PONENCIA Influencia de la publicidad, consumo y consumismo,D

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PONENCIA DE JOSÉ BOZA
Presidente de la Asociación de Usuarios de los Medios de Aragón (ASUME,
Aragón)
Influencia de la publicidad: consumo y consumismo1
«A los cinco años, Critobalito nos pidió ir a Eurodisney y le dijimos que
bueno, que vale, porque todos sus amigos de la urbanización se habían
retratado con Pluto y nuestro hijo no. Fuimos, se hizo las fotos y se las
enseñó a la niña del 5ºC. Ea… Nos quitamos un peso de encima.
A los ocho años nos pidió una videoconsola y se la compramos porque
en clase era el único que no la tenía. Los veías a todos en el recreo
matando marcianos y al nuestro allí, apartado con el gafotas y el gordo.
Cuando ese día nos íbamos Luisa me agarró la mano entre lágrimas: “Es
que el niño va a ser el raro”. A la mañana siguiente, le compramos la
Super-Force-Turbo. Ahora juego yo solo. Pero no me importa.
El teléfono móvil cayó cuando tenía 10 años y a raíz de que el chico
tratara de ahogarse metiendo la cabeza en la bañera como forma de
protesta. Gritaba que no podía comunicarse si no tenía acceso a internet.
Así que ya puestos, decidimos comprarle el mejor aparato, no fuera a ser
que se traumatizara y acabara como un delincuente juvenil. Para
asegurarnos de su felicidad le compramos también una tableta digital, un
perro chow-chow y una Play Station con cristales Swarowsky.
A los 11, angelito incauto, lo que veía en el colegio o por la tele, a ver.
Que si unas zapatillas Nike. Que si un polo Ralph Lauren. Que si una
cazadora Burberry… El día en que nos dijo que los padres de sus
compañeros eran más jóvenes que nosotros, nos faltó tiempo a Luisa y a
mí. Por la noche nos teñimos las canas.
Tenía 12 cuando lo mandamos a esquiar a Sierra Nevada para que no
fuera menos que el resto. Cuando llegó a los 13 se le emperejiló una
profesora de oboe y le aplaudimos el gusto. A los 14 años dijo que se nos
asfixiaba y tiramos dos tabiques de casa, hicimos reforma y le quedó una
habitación espaciosa, de 68’20 metros cuadrados. Estábamos apretados
mi mujer y yo, es cierto, pero no cabíamos de contentos.
La pasada semana Cristobalito cumplió 15. El chico llegó encabronado,
pego un portazo y le dijo a su madre: “Muérete”. Obedecimos. Entre
estertores de moribunda, con sus manos entre las mías, Luisa me hizo
prometer que miraría lo de la moto.»2
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Ahí fuera, mientras escribo, llueve. Mientras en el medioambiente atmosférico se
suceden esos maravillosos cambios de temperatura, de luz, de color, en el
medioambiente simbólico no hay estaciones. Porque en la vida simbólica del hombre
occidental contemporáneo y urbano, no es la traslación de la tierra alrededor del sol
la que marca el paso del tiempo, imponiendo los diferentes cambios rituales en
nuestra vida cotidiana. Es… el consumo.
El consumo lo fagocita todo: también las estaciones. Nos dicen que el cambio
climático es una cuestión de meteorología. Nosotros lo venimos diciendo desde hace
años: el verdadero cambio climático se está dando, se ha dado ya, en el
medioambiente simbólico. Y lo que está en juego no es la supervivencia de la
biodiversidad y el medio natural, sino la pervivencia de la naturaleza de la especie
que, además de biológica es, sobre todo, cultural.
El 21 de octubre —anoté la fecha— pasé por el súper en compra de avituallamiento.
Y allí, entre envases y plásticos, ya era navidad, cava, polvorones y turrón. No es ya
que podamos comer lo que nos dé la gana independientemente de la estación; es
que la maquinaria del consumo está acabando de dividir el año en dos únicas
épocas estacionales con la misma climatología consumista: el invierno es la estación
del consumo navideño, el verano la estación de las rebajas, no es primavera hasta
que Ya es primavera en donde ustedes saben y el otoño lo pasamos entre Semanas
Fantásticas y Días de oro. Copérnico y Galileo estaban equivocados: no es la tierra
la que gira alrededor del sol, sino todos nosotros alrededor de El Corte Inglés.
Hoy vivimos, nos movemos y somos en la era del consumo. Hoy todo es economía,
todo es consumo. Todo se cuantifica, se hace número, se hace dinero.
Las ciudades, los pueblos, las comarcas, los parques naturales, se llenan de
iniciativas para ponerlos en valor –económico, claro–.
