Las glorias salesianas

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Las glorias salesianas
Por Ezequiel Méndez
Ceferino Namuncurá y Laura Vicuña,”el indio santo” y “la santa de los Andes”. Dos vidas
ejemplares que dejaron su huella en la Patagonia y que hoy, más que nunca, merecen la
atención para iluminar el camino de la fe.
Ceferino Namuncurá, el indio santo
Nieto de Calfucurá, el gran monarca de las pampas, e hijo del cacique Manuel Namuncurá.
Nació en Chimpay, Provincia de Río Negro, el 26 de agosto de 1886, día de San Ceferino
Papa. Su madre, Rosario Burgos, era cautiva de origen chileno que lo supo educar en los
primeros años con firmeza y sabiduría. El padre Milanesio (salesiano) lo bautizó el 24 de
diciembre. Su infancia transcurrió en estas tierras, donde aprendió a andar a caballo, tirar
flechas, aprender canciones de su gente y a impregnarse de amor a lo suyo.
Sin embargo, su padre decide mandarlo a estudiar a Buenos Aires para, como dice él mismo,
“bien de mi raza”. Tenía once años de edad y recala en los Talleres de Marina del Tigre,
donde aprenderá el oficio de carpintero. Pronto su padre verá que eso no es suficiente y por
intermedio de un viejo conocido, Don Luis Sáenz Peña, logra inscribirlo en el Colegio Pío IX,
que los padres salesianos regentaban en Capital.
Los primeros tiempos Ceferino, en el Colegio de Almagro, no fueron muy auspiciosos. El
tener que incorporarse a un grupo nuevo, que hablaba otro idioma y se burlaba de él, no era
precisamente lo mejor. Pero los meses van pasando y este indiecito que era mirado al
principio con recelo se granjea la amistad de sus compañeros. Ha heredado la inteligencia de
su abuelo, que guiada por el entonces Padre Cagliero, comenzará a dar frutos, y abundantes.
Frecuentaba la capilla y ya ha comunicado a sus íntimos que quiere ser
sacerdote para enseñar “las verdades eternas a sus paisanos”.
Su gran alegría se produce cuando en los veranos, debe ir a la Escuela Agrícola, el campo que
los salesianos tienen en Uribelarrea. Allí respira profundo y retoza con la naturaleza. Está a
sus anchas, se siente feliz y así lo demuestra y hace sentir a los demás, que quizás estén tristes
porque no pueden ir a ver a sus familias durante las vacaciones. Él los consuela.
Luego de haber recibido la primera comunión (“parecía un ángel que sobrevolaba la capilla”
nos cuenta el Padre Vespignani, su director espiritual), profundiza el estudio del catecismo y
las verdades de la fe. Frecuentaba la capilla y ya ha comunicado a sus íntimos que quiere ser
sacerdote para enseñar “las verdades eternas a sus paisanos”. Sigue estudiando canto y
caligrafía. Es el primero en conducta, pero también en calificaciones. Es el que demandaba
más explicaciones para dominar mejor las enseñanzas recibidas.
Pero ya a los dieciséis años una tenue tos marcará el inicio de su “cruz” en la tierra: la
tuberculosis. Luego de una corta estancia en Uribelarrea, es enviado con Monseñor Cagliero a
Viedma para iniciar sus estudios sacerdotales. Aquí empieza a ganar fama de santo en
pequeños detalles que manifestaría en toda ocasión que se presente.
Llega la noticia de la muerte del Papa León XIII (20-07-1903) y Cagliero manda a tocar a
duelo las campanas del Colegio de Viedma. Pero dejemos que el Padre Caranta nos de su
testimonio: “Nos unimos al duelo universal sufragando por su alma y tocando las campanas
durante quince minutos en las tres mañanas sucesivas al deceso. Ceferino me ayudaba. El frío
intenso (pleno invierno patagónico, y allá arriba, en la cúspide de una torre muy empinada)
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atería los miembros y el viento helado cortaba las mejillas... Le pregunté si el frío no le hacía
mal y me contestó: ‘¡Oh, no es nada! Peor debe ser el infierno...’ Y esta era una frase habitual
en él, sobretodo en las contrariedades...”
