Sobre el miedo existencial ante la epidemia Jorge E. Linares Es

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Proteo: Diálogos de Ética y Bioética
Sobre el miedo existencial ante la epidemia Jorge E. Linares Es inevitable que el imaginario colectivo reaccione, ante una situación de emergencia sanitaria como la que hemos vivido, a partir de una de las emociones morales más básicas: el miedo. Y que éste se contagie más extensamente, persista más tiempo y cause más daño que las infecciones biológicas. En nuestra memoria cultural colectiva permanecen una serie de epidemias y pestes que la humanidad sufrió y sobrevivió. Todas fueron interpretadas como castigos o males que, de alguna u otra forma, eran responsabilidad de los humanos; nunca han sido comprendidas como un mero fenómeno de interacción ambiental entre seres humanos y otros animales, o como el precio de la dominación (“domesticación”) que ejercieron los humanos sobre los demás seres vivos. El referente más claro y más terrible en la memoria colectiva es el de la peste negra que azotó a Europa entre 1348 y 1352. Se estima que pudo haber acabado con cerca de la tercera parte de la población total, (quizá unos 25 millones de muertos). 1 Y en México, la catástrofe sanitaria más terrible fue el efecto de la viruela (principalmente) y otras enfermedades infectocontagiosas en la población indígena, al entrar en contacto con los colonizadores europeos. Se cree que la letalidad pudo haber llegado hasta el 90% en varias poblaciones indígenas. Sabemos que sin esta “arma biológica” involuntaria, los colonizadores españoles no habrían logrado probablemente tan pronto éxito en su ambición, ni habrían tenido que traer a cientos de miles de esclavos africanos al continente americano. Así pues, el miedo al contagio de una epidemia sigue siendo uno de los resortes emocionales más poderosos en la sociedad contemporánea. Pero, desde luego, el miedo 1
Encontré en línea un texto extraordinario de José López Jara que describe los efectos sociales de la peste negra, que podría ser muy ilustrativo de lo que podría suceder en una pandemia mortífera en la actualidad: http://www.vallenajerilla.com/berceo/lopezjara/muertenegra.htm. Dos referentes literarios muy claros son La peste de Albert Camus y Ensayo sobre la ceguera de José Saramago. 1 Proteo: Diálogos de Ética y Bioética
es irracional y desencadena toda una gama de reacciones exacerbadas, desde la incredulidad hasta la paranoia y la agresividad. Ahora bien, en el artículo de Jorge Volpi aparecido en El País el 8 de mayo (http://www.elpais.com/articulo/opinion/logica/viral/elpepuopi/20090508elpepiopi_4/Te
s) se hace referencia a la construcción simbólica contemporánea sobre los virus y las enfermedades, y su correspondiente manipulación política. A pesar de que discrepo en algunos aspectos (que más adelante señalaré), me parece que no es desdeñable la relación simbólica de la que habla Volpi entre enfermedad y mal, y entre portadores de los nuevos virus y parias sociales. La enfermedad ha sido tradicionalmente interpretada como castigo divino o como un mal intrínseco por el que el portador resulta sospechoso o merecedor de rechazo social. No vayamos muy lejos en la historia y recordemos la estigmatización de la comunidad gay en todo el mundo a causa del SIDA, justo cuando la reacción conservadora estaba en plena campaña para segregarlos y quebrantar sus derechos civiles (por ejemplo, en 1978 se puso a consulta pública en California una ley para expulsar y luego proscribir a profesores homosexuales masculinos en el sistema público de educación). En suma, la reacción discriminadora impulsada por el miedo más primario y primitivo: el miedo a enfermar y morir, parece natural y hasta cierto punto inevitable. Pero la discriminación hacia otros que deriva de este miedo es, desde el punto de vista ético, siempre condenable (por ello debe ser contrarrestada, y todo uso simbólico y político de este miedo, proscrito), dado que estigmatiza a todo un grupo poblacional o étnico, y lo pone en situación de vulnerabilidad político‐social, además de la posible vulnerabilidad biológica que efectivamente sufra. Debemos buscar causas y explicaciones de las epidemias y de otros fenómenos anómalos en el mundo, pero también ha sido una actitud recurrente la obsesión por encontrar culpables o chivos expiatorios, creyendo que todo tiene una causa humana o 2 Proteo: Diálogos de Ética y Bioética
