LA INSTITUCIONALIDAD COMO MARCO DE INDEPENDENCIA

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LA INSTITUCIONALIDAD COMO MARCO DE INDEPENDENCIA
Autor(a): Narces Ramón Alcocer Ayuso
Seudónimo: Sacred Alcor
La independencia a grandes rasgos representa la cualidad de ser independiente, esto es no estar sujeto a
condiciones ajenas. Desde un punto de vista estricto el ciudadano mismo representa la básica
expresión independiente, no obstante de analizar la injerencia legal y moral comprenderemos que la
verdadera independencia se diluye hacia conceptos más congruentes de autonomía y libre albedrío,
parte de los valores medianamente básicos según la Ciencia Ética. Inclusive adentrándonos al
complejo esquema freudiano encontraremos que tampoco el individuo mismo es independiente de sí.
Con tales argumentos la cualidad de ser independiente podría haberse distorsionado, a pesar de ser la
guía hacia una madurez ejemplar.
Considerando la reflexión resultaría improbable imaginar una idea de independencia a escalas
mayúsculas tales como el caso de las naciones mismas, y sin embargo a lo largo de la historia se han
producido innumerables desencuentros en pos de conseguir tan ansiada cualidad, conceptualizada en
prístina ocasión durante la segunda mitad del siglo XVIII. En diversos procesos ciertamente se luchó
por una independencia que aún no contaba con referencia más que aquella plasmada en las viejas actas
utópicas, es por ello que generalmente se establecía un objetivo de romper cadenas de opresión o
desatención.
Masas enteras fueron convocadas a demandar una independencia que de haberse alcanzado nos habría
elevado al rango de sociedad plena, vista desde cualquier punto de vista filosófico (anti-hegeliano o
no). Evidentemente dista de haber sido así, esto porque es el individuo quien teme ser independiente,
liberarse de sus instintos básicos, renunciando al éxtasis de los sentidos para alcanzar un grado de
independencia semejante al concepto máximo de pensadores como Comte, el cual señalaba una base
en la racionalidad pura de las ciencias demostrables.
A pesar de temerle, el hombre sabe la necesidad de un grado más o menos fijo de independencia, y
negando aquella fobia un conjunto de individuos ha conformado una sociedad de variados estratos que
finalmente alcanzan la conformación de un Estado, declarado –ahora sí- independiente… ¿hasta qué
magnitud debe llegarse para hacer presunción de tal cualidad?
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Esta apariencia es una actitud defensiva (un simbolismo podría llamarse); es legal y por tanto se hace
relativamente fuerte; a pesar de ello, en la actualidad los intereses económicos de unos cuantos no
vacilan en aplastarle, colapsando así la estructura organizacional de un estado, esto porque
al
adentrarse dicha ofensiva a la base de aquella coraza de “país independiente” encuentra una mínima
resistencia acarreada de antaño por aquel temor a la independencia personal. Tomaremos una figura
piramidal para ejemplificar esta teoría:
a)
Fallida organización independiente
La embestida puede ser en muchos puntos y al
mismo tiempo; dada la uniformidad los ataques
son cómodos.
La base amplia hacia arriba la hace pesada e
inestable, es maciza pero al ser amplia y llana
puede recibir una ofensiva desde muchos puntos,
si llega a destruirse no queda prácticamente nada
de la estructura.
La punta hacia abajo es la base, por lo tanto la
SOCIEDAD
hace inestable, no es necesario destruir el frente
amplio para desestabilizarle y colapsar la
estructura.
(En el peor de los casos la desestabilización puede surgir de la misma base y/o la sociedad, y
considerando que es un solo punto -la punta-, la destrucción de la estructura es inmediata)
b)
Organización independiente ideal
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La embestida externa sólo puede ser en un único
punto que es agudo y peligroso.
La punta hacia arriba otorga poco margen de
ataque,
sería
organizacional
necesaria
de
similar
una
ofensiva
tamaño
para
traspasarla, aunque para llegar a su base, que por
el tamaño es estable, es necesario destruir la
estructura completamente
La base amplia y plana hacia abajo protegen
SOCIEDAD
toda la organización y la sociedad en sí. Las
características fortalecen aún más la punta.
(La desestabilización es improbable desde de la misma base y/o la sociedad pues habría que
destruirse por completo, y para ello deben ser atacados todos los puntos de ella que sólo es
posible con un consenso integral de la misma sociedad)
Después de breve razonamiento surgirán paradojas respecto a la cualidad de ser independiente, pues
resulta irónico que una sociedad declarada independiente de otra, tenga dentro de su estructura a
individuos dependientes uno del otro, que si bien este comportamiento gregario asegura la
supervivencia sólo genera esa fantasía de independencia hacia el exterior con la evidente estructura
piramidal “a”.
