¿De un consumo materialista a un consumo feliz?

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¿De un consumo materialista a un consumo feliz?
Ni bienes, ni servicios: todos los negocios B2C habrán de enfocarse en
ofrecer experiencias para ser exitosos
Por: Nicolás Bacqué, Licenciatura en Administración y Sistemas, ITBA
Bienes, servicios y… algo más
Hace ya mucho tiempo se sabe que una taxonomía que sólo contemple bienes y
servicios es insuficiente para abordar el fenómeno del consumo como elemento central
de la economía y de los negocios. Treinta años atrás, Morris Holsbrook y Elizabeth
Hirschman publicaron su conocido artículo The experiential Aspects of Consumption, en
donde rescatan la importancia de los aspectos vinculados a lo vivencial en el estudio
del consumo. En ese trabajo, y en oposición a la visión tradicional que entiende al
consumidor como una entidad que procesa información racionalmente y consume
aquello que le brinda la mayor utilidad, los autores identificaron la importancia de la
búsqueda del placer –la respuesta hedónica- como principio primario del acto de
consumo.
Algo más cerca en el tiempo, (¡aunque ya ha transcurrido una década y media!) Joseph
Pine y James Gilmore publicaban la primera edición de The Experience Economy en
donde afirmaban que una nueva oferta de “productos” estaba desplazando a los bienes
y servicios. Se referían a las compañías como Cirque du Soleil, que no ofrecían bienes
pero tampoco servicios; su negocio estaba centrado en ofrecer algo más “visceral”, una
verdadera “experiencia”.
Estos negocios han florecido y se han multiplicado en la última década: hoy todos
podemos regalar y regalarnos experiencias a través de compañías basadas en la web
como Smartbox.com. Un salto en paracaídas, comer en la casa de un auténtico chef o
surcar las aguas del Caribe en una goleta de época no sólo se han vuelto posibles sino
que están a un click de distancia. The Experience Economy ha sido tan exitoso y
necesario para comprender los negocios actuales que una edición actualizada y
revisada ha sido puesta en circulación en 2011.
En definitiva, hace tiempo sabemos que la oferta de productos de consumo incluye
bienes, servicios y –en forma creciente- experiencias. ¿Entonces cuál es la novedad y las
implicancias para los negocios del futuro?
El dinero no hace la felicidad… pero ayuda
En primer lugar, trabajos recientes han puesto en duda lo que se conoce como la
paradoja de Easterlin. Easterlin sostuvo en 1974 que no existía una relación positiva
entre el nivel de ingreso y la felicidad. Nuevos trabajos empíricos, como los realizados
por los economistas Betsey Stevenson y Justin Wolfers (2008, 2013) han mostrado con
una base de datos muy amplia que la relación entre el nivel de ingreso per cápita y la
felicidad es fuerte y positiva. En definitiva, los últimos hallazgos dan sustento científico
a algo que muchos intuíamos: puede ser que el dinero no haga la felicidad, pero ¡ayuda!
Si el dinero ayuda a ser más feliz, y razonablemente suponemos que la gente quiere ser
lo más feliz posible, es relevante entender de qué manera pueden las personas utilizar
su dinero para maximizar su felicidad (o al menos aquella parte de su felicidad que
depende de ello).
Venimos del consumismo materialista…
Hace tiempo que numerosos autores han cuestionado la teoría del consumidor racional
de la microeconomía clásica y desde distintos campos que abarcan la psicología, la
sociología y la economía del comportamiento –sin olvidarnos tampoco de
especialidades como el marketing y el estudio del comportamiento del consumidorhan señalado que lo que las personas buscan satisfacer a través del consumo son,
principalmente, necesidades psicológicas. En ese sentido, investigadores como Jean
Baudrillard o Fernando Dogana han acreditado que nosotros, los consumidores,
compramos cosas no tanto para satisfacer una necesidad funcional sino un deseo más
profundo, más vinculado con nuestro ser (y particularmente no con lo que somos sino
con lo que deseamos ser).