¿Qué noticias tenemos del médico de Ceferino? No era diplomado sino un misionero
salesiano, llamado Garrone, que a pedido de Don Bosco, cuando realizaba el servicio militar
en Italia aprendió lo esencial en el ejército. En la Patagonia será uno de los fundadores del
Hospital San José de Viedma, donde atiende con denuedo a los pacientes que se acercan. De
allí que enviarlo a Ceferino significaba para los salesianos ponerlo en buenas manos. En
Viedma, Ceferino conocerá a Don Artémides Zatti (coadjutor salesiano, enfermero) y los dos
harán buenas migas desde el principio.
Su enfermedad se va agravando, pero igualmente siempre está alegre, ya que es
el reflejo de la buena conciencia que posee. Aunque no puede sonreír, podemos
decir que “sonríe con sus ojos”.
Su enfermedad se va agravando, pero igualmente siempre está alegre, ya que es el reflejo de
la buena conciencia que posee. Aunque no puede sonreír permanentemente con sus allegados,
podemos decir que “sonríe con sus ojos”. A esta altura de los acontecimientos, Ceferino se ha
convertido en la imagen más perfecta de la obra educadora del misionero salesiano de la
Patagonia. Para seguir sus estudios, pero también para tratar su enfermedad, los padres lo
envían a Roma junto a Cagliero y Garrone. En 1904 parten en el vapor “Sicilia”. Ha
empezado a practicar el idioma italiano. En Roma, el grupo fue recibido por el Papa y
Ceferino leyó un discurso ante San Pío X, que lo escucha de pie y queda admirado por sus
palabras.
Viaja a Frarcati para continuar sus estudios, pero la enfermedad cada vez es más fuerte y debe
guardar cama. La tos, ahora, no le permite conciliar el sueño. Él acepta serenamente su
enfermedad. Nunca se lamenta, ante cada dolor, dirá una jaculatoria. Entreviendo su fin,
escribe cartas a sus familiares y amigos aconsejando el amor a Dios y a la religión.
El 11 de mayo de 1905 muere secretamente en un hospital junto al río Tíber. Tenía dieciocho
años y estaba a miles de kilómetros de las pampas que lo vieron nacer. Fue proclamado
venerable en el año 1976.
Laura Vicuña, la santa de los Andes
Nace en Temuco, Chile, el 5 de abril de 1895, en una modesta familia que pronto comenzará a
vislumbrar un futuro incierto. En 1899, su madre Mercedes Pino emprende un viaje en busca
de una mejor vida, junto a Laura y Amanda, ambas hijas de un matrimonio poco feliz.
Mercedes buscaba, antes que una perspectiva de mejora económica, brindar una buena
educación a sus hijas. Sabía que las Hermanas de María Auxiliadora tenían un colegio con
internado en Junín de los Andes. Hacia allí se dirigió entonces.
Una gran inundación dificulta la llegada de Laura y su familia, hasta que el capitán Fosbery,
les da alojamiento en su estancia en Chapelco. Allí su madre se ocupará de los quehaceres
domésticos, y las niñas harán compañía a la hija del capitán. La bonanza dura poco, ya que
trasladan al capitán al Regimiento 3 de San Martín de los Andes. Nueva búsqueda de trabajo,
hasta que conocen a un comerciante llamado Manuel Mora. Las hijas quedarán pupilas con las
Hermanas de María Auxiliadora, pero Mercedes comienza su calvario. Mora era un
pendenciero con antecedentes penales, que gustaba ostentar su dinero y sus posesiones.
Llevaba y traía mercancía de Chile, criaba animales y plantaba alfalfa. Mercedes, que era una
persona culta y afable, comenzó siendo casera hasta convertirse en “su esclava”, en una
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posesión más. Comienza a alejarse de los sacramentos y luego de más de tres años ella decide
irse. Mora la amenaza con “marcarla a fuego”, como a su hacienda, si intenta fugarse.
A todo esto, Laura se encuentra ajena a las desaventuras de su madre y feliz en el colegio con
las religiosas y sus compañeras. Encontraría en la hermana Ángela Piai la guía que la
conduciría a la cima de la perfección. Con su sonrisa apenas perceptible y sus modales
delicados se fue ganando a quienes la frecuentaban. Quizás su grandeza resida en su
pequeñez.
