TEMA 2

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DERECHO CONSTITUCIONAL III
Pardo, M.; Rubio, E.; Gómez, F. y Alfonso, R.
LA IGUALDAD: ART. 14 DE LA CE
1. La igualdad: valor, principio y derecho fundamental.
La igualdad - al tiempo valor superior del ordenamiento jurídico, principio
informador y derecho fundamental - ha generado en los últimos tiempos
abundante literatura doctrinal y ha sido objeto de numerosos pronunciamientos
jurisprudenciales, pero, dada su enorme complejidad e importancia, continúa
produciéndonos la sensación de materia poco trabajada, con numerosas
incógnitas y cuestiones todavía pendientes. Ni mucho menos pretendemos
aquí y ahora abordar este casi inabarcable tema.
2. Evolución del contenido del principio de igualdad.
El lacónico y tradicional inicio del art. 14 de la CE, según el cual “todos los
españoles son iguales ante la ley”, ha enriquecido considerablemente su
originario contenido liberal. En el texto de dicho art. 14 CE se encuentran
comprendidas,
aunque
sin
distinción
expresa,
las
tres
principales
manifestaciones de la igualdad: la igualdad ante la ley, la igualdad en la ley y la
prohibición de discriminación. El TC ha entendido que así se deduce de la
totalidad del texto constitucional y muy especialmente del artículo mencionado.
a) El Estado liberal. La igualdad jurídica o formal.
a.1) De la igualdad ante la ley a la igualdad en la aplicación de la ley.
En un contexto liberal decimonónico, el principio constitucional de igualdad
representaba la ruptura con la anterior sociedad estamental, marcada por la
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desigualdad, los privilegios y las exenciones, y venía a confiar al legislador
ordinario la implantación de un ordenamiento jurídico igual para todos los
ciudadanos.
La igualdad ante la ley, entendida como una consecuencia de la generalidad de
la norma, significaba en ese momento histórico la sumisión a un mismo
ordenamiento y la igual protección para todos de los derechos reconocidos en
la ley.
De forma progresiva y natural, la “igualdad ante la ley” pasó a ser entendida
como “igualdad en la aplicación de la ley”. Ya no era suficiente que la ley fuese
general e impersonal, sino que los poderes públicos encargados de su
aplicación regular y adecuada debían hacerlo sin otras distinciones que las
establecidas en la norma (rompiéndose la igualdad si la aplicación se realizaba
con acepción de personas concretas). Según el menor o mayor margen de
apreciación o discrecionalidad previsto en la propia norma, la aplicación
desigual de la ley podía confundirse con un problema de mera inaplicación de
la propia ley o dar lugar a una auténtica aplicación arbitraria de aquélla.
Es justo reconocer que el Derecho administrativo, con sus técnicas
tradicionales sobre control de la arbitrariedad de la Administración Pública, ha
aportado mucho en este terreno, habiéndose orientado la labor del Derecho
constitucional y los Tribunales constitucionales fundamentalmente a perfilar la
igualdad en la aplicación de la ley por parte de los tribunales de justicia
ordinarios. En un claro intento de ser tremendamente respetuoso con la
independencia judicial, nuestro TC se preocupa de poner el acento en la
necesidad de justificar la congruencia del cambio de criterio y en el carácter
general del mismo, negando así la imposibilidad de realizar dicho cambio.
La igualdad jurídica o formal exige que de supuestos de hecho iguales deriven
consecuencias jurídicas iguales y que para introducir diferencias debe existir
una justificación fundada y razonable.
Pero no debemos olvidar que durante todo este discurso nos hemos limitado a
los aspectos formales de la ley (o lo que es lo mismo, al problema de su
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eficacia general), sin cuestionar su contenido, asimilando el principio de
igualdad ante la ley al principio de legalidad.
a.2) La igualdad en la ley.
El inicial significado liberal del principio de igualdad - la igualdad ante la ley pronto comenzó a mostrar sus deficiencias. Necesario, resultaba también
insuficiente. La proyección del principio de igualdad, no sólo sobre la eficacia
general de la ley, sino también sobre su contenido se hacía imprescindible.