Así, cuando compramos un automóvil, por ejemplo, por supuesto que necesitamos que
ese auto sirva para trasladarnos de un lado a otro (que cumpla con su función) pero
para elegir qué auto compramos (ya que dicha función la cumplen todos los autos a los
que podemos acceder) ponemos el acento en aquel modelo que mejor satisface
nuestros deseos, nuestras aspiraciones en términos de imagen, personalidad, valores,
etc.
Lo interesante de un mundo en que los objetos no son valorados por la función que
cumplen sino principalmente por lo que representan, es un mundo en el que esos
objetos se transforman en signos de cuestiones más profundas, a las que esperamos
acceder a través del consumo de esos bienes que las representan. Pero como los bienes
no son sino signos, su capacidad de brindarnos lo que buscamos es limitada y el intento
de alcanzar la felicidad por esta vía parece fútil. Esto lo han explicado muy bien los
autores recientemente mencionados, muchas veces críticos de lo que conocemos como
sociedad de consumo dado que una de sus características centrales –el consumo- no
consigue hacer de nosotros un colectivo consistentemente satisfecho.
En definitiva, hace tiempo que sabemos que buscamos (parte de) la felicidad a través
del consumo pero que el consumo de bienes nos brinda una satisfacción pasajera, a la
que sucede un período de desilusión y un nuevo acto de consumo, que siempre busca
aquello que nunca va a poder encontrar en forma duradera. De esta forma, se da lugar a
lo que Alberto Wilensky denominó el ciclo infinito del consumo.
¿Vamos hacia un consumo feliz?
Aquí viene la mayor novedad que se ha producido en los últimos años en el campo del
estudio del consumidor y del fenómeno del consumo y su relación con la felicidad. Las
investigaciones más recientes, particularmente aquellas llevadas a cabo en 2014 y 2015
por Amit Kumar, Thomas Gilovich y Lily Jampol, de Cornell University, han demostrado
que el consumo de experiencias nos hace sistemáticamente más felices que el consumo
de bienes.
A través de distintos estudios empíricos, los mencionados y otros investigadores
encontraron que las personas afirman recurrentemente que gastar su dinero en
comprar experiencias les resulta más gratificante que comprar bienes. Las experiencias
son menos susceptibles al fenómeno de adaptación hedónica o acostumbramiento. A
todos nos ha pasado que la fabulosa computadora, camisa o exprimidora que nos había
maravillado en manos del vendedor no resulta tan atractiva algunas semanas después
de haberla comprado.
En cambio, el paso del tiempo parece tener el efecto contrario en las experiencias: la
literatura especializada lo llama reinterpretación positiva. Tendemos a recordar como
algo gracioso las cosas que no salieron bien en nuestras vacaciones. “¿Podés creer que
llovió los quince días que estuvimos en La Toscana? ¡Así y todo han sido las mejores
vacaciones de los últimos años!” Y también olvidamos lo que resultó un verdadero
fastidio, como las interminables colas, el insoportable calor y los llantos estridentes de
los niños en la tan esperada visita a Disney.
Otros factores juegan a favor de las experiencias y contribuyen a que nos hagan más
felices que los bienes. Las experiencias son menos susceptibles de implicar
comparaciones odiosas, como ocurre con los bienes (días después de cambiar el auto,
siempre aparece algún vecino con un modelo más nuevo, o más poderoso, o más
exclusivo). Además, la gente es más proclive a hablar y compartir con los demás sus
experiencias que sus bienes; éstas nos brindan material para contar historias y
fortalecer nuestras relaciones sociales. ¿O, a caso, no nos sentimos más cerca de
quienes han tenido una experiencia similar a la nuestra? Basta con encontrarnos en una
reunión social con alguien que también haya estado en esa isla griega o en esa reserva
natural en Sudáfrica para que la conversación se anime.
La reconfiguración de los negocios y… ¿de la política pública?