Aparentemente el desentendimiento de un sujeto respecto a sus semejantes genera un individualismo
peligroso y poco recomendable, pero no por verse vulnerable hacia el exterior sino porque es
vulnerable a sí mismo, porque no tienen una independencia a sí mismo; aquello no significa que
debamos depender de los demás, estos es que seamos independientes de nuestra propia razón pero
dependientes a la de los demás, no, podemos ser independientes como nación, como sociedad, como
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familia y como individuos, y aún más ser el individuo independientemente de su propia estructura
básica, del ente.
Así se logrará la plena independencia, desde el desdoblado ciudadano hasta la entidad nacional. Sin
embargo analizaremos la estructura de la organización suprema hacia el individuo independiente.
En el caso primero la condición de ser independiente no camina más fácil que otras, para ello es
necesario un marco institucional, pues es la institucionalidad el cuidado y respeto de los que deben ser
objeto cada entidad aparte, estando necesariamente unida a los conceptos de derecho. Esta
institucionalidad no proviene de la independencia sino de la autonomía, de aquel valor básico
consistente en la propia toma de decisiones para normar lo que deseemos.
Comprendemos ahora que la independencia es algo que si bien un viejo pasquín señala la poseemos
como nación, no hacemos pleno uso de ella; de hecho para erogar nuestra condición de independientes
fue necesario el marco institucional, que de no ser por él nos conformaríamos la población mundial
como carentes de independencia.
Quizá el camino recorrido por los mexicanos en busca de la noción no haya sido equívoco y hayamos
acariciado la idea en no pocas ocasiones; el fallo por tanto podría estar en nuestra institucionalidad,
que si bien ha sido forjada de antaño, no se ha desarrollado; por el contrario únicamente hemos estado
plagados del “institucionalismo”, que -como doctrina- ha abusado de los conceptos, tanto de
institucionalidad como de independencia, conteniendo a la sociedad mexicana en sus capacidades tan
admirables.
La madrugada del 16 de septiembre de 1810 un sacerdote criollo hizo repicar las campanas de su
parroquia y convocar así a una fiel muchedumbre de desocupados y curiosos –que siempre son
muchos- que prestó atención a unas palabras que en el México presente resultarían extrañas: ¡Viva la
religión, viva nuestra madre santísima de Guadalupe, viva Fernando VII, Viva la América y muera el
mal gobierno! (en ninguno de los vítores se palpaba pizca de independencia, más bien de autonomía).
Acaecido en el pintoresco pueblo de Dolores, el acto significó el inicio de una prolongada lucha que lo
largo de los años olvidó sus objetivos primordiales de un derecho de autodeterminación hacia uno de
independencia, no tanto por iniciativa de los caudillos sino por procederes emulados; los intereses de
un cura excomulgado y su camarilla insurgente dieron paso a un plagio ideológico de nóveles
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francmasones quienes establecieron a través de tres garantías la creación de una institucionalidad que,
si bien ya existía desde antaño, se hizo legal, no así operante.
Durante el período de más de una década que cursó esta búsqueda sin mapa, un habilidoso religioso
posterior al padre Hidalgo, José María Morelos, enarboló lo más puro de la lucha que Pedro
Casaldáligai o el propio Fernando Lugoii pudieran envidiar. Desafortunadamente sucumbió ante la
opresión como buen revolucionario que fue.
La diferencia entre estos tres frentes (que no eran los únicos) no interesó a la Metrópoli pues su real
intención era conservar el dominio de la Nueva España para su provecho económico; sin embargo el
desinterés más importante no radicaba en los gachupines sino en los mismos novohispanos,
concretamente los mexicanos. Dentro de su arrastrada existencia observaron impávidos el conflicto
entre diversas partes que sabían nunca resolverían a fondo sus problemas. Por el contrario se esparcían
en las enramadas y talanqueras levantadas para correr toros o en las procesiones religiosas, olvidando
así sus penurias y malvivir, lo demás simplemente salía sobrando. Descabelladamente pensaríamos que
esta clase de sujetos experimentaba un intento de independencia, lo cierto es que era más indiferencia
pues bajo algún régimen tendrían que estar sometidos, y a su vez no eran independientes de sí mismos
(posteriormente lo analizaremos)
Pocos de estos infelices lo supieron, pero el 27 de septiembre de 1821 se pactaba la independencia de
México. El primer individuo a cargo fue un refinado militar que en ceremonia del Congreso fue jurado
emperador de la nueva nación; con ello surgía aquel institucionalismo que ofuscaría por muchas
décadas el concepto de institucionalidad, nublando la idea con el nuevo derecho de independencia del
cual se hacía gala pero que no existía ni se pretendió que lo hiciera. Hidalgo luchó por la
autodeterminación, Morelos por la libertad, y los trigarantes por la igualdad (léase fin de la guerra),
independientemente de su eslogan.
