla es menos importante para su literatura que el hecho de que supiera ver allí lo que había para contar, la forma de la anécdota precede a la experiencia que le sirve de materia. Quiroga no quiere escribir su experiencia de la vida. Quiroga quiere escribir cuentos. Creer que estos cuentos traducen una experiencia es un efecto de realismo que proviene del lugar común de que la experiencia autoriza la palabra. Una prueba de ello es que Quiroga no es confesional en su escritura: jamás escribió una línea sobre la muerte de su amigo Ferrando en Montevideo cuando al arma que estaban limpiando –y que él sostenía– se le escapó un tiro accidentalmente. Lo que un escritor necesita vivir y lo que necesita contar no tienen por qué coincidir: basta con recordar que Emilio Salgari nunca salió de Milán, es decir, nunca estuvo en la Malasia. Vivir para contar es, por lo tanto, una consideración ideológica que Quiroga pudo aprovechar: Sus lectores de Buenos Aires debieron sentir que aprendían algo, y seguramente era así. Aunque lo mismo sentían los lectores de Salgari, que extraía las descripciones de los animales y plantas de la Malasia de una enciclopedia. Ante la selva El encuentro de Quiroga con la selva del noreste argentino se produjo en el año 1903 cuando su amigo Leopoldo Lugones lo invitara a participar como fotógrafo en una expedición de estudio a las ruinas jesuíticas de San Ignacio en Misiones. Quiroga tenía veinticinco años y era un dandy refinado, asmático y dispéptico. Las ropas que llevaba, apropiadas para veranear en lujosos hoteles balnearios, lo convertían en un incómodo turista, seguramente parecido al desafortunado Benincasa de “La miel silvestre”. El viaje, el clima, la selva tropical influyeron profundamente en su neurosis: la dispepsia se esfumó ante el hambre y el arsenal antiasmático fue a parar al fondo del Paraná. Otro tanto ocurrió con su atuendo impecable, entorpecedor, incómodo y sofocante. Pronto los pantalones quedaron desgarrados a la altura de los muslos y el conjunto, definitivamente jaspeado de tierra colorada. Pero, hasta ese momento, seguramente catártico, los demás miembros de la expedición debieron haber tenido que armarse de paciencia para soportarlo. Lector ávido de Dostoievski, Quiroga convirtió la selva que lo desafiaba a poner a prueba sus fuerzas, en su monomanía; no pensó en adelante en otra cosa que en volver a Misiones, a Iviraromí, donde el alto Paraná ruge encajonado en el fondo de un abismo de paredes graníticas, hechizado por el silencio de la selva impenetrable. Desde ese momento hasta que pudo concretar el deseo de apropiarse del ambiente que lo había cautivado, adquirió campos en el Chaco para intentar convertirse en plantador de algodón, pero rápidamente fracasó. Lo mejor que quedó de la experiencia chaqueña fueron cuentos como “El mármol inútil” y “El monte negro”. Tres años después de la accidentada expedición a las ruinas jesuíticas, en 1906, Quiroga compró terrenos en San Ignacio. En 1909, con la ayuda de un par de peones, levantó una vivienda en su predio que quedaba sobre una ensenada del Paraná, a mitad de camino entre el embarcadero y el pueblo. Allí se instaló con su esposa, Ana María Cirés, en 1909. Allí nacieron sus hijos, Eglé en 1911 y Darío en 1912. La cabaña era realmente precaria: las tablas del techo, construido con madera mal estacionada, se arqueaban, convirtiendo la casa en una criba. Cuando llovía, el techo era un colador. Allí, sin embargo, vivieron durante siete años, hasta poco tiempo después del suicidio de Ana María a fines de 1915. Pasaron luego más de quince años, durante los cuales el escritor residió en Buenos Aires y en Vicente López, y las pocas visitas que hizo a Misiones fueron relativamente cortas y esporádicas. Recién en el año 1932, casado con María Elena Bravo, y con Pitota, hija de ambos, volvió a radicarse en San Ignacio, esta vez en otra casa, “la casa de piedra”, que había mandado a construir su madre, con ventanales que se abrían sobre el río Paraná. Esta vuelta fue la última, la definitiva, y duró hasta pocos meses antes de su muerte. Horacio Quiroga se suicidó con cianuro la madrugada del 18 de febrero de 1937 en el Hospital de Clínicas de Buenos Aires después de haberse confirmado que padecía de un cáncer gástrico. El pionero solitario El último año de la última estadía en Misiones, Quiroga quedó solo en su casa de la selva: María Elena, la joven esposa, harta, lo había dejado, marchándose con su hija a Buenos Aires. A partir de entonces, Quiroga ya no escribió cuentos, solo cartas. Si en los ciento setenta cuentos y el doble de artículos “más o menos literarios” que llevaba escritos no había dicho lo que quería, ya no era tiempo de hacerlo. Muchos años atrás, en 1917, en una carta a José María Delgado, Quiroga decía: “Cuando he escrito esta tanda de aventuras de vida intensa (se refiere a una serie de cuentos publicados en la revista Fray Mocho), vivía allá, y pasaron dos años antes de conocer la más mínima impresión sobre ellos. Dos años sin saber si una cosa que uno escribe gusta o no, no tienen nada de corto… Cuando venía por aquí cada dos años, apenas si uno que otro me decía dos palabras sobre esas historias, que a lo mejor llevaban meses ya de aparecidas cuando veía a alguien”. Casi veinte años después, en plena crisis de abandono y soledad, la falta de respuesta de lectores distantes, invisibles, anónimos se volvió intolerable. Las cartas a Ezequiel Martínez Estrada son su última producción literaria. En una de ellas le escribía: “Sabe usted qué importancia tienen para mí su persona y sus cartas. Voy quedando tan, tan cortito de afectos e ilusiones que cada uno de éstos que me abandona me lleva verdaderos pedazos de vida”.5 El escritor profesional En una carta a Ezequiel Martínez Estrada del año 1936, Quiroga escribía: Y a propósito: valdría la pena exponer un día esta peculiaridad mía (desorden) de no escribir sino incitado por la economía. Desde los 29 o 30 años soy así. Hay quien lo hace por natural descargo, quien por vanidad; yo escribo por motivos inferiores, bien se ve. Pero lo curioso es que, escribiera yo por lo que fuere, mi prosa sería siempre la misma; es entonces cuestión de palanca inicial o conmutador intercalado por allí: misterios vitales de la producción que nunca se aclararán. Como agricultor y artesano