Editorial

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Editorial
Hace algunos años, John Gray, profesor de la London School of Economics cuestionó el caracter cientı́fico
del progreso, más bien, el fundamento que pueden dar las ciencias a que existe progreso en la historia, si bien
los conocimientos cientı́ficos son acumulables y no hay lı́mite a lo que podamos saber y en la capacidad de
mejorar las condiciones de vida; sin embargo, la extendida convicción de que ha habido progreso no tiene
fundamento cientı́fico. A decir verdad, la misma noción no existı́a hace menos de 200 años.
Para Aristóteles y Maquiavelo, la historia son procesos de crecimiento y de decadencia, como en plantas y
animales. Por su parte, David Hume creı́a que la historia era cı́clica con perı́odos de paz y libertad alternados
regularmente con otros de guerra y tiranı́a. La misma concepción tenı́an Hobbes y Voltaire. Gray sostiene
que el progreso es una ilusión que responde a las necesidades del sentimiento, no de la razón, menos aún de la
ciencia (aunque progresan las disciplinas, ninguna asegura que la sociedad progresa). Freud, en 1927, en “El
futuro de una ilusión”, argumentaba que la religión es de carácter ilusorio, donde ilusión no es falsedad pues
en cuestiones vitales es simplista hablar de “verdad” o “falsedad”, hay muchas más categorı́as (y de mayor
importancia), por ejemplo: útil–inútil, sensato–insensato, error-útil–error-inútil. En esta categorı́a de ilusión
queda la noción de progreso.
Quienes creen en el progreso han transpuesto esperanzas y valores religiosos a la ciencia. Por algo decimos
creer, ya que esperan del “progreso” la seguridad que antes daba la religión. E insisten en que tienen a la
historia de su lado. Ésta no puede ser “un cuento contado con furia por un idiota”. Con todo, la historia
muestra que la mayorı́a de los seres humanos ha carecido de la noción de progreso, pese a lo cual llevaron
una vida feliz. ¿Cómo saberlo? Por el simple hecho de que no se suicidaron; quizás porque la religión les
daba algunas certezas (y otros miedos). De aquı́ que resulten reveladoras las estadı́sticas de la Asociación
Internacional por la Prevención del Suicidio (IASP): hay más suicidios en el mundo que muertes por guerras,
terrorismo y homicidios.
Es incuestionable el progreso cientı́fico y tecnológico, pero es ilusorio pensar que hay progreso en otros
ámbitos de la vida humana. Si bien crece el conocimiento y el mercado las necesidades del hombre son
prácticamente las mismas. Pese a los esfuerzos de publicistas y vendedores necesitamos lo mismo que Alfonso
X: un buen pan, un buen fuego, un buen vino y un buen amigo.
Anotemos que los valores humanos son siempre contrapuestos: justicia - piedad, igualdad - excelencia,
individualismo - solidaridad, libertad - autoridad. Cualquier valor “universal”, como cualquier “virtud” puede
basarse en su opuesto (la paz en la conquista, el orden social en la manipulación, etcétera); no existe una
“armonı́a natural” entre los valores humanos como tampoco existe un orden natural.
Los seres humanos somos profundamente contradictorios: somos curiosos, pero tememos a la verdad,
buscamos la paz, pero nos excita la violencia; soñamos con un mundo de armonı́a pero no ha habido año
sin guerra en toda la historia. Por algo los mitos de las más diversas culturas muestran la imperfección del
hombre; judı́os, cristianos y musulmanes comparten creencia en la caı́da de Adán y la falibilidad humana.
Quizás sólo el FMI y el BM confı́an en la honestidad intelectual de sus asesores y la moralidad intachable de
sus administradores.
Quienes trabajamos en la educación creemos que el conocimiento puede volvernos más racionales y “mejores”; confiamos que el progreso de la ciencia lleve al progreso social. Pero también compartimos la aprensión
de Erick Fromm:
Temo que la ciencia en lugar de hacer al hombre libre, lo haga robot.
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