Crónicas uruguayas La doma Ilustración de José A. Gamarra 1 E ntre todos los trabajos que realizan los hombres de nuestro campo, acaso sea el más difícil – y es sin duda el más bello – el de la doma de potros. Además de los indispensables atributos físicos – piernas y brazos fuertes, buen golpe de vista, rapidez de movimientos –, esta compleja y delicada tarea requiere serenidad, arrojo y, más que nada, una paciencia inagotable e inalterable a la vez. Conviene señalar, en primer término, la diferencia que existe entre doma y jineteada. Un jinete es un hombre que sabe sostenerse encima de un caballo con destreza, prestancia y gallardía, sorteando airosamente los corcovos y volteretas del animal, y brindando al hacerlo un espectáculo de gran belleza plástica, que despierta admiración y entusiasmo en cuantos lo presencian. Un domador, en cambio, es quien realiza la hazaña de convertir al más crudo de los baguales en una bestia mansa y obediente, dócil a la espuela y al freno y, por ende, aliado valiosísimo del trabajador rural en el desempeño de sus múltiples faenas. Un buen jinete puede resultar a veces un pésimo domador. Un domador, aún el menos diestro, es siempre un jinete discreto, por lo menos. Los primeros grandes domadores que existieron en la cuenca del Plata fueron los indios, que ya al promediar el siglo XVI habían aprendido a amansar potros con una habilidad tal vez no superada hasta el presente. Según se refiere José Hernández, el famoso poeta argentino autor del “Martín Fierro”, los pampas estudiaban previamente las características de cada bagual para luego aplicar en la doma el tratamiento adecuado, aunque, eso sí, procediendo siempre de una manera suave y cariñosa, exenta de rigores y de violencias que ellos sabían contraproducentes. Y otro tanto hacían aquí en la Banda Oriental los charrúas y los arachanes, que fueron también domadores habilísimos, al punto de que algunos viajeros ingleses y franceses de los siglos XVI y XVII llegaron a considerarlos superiores a los propios árabes y persas en la tarea de amansar caballos, y obtener de ellos el máximo rendimiento y la más absoluta sumisión. Muchos son los domadores gauchos que emplean con éxito los procedimientos de los aborígenes, buscando sacar partido de la inteligencia natural de los equinos en lugar de pretender someterlos por medio de la fuerza bruta. El procedimiento más generalizado consiste en atar a diario el potro al palenque, aumentando de manera gradual la duración de esas ataduras y aproximándose con frecuencia al animal para palmearle suavemente el lomo, a fin de que se acostumbre a la cercanía del hombre y vaya perdiendo el miedo y las cosquillas. Después, se le colocan las jergas, la carona, el basto, y demás 2 componentes del apero. Sólo cuando advierte que el bagual tolera sin rebeldías el recado, se decide el domador a enfrentarlo, repitiendo también esta operación cuantas veces sea menester, hasta que se habitúe a soportar ese cuerpo extraño dentro de la boca. Luego se empieza a trabarle los remos delanteros, y más tarde los traseros, cuidando de que las maneas sean bien anchas y estén bien sobadas, para no lastimarlo en ocasión de sus inevitables forcejeos y saltos. Cuando el domador resuelve montar sobre el potro es porque está ya completamente seguro de que, por lo tanto, el animal no habrá de malograrse en la etapa final de la doma, que consiste en galopes y carreras a campo abierto, con el acompañamiento del “apadrinador”, jinete en caballo manso cuya función es la de contribuir con su ejemplo a la orientación y sometimiento del bagual. Cuando éste aprende a obedecer a la rienda y a avanzar, virar o detenerse según la voluntad del domador –vale decir cuando ya es redomón–, se le empieza a adiestrar para la función que de antemano le ha sido fijada, enseñándole a escarcear y a andar con arrogancia si es destinado a paseo, a desplazarse velozmente en cualquier dirección si es para el trabajo del campo, o a adquirir un trote largo, firme y rendidor si se le piensa dedicar al tiro. El oficio de domador es uno de los más apreciados en la campaña uruguaya, y los pocos hombres que realmente son capaces de desempeñarlo con maestría y eficiencia cuentan en todas partes con la admiración y el respeto de cuantos les rodean. Serafín J. García Referencia bibliográfica: García, Serafín J.: “Crónicas uruguayas. La doma”. En El Grillo. Montevideo, Consejo Nacional de Enseñanza Primaria y Normal, 1953. P. 12. 3