Los turistas no descansan ni viajan, sino que son productores trabajando para el
consumo de los lugares que visitan.
Los espectadores no somos los destinatarios del entretenimiento, la cultura y la
información, sino la audiencia que trabaja para entregar nuestro tiempo que la
cadena transformará en dinero vendiéndolo a los anunciantes.
Las noticias se consumen entre la publicidad de los
espectacularizan para ganar la carrera de las audiencias.
telediarios, que se
El cuarto poder es hoy una gran empresa y los lectores somos parte de una tirada
anónima que hay que luchar por mantener en la selva del mercado publicitario.
Los medios no son los intermediarios que nos explican la realidad, sino nuevos y
potentes altavoces publicitarios.
Leer es consumir cuando se planifican best sellers de diseño con cuidadosísimas
campañas que buscan millones de lectores para luego hacer una película y vender
luego el merchandising que genera.
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El sexo se consume como reclamo para incitarnos al consumo.
El concepto de éxito social se basa en el acceso a productos exclusivos de
consumo…
Nos movemos de la televisión, donde nos dicen lo que consumir, a las grandes
superficies donde el consumo se hace ocio. Meterse en el luminoso universo del
gran centro comercial es como sumergirse en un plató de televisión en el que las
protagonistas son las cosas que podemos comprar. El otro día oí en la radio llamar a
Puerto Venecia –una nueva zona de Grandes Almacenes de Zaragoza– el mayor
resort de consumo de Europa. Relájate, escápate, diviértete consumiendo. Un gran
parque temático en el que la vida ficticia de las pantallas se confunde con la ficción
vital de la oferta de ocio.
El consumo legitima la política (si quieres perder unas elecciones promete bajar los
niveles de consumo), la política se convierte en economía y los ciudadanos en
consumidores. El discurso político se banaliza convirtiéndose en espectáculo de
masas en el que tiene más peso la imagen que se vende –es decir, se consume–
que el contenido de las ideas. La polis se ha convertido en una enorme tienda y la
política ha devenido en política pop para el consumo de masas.
La economía no es la ciencia del reparto equitativo sino una vorágine del
crecimiento. Crecer es sinónimo de consumir más para producir más.
Los parados no son un drama porque los que lo sufren sean personas, sino sobre
todo porque son no-consumidores.
Todos los rituales sociales o religiosos (Navidad, bodas, bautizos…) están
mediatizados por el consumo. Hasta la misma muerte con sus variedades de
ataúdes y flores…
Hoy todo es consumo y los ciudadanos nos hemos travestido en consumidores.
Pero detrás de todo consumidor hay una persona y su libertad. Y convertir a la
persona en consumidor es peligroso porque se la instrumentaliza, se la convierte en
objeto de producción y de consumo: se la convierte en prosumidor.
La característica propia de la sociedad consumista es por un lado que no se
consumen bienes básicos y necesarios, sino sobre todo superfluos y, por otro, que
las personas cifran su éxito y la felicidad en el consumo. Para ello se precisa
convertir en necesario lo superfluo a través de la publicidad y conseguir que nos
sintamos infelices para que deseemos la felicidad.
Estamos rodeados las 24 horas del día por la publicidad y sus mensajes
–los
expertos calculan que cerca de 6.000 mensajes publicitarios llegan cada día a un
ciudadano europeo medio– y compramos por pasiones y pulsiones y no por
razones. Nuestras decisiones de compra están basadas en estímulos que escapan a
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nuestra libertad racional. Somos irracionales en nuestras decisiones de compra,
pero, a la vez, previsibles. Y esa previsibilidad es lo que nos hace vulnerables.
Se habla de publicidad subliminal, pero ¿es que hay otra? Cada vez es más difícil
distinguir la frontera entre seducción y manipulación. Spots, marcas, disponibilidad,
situación y disposición de los artículos, el packing o embalaje, la música de fondo del
local, el olor, la presencia o ausencia de espejos, el itinerario entre las estanterías,
la capacidad de los carros de compra, la cartelería, la posición del producto respecto
de los ojos del comprador, la velocidad de la marcha por el laberinto de los
pasillos,… todo –nosotros incluidos– es estudiado concienzudamente por los
expertos para conducirnos a la decisión final de pagar y adquirir. Dudo a veces de
que las cámaras que presiden los locales de compra tengan una mera función de
vigilancia; seguramente son las lentes de los microscopios a las que nos exponemos
mientras paseamos en el laberinto de los artículos de consumo trabajando para el
Neuromárketing una nueva ramas de la psicología aplicada al consumo, cuyas
ratas de laboratorio somos nosotros mismos.