vocacional, casi todo mi pensar actual (respecto de la cuestión social) proviene de un gran desengaño. Yo había entendido siempre que yo era aquí 5 Ezequiel Martínez Estrada: El hermano Quiroga y Cartas de Horacio Quiroga a Martínez Estrada. Montevideo, Editorial Arca, 1968. muy simpático a los peones por mi trabajar a la par de los tales, siendo un sahib. No hay tal. Lo averigüé un día que, estando yo con la azada o con el pico, me dijo un peón que entraba: –Deje ese trabajo para los peones, patrón… Hace pocos días, desde una cuadrilla que cruzaba a cortar yerba, se me gritó, estando yo en las mismas actividades: –¿No necesita personal, patrón? –ambas cosas con sorna. Yo robo, pues, el trabajo a los peones. Yo no tengo derecho a trabajar, ellos son los únicos capacitados. Son profesionales, usufructuadores exclusivos de un dogma. Tan bestias son que en lugar de ver en mí a un hermano, se sienten robados… El único trabajador que lo ama (al trabajo), es el aficionado. Y éste roba a los otros.”6 Quiroga combate la indolencia del escritor con la actitud profesional, y la del peón, con la actitud vocacional. Se ha hablado de su estilo “a machete” y él mismo cuenta cómo busca en los libros la solución a sus preocupaciones montaraces. “Estoy leyendo ahora una Enciclopedia Agrícola de 1836 –un siglo, justo– por donde saco que muy poco hemos adelantado en la materia”.7 Del refinamiento a la vida rústica: la selva como elección En el año 1900, motivado por sus aficiones de poeta, Quiroga –que tenía veinte años– había viajado a París. La cuna de sus poetas admirados –Rimbaud, Verlaine– tenía el irresistible atractivo de haberse constituido en el lugar de la consagración cultural e intelectual de la época. De ese viaje, Quiroga trajo de vuelta una barba que sería en adelante su característica, y una enorme decepción. Había llegado con gran entusiasmo, pero lo que encontró finalmente fue un centro de afectación, soberbia y frivolidad que le desagradaron. La desilusión se sumó a la certidumbre de haber dedicado sus mejores energías a una forma de literatura cuya transitoriedad le resultó luego evidente. La revelación literaria que Quiroga buscó en París se dio, en cambio, ante la selva. En la ciudad, la cultura envuelve, protege. A los burgueses, la naturaleza les llega filtrada, purgada, atenuada. En la selva, en cambio, no hay resguardo. La visión de la selva hizo surgir del dandy refinado, del poeta adolescente de costumbres urbanas que era Quiroga a los veinte años, instintos salvajes. Las experiencias enérgicas, la vida rústica, significaron mucho más que el confort, las relaciones sociales y la urbanidad en general, se convirtieron en el descubrimiento de la intensidad en sí, la que experimenta cuando se 6 7 Ibidem. Ibidem. logra impulsar al extremo lo que los demás se atreven a impulsar solo a medias. En Quiroga, la ciudad aburre. La elección de la selva como alternativa extrema a la vida de la ciudad se expone en “El sueño”, cuento de El salvaje cuyo personaje se ha ido a vivir “solo como un hongo” al Guayra, donde el Paraná es inaccesible a la navegación y corre el agua a borbollones “capaces reabsorber de punta a punta una lancha de vapor” entre altísimas barrancas negras bajo el bosque lúgubre, tupido y sumido en vapores de humedad, porque estaba cansado del comercio de los hombres y de la civilización que todo se lo daba hecho. La elección de la selva implica cambiar de hábitos, una modificación radical del modo de vida. La selva le permite experimentar con la fantasía del autoabastecimiento absoluto, ilusión de Robinson Crusoe capaz de procurarse solo todos los medios necesarios para sobrevivir, prescindiendo de la civilización. Quiroga construía todo con sus propias manos: las sandalias que usaba, los muebles, canoas y redes de pesca; encuadernaba sus libros con arpillera, cuidaba sus cultivos y sus plantas según criterios que no coincidían con la lógica de los plantadores. Y después de manejar el hacha y el machete en jornadas agotadoras, escribía. Gradualmente, en esa contigüidad, la experiencia de la selva y la de la literatura se fueron entreverando profundamente: los críticos elogiaban el estilo que se iba depurando, que maduraba. Sus golpes de efecto son como golpes de machete, decían, y al decir esto ya habían sucumbido a la trampa de imaginarlo tal como él quería ser imaginado. Aunque, efectivamente, Quiroga había adquirido destreza en el uso de esa herramienta. Recorte y punto de vista Abrirse camino en el monte es quitar lo que sobra, como esculpir. La forma de la picada está contenida dentro del monte como la forma de la estatua está dentro de la piedra, y Quiroga recorta la selva también cuando escribe sobre ella. De ahí proviene el efecto de objetivación, de ilusión realista: la forma de la selva de Quiroga está dentro de la selva misionera como la picada en el monte, o la estatua en la piedra. Que sus perfiles coincidan o no, depende del encuadre, del punto de vista que es la clave de quien maneja el machete, el cincel o la máquina de escribir. La selva no es escenario, fondo o decorado: el ambiente determina historias que no tendrían sentido en otro contexto. Las situaciones, los “tipos”, esos personajes perdidos en la frontera cuyos nombres Quiroga apenas deforma, los animales, los peligros, los golpes de clima, todo está recortado de la selva. Ese recorte los vuelve visibles, comprensibles – sobre todo para los porteños, el grueso de sus lectores– está secretamente sobredeterminado por la lectura de Poe, Dostoievski, Kipling, Rimbaud. La ilusión realista y el efectismo tan bien arraigados en la selva de sus cuentos, funcionan en la vida del escritor en contra de sus propias intenciones. Todo lo que el escritor cuenta de Misiones, aún en sus cartas y conversaciones –es decir, fuera de sus cuentos– tiene el efecto práctico de construir en el lector una especie de sensatez: la que lo excluye de la más remota ocurrencia de visitar ese sitio. Es un efecto de realismo. Ni Alfonsina Storni, su amante, ni Martínez Estrada, su amigo y lector privilegiado como destinatario de sus cartas, se atrevieron jamás a ese viaje a pesar de invitaciones y propuestas. Cuando Alfonsina le contó a su amigo Quinquela Martín la propuesta de Quiroga de acompañarlo a Misiones, el pintor se exasperó: – ¿Ir a Misiones con ese loco? ¡Ni a