la enseñanza de la lectura a lo largo de la escolaridad

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ORIGINALES
Rev. Logop., Fon., Audiol., vol. IX, n.º 4 (208-215), 1989
LA ENSEÑANZA DE LA LECTURA
A LO LARGO DE LA ESCOLARIDAD*
Por Isabel Solé i Gallart
Departamento de Psicología Evolutiva y de la Educación
Universidad de Barcelona
A lectura es uno de los «viejos conocidos» en
el ámbito de la educación (como ya hemos
señalado). Pocos tópicos han recibido tanta
atención como el que nos ocupa. En un contexto que
se caracteriza por la cantidad y calidad de las contribuciones, por el carácter polémico que pueden revestir muchas de las aportaciones, y por la amplitud y
relevancia del tema de que se trata, parece aconsejable establecer los parámetros de este artículo. Trataremos, en primer lugar de lo que se considera que es
la lectura, para ocuparnos a continuación de las relaciones que se establecen entre leer y aprender. Ello
nos conduce a reflexionar sobre el papel que debe
concederse a este objeto de conocimiento en las propuestas curriculares de distintos tramos de la escolaridad, lo que a su vez plantea la cuestión de la intervención pedagógica, la función de los profesores en
relación a la enseñanza de la lectura, con la que concluiremos nuestras reflexiones.
L
¿Qué es leer?
Leer una actividad congnitiva compleja mediante
la cual el lector puede atribuir significado a un texto
* Una versión de este texto fue presentada y publicada en las
actas del V Simposio de las Escuelas de Logopedia y Psicología
del Lenguaje, celebrado en Salamanca del 24 al 28 de abril de
1989.
escrito. Esta definición, con la que en principio pueden estar de acuerdo los profesionales interesados en
la enseñanza y la investigación sobre la lectura, posee
unas implicaciones sobre las que vale la pena detenerse.
Conceptualizar la lectura como «actividad cognitiva compleja» supone de entrada rechazar explicaciones más o menos mecánicas que la consideran
como un simple proceso de traducción de códigos.
La definición adoptada remite a un lector activo, inmerso en un proceso que le implica globalmente,
para el que es necesario su participación. Dicha participación afecta sobre todo a la segunda parte de la
definición, la que se refiere a la «atribución de significado». En la medida en que se acepta que leer conduce a atribuir significado, se asume implícitamente
que éste no se encuentra totalmente en el texto -en
dicho caso hablaríamos de deducción de significado,
de acceso al mismo-, sino que es ante todo una
construcción del lector, quien se basa en el texto para
realizarla, pero no sólo en él.
Esta cuestión es a nuestro juicio fundamental, en
tanto que justifica que se reclame para la lectura el
estatus de «actividad cognitiva compleja» y en la medida en que obliga a reconsiderar una de las más viejas polémicas que se han generado en tomo a la misma, la que plantea la disyuntiva sobre si leer es decodificar o comprender. Empezando por esta última
cuestión, ya hemos manifestado que se trata en realidad de una falsa disyuntiva, dado que leer implica
Correspondencia: Isabel Solé i Gallart. Departamento de Psicología Evolutiva. Universidad de Barcelona. Adolf Florensá, s/n. 08028
Barcelona.
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comprender y decodificar. El lenguaje escrito es una
forma de representación de la realidad (Eisner,
1987); como todas las formas de representación, incluye aspectos convencionales y arbitrarios, socialmente compartidos, que le confieren el poder de representación, y que exigen la existenci de acuerdo
entre los usuarios del sistema acerca de lo que mediante el código se representa. Así como es necesario
conocer y dominar el código del lenguaje oral para
comunicar, el de las matemáticas para estructurar y
organizar determinados aspectos de la realidad, y el
de cualquier otra forma de representación —plástica,
musical, dramática, corporal…— para acceder a los
significados que mediante ella se quiere expresar, y
para poder expresar autónomamente, resulta indispensable manejar con habilidad el código del lenguaje escrito, condición necesaria para acceder a los
elementos que constituyen el texto.