Con su sonrisa apenas perceptible y sus modales delicados se fue ganando a
quienes la frecuentaban. Quizás su grandeza resida en su pequeñez.
Llevó una intensa vida de oración y propagó un gran amor a la Virgen. Nunca habló mal de
nadie, sin embargo siempre tenía algo para alabar. Semanalmente se premiaba a la alumna
que se destacaba por su estudio y aplicación. Consistía en una pequeña escarapela con una
medalla en el centro que luciría la mejor alumna. Casi siempre ella la obtenía, pero no la
quería lucir porque decía que simplemente “había hecho lo que debía”.
Asistía a las más chicas, las vestía y las peinaba y les daba clase de catecismo, ya que tenía
una gran madurez espiritual. La fe animaba toda su existencia y siempre estaba disponible
para cumplir la voluntad de Dios, recordando aquella frase de Santo Domingo Savio, “antes
morir que pecar”.
Era amiga de todos pero más amiga era de la verdad. Así, encontrándose con un grupo en casa
de una señora del pueblo, alguien deslizó la idea que “las monjas no alimentaban bien a las
internas”. Ella tomó la palabra y sin importarle quienes estuviesen presentes, les increpó
diciendo que se fijaran las mejillas rebozantes de salud de las pupilas para constatar la
injustificada acusación. Nadie osó contradecirla.
Su fama de santidad se iba expandiendo rápidamente, incluso venía gente de pueblos vecinos
para conocerla personalmente. Era generosa, sobretodo con los más pobres, a quienes les
regalaba los dulces y juguetes que le enviaba su madre. Por lo general, las destinatarias eran
las que peor la trataban o se mofaban de ella. Quitaba los adornos a sus vestidos y cambiaba
sus buenos jabones por otros sin aroma, porque sostenía que el mejor perfume era la limpieza
del corazón.
Su complexión débil sumada a la anemia y a la situación irregular en que vivía su madre,
fueron de a poco deteriorando su precario estado de salud. Auque halló al buen Cordier,
farmacéutico que por aquellos lares oficiaba también como médico, no mejoraba.
Su madre decide irse a vivir al pueblo, donde ahora las dos niñas estarán como externas, y
Laurita podría reponerse de su dolencia. Gran fortaleza demostró cuando sin ningún lamento
debía sumergirse en las aguas heladas del río Chimehuín porque según parecía era
fundamental para su curación. Lamentablemente se va agravando, sus compañeras la visitan
asiduamente y también la gente del pueblo.
Era generosa, sobretodo con los más pobres, a quienes les regalaba los dulces y
juguetes que le enviaba su madre. Por lo general, las destinatarias eran las que
peor la trataban o se mofaban de ella.
Fue en estos momentos cuando le confiesa a su madre que había ofrecido su vida para que se
separara de Mora. “Mamá, hace tiempo que pido al Señor la gracia que usted viva como una
buena cristiana. Por ello he ofrecido mi vida. El Señor aceptó mi sacrificio. Yo muero, pero
espero que usted se convertirá y llevará siempre una buena vida”. Madre e hija lloraron
intensamente, y aquella le prometió que jamás volvería a ver a Mora.
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Antes de cumplir los trece años, el 22 de enero de 1904, entrega su alma a Dios, diciendo:
“¡Adiós! Hasta vernos en el cielo”, asistida por el Padre Genghini.
Sus restos se veneran en el Colegio María Auxiliadora de Bahía Blanca. El Papa Juan Pablo
II, ratificando la heroicidad de sus virtudes, la declaró beata el 3 de septiembre 1988.
Su madre pudo tener una vida tranquila, ya que después de que Mora encontrara la muerte de
una puñalada en Paso Flores, se fue a vivir a Chile, donde se casó, enviudó al poco tiempo y
murió en 1929.
Bibliografía:
Raúl Entraigas, “El mancebo de la tierra”. Instituto Salesiano Artes Gráficas, Bs. As., 1974.
Raúl Entraigas, “La azucena de los Andes”. Bs. As., 1968.
Antonio González, “Laura Vicuña”. Ed. CCS, Madrid, 1995.
Pedro Siwaca, “Santos y Beatos”. Ed. Guadalupe, Buenos Aires, 1999.
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