la esquina, Alfonsina, ni a la esquina! La literatura de Quiroga está llena de finales de efecto que son para él una tentación. En el final de “Los cascarudos”, un cuento casi naïf, agrega a la historia ya concluida: “Pero lo más horrible de todo es que los peones habían visto ellos mismos más de una vez comer alacranes al naturalista. Los sacaba de un tarro y los comía por las patitas…” No hay nada dado de antemano en la mirada que la convierta en mirada de escritor; el punto de vista es para Quiroga una construcción deliberada. Ese es el hallazgo cuyo refinamiento servirá para producir esas visiones de la selva que logran desarrollar a veces cierto hiperrealismo y en las cuales los absolutos de intensidad tan ensayados desde los primeros textos modernistas y el influjo de Poe, encuentran su lugar. Construir el punto de vista en la escritura es para Quiroga dejar de ser turista, adquirir la mirada de un nativo. En un texto publicado en Caras y Caretas, Quiroga se ríe de cuatro turistas literatos –aunque en realidad lo risible parece menos lo turistas que lo literatos que son– en un imaginario viaje a Misiones: –¡Vean, vean! – decía uno. ¡Vean esos espléndidos boscajes, ellas lianas exuberantes! –¡Y aquello! –proseguía otro. ¡Qué me dicen ustedes de ese rudo tronco, retoñado a pesar del hacha devastadora, que devuelve en tierna vida la injuria del instrumento despiadado! –¡Oh, qué ilusión! –añadía otro–, ¡Qué divina ilusión! ¿No parece acaso aquel celaje una gasa de naciente esperanza, velada aún por las lágrimas nocturnas? Ante las Cataratas del Iguazú, los mismos personajes exclaman: –¡Escuchad, escuchad! ¡Ah, almas nuestras, qué dicha para vosotras! Aparte de un texto del primer viaje a Misiones, “El espíritu de la catarata”, Quiroga no describió jamás en sus cuentos misioneros las Cataratas ni las Ruinas Jesuíticas, los atractivos turísticos típicos de Misiones. El color local no le interesaba y recomendaba no distraerse describiendo lo que sus personajes no veían. Los desterrados de los relatos de Quiroga no estaban de turistas en Misiones. El absoluto de intensidad El absoluto de intensidad es la experiencia llevada al límite de la tolerancia: el dolor, el espacio, el asombro, la perversidad, la resistencia física. Esta búsqueda se remonta a experiencias adolescentes de la época del “Consistorio del Gay Saber” en Montevideo, año 1900, junto a Asdrúbal Delgado, Fernando Saldaña y Federico Ferrando. El Consistorio fue el primer laboratorio poético del Río de la Plata. Además de la actividad poética, jugaban rituales satánicos y experimentaban con los paraísos artificiales revelados por el hashish. Las proyecciones de su subjetividad que le sirven para recortar lo real en sus cuentos son proyecciones del exceso. Ellas construyen además la experiencia del límite, del borde absoluto de lo tolerable. En los cuentos de Quiroga hay que prestar atención a las comparaciones: sus términos suelen arrancar violentamente las historias de su situación original para llevarlas al límite de la experiencia y construir el absoluto. El dolor físico, ese indecible para el cual, afortunadamente, no hay memoria, se convierte en absoluto de intensidad en el cuento “En la noche”: “En popa, el hombre devoraba a su vez su tortura, pues nada hay comparable al atroz dolor que ocasiona la picadura de una raya –sin excluir el raspaje de un hueso tuberculoso”. El término de comparación, sorprendente por el cambio violento del campo semántico, revela un efectismo eficaz. Uno de los cuentos construido por la comparación – la que, frente a una experiencia intensa permite inaugurar el relato diciendo: “esto no es nada comparado con…”– es “El simún”. Este cuento, sin embargo, excede a la vez que construye los límites del planteo de los cuentos de Quiroga donde el absoluto de intensidad por antonomasia es la selva y todo es nada comparado con ella: más intolerable, más extremo que la selva es el desierto del Sahara cuando sopla el Siroco. Este cuento interesa porque muestra los límites de la experiencia en relación con la literatura: el Sahara es a Quiroga lo que la Malasia a Salgari; Quiroga nunca estuvo en el desierto. Aún así, la construcción de la selva se robustece; su intensidad no necesita, finalmente, ser demostrada. Hacía ese día mucho calor. Entre la doble muralla del bosque, el camino rojo deslumbraba al sol. El silencio de la selva a esa hora parecía aumentar la mareante vibración del aire sobre la arena volcánica. Ni un soplo de aire, ni un pío de pájaro. Bajo el sol a plomo que enmudecía a las chicharras, la tropilla, aureolada de tábanos, avanzaba monótonamente por la picada, cabizbaja de modorra y de luz. II Cuanto más brillante y excepcional es un hombre, más cerca está de la hoguera. El humilde profeta, el mago en su cueva, el artista indignado, el pequeño escolar inconformista, todos comparten el mismo peligro sagrado. Y puesto que es así, bendigámosle, bendigamos al monstruo; pues en la evolución natural de los seres, el mono no se habría convertido en hombre si no hubiera aparecido un monstruo en la familia. Vladimir Nabokov Misiones, un marco de novela Este segundo volumen de Nuevos cuentos de la selva incluye cuentos de cuatro libros fundamentales de la obra de Horacio Silvestre Quiroga: El salvaje (1920), El desierto (1924), Los desterrados (1926) y Más allá (1935), el último libro que el autor publicó en vida. El período que abarcan estos cuatros libros se corresponde con los años de madurez del escritor, entre sus 42 y 57 años. En ese lapso, Quiroga viajó a Misiones en dos oportunidades. La primera, en 1925, fue una larga vacación durante la cual el escritor se ocupó de reparar su casa, descuidada durante los casi diez años que transcurrieron desde que había abandonado el "el país". Desde el suicidio de Ana María Cirés, su primer esposa, en 1915, Quiroga no había vuelto a San Ignacio más allá de una visita fugaz en 1917. Como si la repetición de los nombres fuera una insistencia fantástica, diez años después del macabro envenenamiento de la Cirés, Quiroga se enamoró de Ana María Palacio, una joven de 17 años. Los padres se opusieron terminantemente a la relación furtiva que intentaron sostener y el asunto terminó. Más tarde, Quiroga convirtió esa aventura en una novela cuyo escaso valor es meramente biográfico: Pasado amor. La