que detrás de las apariencias siempre se encuentra un complot malévolo de seres humanos todopoderosos. ¿De quién es la culpa de una epidemia como ésta y sus efectos problemáticos en la vida social? Las respuestas sociales vertidas en los medios y en la internet son variadas: las transnacionales que se dedican a la producción industrial de productos cárnicos de cerdo, un complot internacional armado por las transnacionales farmacéuticas, los gobiernos que quieren ocultar otros problemas, los organismos financieros (el FMI o el BM) con sus políticas coercitivas a los países en desarrollo (nuca faltan estos villanos en cualquier teoría del complot), etc. Debemos distinguir, en mi opinión, entre las causas sistémicas y profundas de un fenómeno ambiental complejo como éste, y la imputación con tono acusador e inquisidor, que se ha vuelto común en algunos medios periodísticos de nuestro país y del mundo entero. No sostengo que no pudieran tener algo de razón o que algunos comentócratas no posean algunos datos confiables y hasta confidenciales, pero si se observa con cuidado ese tono acusador y buscaculpas, así como el sentido conjunto de los artículos que se publican (por ejemplo, en La Jornada), uno cae en la cuenta de que puede ser tan peligroso como el de la estigmatización y la discriminación hacia los infectados o sospechosos portadores del virus: también genera paranoia. Como he planteado en mi libro Ética y mundo tecnológico (pp. 426‐428), siguiendo una idea de Paul Virilio, en una catástrofe tecnológica o natural se suceden tres oleadas de efectos sociales que provocan la confusión y que son el caldo de cultivo de estas inevitables reacciones emocionales exacerbadas por el miedo: a) Accidente de la materia (en este caso, de la materia viva): la naturaleza nos revela su fuerza mayor y constatamos la irrevocabilidad de las causas y los efectos. El proceso por el que se produce el accidente va de la materia a la energía, y de ésta a la información. Los accidentes de la materia pueden ser microscópicos o macroscópicos, orgánicos o inorgánicos (un accidente nuclear, una epidemia de un nuevo virus), incluso en aquella parte de la materia casi intangible que es la información [en este caso, el accidente que 3 Proteo: Diálogos de Ética y Bioética
implica la mutación de un virus opera en la información genética combinada entre especies distintas]. b) Accidente del conocimiento. Nuestras previsiones científicas se estrellan contra la realidad. Nuestra capacidad misma de conocer se ha accidentado. El accidente material siempre produce un accidente cognitivo; en ocasiones el desastre azota con mayor fuerza a nuestros esquemas de pensamiento y teorías científicas [a nuestros cálculos y estimaciones, aunque después descubramos falsos positivos en nuestras percepciones del riesgo]. Sobreviene el shock de incredulidad e incapacidad para reaccionar con eficacia. No sabemos qué hacer o qué creer de momento cuando sucede un accidente de envergadura mayor. Surgen entonces toda una variedad de explicaciones y racionalizaciones que intentan calmar la angustia por la incertidumbre, con el recelo y la desconfianza que producen las más descabelladas teorías populares de la conspiración. Todo el mundo cree saber cuál es la verdadera causa y quiénes son los verdaderos culpables de la catástrofe. El accidente cognitivo se convierte en caos informativo y debacle de la inteligencia. c) Accidente de la conciencia moral. Se genera una discrepancia entre lo que hemos sido capaces de producir o co‐causar y lo poco que somos capaces de conocer y de comprender [esto es lo que Günther Anders llamaba el desfase prometeico de nuestra época]. El