Legislar es diferenciar y hacerlo además con un margen de libertad
constitucionalmente garantizado. No puede impedirse la existencia de
clasificaciones y diferenciaciones legales, pues éstas son legítimas, pero sólo
lo serán cuando reúnan ciertas condiciones. Por ello, es posible una revisión de
las medidas legales diferenciadoras, ya que el principio de igualdad vincula
también al legislador y no únicamente a los poderes públicos encargados de
aplicar la ley (art. 53.1 CE).
El principio de igualdad adquiere así el significado de “igualdad en la ley”. Este
nuevo significado, resultado de una evolución secular, no elimina el anterior,
sino que lo amplía.
Al legislador se le plantean innumerables dificultades de índole práctica a la
hora de realizar el principio de igualdad, pues de éste no se deduce ningún
contenido o criterio de medida. No se le dice al creador de la norma lo que es
igual, sino que sólo se le obliga, en principio, a tratar del mismo modo lo que es
igual y a tratar desigualmente lo que no lo es. La idea de igualdad está
impregnada de subjetividad y dotarla de objetividad entraña un gran esfuerzo.
En la recreación de la igualdad por parte del legislador, éste ha de tener
presente que se halla ante un concepto relativo e histórico, además de
relacional, pues exige siempre términos de comparación. Los juristas hemos de
tener presente, mal que nos pese, que todo “pronunciamiento sobre la
igualdad” encierra siempre un juicio de valor, en el que, con frecuencia, tienen
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mayor peso específico las consideraciones sociales, éticas y políticas que las
estrictamente jurídicas, lo cual complica extraordinariamente la labor.
La igualdad en la ley entraña un “derecho frente al legislador, cuyas decisiones
pueden ser anuladas por la jurisdicción competente cuando establezcan
distinciones basadas en criterios específicamente prohibidos o no guarden una
razonable conexión con la finalidad propia de la norma” (STC 68/1991, de 8 de
abril).
El principio de igualdad en la ley no implica igualitarismo o paridad (a diferencia
de lo que ocurre con la prohibición de discriminación en sentido estricto),
simplemente constata la existencia de cánones de lógica o de razonabilidad
que limitan la voluntad del legislador. El legislador está facultado para introducir
diferencias, incluso entre supuestos de hecho iguales, siempre que dichas
diferencias sean razonables o justificadas, persigan un fin digno de protección
por el Derecho y exista proporcionalidad entre el fin perseguido y la medida
diferenciadora.
El tratamiento legal diferenciador cuya legitimidad se pone en tela de juicio
siempre se desprende de la ley de una forma clara, precisa y directa - tanto si
se establece en una única norma como si se deriva de la comparación o
interpretación conjunta de diversas normas - pero no por esto deja de plantear
problemas aplicativos al TC, que debe valorar si la desigualdad es digna de
protección o no, elegir los criterios para realizar esa valoración (lo cual obliga, a
su vez, a un juicio de valor previo) y sobre todo, determinar el margen de
intensidad del control que él mismo puede realizar sobre el legislador, terreno
éste profundamente difuso y movedizo.
b) El Estado social. La igualdad material.
El Estado social es la superación del Estado liberal. La igualdad ante la ley y la
igualdad en la ley son insuficientes para corregir, o al menos mitigar, las
desigualdades de hecho existentes en toda sociedad. Aparece así un nuevo
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contenido del principio de igualdad: la igualdad material, a la que aparecen
vinculadas las medidas de discriminación inversa. Implican éstas una
discriminación legalmente consagrada y tolerada porque, paradójicamente,
permite remover obstáculos y abundar en la igualdad real y efectiva. El Estado
se convierte así en agente activo del cambio social.
Existe una clara e importante distinción entre las anteriormente descritas
medidas legales diferenciadoras y las medidas de discriminación inversa o
discriminación positiva.
En su origen, el debate sobre la admisibilidad jurídico-constitucional y la
conveniencia política de la acción positiva o affirmative action estaba dominado
por los juristas norteamericanos, especialmente preocupados por la integración
racial, las medidas antisegregacionistas y las minorías étnicas. En Europa, ha
prevalecido la preocupación por la discriminación sexual y las medidas
emancipadoras de la mujer, sin excluir, naturalmente, a cualquier otro colectivo
desfavorecido.
Las medidas de acción positiva, de naturaleza diversa y sobre las cuales
todavía no existe convención doctrinal unánime, se encuadran en el terreno de
la igualdad material, la real o efectiva - por contraposición a la igualdad formal o
jurídica - y la no-discriminación, considerada por muchos autores como una
aplicación modulada y dinámica del principio de igualdad y no una simple
consecuencia derivada de éste.