mención de esta novela interesa en tanto búsqueda del cruce entre literatura y experiencia. Sabemos gracias a Ezequiel Martínez Estrada que Quiroga buscaba deliberadamente la dilución del límite entre ambas. Es fácil reconocer, además, en toda su literatura, la búsqueda deliberada de la ilusión referencial: Quiroga escribe sobre aquello que conoce muy bien, sobre personajes reales, sobre historias que ha vivido, pero la ilusión referencial se desvanece no bien se revela que Quiroga escribió la historia de Ana María Palacio y no la de Ana María Cirés; sobre la Ana María original, Quiroga nunca escribió una línea. La historia verdaderamente trágica de la Cirés no fue vivida para ser escrita; la de Ana María Palacio, probablemente sí. Ciertas cosas se viven para ser contadas; acciones que son literatura desde el momento de su planeamiento, de su invención. En ese sentido, vivir para contar pudo haber sido la clave de un proceso productivo que llevó a Quiroga a la fusión de planos: literatura y experiencia quedaron convertidos en un continuo. En relación con esta perspectiva de la literatura –y de la vida– decía Estrada: Conversando con Quiroga se tenía por lo regular la impresión de que actuar c imaginar eran desdoblamientos de una función cuatridimensional, y que la referencia a una lectura entraba por derecho propio a la vida cotidiana como una situación o un diálogo podía encajar en un cuento. Si para todo novelista el croquis de la realidad pasa sin violencias al plano de la ficción, así los habitantes de las novelas participan en el croquis de la realidad. Para Quiroga, escribir y vivir eran una misma función... Los seres que lo rodeábamos participábamos casi por partes iguales en la condición de personajes imaginarios, más o menos fallidos o logrados, cuando de entes de carne y hueso. Nuestra vida en común en Misiones ¿no estaba encuadrada ya en un marco de novela? Y más adelante: Como todo artista verdadero creaba sus seres irreales con sangre de sus arterias, hijos de su costilla, y asimismo incorporaba a los seres verdaderos en cierto rol de personajes dramáticos de una universal ficción. Así como estimaba con carácter de amigos a personas con quienes simpatizaba en las obras literarias asignándoles entidad terrestre y material, así a sus familiares y amigos nos consideraba sin que pudiera remediarlo un poco en carácter de seres novelescos.”8 El descubrimiento del continuo entre experiencia y literatura devino necesidad a través de los años. Durante su última estadía en Misiones (entre 1932 y 1936), cuando ya había decidido renunciar definitivamente a la literatura y se dedicaba exclusiva y compulsivamente a trabajos manuales: encuadernación, 8 Ezequiel Martínez Estrada: El hermano Quiroga y cartas de Horacio Quiroga a Martínez Estrada, I. Editorial Arca, Montevideo, 1968. cerámica, tala de árboles, calafateo de canoas, rozado del monte, la costura o la lucha contra las hormigas, la ocupación incesante, compulsiva, no estuvo de todos modos alejada del relato: por la noche, refería pormenorizadamente sus labores cotidianas en su correspondencia, como si se tratara del proceso de una novela. Las cartas a Estrada (escritas entre 1934 y 1936) son su última obra literaria. El coeficiente de peligrosidad: sobrevivir para contar Ante Quiroga, los objetos, la naturaleza, cobraban instantáneamente un alto coeficiente de peligrosidad; todo sucedía como si en la batalla entre el hombre y el mundo, fuera el mundo el que hubiera empezado. El, simplemente, no concebía retroceder ante una adversidad, exigía ser obedecido, tanto peor para el mundo si se le ocurría resistirse. En esta objetivación de la búsqueda del exceso puede estar la clave de su estilo "a machete", tal como lo definían sus críticos. En 1918 Quiroga se hizo motociclista. Conducía vertiginosamente, entregado al frenesí de la velocidad, haciendo caso omiso de las leyes de tránsito y efectuando gambeteos y virajes arriesgadísimos, al menos para la percepción de principios de siglo. Esto, a plena conciencia: una invitación a pasear por la Avenida Alvear era formulada por Quiroga del siguiente modo: "¿Qué le parece si nos estrellamos esta tarde?". Para asimilar este tipo de propuestas, Estrada debía necesitar todos los recursos analíticos de su pensamiento racionalista: "Había siempre una romántica persuasión en su invitation au vovage. Le apasionaba cuanto representara un peligro mortal, porque en el fondo de su corazón deseaba morir”. El accidente de moto no ocurrió pero, a juzgar por el espanto de Estrada, pudo haber ocurrido, lo que lo habría asimilado aún más al tipo de genios como Lawrence –quien efectivamente se mató en un accidente de moto. Martínez Estrada comparaba a menudo a Quiroga con T. E.Lawrence, excepto en todo cuanto concierne a la literatura. “Me refiero a lo demoníaco”9, decía. A la era de la moto siguió la era de la voiturette, con la que Quiroga finalmente 9 Ibidem. obtuvo su accidente: embistió a otro vehículo en la Avenida Alvear. Maltrecho luego, en la cama del hospital, se complacía en reelaborar el relato del accidente, su maniobra rapidísima, la torpeza del que le arrojó el coche encima y la ineptitud de la policía que dejaba manejar en el centro a individuos irresponsables. "Suerte que andaba solo; di dos vueltas en el aire, desalojado del pescante, y nada más", decía. Finalmente, cuenta Estrada, llegó la era de la canoa. Entonces las invitaciones cambiaron de ambiente: "¿No le resultaría magnífico que nos ahogáramos en el Tigre?" Las posibilidades para ese desenlace no eran pocas: Quiroga no sabía nadar. Extrañamente, en este punto, no se le ocurrió imitar a su incuestionable maestro Edgar Alan Poe, un excelente nadador que a los quince años realizó la proeza de nadar seis millas contra la corriente del río James, en Richmond. A la vuelta del viaje a Misiones, en 1926, Quiroga publicó Los desterrados, su libro mejor recibido por la crítica, el único que Quiroga publicó en vida que incluimos íntegramente en esta selección dado que todos sus cuentos están dedicados a los tipos y al ambiente de la selva misionera. En 1927 Quiroga se casó con María Elena Bravo, una adolescente de veinte años, amiga de su hija Eglé. Al año siguiente nació Pitoca. En la casa de Vicente López que Quiroga alquilaba desde 1926 había un pequeño zoológico doméstico, animales