“Busque, compare y si encuentra algo mejor, cómprelo”, nos dicen aludiendo y
adulando nuestra supuesta libertad de elección, pero a la hora de la verdad ni
siquiera «el mercado está preparado ni concebido para eso. Si uno intenta buscar,
comparar y encontrar, acabará invadido por la melancolía de la tarea imposible»3
Sin embargo, incluso en este medioambiente consumista, es necesario que seamos
usuarios, ciudadanos libres, personas, en vez de simples consumidores.
Para mandar en nuestra propia economía tenemos que ser los que decidamos qué
se consume porque así seremos nosotros los que decidamos qué se produce.
El primer paso es tomar conciencia de cómo son las cosas. El segundo es
preguntarnos si nos gusta cómo son las cosas o si queremos o no que sigan siendo
así o si sería mejor que fueran de otra manera.
La respuesta neoliberal es que el consumidor consume lo que quiere libremente.
Cuanto más amplia sea la oferta, más libertad para el consumidor. La economía se
ajusta a la ley de la oferta y la demanda y se critica la existencia de proteccionismos
e intervencionismos que perjudican el libre mercado.
Esta visión tiene de positivo su confianza en la capacidad de las personas y en su
responsabilidad y también su fe en que la libertad es el mejor ámbito para el
desarrollo de las personas y las sociedades.
Sin embargo, olvida algunos desajustes en ese proceso aparentemente libre. En
primer lugar olvida que la oferta no atiende la demanda en general, sino sólo la
demanda de aquellos que pueden pagar lo que demandan. Pero ¿qué pasa,
entonces, con los que no pueden pagarla: los pobres, el Tercer Mundo, los
fracasados, los débiles, los disminuidos…?
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En segundo lugar, es muy ingenuo considerar al consumidor dueño de sí mismo y
libre, olvidando que en el proceso de consumo intervienen factores inconscientes
muy complejos y condicionantes externos como los estímulos al consumo por parte
de la publicidad y el marketing a través sobre todo de las pantallas.
Otra respuesta posible aunque opuesta es la de que la gente no es libre, sino que
el productor crea la necesidad a través de la publicidad convenciendo a la gente de
que lo anunciado es lo que verdaderamente necesita. El productor necesita crear el
hábito de consumo, generar un carácter consumista, una insatisfacción permanente
que no se sacie nunca para producir constantemente más.
En la sociedad de consumo ser feliz no es una necesidad, sino una obligación. ¿Y
quién nos asegura la felicidad?: la publicidad, las marcas, la posesión de cosas: el
consumo. Pero para consumir, primero tenemos que ser infelices porque no se
consume desde la felicidad.
La publicidad, el marketing primero deben suscitar insatisfacción y vacío en las
personas para que busquemos eliminarlos y llenarlos después con la adquisición de
cosas para que de este modo el consumo se convierta no en una práctica de
comprar lo que se necesita, sino en una necesidad en sí misma.
Esta visión crítica nos ayuda a ser conscientes de la existencia de los mecanismos
del marketing y del mercado para incentivar el consumo y nos ayuda a conocer los
condicionamientos y las interferencias conscientes o inconscientes.
Sin embargo, en su contra hay que decir que a pesar de todo, las personas no
estamos determinadas, sino que mantenemos nuestra capacidad de decisión y de
juicio para poder identificar los mecanismos que crean la inclinación al consumo y
podemos desactivarlos.
Una tercera respuesta sería el consumo como activismo. Los consumidores
podemos controlar el mercado. Saber lo que compramos, por qué lo compramos,
qué o quién hay detrás de lo que compramos, nos convierte en consumidores más
conscientes y más activos.
Detrás del café de la mañana… hay 25 millones de familias, unos 125 millones de
personas que están en la pobreza total porque reciben por cada kilo de café menos
de lo que les cuesta el producirlo. Por otra parte, hay cuatro empresas
multinacionales que comercializan casi el 50% del café del mundo cuyos beneficios
no han dejado de crecer.
Detrás de una pelota de fútbol… sólo en una zona de Pakistán, hay 7.000 niños
trabajando en el cosido de las pelotas. Son 7.000 niños de 5 a 12 años (sin contar
los de 12 a 14), trabajando 8, 10, 12 horas al día, y hasta a veces 14 ó 16.
(http://www.comercioconjusticia.com).
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La dificultad estriba en que las clases medias no vivimos el consumo como una
condena y no tenemos el menor interés en cambiar nuestro estilo de vida, aunque
esté basado en la satisfacción de la insatisfacción.
