El patrón parece no haber cambiado

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El patrón parece no haber cambiado
Mario Sifuentes
Son endiosados por unos y satanizados por otros. A la vez imitados y basureados,
soboneados y vituperados, festejados y burlados, envidiados y despreciados... Lo cierto es
que los miembros de la élite —vinculados estrecha y silenciosamente al poder económico
y político, pero casi invisibles para el resto de la sociedad— desatan polémicas y
pasiones aquí en el Perú como en cualquier parte del mundo. Desde hace mucho, son
unas pocas familias las que han estado asociadas al poder real, poder que puede haber
cambiado en su forma y ejercicio pero que casi siempre tiene detrás a los mismos
protagonistas. Cosa curiosa, en tiempos en los que el cambio es la constante.
Justamente el cambio de siglo nos agarró de sorpresa. Como pocas veces en
nuestra reciente y cruel historia republicana, después de décadas en las que se alternaban
y superponían las crisis, la corrupción, el terrorismo y la hiperinflación, el Perú es
considerado ahora un modelo macroeconómico, un ejemplo para las naciones emergentes
y un abanderado del crecimiento en América Latina. Esta inesperada bonanza ha
desatado algunos nudos críticos en la economía de los peruanos, especialmente de los
más conectados al sistema; ha alentado una fiebre consumista y aparentemente la
reaparición de algunos viejos hábitos que imitan un pasado rancio y aristocrático.
Cuántas veces se ha tocado el ejemplo de las playas de Asia, que como
urbanizaciones fortificadas limitan más allá de lo legal el acceso a «otros» a ese espacio
público. También están esas parejas jóvenes que al puro estilo victoriano pasean a sus
hijos cada uno con una nana; por otro lado está la competencia de las 4 × 4, la aspiración
de pertenecer a directorios de determinados grupos económicos más allá de los puestos
públicos, el consumo en lugares definidos y de existencia efímera, la asociación en clubes
exclusivos, etc. Todos estos son supuestos ineludibles para marchar codo a codo con la
gente de clase A. Resulta bastante útil hurgar en los estilos de vida de las élites pues en
gran medida sus hábitos de consumo revelan sus formas de «estar en el mundo» y de
sentir. De allí se pueden colegir las nociones que tienen de su tiempo y de las relaciones
interhumanas entre ellos y la población subordinada. Incluso, lo que estas
microsociedades consumen y los mercados donde lo hacen están insertos en matrices
políticas y culturales muy complejas y reveladoras.
El espíritu colonial
Pero para comprender más el espíritu de las élites contemporáneas habría que
hurgar en sus orígenes, en los componentes y actitudes que la forjan, y retroceder en la
historia hasta la época colonial. Recordemos que Lima fue durante 300 años la capital del
virreinato y fue considerada la colonia española más rica, la favorita, a la que incluso los
virreyes de nueva España —hoy territorio mexicano— aspiraban a llegar en el pináculo
de su carrera. En esa ciudad de reyes —amurallada para evitar el ataque pirata en pos del
oro y la plata— se instaló una corte sumamente rígida y fastuosa, en algún momento más
ostentosa que la misma corte de España o la mayoría de ciudades europeas. Toda la
riqueza que fuera de los incas y la plata de Potosí y Charcas le dio a Lima una intensa
vida social y dispendiosa. Incluso se dice que a la llegada de un nuevo virrey se
adoquinaban algunas calles con lingotes de plata, para el paso arrogante del nuevo
gobernador. Una serie de arcos con reminiscencias imperiales, adornados con pinturas y
esculturas, terminaban de configurar el tono apoteósico de la ocasión.
Entonces, la sociedad estaba jerarquizada por castas —el máximo valor
diferenciador era el color de la piel—, lo que le permitía a la élite de origen español y a
los criollos desenvolverse relajadamente entre la plaza de toros, los gallos, el teatro, las
fiestas y banquetes palaciegos. Eran dueños de las tierras y de los indígenas que allí
trabajaban. La educación era exclusiva y tuvo un acento sumamente riguroso, clasicista,
memorista y religioso. El poder, la economía, la organización y el peso de las decisiones
se centraban en las necesidades y apetencias de esa minoría, partía de ellos y solo
importaba cómo sus consecuencias repercutían en ese pequeñísimo grupo social que
concentraba absolutamente el poder. Ellos apostaban a que nada, ni la fuerza de la
historia ni la evolución natural del hombre, podría resquebrajar ese orden profundamente
desigual, rentista y cortesano.