In Status, dentro del Estado, la institucionalidad, era vital para hacer pleno uso de las garantías
impregnadas en las actas, sólo como una nación unidad podríamos asumir la independencia plena, en
igualdad de derechos, en equidad general basados en la básica primicia de la libertad. Realmente un
país por sí solo goza cabalmente de esta formalidad por todo cuanto es. El grado de institucionalidad
dependería de la decisión social para alcanzarlo, basándose en la los derechos y garantías individuales
que el mismo pueblo se ha permitido recurrir; porque es realmente la sociedad la auténtica dueña del
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poder, esto es la democracia. Ante condiciones diversas como multiculturalidad, masas poblacionales
o extensiones territoriales amplias se ha recurrido a la elección de agentes delegados por los sectores
poblacionales, esto es la representatividad.
Posterior a la declaración de independencia se dieron desencuentros cuyo fin era el poder más que el
servicio al pueblo. La incursión extranjera era latente, mas estos intereses ajenos estaban enfocados
preponderantemente en los problemas organizaciones, en romper esa base mínima de la pirámide a
partir de sí misma, desde la sociedad; para ello era óptima la llegada de algún entreguista o pelele.
Definitivamente había ideologías pero estaban limitadas a poco estudiosos que no podían ver más allá
de las ventanas de su biblioteca la situación real del país que no era comparable a los problemas y
soluciones planteados por filósofos europeos y que por tanto no eran aplicables (enajenación vigente
en la actualidad); las principales armas además del poder económico era el carisma y la simpatía del
político (Iturbide, Santa Anna, Maximiliano sí lo tenían).
Retomando la democracia y la representatividad, nuestro país siempre se ha incluido en ambas
vertientes, o al menos es lo que literalmente se identifica en sus leyes supremas, normas que por
definición lo constituyen dentro del marco institucional. Lamentablemente no ha sido aplicado
correctamente el o los conceptos, fácilmente identificado al momento mismo de su colapso.
Curiosamente lo mexicanos guardaron un celo impresionante para la estructura política, idealizado
primordialmente como respeto y veneración pero no de confianza, a pesar de aparentar lo contrario,
quizá porque la democracia y representatividad eran términos allanados, todo ello representó el
institucionalismo, todo ello representa un temor a la verdadera independencia. La transformación en
esta actitud del pueblo tuvo que recorrer gran distancia hasta alcanzar los objetivos óptimos para el
correcto funcionar de la sociedad. En México la inoperancia predominó por muchos años, mas la
situación se observaba cual un “correcto funcionamiento del pueblo”, una cofradía social que evitaba
serlo. Consintamos la complejidad:
México, creo en ti,
porque creyendo te me vuelves ansia
y castidad y celo y esperanza.
Si yo conozco el cielo, es por tu cielo,
si conozco el dolor, es por tus lágrimas
que están en mí aprendiendo a ser lloradas…
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Han transcurrido ya casi setenta años desde que el escritor y poeta yucateco Ricardo López Méndez El
Vate (1903-1989) redactara aquella hermosa composición poética y que a la brevedad representara un
emotivo canto a la Nación, llevando impregnado en cada uno de sus versos una auténtica declaración
de fe y esperanza al gran país que es México, simbolizando un verdadero Credo para la patria (sobra
aclarar que el fragmento que encabeza este ensayo pertenece al poema). La entonación de semejante
obra literaria y su simple y llana audición extraen lo más emotivo del sentir nacionalista, experiencia
palpable en cualquier individuo que se precie de ser mexicano; un claro, noble y mayúsculo
sentimiento equiparable a la más profunda emoción de nuestra raza.