disecados, un taller de carpintería. Los vecinos murmuraban. La amistad con Ezequiel Martínez Estrada comenzó en 1928; el escritor más joven, el "hermano menor", como le decía Quiroga, lo visitaba en esa casa. La segunda larga estadía del escritor en San Ignacio ocupó los últimos años de su vida. A fines de 1931 fue nombrado cónsul uruguayo en San Ignacio y a principios de 1932 se embarcó para esa ciudad con su joven esposa y la hija pequeña. Los primeros tiempos fueron felices pero poco a poco las dificultades fueron apareciendo: los celos del escritor que había sobrepasado los cincuenta años hacía la joven María Elena lo fueron volviendo cada vez, más huraño y despótico, insoportable. En abril de 1934 se lo declaró cesante10 en su cargo y su situación económica se tornó precaria. Intentó nuevamente ganar dinero 10 El golpe de estado del 31 de marzo de 1933 y el posterior suicidio de Baltasar Brum en el Uruguay son la causa política. con la publicación de sus cuentos. En 1935 le escribía a Asdrúbal Delgado: “¡Qué perra cosa tornar con letanías económicas después de dieciocho años de tranquilidad que uno creía definitiva!” La estética de la sedimentación La selva, esa exuberancia construida por la continua sedimentación del río que arrastra todo lo que puede arrancar, lo que sobra a otras latitudes, es el ambiente que recibe –indiscriminadamente, claro– y recontextualiza como desechos aluvionales una colección de personajes-despojo: los desterrados. Un espacio de decantación en el que quedan retenidos, sea por decisión o por distracción, por postergamiento de la partida. Lo-que-queda-de-Van Houten, el manco de "Los destiladores de naranja" que dice a cada rato: ¿qué me falta?, agitando su muñón; Else, el ex-sabio que exiguamente puede declarar “¡yo no entiendo nada de esto!”; Rivet, un perfecto ex-hombre que apenas conserva desprecio por los “doctorcitos que no saben nada”. T odos ellos apenas tienen en común una falta constitutiva, un despojamiento, y algunos hábitos. Son ex-sabios, ex hombres arrojados a la frontera por las últimas oleadas de sus vidas, hombres que fueron limitando sus actividades intelectuales hasta encallar por fin en Iviraromí en carácter de desechos humanos y que de una manera ilógica" abandonaron las formas civilizadas para optar por una situación de extrañeza e impasibilidad exterior. La necesidad que los retiene en la frontera de un país selvático tiene que ver con el destino común de lodo lo que arrastran las crecientes del río: vigas perdidas, árboles arrancados de raíz, camalotes, fabulosos “conos de hormigas sostenidas por millones de hormigas ahogadas en la base”, animales vivos y muertos; excedentes que fructifican río abajo.11 Donde se densifica la corriente y todo lastre tiende a posarse, superponiéndose en cúmulos de tierra firme, formando islas rodeadas por el vehículo del que nacieron, el río, que no deja de modelarlas, sometiéndolas a modificaciones ilimitadas. Depositados en el margen de la frontera por cierto flujo de desterritorialización o derivando vivos o muertos por el Paraná: químicamente hablando, Quiroga no tolera suspensiones coloidales en sus argumentos; todo tiende .a decantar, a superponerse. 11 En “El regreso de Anaconda”. La selva revela Ese margen real de frontera que junta individuos trastornados –los desterrados tienen sus respectivos referentes reales en Iviraromí– es el escenario y el reactivo necesario para hacer surgir lo oculto, lo primitivo de un hombre tras sus costumbres civilizadas. La selva, aparente escenario de confusión, proliferación y enmarañamiento, es un reactivo, un revelador. En una c a r t a a Martínez Estrada de Junio de 193612 Quiroga escribe: Me hallo ya bastante bien. Paréceme que hace mil años cuando una mañana, casi de madrugada, mi mujer y mi hija se fueron como los pájaros a un país más templado. En verdad, dice usted bien: se me ha comprendido poco, y María menos que nadie. María no solamente no me comprende a mí, sino a ninguno de la casta. ¡Y pensar que nos hemos querido bárbaramente! En Les possedés de Dostoievski, una mujer se niega a unirse a un hombre como Ud. y como yo. “Viviría a tu lado –dice– aterrorizada en la contemplación de una monstruosa araña”. Mi mujer no vio la araña en Buenos Aires, distraída por el ambiente; pero aquí acabó por distinguirla. En cuentos como "”Una bofetada” o ”Los destiladores de naranjas” en los que se relata el modo en que emerge cierta bestialidad latente desde el fondo de una naturaleza sociable, siempre hay algo que fermenta –el alcohol, el odio, la infección, el resentimiento–y convierte al relato en un tipo particular de revelación ontogénica. O filogénica, como en el caso de “El salvaje”, donde la selva “lúgubre por el dominio absoluto del negro del bosque y del basalto”, “la humedad ambiente reforzada por lluvias copiosísimas que excitan en la flora una lujuria fantástica” se convierten en fermento de la alucinación fantástica, de la “verdadera” naturaleza primitiva de la especie, una vez removido el fondo de la biología. En este relato de 1920 que reelabora uno anterior, “El dinosaurio”, publicado en 1919, la escritura de Quiroga se vuelve en busca de la bestialidad originaria: el personaje se retrotrae a hombre terciario que encuentra sobre un peñón del Paraná, al crepúsculo, un dinosaurio; toda una 12 Ezequiel Martínez Estrada: El hermano Quiroga y cartas de Horacio Quiroga a Martínez Estrada. Editorial Arca, Montevideo, 1968. visión. En Quiroga, los límites entre lo humano y lo animal, lo racional y lo irracional, lo primitivo y lo civilizado, la sobriedad y la alucinación son territorios que la escritura puede habitar. El límite es para Quiroga un lugar productivo, un agenciamiento de escritura. Lo buscó primero en la exaltación, en cierto morbo luctuoso, en temperamentos nerviosos, estados alterados y transportes místicos, en relatos que publicó en la revista de Salto entre 1899 y 1901. En uno de ellos, “Fantasía nerviosa”, son notables los “borbotones de sangre” que brotan a cada párrafo (Quiroga ya buscaba la tensión, pero su búsqueda era aun infantil.) En el contexto de la selva, la frontera, la resistencia física, el proceso de la muerte o la alucinación son experiencias del límite, tensiones que encontraron su espacio natural de despliegue, la productividad. También allí