Pero en esos tres siglos, los criollos, hijos de españoles nacidos en el Perú, fueron
ganando espacio en todas las esferas y ocuparon cada vez más cargos de relevancia en la
administración pública y dentro del clero. Muchos de ellos amasaron importantes
fortunas y fueron incubando sentimientos emancipadores y anticolonialistas. En el intento
de recuperar posiciones, la Corona ensayó algunos recortes de privilegios para ellos y
propició, a la postre, la independencia del Perú. Pero si bien esta concluyó como un
quiebre del dominio de España y privilegió una visión americanista, libertaria, legítima,
estuvo lejos de romper el lazo con la obra española en estas tierras. Lo que sí prevaleció
fue una visión de igualdad en términos de derechos fundamentales y se erradicó la
división por castas. Por lo menos así estaba escrito en el papel. Sin embargo, el orden
social y el comportamiento de las élites siguieron siendo muy parecidos.
El dinero del guano
A mediados del siglo XIX, la industrialización de Europa hizo crecer la migración
de obreros provenientes del campo. Había gran demanda de alimentos y servicios, pero
esas tierras desgastadas ya no podían abastecer tal cantidad de gente. El guano se
convirtió en el rey de los fertilizantes y el Perú en uno de los principales proveedores del
mundo. Así como el oro y la plata de la Colonia, el guano pudo haber revitalizado las
alicaídas arcas de la naciente república, sin embargo se destinó la mayor parte de ese
dinero para consolidar la deuda interna, vale decir, se pagó a quienes habían contribuido
con el financiamiento de la causa independentista. Al menos esa fue la idea original.
El dinero efectivo bullía en manos de un grupo de ciudadanos; se multiplicaron
las fortunas y los viejos y nuevos ricos se untaron nuevamente de oro; construyeron
mansiones y palacetes, ordenaron pinturas y esculturas a exclusivos artistas italianos, y
también cambiaron la saya y el manto por los vestidos franceses y lujosos mausoleos en
el Presbítero Maestro. A mediados del XIX, coincidentemente con esa «bonanza», la
ciudad amurallada dio paso a la metrópoli y a un cambio drástico en los usos y
costumbres de las élites limeñas. Pero no pasó mucho tiempo para que los fertilizantes
químicos producidos en los países industrializados reemplazaran al guano peruano.
Para Heraclio Bonilla, el uso de estos recursos no permitió un impacto
significativo de la economía nacional. La multiplicación por seis del monto inicial de la
deuda interna, producto de la corrupción y complicidad de los funcionarios, «permitió la
conversión de los beneficiarios —al alentar la especulación— en una clase rentista y
parasitaria». Cuenta Pablo Macera que muchos de los documentos fueron falsificados y
las deudas creadas o infladas, lo que produjo que algunos legítimos acreedores quedasen
fuera de la repartija. No se levantaron fábricas ni hubo grandes inversiones. Es más, el
país quedó aún más endeudado, pues muchos «beneficiados» compraron bonos de la
deuda pública. Literalmente, el dinero del guano se hizo mierda, lo mismo que las
aspiraciones locales de sanear la economía. Y así, en la ruina, nos agarró la guerra con
Chile.
La leyenda del caucho
Otro boom en la economía peruana fue el del caucho amazónico, a fines del siglo
y principios del XX. En pleno sol y a mediodía era común ver a los iquiteños vestidos
con elegantes ternos de casimir europeo, escopetas en ristre y sus buenas botellas de
cerveza alemana para el refresco. El atuendo de color claro era siempre complementando
con una sarita, ese sombrero de paja que debía su nombre a la actriz parisina Sarah
Bernhardt, quien visitara el Perú a principios del siglo XX. Los más pobres, generalmente
nativos, andaban sin zapatos y difícilmente utilizaban los dos pequeños tranvías que
atravesaban Iquitos, el primer puerto fluvial amazónico del Perú que comerciaba
directamente con la gigante y superdesarrollada Manaos.
El negocio del caucho estuvo liderado por la familia del riojano Julio César
Arana, cuya empresa tenía domicilio legal en Londres y cotizaba en esa bolsa. Para los
limeños sería demasiado distante y trabajoso el recalar por esos lares. La dinámica
comercial fue tal que Iquitos llegó a contar con nueve consulados internacionales y
colonias de chinos, judíos, portugueses, norteamericanos y españoles, entre otras. De
aquella época dorada quedan mansiones y edificios de estilo morisco y otras
construcciones destacadas como la Casa de Fierro, diseñada por el francés Gustav Eiffel,
el mismo artífice de la romántica y emblemática torre de París. Pero no pasó mucho
tiempo para que Arana fuera acusado de torturas, masacre y sacrificios en perjuicio de los
nativos amazónico, Además, los ingleses se llevaron las semillas de caucho a sus colonias
desvinculándose así del hacendado y de sus negocios. Más adelante, con una inmensa
fortuna, Arana sería alcalde de Iquitos y luego senador por Loreto; por supuesto, siempre
defendiendo sus propios intereses.