Los Estados Unidos Mexicanos son una nación singular, única entre el resto de naciones; un soberbio
crisol de costumbres y por ende de pensamientos las cuales se han integrado en una monumental
cultura. Sin ser superflua palabrería representa nada diferente sino el modesto orgullo para su pueblo,
sociedad forjada de los aconteceres más irreverentes de su pasado, lleno de las más profundas y
dolorosas heridas, demostrando a lo largo de su historia un tesón formidable para constituirse en la
actual comunidad mexicana, la verdadera institución social y política que lamentablemente ha
ignorado serlo.
Definitivamente nos encontramos marcados por capítulos funestos. Y bien se dice que “como México
no hay dos”, con la sabia respuesta: “gracias a Dios”. Nuestra patria se ha caracterizado por su
abanderada doctrina de no intervención, gracias a la cual ha vivido las últimas décadas ajena a
conflictos exteriores, con tal razón da la imagen de un pueblo independiente (no así sus ciudadanos); y
es particular el hecho que, desde siempre, los obstáculos para el progreso y superación del país en
busca de la plena independencia vista desde cualquier perspectiva, se remiten al ámbito intestino, allá
donde se encuentra el fuego amigo y en el cual se ha derramado la tanta sangre fraterna que redactó las
páginas colmadas de nuestra historia. Si en alguna ocasión peligró nuestra condición de estado
independiente no fue por la intromisión extranjera sino por la “extromisión” de individuos carentes de
valores patrióticos que al fin y al cabo no eran tal culpables de su entreguismo, malinchismo y otros
“ismos” que no vale la pena mentar, y que predominaron ante la falta de institucionalidad. No eran del
todo culpable pues es bien sabido que una de las virtudes de la democracia que siempre ha
caracterizado al país es que sus políticos no pudieron ser más ineptos que quienes votaron por ellos o
bien permitieron su llegada al poder: Iturbide, Santa Anna, Maximiliano…
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La problemática se vuelve más compleja; si México dice ser independiente, gran cantidad de
personajes a las riendas denuestan la condición, y entre bis y bis de los artículos magnos arman un
sacrilegio descarado. La injerencia extraña no es el delito sino la anuencia casera. Desde el siglo
antepasado esto generó desencuentros que superaron la tolerancia y desembocaron en una anarquía e
impunidad, ya lo hemos comentado; las leyes no se respetaban; entonces surgió la necesidad de
mantener el orden y respeto, valores perdidos desde la primicia del indio de Guelatao y que eran
clamados por todo el estrato social que no gustaba ser alterada. Rondaba el porfiriato, el mestizaje era
prácticamente común denominador, la educación, tímida, se abría paso en las ciudades. La
independencia no hacía gala de presencia pero la institucionalidad exigía su lugar cada día más; el pan
y el circo ya no eran suficientes, a cien años de la última insurgencia franca otra vería luz: la
Revolución, lucha que a casi otra centuria de distancia muchos estudiosos dudan de su utilidad como
solución a aquellos problemas.
Posterior a la guerra se buscaría regir a la brevedad firmemente al pueblo con tal conservar el
institucionalismo que representaba una farsa sistemática tan necesaria, basándose para ello en
estrategias que no pocas veces vapuleaban las garantías más básicas del ciudadano común. La
represión de antaño del Gral. Díaz simplemente se hacía legal, o más bien moral; los hombres que se
hicieron del poder posterior a la promulgación de la Carta Magna de 1917 enarbolaron en demasía la
literalidad de la nueva constitución y no escatimarían en medidas aún extremas para acallar cualquier
enardecimiento social; en un principio fue el tronar de fusiles y parque, convirtiéndose con el pasar del
tiempo en armas implícitas en doctrinas no escritas que alcanzaban el grado de represión y censura.
Con ello seguramente obtendrían el ansiado respeto a las instituciones, aunque con una legalidad
evidentemente espuria, no obstante se impuso la estabilidad, aunque con ellos la independencia total se
alejaba más.
“Denle al César lo que es del César…”, con esta sencilla aseveración los usurpadores del poder
controlaron a sus gobernados, jugaban con su libertad e independencia, y así como los imperialistas
romanos concibieron en ganarse la aprobación del pueblo acuñando monedas con la figura imperial y
conservar la fidelidad, la maquinaria oficial no vacilaba en empapar la educación, la salud o cualquier
servicio básico con el sello oficial, como toda una concesión misericordiosa: si viven es porque lo
permitimos.
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Con tal vicio el individuo se hacía más dependiente de todos la estructura social y sobre todo de sí
mismo; al ser partícipe el oficialismo en sus necesidades básicas subordinaban la razón, condicionaban
prácticamente la fisiología; con otras estrategias el “estado laico” permitía la enajenación religiosa y
sometía nuestra existencia a la dependencia espiritual; nuestra descomposición en mente, cuerpo y
espíritu mostraba dependencia de una con la otra (más adelante abordaremos de nuevo la
independencia individual).