accidente tecnológico o el desastre natural de gran envergadura no sólo derrumban nuestras certezas tecnocientíficas y nuestras creencias, desencadenan también un quiebre moral y político. Los accidentes de gran magnitud revelan, a la vez, una culpa extendida y una responsabilidad difusa. Entre otros culpables sin rostro identificable, se revela una tecnociencia sin conciencia de riesgo; una política sin responsabilidad de protección común; una sociedad pasiva e incapaz de protegerse a sí misma. Todos son culpables, todos son inocentes. En ocasiones, se revela poco a poco que también hay culpables no‐inocentes: alguien sabía de los riesgos, alguien no alertó del peligro: los científicos, los políticos, los burócratas, los líderes comunitarios. El accidente de la conciencia se muestra en la disolución de la responsabilidad y la expansión de la culpa colectiva. ¿Quién se hace responsable por los daños, los muertos, la devastación? 4 Proteo: Diálogos de Ética y Bioética
Los seguros son impagables y las compañías aseguradoras se declaran en quiebra, el cálculo actuarial se vuelve inservible. Los sistemas gubernamentales y sociales colapsan, los mecanismos de protección civil se ven atrapados por la inoperancia de las burocracias (como Nueva Orleáns durante el Katrina). En los grandes accidentes, el ocultamiento de la información (como ocurrió en Chernobyl) y la minimización de los daños por parte de los gobiernos alcanzan una dimensión criminal. Pueblos enteros pueden ser doblemente victimizados: primero la catástrofe material, después el diluvio moral y político. Para colmo, cuando el accidente no es tan catastrófico como se pensaba, cuando se cae en falsos positivos en las acciones preventivas y precautorias, también se busca a los culpables de la falsa alarma y, como consecuencia, la gente puede entrar en un peligroso estado de escepticismo; ya no creerá en la siguiente alarma, pero estará más vulnerable cuando el próximo accidente sea realmente catastrófico: ni siquiera podrá verlo cuando se aproxime. En cuanto al artículo de Jorge Volpi, La lógica viral, éste plantea como tesis: “La reacción ante la epidemia de gripe A H1N1 es la consecuencia extrema de la racionalidad fraguada en el año 2001 a partir de dos acontecimientos paralelos: la secuenciación del genoma humano, anunciada el 26 de junio, y los atentados terroristas del 11 de septiembre”. A lo largo de su artículo, Volpi realiza comparaciones que literariamente un autor de ficción puede permitirse, pero que en el plano ético y político pueden llevar a la confusión; por ejemplo, señala: “La imagen de los prisioneros de Guantánamo, esposados de manos y piernas, con sus monos color naranja y sus mascarillas, no resulta muy diferente de la que muestra a los pasajeros mexicanos retenidos en China a consecuencia del A H1N1: seres desprovistos de derechos, aislados del mundo por su virulencia”. Volpi Compara dos casos muy diferentes de (mal)trato a personas “sospechosas”: unos de terrorismo, otros de portar una enfermedad contagiosa. Pero ¿cuál “virulencia” es referente primario y cuál metafórica? Desde luego, las dos formas de trato poco amable son expresiones de miedos primarios, socialmente muy contagiosos. Pero 5 Proteo: Diálogos de Ética y Bioética
tenemos que diferenciar sus fuentes, porque la hipótesis de Volpi plantea en forma sofisticada y elegante una de las variedades de la teoría de la conspiración al respecto de esta epidemia. Implica aceptar que el miedo a las epidemias es únicamente producto de una construcción simbólica manipulada políticamente. Esto convierte a los manipuladores (los políticos y los medios de comunicación) en seres todopoderosos capaces de hacernos creer cualquier cosa. Es cierto que el poder político ha utilizado una y otra vez la retórica pseudocientífica de la higiene social para deshumanizar o deslegitimar a sus enemigos. El ejemplo más claro y siniestro fue la política genocida del nazismo que planteó su objetivo de exterminio de judíos y de otras minorías o discapacitados como una tarea meramente