La acción positiva, expresión que ha tenido mejor acogida en Europa, incluye
cualquier medida, más allá de la simple terminación de una práctica
discriminatoria, adoptada para corregir o compensar una discriminación
presente o pasada o para impedir que la discriminación se reproduzca en el
futuro y suponen la creación de mecanismos o la utilización de políticas de
carácter diferenciado que favorecen a colectivos en desventaja, para acabar
con desigualdades de cualquier tipo consideradas injustas que les afecten.
Presuponen una discriminación “histórica”, representan un beneficio inmediato
y persiguen poner fin a esa desigualdad. Paradójicamente, una vez cumplida
su finalidad, desaparece su razón de ser y devienen ilegítimas e ilícitas.
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Se consideran acciones positivas las medidas de concienciación, promoción,
incentivación, discriminación inversa en sentido amplio, desempate y
discriminación inversa en sentido estricto.
Las circunstancias tomadas en consideración para aplicar este tipo de medidas
son las reputadas odiosas o especialmente sensibles, aquéllas que la
experiencia permite identificar en la mayoría de los casos como sospechosas
de ocultar una discriminación al ser tenidas en cuenta por el legislador. Sólo el
beneficio discriminatorio establecido a favor de algún colectivo desfavorecido
justifica y legitima su existencia.
Las medidas de discriminación inversa en sentido amplio - incluidas dentro de
la denominada acción positiva - siempre encierran una distinción legal que
resulta legítima, pero dan un paso más porque están orientadas a reducir la
desigualdad, esto es, a incrementar los niveles de igualdad real y efectiva, para
dar cumplimiento al mandato constitucional del art. 9.2. de la CE. Su finalidad
es siempre beneficiar a un colectivo que se encuentra en una situación de
desventaja inicial, precisamente para corregir o reducir esa desventaja.
3. El juicio de razonabilidad o test de constitucionalidad de la
desigualdad.
Hechas estas aclaraciones previas, procederemos ahora a comentar el
conocido
doctrinalmente
como
“juicio
de
razonabilidad”
o
“test
de
constitucionalidad de la desigualdad” que el TC proyecta sobre la diferencia
legal sometida a su juicio.
Para ello nos ceñiremos al esquema utilizado por el propio TC en su sentencia
200/2001, de 4 de octubre, dado que dicha sentencia recoge la doctrina
constitucional aquilatada durante años respecto al denominado juicio de
igualdad y es un buen ejemplo de ella.
El juicio de igualdad es siempre relacional. Exige en primer lugar dos
presupuestos obligados:
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1º) la constatación de la diferencia o del tratamiento jurídico diferenciador, es
decir, que como consecuencia de la medida normativa cuestionada se haya
introducido una diferencia de trato entre categorías de personas y
2º) la identidad u homogeneidad de los términos de la comparación, esto es,
que exista una equiparación lógica, no caprichosa o aleatoria, entre las
situaciones subjetivas comparadas.
Verificada la concurrencia de ambos presupuestos, procede el TC a determinar
la constitucionalidad o inconstitucionalidad de la medida de diferenciación legal.
La clave de esa determinación reside en la razonabilidad de la diferencia
introducida por el legislador.
La estructura lógica del razonamiento es la siguiente:
1º) averiguar el fin perseguido por la norma diferenciadora;
2º) comprobar si esa finalidad es digna de protección en el marco de los
principios y valores constitucionales; y
3º) comprobar la proporcionalidad entre el fin perseguido y el medio empleado.
Si alguno de ellos falta, la constitucionalidad quiebra. Para ser justos, hemos de
reconocer que el TC no realiza el examen de la concurrencia de esos
elementos con el mismo rigor. Inamovible en la comprobación de la
desigualdad, de la homogeneidad de los términos de la comparación y de la
razonabilidad de la diferencia en atención al fin perseguido por ella, suele dar
por hecha la proporcionalidad entre medida y fin, sin ser riguroso en el examen
de la misma salvo casos excepcionales.
Cuando nos preguntamos por la razonabilidad de la diferencia, hemos de
recordar que la carga de la prueba pesa sobre quienes pretenden afirmarla.
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