Para no desatender la situación en cuanto al nivel de nación: en la etapa circundante a la aunque existía
estabilidad se padeció un oficialismo magnánimo, manteniendo ofuscadas a tantas generaciones con la
avalancha de manipulación metódica que mantenía a raya cualquier idea ajena a la del Estado,
temiendo opinar o siquiera pensar contrariamente a la bien planeada influencia de aquella poderosa
maquinaria gubernamental y sus falsas instancias represivas e intolerantes de ese entonces y de las que
se valía para sostener el sistema, o mejor dicho su sistema, eran instituciones con descarada
parcialidad.
La ondeante enseña tricolor significaba prácticamente lo mismo toda la nación, se desentendía como
símbolo patrio, no representaba a la institución, era la institución; el reino del presidencialismo donde
el máximo artífice se engalanaba con ella alrededor de su pecho en los actos protocolarios y solapando
que algo tan parcial como el uso de los colores patrios por un partido político. Con esta falacia
crecieron y por mucho tiempo nuestros antepasados vivieron convencidos al grado de “lanzarse desde
lo alto de una torre, envueltos con el lábaro patrio, con tal de no verle mancillado por el enemigo”. Ya
no sólo era dependientes de ellos mismo sino dependientes entre ellos mismos y a su vez de algo
mayor, la independencia se extinguía.
No podría ser distinto: aquellas generaciones vivieron sus primeros años siendo esclavos de la Nación,
sirvientes sí pero no más allá de la institución que edificaba la clase políticamente privilegiada,
desconociendo el pueblo que eran ellos la verdadera Nación y los políticos electos los verdaderos
servidores públicos. Y todavía se embelesaban con el deficiente sistema, expresando cada quien su
afecto al país; no sabemos si López Méndez se inspiró de esa manera; lo cierto es que aunque resulte
exclusiva la emotividad con la cual cada quien tome la interpretación del susodicho poema, su
publicación abierta fue promovida por las autoridades, en ese entonces encabezadas por el Gral.
Manuel Ávila Camacho, para reforzar la conducta nacionalista ante el colosal conflicto bélico que
padecía en esos tiempos la sociedad mundial.
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Con este caso no explicamos el motivo de la pasiva y patética forma de vida con que mantenían al
pueblo o que mantuvo éste. Simplemente era el continuo asedio de tenaces armas: la propaganda
gubernamental e Historia Oficial, premeditadamente interpretada y manipulada por la camarilla
política, manteniendo obnubilados a sus gobernados cual vasallos feudales. Se buscaba controlar el
sistema, y ante un gobierno rígido e intransigente las figuras santas y desinteresadas de los héroes
nacionales serían una justificación para el desatinado institucionalismo que imperaba.
Por muchos años continuó la situación de esa forma; los jóvenes, con su acostumbrado desafío a la
autoridad, notaron en su natural rebeldía el mal funcionamiento del país; las fanfarrias acostumbradas
cada noche del 15 de septiembre en donde vitoreaba a los patricios mexicanos podrían resultar
falsedades ante la actual falta progreso ¿por qué celebrar tales hazañas sino aprovechábamos la libertad
para consolidar nuestra institución y generar la verdadera independencia en pos de mejorar la
situación?
Gracias a Vasconcelos y Sierra la educación pública era garante a la sociedad para el progreso; si bien
el sector oficial controlaba la formación básica, la autonomía universitaria garantizaba el libre
pensamiento. A mitad de siglo pasado la maquinaria oficial mantendría el institucionalismo gracias a
la creación de Telesistema Mexicano (canal 2, XEW-TV) por don Emilio Azcárraga Vidaurreta,
empresa que se fusionaría con Televisión Independiente (empresa de capital regiomontano) para crear
Televisa, cuya plenitud estuvo a cargo de Emilio Azcárraga Milmo (a) "El Tigre", quien se vio
beneficiado por el apoyo gubernamental priísta de varios sexenios a cambio de la incondicional
difusión del aparato oficial y en detrimento de la oposición, así se mantuvo oprimido al pueblo ahora,
presentándole una falsa imagen.