hay algo que se revela. La indeterminación del límite Esa especie de metempsicosis inversa que dota de rasgos humanos y de palabras políticas a los animales (con frecuencia en “Anaconda” y en “El regreso de An aco nd a”) no es una revelación como las mencionadas: es más fácil asociarla con un tipo de percepción alterada, sensible a otros aspectos, a otras voces. Concretamente, el proceso de atribución de palabras a los animales pod r í a componerse por la superposición de planos perceptivos, un procedimiento equivalente al delirium tremens, tal como sucede en “Los destiladores de naranjas” donde el personaje mata a su hija ante la visión superpuesta de una rata monstruosa de dientes y ojos asesinos. La idea de delirium tremens como experiencia alucinatoria, producto de una percepción alterada, puede fundar un cuento como “Los destiladores de naranjas”. Una idea equivalente, despojada de connotaciones y efectos patéticos, puede ser el germen de “Anaconda” y “El regreso de Anaconda”: cierto límite normalmente existente entre planos separados de la percepción se levanta para permitir esa superposición. Hay otras, muchas, rastreables: Y esa noche, sobre todo, era extraordinaria, bajo una picada de monte muy alto, casi virgen. Todo el suelo, a lo largo de ella y hasta el límite de la vista, estaba cruzado al sesgo por rayos de blancura helada, tan viva que en las partes oscuras la tierra parecía faltar en negro abismo. Arriba, a los costados, sobre la arquitectura sombría del bosque, largos triángulos de luz descendían, tropezaban en un tronco, corrían hacia abajo en un reguero de plata. El monte altísimo y misterioso tenía una profundidad fantástica, calado de luz oblicua como catedral gótica. En la profundidad de este ámbito rompía a gritos, como una campanada, el lamento convulsivo del urutaú.13 A la luz eléctrica de las ciudades, a la luz del día siempre velada por cortinas o filtrada por los vitreaux de colores de los salones de principios de siglo, Quiroga parece preferir la luz cegadora del sol de Misiones donde el sol es capaz de fulminar a las hormigas rubias en tres segundos. Pero, en realidad, cuando una p i c ad a del monte aparece sorpresivamente descrita como una catedral, los polos naturaleza y cultura se desdibujan como opuestos. La campanada del urutaú es solo en apariencia la clave de un oxímoron: monte –catedral no es un par de opuestos sino un sistema formado por dos planos sin solución de continuidad. La superposición de planos tan perceptible en los relatos de Quiroga como proceso constructivo forma parte, además, de su experiencia más cotidiana. Como escritor anti-intelectual y excéntrico, prefiere mil veces las vidrieras de la Ferretería Francesa a las librerías del centro, y la amistad de los desterrados de la frontera de Misiones a los salones literarios de París que conoció a los veinte a ñ o s e n un viaje decepcionante. Sin embargo, su p r o d u c t i v i d a d surgió de la experiencia de las herramientas, de la frontera, de la selva y de los desterrados, y no de las novedades editoriales ni de los salones parisinos. Estrada decía que, respecto de él, el a f o r i s m o q u e r e z a : “ El genio es hermafrodita de ángel y demonio” es exacto. Interesa de esta superposición el punto indecidible en el que los rasgos del ángel son indistinguibles de los del demonio. 13 En “Un peón”. III El mal se hace sin esfuerzo, naturalmente, por fatalidad; el bien es siempre producto de un arte. Baudelaire. Con este tercer volumen de Nuevos cuentos de la selva se completa la serie de cuentos de Horacio Quiroga relacionados con la selva de Misiones. Se trata de cuentos publicados por el autor en medios gráficos diversos de Buenos Aires. Los que se presentan bajo el título Cuentos dispersos se publicaron en la revista Caras y Caretas entre 1906 y 1935, y no fueron incluidos en libros durante la vida del autor. Bajo el título De la vida de nuestros animales14 se presenta una serie de 34 textos publicados en la revista argentina Caras y Caretas entre 1924 y 1925. Entre ellos incluimos "La tragedia de los ananás", publicado en el diario La Prensa de Buenos Aires el 1° de enero de 1937, último cuento que Quiroga vio publicado antes de su muerte, el 18 de febrero de 1937. Las características de estas estampas sobre animales y plantas de la selva de Misiones provienen de las circunstancias de su creación en tanto fueron escritas como colaboraciones periodísticas. La intención de un proyecto de columna y la demanda genérica de fundir información general y cultural para luego administrarla en "dosis amenas" son sus condiciones de producción. No, así, sus marcas: en las estampas de De la vida de nuestros animales, Quiroga se impone como escritor y como poeta a las exigencias del periodismo. Quiroga es un escritor profesional, circunstancia problemática para ser admitido en el "parnaso literario" de su generación, según la política de la élite literaria de principios de siglo XX. 14 Horacio Quiroga: De la vida de nuestros animales. Editorial Arca, Montevideo, 1988. La selva como escenario político Desde los primeros cuentos hasta los últimos, Quiroga recorrió un trayecto desde el modernismo decadentista al realismo. La conversión del señorito asmático en pionero agrícola era equivalente a la conversión del poeta refinado en escritor montaraz. Se trataba de una conversión de estilo tanto en la experiencia como en la literatura, cuyo punto de inflexión es el encuentro del escritor con la selva, a partir del cual las fantasías alucinatorias de los cuentos modernistas, influidos por la lectura de Poe, se retraen ante el peso del tema social. La determinación realista que surge de pronto en estos cuentos no parece probable fuera de la experiencia del escritor en la frontera de Misiones. La serie de cuentos realistas abarca "Los mensú", "Una bofetada", todos los cuentos de Los desterrados y "Los precursores". Este último, escrito en 1929, culmina la serie con un suceso: el narrador es un mensú; el escritor entregó la voz. Los temas de los cuentos realistas son la humillación, la venganza, la explotación de los obrajeros, las condiciones de vida miserables, la injusticia, el exceso, las situaciones límite de la resistencia al trabajo, al hambre, a la enfermedad, a las condiciones extremas de la vida en la selva. Temas "vigorosos" –para usar una palabra que Quiroga usaba mucho–, sobre todo en comparación con los temas de su literatura modernista: la exaltación anímica, las fantasías nerviosas y los horrores alucinatorios. Tal vez por estos escritos en los que la selva aparece como escenario del conflicto social15 es que se lo haya supuesto comunista. Según Ezequiel Martínez Estrada, Quiroga era, simplemente, un burgués disconforme y antisocial. Según él mismo, “un solitario y valeroso anarquista”. Los siguientes fragmentos de las cartas de Quiroga a Estrada tratan de temas sociales y definiciones políticas y lo muestran desde su propia perspectiva. 