La infancia de Cristo. Berlioz y el drama sacramental La composición de La infancia de Cristo se dilató bastante en el tiempo, o más exactamente, se compuso en dos fases. En 1850 vieron la luz el coro de la Despedida de los pastores y el Descanso de la Sagrada Familia, dos delicadas y deliciosas piezas que terminarían siendo el núcleo central del futuro trabajo. Es muy interesante seguirle la pista a este inicio de lo que más tarde terminaría siendo una obra de grandes proporciones y de una importancia capital en el repertorio romántico de carácter religioso. Y nada mejor que cederle la palabra al propio compositor, que lo cuenta así en una carta al director de la Unión Musical de Londres, M. Ella, y que recoge en su publicación Les grotesques de la musique: “Querido señor Ella. Me pregunta por qué el Misterio la Huida a Egipto lleva esta indicación: atribuido a Pierre Ducré, maestro de capilla imaginario. […] Me encontraba una tarde en casa del barón M***, inteligente y sincero amigo de las artes, con uno de mis antiguos condiscípulos de la Academia de Roma, el culto arquitecto Duc. Todo el mundo jugaba a las cartas excepto yo. Detesto las cartas. […] Así que me aburría de manera muy evidente cuando Duc se giró hacia mi: ‘Ya que no haces nada, podrías escribir una pieza de música para mi álbum.’ Encantado. Tomé una hoja de papel y tracé algunos pentagramas sobre los que en seguida se posó un andantino a cuatro partes para órgano. Creo encontrar en él un cierto carácter de misticismo agreste e ingenuo, y me viene de pronto la idea de aplicarle palabras del mismo tipo. El fragmento de órgano desaparece y se convierte en el coro de los pastores que despiden al niño Jesús en el momento de la partida de la Sagrada Familia hacia Egipto. Se interrumpe la partida de cartas para escuchar mi santa trova. Nos divertimos tanto con el juego tipo edad media de mis versos como con el de mi música. –“Ahora”, le digo a Duc, “voy a poner tu nombre debajo, quiero comprometerte”. “¡Qué ocurrencia! Mis amigos saben que lo ignoro todo de la composición”. “¡He ahí una buena razón para no componer! Pero ya que tu vanidad rechaza la adopción de mi fragmento, mira, voy a crear un nombre del que el tuyo formará parte. Será el de Pierre Ducré, a quien instituyo como maestro de capilla de la Sainte-Chapelle de París en el siglo XVII. Eso dará a mi manuscrito el valor de una curiosidad arqueológica”. Algunos días más tarde, escribí en mi casa el Descanso de la Sagrada Familia, comenzando esta vez por el texto, y una breve obertura fugada para una pequeña orquesta, en un estilo inocente, en fa sostenido menor sin nota sensible; modo que ya no es modo, que recuerda al canto llano y que los eruditos os dirán que es un derivado de algún modo frigio, dórico o lidio de la antigua Grecia, lo que no añade nada al asunto pero en donde reside evidentemente el carácter melancólico y un poco simple de los viejos lamentos populares”. Tanto si nos creemos todo lo que dice Berlioz como si no (hay discrepancias al respecto), el hecho es que en 1850 nacen dos breves piezas de nueve minutos en total que el compositor estrena pronto y que lleva en sus giras por Europa. La primera interpretación de la Despedida de los pastores tiene lugar en la Sala Santa Cecilia de París el 12 de noviembre de ese año, 1850, bajo la dirección del propio compositor y ya famoso director internacional. En ese estreno subsiste la falsa atribución al fabulado Pierre Ducré. El Descanso de la Sagrada Familia (la pieza simple escrita en un modo que ya no es modo), se estrena el 3 de mayo de 1853 en Londres. La unión de ambas piezas ve la luz en Leipzig el 1 de diciembre de 1853. Parece probado que la excelente acogida de las dos piezas, denominadas ya La huida a Egipto (Misterio en estilo antiguo), animó definitivamente al autor a convertir estos nueve minutos en conmovedor estilo “arcaico” en un vasto poema sacramental de 90 minutos que se estrena un año después del concierto de Leipzig: el 10 de diciembre de 1854 en la Sala Herz de París (desaparecida hace mucho tiempo). Esta obra ha provocado numerosas interpretaciones. Ha chocado, sobre todo en el siglo XIX, que un compositor e intelectual mundano y casi hijo de la Revolución Francesa se inclinara sobre un tema tan sensible al ámbito cristiano. Pero también ha sido visto como algo paradójico que la interpretación de Berlioz sobre esos tres episodios del niño Jesús se plasmaran de un modo libre