A la par de este fenómeno mediático, Televisa cumplía cabalmente con la encomienda de Azcárraga
Milmo, quien habría dicho: “México es un país de una clase modesta muy jodida (sic), que no va a
salir de jodida; para la televisión es una obligación llevar diversión a esa gente, sacándola de su triste
realidad y de su futuro difícil (…) la clase modesta no tiene otra manera de vivir o de tener acceso a
una distracción más que la televisión”. Aunque no sólo la televisora, esta estrategia es el claro ejemplo
del bloque a la independencia individual.
Cierto que la declaración del “Tigre” no era del todo falda, él mismo se la creyó, el propio gobierno la
confió y continuó con la maña, no obstante lo real era que en esa fantasía telenovelesca habían
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pinceladas de conciencia fugadas del cedazo oficial que ni siquiera la impasible figura de don Jacobo
Zabludovsky, el embeleso futbolero ni el enfermizo rito mariano-guadalupano propios de Televisa
podrían contener. Ante la constante lluvia de ideas novedosas procedentes de todo el mundo,
especialmente de regiones que lucharon y sufrieron por sus derechos, la conciencia gremial tomaría un
rumbo distinto ya que al fin se cuestionaba el institucionalismo. La juventud estaría a la cabeza de las
demandas. El régimen, en una decisión desesperada sólo pudo recurrir a las armas materiales como al
principio, a las que acababan con el cuerpo pero conservaban el espíritu de lucha. Las consecuencias
fueron nefastas: matanzas estudiantiles, la Guerra sucia, y más. A pesar de ello no habría vuelta de
hoja, el progreso era incontenible, la fidelidad al Sistema se había acabado, los mitos patrióticos se
esfumaban, la lucha por una verdadera independencia basada en la institucionalidad estaba a flor de
piel.
Posteriormente, la acostumbrada automatización de una parte temerosa e impasible de la población
inspiró a la maquinaria oficial a un nuevo intento de reconquista social, a esa misma que en la época de
Hidalgo departía en las enramadas y talanqueras levantadas para correr toros o en las procesiones
religiosas, aquella que de alguna forma tendría que estar sometida, no sólo a una autoridad sino a sus
bajas pasiones, a su espiritualidad o a su ignorancia. Estas condiciones, presentes en la clase
necesitada, favorecieron el nacimiento de programas alimentarios que no contribuían a la real solución
del problema, ni en “solidaridad”, ni “progresando” ni con tantas otras “oportunidades”. De nuevo se
dependía de algo o alguien para tal bienestar efímero pues la inclusión o exclusión a dichos programas
se basaba en arbitraria voluntad. Sin embargo, contrario a lo planeado, se ganó aún más la antipatía del
pueblo que lamentablemente no podía protestar por la condicionada ayuda.
Para finales del siglo XX el partido que se autoproclamaba como abanderado de la Revolución Social
Mexicana de 1910, y que gobernó el país por más de setenta años perdió el poder; las validez del mito
nacional libre e independiente que había creado rápidamente se vino abajo. Por primera vez las luchas
y políticas sociales y económicas fueron cuestionadas, y no tanto por el fin o fines con que fueron
aplicadas sino sobre la manera en que fueron llevadas. Por supuesto esto desfavoreció a toda la
estructura, desde el alto. El poder regresaba al pueblo; si hay programas sociales es porque el pueblo
proporciona los fondos para tal, si se llevan políticas determinas es porque la sociedad lo permite, pues
ha delegado el poder a gente con intenciones de servir y los pueden destituir si así lo desean; los
ciudadanos permiten la creación y derogación de leyes, en cualquier momento se diga ¡basta! nada
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podrá hacerse sino su voluntad. La política parcial, la represión, intolerancia, poder económico y
restringido acceso a información –incluida nuestra propia historia nacional- no tuvieron el alcance
suficiente ante el arma más poderosa del pueblo: el voto, previo razonamiento (bien los sabían Heberto
Castillo y Rosario Ibarra en su tiempo, promoviendo el correcto uso de la urnas). A través de él se
consolidó la institución mexicana, desde la institución familiar hasta el Estado, que existía desde la
época prehispánica y que finalmente asumía el lugar que le correspondía.
Durante esa transición en la que se perdió totalmente el sentimiento fiel ante la noción equivocada de
institucionalidad e independencia, aún cuando no esgrimíamos el término correctamente, el país
anduvo por terrenos sumamente peligrosos para su unidad, pues bien sostuvo Lord Byron: “Apenas
son suficientes mil años para formar un Estado –una institución, una independencia-, pero puede bastar
una hora para reducirlo a polvo”. El sostén de México en aquellos pedregosos andares se basaría en la
tan comentada unidad social por excelencia, sobretodo en el dinamismo joven y el constante ímpetu
desesperante que en no pocas ocasiones perjudica a los mexicanos, el terreno se hallaba listo para
establecer nuevas definiciones.