XIX
El boom de los metales
Desde inicios de este siglo, el Perú asoma a una nueva época de bonanza que
responde principalmente al alza de los precios de metales y a sus tratados comerciales.
Pero como resumió recientemente el gurú de la competitividad, Michael Porter, nuestro
rendimiento económico es alentador pero no garantiza un progreso sostenido a largo
plazo, pues persiste el desempleo y la mayoría de pobladores del sector rural vive debajo
de la línea de pobreza. Sin embargo, pese a la evidencia, pareciera que a nuestra élite le
pesara hacer un análisis más allá de la superficialidad o una simple reflexión histórica.
Nosotros tuvimos acceso —antes de su publicación— a un primer borrador del
trabajo que Víctor Vich y Virginia Zavala están haciendo para el Instituto de Estudios
Peruanos (IEP). La investigación está hecha sobre la base de entrevistas a empresarios
peruanos jóvenes y exitosos que reflexionan en torno a la desigualdad social. Los
entrevistados son diez jóvenes de clase alta, con 37 años en promedio, gerentes de
importantes compañías o dueños de sus propias empresas. Vich y Zavala encuentran tres
argumentos con los que estos empresarios, detrás del discurso políticamente correcto y
cauteloso, legitiman la desigualdad social: el educativo, el racial y el económico.
Se trata de un discurso que hoy en día es mucho más consciente de las censuras
entre lo que se puede y no se puede decir y, sospechosamente, bastante similar y
compacto. Según los investigadores, «nos encontramos ante un discurso donde la historia
cuenta poco, donde la estructura social está invisibilizada y donde todo se reduce a la
voluntad y a las capacidades técnicas... la política queda eliminada en la medida en que
ya no se trata de negociar diferentes perspectivas, sino que se asume que hay solo un
único modelo viable».
Para ellos existe una sola forma de entender la realidad, una sola manera de estar
«educado» y una única manera de organizar la economía. En ese contexto, la falta de
educación —a decir de Vich y Zavala— sería hoy el argumento estratégico para legitimar
la desigualdad existente y para construir un discurso ideológico que nunca cuestione al
sistema económico, la violencia inherente al propio sistema social ni las desigualdades
que genera el propio capitalismo.
Las consecuencias negativas sobre el resto de la población son cínicamente
relativizadas por la élite, mientras ayuden a proteger esa estructura única y el andamiaje
social que los mantiene en las instancias de poder. Cualquier imprevisto, desigualdad o
injusticia son considerados simplemente daños colaterales, mientras protejan el orden
social, su estilo de vida y preferencias de consumo. Les es más fácil negarse a ver lo
evidente que construir un orden más justo y equilibrado como nación.
Y aquí recordamos a Zygmunt Bauman: «La élite global contemporánea sigue el
esquema de los antiguos “amos ausentes”. Puede gobernar sin cargarse con las tareas
administrativas, gerenciales o bélicas y, por añadidura, también puede evitar la misión de
“esclarecer”, “reformar las costumbres”, “levantar la moral”, “civilizar” y cualquier
cruzada cultural. El compromiso activo con la vida de las poblaciones subordinadas ha
dejado de ser necesario (por el contrario, se lo evita por ser costoso sin razón alguna y
poco efectivo)», afirma en La modernidad líquida.
Una de las conclusiones de Vich y Zavala es que «la construcción de estas
diferencias sirve para impedir que un sector de la población acceda a derechos básicos».
Bajo esas condiciones, el subordinado, a diferencia de la élite, al no conocer las reglas y
los atajos del sistema, tiene pocas posibilidades de un avance y crecimiento sostenido.
Como que la indiferencia y el hedonismo de antaño, tan nefasto en sus consecuencias,
persistiera como el rasgo común de la élite peruana del siglo XXI.
Hablando de las élites de estos tiempos globalizados, continúa Bauman en Vida
de consumo, es la prerrogativa de descartar y excluir dejando de lado a una categoría de
gente a la que se le niega la ley o a la que se le reitera su aplicación, según sea
conveniente. En síntesis, después de varios siglos, el patrón cultural parece no haber
cambiado demasiado.
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