26/9/35: Glusberg: por las cuestiones sociales estuvimos en una ocasión a punto de disgustarnos. El buen amigo me pedía mucho más de lo que yo podía dar: a la cuestión y a él. Entiendo que cuando un artista lo es a tal punto que quiere suicidarse como tal, no es ello un buen seguro para afiliarse a tal o cual partido político, siempre cosa más sucia que la expresión literaria. Por aquí anda un mozo comunista, recomendado por Yunque; excelente muchacho, agitador de mensús, ciego y sordo a dar lástima. Lo que le he oído decir sobre Rusia, etc., y la disciplina del partido, etc., me han ensombrecido el ánimo. 15 No hay otros cuentos dedicados a este tema, más allá de posibles lecturas alegóricas de "Anaconda" y "H regreso de Anaconda". 8/2/36. Este Glusberg anda un poco desvariado con un exceso de ego en su mollera, me parece. Tiene a veces conmigo un tono altanero y chocante que no nos queda bien, ni a él ni a mí. En su última, a propósito de una nueva confirmación mía de mi libertad espiritual, me dice: "si Ud. se conforma con ser libre cuando otros no lo son, confórmese; yo no podría". Esto no está bien, yendo de un mozo calenturiento recién iniciado en la vida, a un hombre que le lleva 30 años de juicio. 13/7/36: La cuestión social: Tiempo me escribe, solicitando para cierta revista de izquierda (republicana), una líneas, que harían bien a la revista. Desde Juego; ¿pero a mí? –Ya le conté el asunto para una fabulilla comunista. Casi todo mi pensar actual al respecto proviene de un gran desengaño. Yo había pensado siempre que yo era aquí muy simpático a los peones por mi trabajo a la par de los tales, siendo un sahib. No hay tal. Lo averigüé un día que estando yo con la azada o el pico, me dijo un peón que entraba: –Deje ese trabajo para los peones, patrón... Hace pocos días, desde una cuadrilla que cruzaba a cortar yerba, se me gritó, estando yo en las mismas actividades: –¿No necesita personal, patrón? Ambas cosas con sorna. Yo robo, pues, el trabajo de los peones. Yo no tengo derecho a trabajar; ellos son los únicos capacitados. Son profesionales, usufructuadores exclusivos de un dogma. Tan bestias son que en vez de ver en mí un hermano, se sienten robados. Extienda un poco más esto y tendrá el programa total del negocio moral comunista. Negocio con el dogma de Stalin, negocio Blum, negocio Córdova Iturburu. Han convertido el trabajo manual en casta aristocrática que quiere apoderarse del gran negocio del Estado. Pero respetar el trabajo, amarlo sobre todo, minga. El único trabajador que lo ama es el aficionado. Y éste roba a los otros. Como bien ve, un solitario y valeroso anarquista no puede escribir para la cuenta de Stalin y Cía. 16 Animales modernistas, animales de la selva Tal vez por el hecho de trabajar con el lenguaje o por la circunstancia de hallarse ante el sustrato común de la observación del mundo y su descripción, muchos naturalistas devinieron escritores: Charles Darwin, William Hudson, Konrad Lawrence y Gerald Durrell. Todos ellos dejan suponer una permeabilidad unidireccional en la frontera entre naturalismo y literatura. Esta frontera se vuelve permeable para Quiroga también, en sentido inverso; el escritor, como observador de la naturaleza, adopta en De la vida de nuestros animales la impostura del naturalista; juega, corno narrador, ese 16 Ezequiel Martínez Estrada: El hermano Quiroga. Editorial Arca, Montevideo, 1968. papel. Sigue siendo escritor, sin embargo, un escritor camuflado con la selva. No es la primera vez que Quiroga escribe sobre animales. Tampoco le son ajenas teorías científicas, el racionalismo de su época ni las derivaciones más extravagantes de la psicología experimental, que aparecieron en sus cuentos mucho antes de 1924. El implícito de que todo tiene una explicación racional, mensurable, y que siempre una red implacable de causas determina las más disímiles consecuencias, es abiertamente positiva. Un lugar común de la crítica a sus fundamentos es que bajo el pretexto de un materialismo invencible, de una racionalidad sin resquicios, la razón del positivismo es capaz de dar lugar a delirios y fantasías tal vez más audaces que las que nunca pudo soñar el espíritu metafísico. En una época en que el positivismo era el pensamiento hegemónico, Quiroga explotó sus postulados para producir esos delirios y fantasías audaces. Ejemplos de esto último son "Historia de Estilicón” (1904) y "El mono ahorcado" (1907), cuentos en los que llama la atención el tono del narrador como observador experimental, etólogo delirante decidido a proveer explicaciones "científicas''. En estos cuentos, productos desquiciados de un darwinismo mecánico, ontogénico, se narra una especie de conversión entre el animal y el hombre: un devenir humano del animal que es acompañado por un devenir animal (perverso) del hombre (narrador). Estilicón y Titán son simios modernistas, en relación con los temas que Quiroga ponía en juego en ese período: zoofilia, en un caso, torturas a un animal, en el otro. La ñacaniná, el coatí, el cuendú, el cascarudo tanque y los demás de la serie son, en principio, animales de la selva. En 1924, cuando Quiroga escribía De la vida de nuestros animales ya había abandonado el modernismo, y puede decirse que había entrado en la etapa del realismo –en 1926 publicaría Los desterrados–, al menos en lo que se refiere al ambiente de Misiones. Sin embargo, el aprovechamiento de ciertos recursos recuerda la vieja etapa. Cuando Quiroga escribió "Historia de Estilicón" y "El mono ahorcado" aún no se había radicado en Misiones; su conocimiento de la selva no había ido mucho más allá del vistazo. En cambio, cuando escribió la serie de estampas De la vida de nuestros animales entre 1924 y 