dramáticamente. Como tantos momentos en la vida de Berlioz, era una nueva manera de no dejar contento a nadie. Los católicos podían ver demasiada mundanidad en el tratamiento del tema y los librepensadores sonreían ante una obra que parecía recuperar la atmósfera de los autos navideños populares de la antigüedad. No obstante, parece que la música ha puesto siempre de acuerdo a todos, ya que la acogida de esta obra siempre ha sido excelente, incluidas las interpretaciones que el propio Berlioz ofreció él mismo en sus giras como director. Con el paso de los años, esta obra se ha despojado de cualquier sombra de perplejidad para ser reclamada como un monumento sinfónico coral en la cima de los que produjo el siglo XIX. Y, curiosamente, se ha hecho un sitio en Navidad, por más que la trama sea, hablando con rigor, postnavideña. En efecto, La infancia de Cristo comienza con Jesús ya nacido y se compone de tres episodios: El sueño de Herodes, La huida a Egipto y La llegada a Sais. El texto de la obra fue escrito por el propio Berlioz a partir de una documentación previa en los Evangelios. El tono que adopta Berlioz es el de una humanización de los personajes y el de mostrar esencialmente el drama humano de la peripecia, y hay que decir en su descargo que no otra cosa han realizado durante siglos los numerosos autos populares a los que Berlioz parece rendir homenaje. Señalemos algunas características musicales y vocales muy sugestivas. La orquesta, a diferencia de otras temibles obras de Berlioz, es ajustada, beethoveniana podríamos decir, aunque con un poco más de peso en el metal y algún injerto necesario, como el órgano y el arpa. En la orquesta de Berlioz acapara un protagonismo destacado la madera, escrita a dos, es decir, dos flautas, dos oboes (el segundo con cambios al corno inglés de notable interés), dos clarinetes y dos fagotes. Para lo que vendría después, esto es casi austero, pero, ¡qué provecho saca Berlioz de ellos! Las flautas tienen su momento de gloria en el Trío con arpa (y también su momento de responsabilidad), los clarinetes, siempre presentes, brillan en la introducción de la segunda parte. Los oboes, tanto el primero como el segundo en su función de corno inglés, tienen partes solistas destacadísimas. Los fagotes se acoplan a las voces del coro de sabios judíos para dar todo el misterio que requiere, en fin… Nada de esto va en detrimento de las otras familias instrumentales, pero ayudan a diversificar admirablemente los climas sonoros de una obra tan larga. En cuanto al capítulo de voces, Berlioz escribe siete personajes. En la primera parte, los militares de Herodes, Polidoro y el centurión tienen un papel reducido y se ha hecho costumbre que lo canten miembros del coro. En cuanto al bajo, también es norma que haga doble papel y cante a Herodes en la primera parte y al padre de familia ismaelita en la tercera parte. Quedan, pues, cuatro voces casi reglamentarias en las obras sinfónico corales: el Narrador, tenor, María, mezzosoprano, José, barítono y el ya citado bajo en la doble función de Herodes y Padre de Familia. En cuanto al coro, se diversifica bien en sus papeles aparte de los tutti, voces graves de hombres para los judíos, voces agudas para los ángeles, y si se cuenta con un coro de voces blancas aún mejor. En suma, una planificación que ofrece extraordinarios resultados sin exigir esfuerzos que vayan más allá de los de cualquier oratorio romántico. Quizá ello explique también la segura acogida que tiene siempre esta obra y que ha hecho de Berlioz uno de los escasos nombres seguros en la elección de una obra sinfónico coral del Romanticismo. La obra es casi un retablo de caracteres. La primera parte, El sueño de Herodes, refleja de manera angustiosamente humana el tormento del rey judío, casi su paranoia, de la que se libera con la terrible decisión de ajusticiar a los niños recién nacidos. Tras una breve entrada en materia a cargo del narrador, un impresionante y extenso andante orquestal, de carácter casi beethoveniano, nos sugiere la ronda nocturna de las tropas del rey. De pronto, dos personajes hablan, Polidoro y un centurión; se quejan de las locuras del rey y del trastorno que sufre la ciudad de Jerusalén por su causa. El andante orquestal recupera su soberanía y nos lleva hasta las mismas habitaciones del rey, cuya angustia parece anticipar la de Boris Godunov, relatadas ambas por la misma cuerda, la de bajo. Aparecen los adivinos judíos y se disponen a verificar