Lo primero fue razonar nuestros propios valores: independencia, libertad, autodeterminación,
democracia y soberanía; lamentablemente no podíamos hacer uso de ellas por la constante censura
dictatorial, mas ahora sí podíamos porque por primera vez hacíamos uso del poder que realmente nos
pertenece; somos pueblo y por lo tanto somos quienes dictan las leyes y las derogamos, somos jueces y
legisladores. La autoridades no son las institución, tal vez la representen para muchos, pero la real
institución somos todos, el pueblo, como una gran familia, y como familia sólo podemos funcionar con
una confianza plena y sana; los gobernantes no hacen sino cumplir con su deber que el pueblo les
impone, como cualquier tutor que vela por los intereses y el bienestar de una familia. Entonces una
real institución ha surgido, nosotros la conformamos y sólo puede funcionar con ese sentimiento de
lealtad que libremente hemos elegido seguir, sin persuasiones ajenas o amenazas.
Lo elegimos así en parte porque somos nosotros los únicos beneficiados o perjudicados, y gracias a la
atmósfera de libertad y tolerancia que se respiraba en suelo mexicano –un ambiente enhiesto y de más
oportunidades para creer, sentir o pensar lo que realmente deseemos hacer- y definitivamente por la
nueva y auténtica institución que presidía la sociedad, una vida nueva se viviría, toda digna de respeto,
una institucionalidad que da por sentado el papel individual de cada mexicano en este sistema
difícilmente de llevar. Un trato cordial que fascina a los jóvenes, pues no nos ciegan la mente con
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mitos y leyendas nacionalistas sino con realidades, con todos aciertos y errores, nos enseñan así la
imperfección de nuestra patria y su raza, que día tras día se ha esforzado tanto por corregir, echarla a
andar y mantenerla a paso.
Sin embargo todavía faltaban algunos detalles, amén de hacer gala de la independencia: debíamos
hacer honor a nuestra organización equitativa; si todos teníamos un lugar en la estructura, deberíamos
poseer una obligación en ella para aportar nuestro granito de arena a la funcionalidad del país; si las
autoridades han sido delegadas a servirnos, residía en nosotros proporcionarles las herramientas para
hacerlo de la mejor manera posible; se había desterrado prácticamente al paternalismo –que subsistía
bajo un nuevo concepto llamado populismo- , por lo tanto el correcto andar del sistema corría por
nuestra cuenta.
No hemos alcanzado por completo esa característica de independientes, aunque nuestra calidad de
estado afirme lo contrario no somos autosuficientes económicamente, científica, tecnológica y ni
siquiera espiritualmente, si bien la independencia nos capacita para interactuar con el resto del mundo,
con personalidad, a base de decisiones tomadas por nosotros mismos, si no volamos con nuestra
propias alas llegará el día que nos ocurrirá lo que a Ícaro.
Trabajando en cada uno de nosotros es cómo alcanzaremos la verdadera independencia que finalmente
inferirá una tangible hasta el máximo nivel organizacional, donde en nuestro caso como país se han
sentado sus bases, con el marco institucional establecido.
Habiendo explicado el fenómeno de la independencia como nación, su verdadera conceptualización y
aplicación (terceto…), es necesario aplicarlo a nivel fundacional e individual. Porque es verdad que día
a día se consolida firmemente nuestra independencia, mas no debemos ignorar el ejemplo “a”, donde el
nivel de independencia puede verse enorme pero carece de bases igualmente amplias. No es negativo
hacerle crecer, pero debe ser en proporción a una base organizacional y social mucho mayor para
mantener la pirámide ideal (“b”). Hacia allá debe estar enfocada nuestra lucha independentista de este
largo camino que nos ha llevado casi dos centurias; a partir de 2010 el país debe estar encaminado…
¿Acaso nos servirá la institucionalidad de manera particular? Definitivamente, el concepto de
institucionalidad a nivel personal se aplica como una notabilidad de voz, de opinión, de consideración;
pero si queremos gozar de dicha cualidad debemos hacer uso cada uno de ella, incinerar la “caja
idiota”, alzar la voz, tener los valores, no valernos; cada quien con su voz es cada quien independiente,
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la institucionalidad nos garantiza la igualdad para ser escuchados, cada uno, de forma independiente,
con un pensamiento distinto, pero es necesario darlos a conocer todos, ser incluyentes, tolerar los
demás, respetar el derecho ajeno, eso nos hará independientes uno del otro. Y todavía si alguno arguye
comentarios filosóficos respecto a la independencia de alguien respecto a sí mismo bastaría consensar
esas ideas para el bien común, es decir tomar acuerdos, ahí se alcanzaría la independencia total.