1925, aunque vivía en Buenos Aires, llevaba siete años de experiencia montaraz.17 Cada estampa de De la vida de nuestros animales comienza describiendo a un animal 17 La primera estadía de Quiroga en Misiones fue entre 1909 y 1916. del mismo modo que un naturalista lo haría con un ejemplar en observación. "La yararacusú", "El monstruo", "La hormiga león" y "El coatí" se abren con descripciones de tono objetivista, cándido, podrían considerarse antecedentes históricos del género documental. Cada comienzo captura la atención del lector con el estilo depurado del cuentista que conoce la efectividad de la primera oración, y prepara el terreno para asestar luego el golpe de efecto: el interés se ve asaltado sorpresivamente por el horror, el escándalo o la conmiseración. Tras la máscara del naturalista surge, de pronto, el escritor. Entonces, el animal deja de ser un ejemplar para volverse personaje. Un ejemplo notable es "El coatí”, que primero se materializa en Tutankamón para la anécdota y luego es sustituido por otro coatí –interesante reemplazo, que presume de la posibilidad de poner a salvo la verosimilitud– para el final efectista. Quiroga es ya, en 1924, un escritor profesional, un experto en estos manejos. Ante los mismos, se esfuma cualquier vestigio de ilusión objetivista. Literatura y efecto En la literatura de Quiroga, el efecto es un recurso que tiene más relación con el modernismo y sus tópicos muerte, necrofilia, vampirismo, intensidades extremas que con los cuentos realistas. Las estampas de De la vida de nuestros animales fueron escritas entre 1924 y 1925. En esa época, Quiroga ya había publicado "Una bofetada" y "Los mensú", y avanzaba hacia Los desterrados; podría hablarse entonces de cierto realismo relacionado con el ambiente (del mismo modo que "Anaconda" se incluye en Los desterrados bajo el título El ambiente). Aunque aquí el tema social no se plantea, sí es posible –actualmente con mejores fundamentos que cuando fueron escritos– una lectura política de estos relatos. Componentes de un realismo recién descubierto se conjugan en estas estampas con finales de efecto, recursos del período modernista que llevan muchos años de experimentación narrativa. Golpes de efecto que, como se verá, fueron evolucionando hacia temas cada vez menos modernistas –menos fantasmagóricos, menos relacionados con alteraciones psíquicas– como el peligro, la crueldad, o la muerte real. Para Quiroga, la búsqueda de la intensidad como absoluto, de la experiencia llevada al límite de la tolerancia –el dolor, el espanto, el asombro, la perversidad, la resistencia física– tiene que ver con preocupaciones efectistas que están casi uniformemente presentes en su literatura. En sus primeros escritos se encuentra un patetismo burdo, como el que sigue: Era siempre la necesidad diatésica de matar. Y Juan mató a una máscara con la que fue a cenar, y la dejó tendida sobre el diván, con el pecho abierto, manando borbotones de sangre que iban a empapar un ramo de rosas pálidas que llevaba prendido al seno. Juan se acostó y apagó la luz, y en la oscuridad veía sangre, una lluvia de sangre que mojaba su cuerpo. Sentía un furor desesperado, con deseos de volver al restaurant y apuñalar a aquella mujer que seguramente no debía estar muerta. [...] La puerta chirrió como si se abriera y sintió un ruido de pasos vedados, cada vez más perceptibles. Se detuvieron al lado de su cama y un soplo glacial cayó sobre su cara en tanto que una mano helada se posaba sobre la suya y la elevaba irremediablemente hasta un agujero viscoso, como sangre coagulada.18 El fragmento pertenece a "Fantasía nerviosa", uno de los primeros cuentos publicados, y resulta interesante como primer intento de un tipo de texto efectista que produjo, con el tiempo, resultados más sutiles. Se han festejado hasta el agotamiento los finales de efecto de "La gallina degollada" y "El almohadón de plumas",19 últimos cuentos del período modernista de Quiroga. "El galpón", un cuento publicado en ese mismo período, en 1909, se abre con una larga reflexión sobre el miedo muy al estilo de Poe. Dicha reflexión puede leerse también como ensayo de una teoría del efectismo: Si se debiera juzgar el valor de los sentimientos por su intensidad, ninguno tan rico como el miedo. El amor y la cólera, profundamente trastornantes, no tienen ni con mucho la facultad absorbente de aquel, siendo éste por naturaleza el más íntimo y vital, pues es el que mejor defiende la vida. Instinto, lógica, intuición, todo se sublima de golpe. El frío medular, la angustia relajadora hasta convertir en pasta inerte nuestros músculos, lo horrible inminente, nos dicen únicamente que tenemos miedo, miedo, eso solo basta. Por otro lado, su reacción, cuando felizmente llega, es el mayor estimulante de energía física que se conozca. Un amante desesperado o un hombre ardiendo en ira forzarán al cuerpo humano a que entregue su último átomo de fuerza; pero a todos consta que si aquellos el paroxismo de su pasión es capaz de hacerles correr cien metros en diez segundos, 18 Fragmento de "Fantasía nerviosa", publicado en 1901 en la Revista de Salto, Uruguay, bajo el seudónimo Aquilino Delagoa. 19 En Cuentos de amor y locura y de muerte. "El almohadón de plumas" fue escrito en 1907; "La gallina degollada, en 1909. el simple miedo les hará correr ciento diez.20 Si en las estampas de De la vida de nuestros animales, Quiroga recurre al final de efecto como a una estrategia que domina ya perfectamente desde sus experimentos modernistas. Pero el efectismo se juega, además, en un plano más general en la mayoría de los cuentos relacionados con el ambiente de Misiones: la selva. Un aspecto fundamental de la literatura de Quiroga es que la naturaleza no es bucólica, como para la concepción del siglo XVIII. Respecto a la naturaleza, Quiroga promueve la aversión: la selva es hostil, el crimen es natural; el mal se hace sin esfuerzo, naturalmente, por fatalidad. Nada más efectivo que esta idea romántica para inquietar a los burgueses de las ciudades, sobre todo cuando se la sostiene desde la experiencia de esa naturaleza pretendidamente hostil. 20 Fragmento de "El galpón", cuento publicado en la revista argentina "Caras y Caretas el 2/1/1909 y que no incluimos en esta selección porque no se relaciona con el ambiente ni con los personajes de la selva.