la temible predicción del sueño de Herodes, un niño acaba de nacer que terminará con su reino. En uno de esos golpes de genio que abundan en la obra de Berlioz, la deliberación de los sabios judíos (mas bien una interrogación al oráculo a través de movimientos cabalísticos) se produce en un movimiento orquestal en compás de 7 por 4. ¿Asimetría? ¿Magia del número 7? Sea como fuere, los consejeros dictaminan que el sueño de Herodes es una predicción auténtica y, como no es posible saber nada sobre el niño, debe ajusticiar a todos los recién nacidos. La intensidad dramática de esta parte de la obra es digna de las más grandes óperas románticas. El estado de delirio concluye y Berlioz da paso a un contraclima: la Sagrada Familia yace apaciblemente y la Virgen María indica a su bebé que atienda al cariño que recibe de los devotos pastores. María y José cantan entrelazados en un dúo de excelente nivel musical y de plena calidez lírica. Es, para Berlioz, una pareja de padres bien humanos que atienden a sus emociones tanto como a sus obligaciones. La siguiente escena es la de un coro de ángeles que advierten a la Sagrada Familia que debe huir para salvar al niño. El coro de ángeles está interpretado por voces blancas o, en su defecto, por voces femeninas, pero Berlioz los hace acompañar de un pequeño órgano. El clima es etéreo y transparente, remarcado por las intervenciones de María y José, que cantan sobre acordes agudos de la cuerda en sordina. Sobre una plegaria de los ángeles concluye esta primera parte, impresionante de intensidad dramática y también de duración, ya que dura ella sola alrededor de los cuarenta minutos. La segunda parte de La infancia de Cristo, La huida a Egipto, está formada por los dos cortos fragmentos ya citados, origen de toda la obra. Berlioz los hace preceder de una introducción orquestal amable y sugerente. Con todo ello, la segunda parte dura cerca de quince minutos en total, seis la introducción, cuatro el coro de la Despedida de los pastores y cinco el Descanso de la Sagrada Familia. También es interesante detallar el plano vocal. Esta última pieza está cantada solo por el narrador, un tenor lírico, que cuenta la placidez del oasis donde la Sagrada Familia para y dormita sobre alfombras de yerba y el frescor del agua. Estas dos piezas son, casi seguro, las dos más populares de toda la obra, las que espera todo aficionado y las que recuerda y graba en su memoria como lo hace con el Aleluya del Mesías haendeliano. Singularmente, el Descanso de la Sagrada Familia es especialmente conmovedora y tiene más picardía armónica que la que sugiere el propio Berlioz cuando la compara con un simple lamento popular. Tiene una capacidad de impregnación que no deja indiferente a nadie. Tras esta segunda parte breve (quince minutos frente a los cuarenta de la primera y treinta y cinco de la tercera), viene La llegada a Sais, la ciudad que puede esconder a la Sagrada Familia de las iras del rey Herodes pero que, de entrada, los asusta y atemoriza. La Virgen, en efecto, se siente cohibida en una gran ciudad donde todas las miradas parecen hostiles. Es una manera eficaz de mostrar el desamparo del exiliado, la desolación del viajero cansado hasta la extenuación. Las primeras llamadas de petición de ayuda muestran, en efecto, una cruel indiferencia cuando no hostilidad que hacen mella en el animoso espíritu de María y llevan a José a extremar su lamento. En ese momento se abre la puerta de los ismaelitas, cuyo padre de familia los acoge sin reservas y se brinda a recibirlos como parte de su propia familia, incluso propone a José, carpintero como él, que trabajen juntos. Uno de los momentos curiosos de esta tercera parte surge cuando el padre de familia de los ismaelitas propone a la Pareja Santa que se reconforten con música. Llama a sus propios hijos y dice: “Tomad vuestros instrumentos, hijos míos, toda pena cede ante la flauta unida al arpa tebana”. Y, en efecto, se produce un breve pero sustancioso concierto, un trío para dos flautas y un arpa que, ¡ay!, no es tebana, pero hace las veces. Se trata de una pieza completa incrustada en la obra que aligera parte de la tensión acumulada, no solo de los fatigados viajeros sino, también, de los espectadores de una obra que ya ha pasado de la hora de duración en ese momento. Un parlamento conclusivo a cargo del narrador y una plegaria final del coro cierran este viaje magistral convertido en música inmortal. Jorge Fernández Guerra