Este fenómeno, por sí solo, tiene fundamentales implicancias para el mundo de los
negocios. Si la gente quiere ser feliz, y el consumo de experiencias es un vehículo para
ello, es razonable prever que los negocios basados en propuestas de valor vinculadas a
la oferta de experiencias van a seguir creciendo cada vez más. Pero las implicancias
quizás también alcancen a la política pública. Si bien aún no se han profundizado esas
líneas de investigación, ¿no podríamos pensar en desarrollar ciudades felices, en donde
la inversión pública esté orientada al desarrollo de una infraestructura urbana que
facilite la proliferación de experiencias? Ciclo vías, parques urbanos, predios para
espectáculos públicos, ferias, actividades deportivas, etc.
Lo más interesante, sin embargo, no está relacionado con la proliferación de negocios
que ofrezcan experiencias. Eso, como dijimos, seguirá acelerándose pero es un dato del
pasado reciente o, cuanto mucho, del presente. Sin embargo, los más recientes
aprendizajes respecto del consumo de experiencias impactarán en los negocios de una
manera más generalizada aún.
¿Por qué? Paradójicamente, por un fenómeno que en su momento se intentó esgrimir
en contra de los hallazgos respecto de la relación entre el consumo de experiencias y la
felicidad. Ese fenómeno consiste en que la distinción entre un bien, un servicio y una
experiencia no es siempre clara. Los límites son difusos, borrosos. ¿Qué es una
bicicleta? ¿Un objeto? ¿O lo verdaderamente importante al comprar una bicicleta son
las experiencias que nos permite vivir? Si el que la ofrece pone el énfasis en los aspectos
técnicos (calidad de los materiales, mecánica de precisión, diseño innovador) estará
más cerca de ser un objeto. Si por el contrario, el mensaje se centra en las vivencias que
tendremos pedaleando (un frenético descenso por la montaña, una tarde de paseo en
familia, el viento en la cara) estará más cerca de ser una experiencia. En definitiva, el
framing o cómo se enmarque un producto permite acercarlo a una experiencia o
encasillarlo como una cosa. Nosotros compramos un frasco de café en el súper, pero
participamos de una experiencia epicúrea en la tienda de Nespresso.
En consecuencia, no sólo se verá cómo siguen floreciendo los negocios que ofrecen
experiencias (vacaciones exóticas, vuelos en parapente, saltos con paracaídas,
espectáculos innovadores) sino que muy probablemente asistamos en los próximos
años a la reconfiguración de todos los negocios B2C hacia una oferta de experiencias.
Cuando pienso en todos los negocios, lo pienso literalmente. La próxima vez que hagan
la compra en el supermercado, piensen que están viviendo una experiencia -de
acuerdo, no parece tan excitante como hacer bungee jumping en el Victoria Falls Bridge,
en la frontera entre Zimbabwe y Zambia- pero sepan que sus ganas de volver a ese
súper estarán principalmente relacionadas con la experiencia de compra.
Particularmente, como bien nos enseñó Daniel Kahneman, con el recuerdo de esa
experiencia. También, como mostraron recientemente Kumar y Gilovich, con la
anticipación de la experiencia. Por ello, el principal objetivo de cualquier negocio –aún
de un supermercado- consistirá en ofrecer una experiencia memorable y positiva. La
tecnología, sin dudas, contribuirá a ello; ¿no probaron el supermercado sin colas?
Si han viajado últimamente al sur de nuestro país probablemente sí: ya funciona en
algunas sucursales de La Anónima. Un dispositivo inalámbrico que nos entregan al
entrar (y que es la parte visible de una solución de gestión de colas que integra
hardware y software) permite que cuando uno estima que está cerca de finalizar la
compra presiona un botón mediante el cual se coloca en una cola virtual. Mientras
tanto continúa su compra y algunos minutos después en la pantalla del dispositivo le
avisan a qué caja debe dirigirse. Al llegar, por supuesto, no hay cola: la caja, libre, nos
está esperando. Sólo eso, no tengan dudas, a uno le genera ganas de volver allí a hacer
la compra la semana que viene!
Nicolás Bacqué es economista y magíster en dirección de empresas. Es Director de la
Licenciatura en Administración y Sistemas del ITBA.
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