Sin embargo, aunque es verdad que es muy difícil que los consumidores nos
unamos para cambiar el mundo, podemos llevar a cabo iniciativas individuales,
familiares, asociativas... que generen cambios hacia un consumo consciente, más
justo, no basado en la creación de insatisfacción e infelicidad, sino en la satisfacción
de ese anhelo de felicidad que existe en todos nosotros y que tiene más que ver con
las relaciones humanas, con estar con aquellos con los que estamos a gusto y con
los que vale la pena estar, con la gente que uno quiere y aprecia y también con el
ocio cultural, las actividades solidarias, que con las cosas y su mera posesión.
En definitiva, caben acciones y actitudes concretas:
•
Analizar y conocer nuestro consumo y hacerlo consciente.
•
La práctica del comercio justo directo a través de Intermon-Oxfam, por
ejemplo.
• Desmarcarnos de las marcas: evitar las marcas en lo posible y dejar de
consumir aquellas tras las que se esconde la injusticia en la producción.
•
Recibir críticamente la publicidad y rechazar aquellos productos que utilizan
una degradante.
•
Identificar los procesos en los que la fama genera enormes beneficios y ser
consciente de hasta qué puntos colaboramos con ellos.
•
Reducir y controlar el ir de compras como puro divertimento frente al « ir a la
compra» como obligación.
•
Evitar el Centro Comercial, la Gran Superficie como actividad de ocio. El
pasar allí la tarde, el dejarse envolver en ese enorme escaparate montado por y
para el consumo.
•
Buscar espacios de desconexión para poder conectarnos: comer y cenar en
familia. Simplemente estar, sin tele, sin móvil, sin ordenador, sin radio, sin
IPod y sin IPad. Sólo unas cuantas personas diciéndose «pásame la sal,
pásame los guisantes», comentando las vivencias del día, hablando del de
mañana, corrigiendo modales, comiendo sano, hablando, mirándose, a veces
riéndose y algunas riñendo entre sí… poniendo en marcha un ritual de
referencias comunicativas y educativas de enorme trascendencia.
•
Evitemos en lo posible el consumo de publicidad de nuestros hijos. Molestan, ya
lo sé. Manchan, desordenan, exigen nuestra participación, nos reclaman... Lo
sé. Pero eso va en el lote. No debemos deshacernos de ellos matando sus
ratos con pasatiempos de imágenes y de publicidad, ni podemos privarles del
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encuentro con ellos mismos encendiendo la pantalla cada vez que les vemos
‘aburridos’. El aburrimiento es la antesala de la imaginación. Dejémosles que se
aburran y se pondrán inmediatamente a trabajar, es decir, a jugar. Ya saben: el
juego es el trabajo del niño.
•
La heroicidad educativa de decir NO. Hay que atender las necesidades
verdaderas de los hijos antes que sus deseos.
•
Predicar con el ejemplo, salirse de la rueda consumista, evitar hablar todo el
rato de las cosas que nos gustaría tener o de las que tienen los demás.
•
Disfrutar en lugar de divertirse: divertirse es dejarse llevar, pasar el tiempo,
matar el rato. Distraerse. Evadirse. La diversión es fácil: no me exige. Divertirse
es ser espectador en vez de actor. La tele, por ejemplo, es divertida.
Disfrutar, en cambio, es sembrar para sacar más fruto… Exprimir el instante. Si
quiero disfrutar necesito esforzarme. El disfrutar me exige, muchas veces,
demorar el placer y conseguirlo luego más profundo. Disfrutar es vivir en vez de
desvivirse viendo como viven los demás. La vida se disfruta.
Y termino. En una quinta parte del planeta la gente consume mucho más de lo que
necesita y nunca está satisfecha; y en la otra parte la gente no tiene ni lo más
necesario y, se lo aseguro, yo lo he visto, es más feliz. Más comunidad, más familia,
menos pantallas, menos publicidad. Menos consumo y menos distracción y más
sentido: así lograremos invertir la tendencia a que el consumo acabe
consumiéndonos.
Muchas gracias.
Muchas de las ideas de esta exposición están tomadas de : Adela CORTINA e Ignasi CARRERAS,
Consumo…luego existo, Barcelona, Cristianisme i Justícia, 31, NOTAS. Cuaderno nº 123.
Http://www.fespinal.com/espinal/llib/es123.pdf
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2
Pedro Simón en su columna La Costilla de Eva, YODONNA, mayo 2011. Lo tenéis también reproducido en mi
blog: http://medioambientesimbolico.blogspot.com.es/2011/05/no.html
3
Adela Cortina e Ignasi Carreras, Ibidem.
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