Nuestro futuro tiene la seguridad de que mientras confiemos en nosotros mismos como institución y
las que emanen de ello, lo demás surge por sí solo, pues quien no se tenga confianza en lo propio
simplemente no funcionará. Es verdad que aunque ponernos de acuerdo todos es imposible, la
perdurable vida de nuestras instituciones ante ese encuentro de ideologías fortalece la estructura,
mostrándola capaz de sostener la organización social, política y económica del país, consolidando una
independencia tangible. Y mientras tomemos las correctas decisiones y hagamos buen uso de nuestra
voz, ya sea con voto, con plantones, marchas, ensayos, con la constante vigilancia a los representantes,
podemos confiar que las cosas andarán con viento en popa, vislumbrando un futuro en el que la
resultado sea mayor a la suma de sus partes, donde se supere el concepto de independencia, la verdad
nos hará libres, nuestra fundamentación lógica pero plena de ética (no se confunda con moral) y
valores nos llevará al a un estado cercano a aquel que el máximo revolucionario de la historia, Jesús,
nos enseñó: más allá de la ley, con la fe… ¿en quién? pues somos independientes, ya no sólo como
país, como entidades federativas, municipios, poblaciones, familias e indivuos, no, más allá:
Considerando nuestra subdivisión en cuerpo, mente y espíritu, es necesario hacerlos independiente uno
del otro; Comte señalaba que es necesario deshacer los placeres terrenales y espirituales para
desarrollar la razón y alcanzar el grado intelectual máximo, pero eso nos hace parcialmente
independientes ya que al no haber otra parcialidad similar no podría estar la mente subordinada o
subordinar, es entonces una independencia falsa (podría llamársele cobarde); el mismo filósofo
señalaba que era imposible desechar tales aspectos de la vida, especialmente el espiritual, ya que nunca
podría ser demostrado con las ciencias (requisito para pertenecer a la utopía) pero al repetirse y ser
tangible indirectamente en los individuos era innegable su existencia y podrían solaparse a pesar de su
error.
Y efectivamente, no puede pasarse por alto; es ahí donde recae nuestra real independencia, la que
inferirá cual reacción en cadena una total. Separar la mente, que se independiente del cuerpo y el
espíritu, para que así nosotros mismos cavilemos el beneficio de comprar lo hecho en México, nada de
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piratería o fayuca, mente para darnos cuenta de que por ahorrarnos unos pesos en pos de disponer de
más fondos y riqueza nos entregamos al egoísmo, al individualismo, a los placeres terrenales que
cuestan también. Separar el espíritu, hacerlo independiente, para que no nos atengamos a una moral
falsa o doble moral, que no sintamos culpa de desarrollar nuestras preferencias o pensar en “herejías”.
Separar el cuerpo para no hacerle sufrir las penas que atraen el remordimiento de la conciencia o falsa
moral. Simplemente no hacerle saber a la mano izquierda lo que hace la derecha…
Siendo independientes nosotros mismos podremos crear una comunidad con obligaciones, con
desinterés, no comunista pues en ella son todos necesarios, no, la idea es que nadie sea necesario, que
seamos independientes uno del otro, pero no egoístas; que haya respeto para quien no desee participar
hasta alcanzar su propia independencia, siendo necesario para ello la institucionalidad personal, así
funciona, quien no desee cooperar no merece ser excluido, eso sería pensar egoístamente en el grupo y
finalmente en la nación, generando los mismo problemas que hemos padecido en todos los estratos;
debemos ser y dejar ser, derechos como la educación y la salud son los principales bastiones de esta
lucha. Luchando por patear programas sociales falsos que sólo malacostumbran a una malviviente
sociedad que no interesa que los impuestos que mantienen dichos programas bien se podrían emplear
para crear fuentes de empleo que realmente los beneficiarían, fomentando el consumo interno, la
autosuficiencia y finalmente la soberanía: eso es independencia, visto del individuo hacia la nación y
de la nación al individuo; eso es independencia y para allá debemos luchar.
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Precursor de la Teología de la Liberación
Religioso y actual presidente de Paraguay
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