técnica de limpieza y desinfección social. Los nazis se proponían dejar a Alemania y a Europa entera “judenrein” (limpia de judíos). El discurso de la administración Bush contra los terroristas (al que hace referencia Volpi) posee, sin duda, el mismo tufo maniqueísta: ellos, los otros, portan el mal, son el mal incontrolable, virulento e irracional como el de un cáncer o un virus pandémico; nosotros, los buenos y los salvadores de la humanidad, los que poseemos los medios quirúrgicos para destruir o extirpar el mal que infecta a la sociedad mundial. Pero no hay que mezclar todo con todo, debemos ir paso a paso en el análisis social y cultural de un fenómeno complejo como la aparición de esta nueva epidemia. Mi desacuerdo con las analogías del Volpi son los siguientes. El uso político del discurso científico de la higiene y la salud (que surgió propiamente a finales del siglo XIX) ha identificado primeramente a su enemigo y luego lo ha tratado de caracterizar como “untermenschen” o infrahumano, como otro completamente ajeno, un verdadero alien incomprensible y malévolo que debe ser destruido. Esta es precisamente la forma en que muchos nos imaginamos a los virus y bacterias (de hecho, en no pocos libros de textos para los niños o folletos informativos para adultos se presentan a los microorganismos y gérmenes como pequeños seres malévolos y feroces). Por el contrario, en el caso que nos ocupa, a saber, la discriminación que surge del miedo a ser contagiado por otro individuo 6 Proteo: Diálogos de Ética y Bioética
u otra colectividad, lo que se da primero es la identificación de un mal impersonal e inhumano (el virus, la enfermedad misma) y luego su asimilación con potenciales enemigos humanos, sospechosos de portar el mal. El mal que simboliza la enfermedad es el mal radical, incomprensible e irracional, que proviene de las fuerzas de la naturaleza. Es el mal que no podemos domesticar. Se trata de una fuerza incompresible de la naturaleza que nos ataca de repente, como la de las parvadas de pájaros violentos en la célebre película de Hitchcock. Al aparecer una epidemia nueva, volvemos a experimentar la situación límite de sentir en carne propia nuestra finitud y nuestra vulnerabilidad extrema: como decía Pascal en sus Pensamientos, al respecto de la miseria y la grandeza del hombre: “basta una gota de agua [ahora sabemos, con virus o bacterias letales] para exterminarlo”. Si la política y los políticos han podido usar eficazmente el miedo a la enfermedad y la obsesión por la higiene, es porque en la memoria colectiva más profunda de la humanidad subsiste este miedo básico, esta certeza sobre la fragilidad de la existencia humana: lo cual nos hace sentir miserables y al mismo tiempo orgullosos; impotentes y prepotentes. ¿Acaso no sentimos, aunque sea por un momento, ese miedo frío y silencioso que surge de vislumbrar ante nosotros nuestra irremediable finitud, cuando nos enteramos que había surgido un nuevo virus desconocido y enigmático, que ya había matado a otros?; es irremediable pensar: yo puedo ser aniquilado por un virus, por una fuerza de la naturaleza que no tiene lógica ni finalidad, con la que no puedo dialogar ni negociar. Volpi parece sostener que el miedo a las infecciones es un producto de la manipulación política y mediática, cuando es al revés, en mi opinión. Gracias a que tenemos como emoción primaria, muy arraigada en la conciencia colectiva, el miedo a la enfermedad y la muerte, la política puede hacer uso eficaz de ese miedo. El verdadero otro, el alien, no es en realidad el sospecho portador de la enfermedad, sino la enfermedad misma, el virus que no vemos, que no sentimos, y que no podemos acabar de entender. La invisibilidad de lo microscópico alienta todos nuestros temores más primitivos. 7 Proteo: Diálogos de Ética y Bioética
Son las consecuencias y las disonancias cognitivas socialmente producidas a partir del miedo, los problemas que podemos y debemos enfrentar y refrenar. Pero el miedo básico estuvo ahí en las calles, en las miradas circunspectas y en los rostros embozados por los tapabocas. No sólo es inevitable, es bueno que podamos seguir sintiendo ese miedo primario (eso significa que estamos neuronal y moralmente vivos), pero es malo que no sepamos obtener buenas conclusiones a partir de él: sentimos miedo ante el origen y el poder desconocido, aún incierto, de un nuevo virus, ante el poder causal de las fuerzas mayores de la naturaleza, que nos hacen vulnerables y nos recuerdan (si es que lo habíamos olvidado) nuestra finitud. Pero en el segundo paso se encuentra el error cognitivo: buscamos quién es el culpable, quién inventó y fabricó el miedo que sentimos, o bien quién trae en sus entrañas el mal, quién esparció el maldito virus que nos amenaza. Tercer error cognitivo: alejémonos del sospechoso portador y recluyamos al infectado comprobado, lancémonos a la cacería de brujas de los culpables, los complotistas, los malignos del mundo que han inventando mediáticamente el miedo que sentimos. Cuarto error cognitivo: el miedo es causado por una ilusión, todo es falso, todo es un invento. Como lo planteaba Hans Jonas, la estrategia ética para enfrentar los riesgos del mundo tecnológico residiría en la “heurística del temor”: usar el miedo primario para actuar con mayores precauciones y previsiones para evitar la posibilidad de los peligros reales y reducir los riesgos potenciales. Es interesante que, como hemos podido comprobar una vez más, a pesar de lo que creía Jonas, sólo parece funcionar el miedo egocéntrico a morir. Los ecosistemas están amenazados, todos los años miles de especies se extinguen para siempre, estamos llegando a nuestra “hora final”, como advertía Martin Rees, pero nadie es capaz de experimentar el miedo por ese lento —y hasta el momento irrefrenable— suicidio colectivo. En nuestra percepción ambiental, sufrimos de una atroz disonancia cognitiva que nos impide ver el peligro y reaccionar. En cuanto a la epidemia ya identificada y al virus ya reconocido, conviene identificar a los enfermos y aislarlos del resto, conviene reducir los riesgos de contagio mediante medidas precautorias. Pero la “heurística del temor” no debe dar un solo paso 8 Proteo: Diálogos de Ética y Bioética
en falso: no autoriza a discriminar a nadie por sospechoso, ni a tratar inhumanamente al infectado, ni mucho menos a buscar obsesivamente a los responsables de un complot mundial que causa la epidemia. Volpi afirma en otro pasaje: “’Volver a la normalidad’, como dicen las autoridades, es ya imposible, o acaso esta frase significa volver al miedo latente que nos atenaza desde el 2001. Pero al menos deberíamos observar la situación con distancia, exigir una información diversa y rigurosa, y alentar la voluntad crítica frente a ésta y cualquier otra epidemia: el único remedio conocido frente a la intolerancia y los prejuicios”. En efecto, no deberíamos volver a la normalidad de sentirnos invulnerables, pero no se puede vivir cargando el peso de esa angustia existencial. En todo caso, el miedo básico que ya no nos permitiría retornar a la “normalidad” no es el de la ficción política y mediática, sino el miedo al otro absoluto, el mal inocente de la naturaleza contenido en unos cuantos nanómetros de ARN y proteínas, capaz de aniquilar todas nuestras ilusiones, todas nuestras certezas. Así pues, el miedo mundial que desató la epidemia de esta nueva influenza es mucho más añejo y profundo que el que nos “atenaza desde el 2001”. Sin embargo, nos enfrentamos a un virus poco virulento y letal. En verdad tuvimos suerte. Y muchos se sintieron defraudados y desilusionados por eso mismo. Y por eso buscan a quién culpar del miedo que experimentaron repentinamente. Pero la incredulidad y las sospechas armadas con las teorías de la conspiración no borran la posibilidad de que suceda una pandemia de incalculables consecuencias, si alguno de los virus más letales mutara y adquiriera la “habilidad” de pasar de humano a humano, como si de repente surgiera en ellos la voluntad de exterminarnos uno a uno. 9 
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