Pero con ser necesaria, esta condición no es suficiente para leer. En la medida en que se considera
que leer es comprender, resulta claro que el acceso al
código no implica necesariamente que pueda comprenderse un fragmento escrito. Consideremos, por
ejemplo, lo que ocurriría si a un adulto no especialista —evidentemente, buen lector— se le presentara un texto que describe el funcionamiento de un
motor de avión o de un ordenador sofisticado; o el
texto de una sentencia apoyado en complicadas normas legales. Aunque nuestro sujeto pudiera leer todo
el texto —es decir, pudiera decodificar sus elementos—, la comprensión que podría hacer del mismo
sería probablemente muy limitada. Piénsese que lo
mismo ocurriría en el caso de asistir a una conferencia cuyo tema resultara ampliamente desconocido
para el auditorio; aunque todas las palabras emitidas
por el conferenciante sean entendidas por el público,
es muy probable que éste entienda muy poco de lo
que allí se ha dicho.
Parece claro que si todo remitiera a una cuestión
de códigos, estos problemas no se plantearían. Las
situaciones descritas afectan a usuarios eficaces de
los sistemas a que nos referíamos (lenguaje escrito y
lenguaje oral que simplemente no pueden responder
a un reto: el de la comprensión. Podemos ahora preguntarlos por qué fracasan en su intento; en nuestra
opinión, y en la de otros autores —Adams y Collins,
1979; Baker y Brown, 1984; Pearson y Gallagher,
1983)— este fracaso se debe a que no pueden atribuir significado a un texto —o a un discurso— cuyos elementos componentes, tomados aisladamente,
no les ofrecen ningún tipo de dificultad. No se trata,
pues, de problemas con el código, sino de otra clase.
Si en lugar de tratarse de legos en la materia,
nuestros sujetos fueran especialistas —técnicos de
aeronave, informáticos, jueces y abogados— las dificultades a que nos hemos referido desaparecerían
automáticamente. Aunque pueda parecer insistencia
en lo evidente, es necesario señalar que ello ocurriría porque en este caso los lectores o asistentes a la
conferencia dispondrían del conocimiento indispensable para poder atribuir significado a lo que leen o
escuchan. Antes de analizar las relaciones que existen entre el conocimiento previo y la atribución de
significado a nuevo material, hay que recordar que
en los dos casos presentados —el de los inexpertos
y el de los especialistas— el texto o el discurso es el
mismo, y la eficacia lectora se supone similar.
Atribuir significado: comprender y aprender
La única pero esencial diferencia que se establece
entre las hipotéticas situaciones a que aludíamos reside en que en una de ellas los sujetos disponen de
conocimiento prefvio relevante para comprender la
nueva información, mientras que en la otra este h
echo no se produce. Comprender algo —un texto, un
discurso, una película, una obra plástica…— es atribuirle significación, y ésta sólo puede ser atribuida a
partir de lo que ya se sabe o conoce, que va a permitir interpretar el nuevo contenido. En la lectura, en la
comprensión lectora, juega un papel fundamental el
conocimiento previo de que dispone el lector— sus
«esquemas de conocimiento» (Coll, 1983), las representaciones que posee acerca de una parcela determinada de la realidad; en este caso acerca del tópico a
que se refiere el texto de que se trate—, que permiten integrar y explicar la información nueva que se le
presenta, información que a su vez enriquecerá y
hará más completa su estructura cognoscitiva. La lectura es por lo tanto un proceso de interacción entre el
texto y el lector, en el cual éste tiene un papel activo
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que le lleva a seleccionar los conocimientos previos
pertinentes para el fragmento en cuestión, a actualizarlos, a interpretar mediante los mismos la nueva
información y a integrar en ellos las peculiaridades,
especificaciones o generalizaciones que de la misma
se desprendan. Cuando todo ello ocurre, decimos
que el lector está comprendiendo el texto, en la medida en que se lo permiten sus posibilidades.
Tal vez se entienda ahora por qué establecemos
una estrecha vinculación entre comprensión y aprendizaje, y por qué opinamos que debe cuidarse con
especial atención lo que en otra parte (Solé i Gallart,
1988) hemos denominado «el paso entre aprender a
leer y leer para aprender». Tal como la hemos definido, la comprensión como proceso cognitivo y la
capacidad para realizar aprendizajes significativos,
como ha sido caracterizada por Ausubel (1973), presentan numerosos puntos en común. Aprender de
forma significativa requiere el establecimiento de relaciones sustantivas y no arbitrarias entre lo que ya
se sabe y lo que se pretende conocer; requiere en definitiva que la persona que se implica en un proceso
de este estilo pueda atribuir significado a la nueva
información a partir de lo que ya conoce, que se va
a ver modificado y enriquecido como consecuencia
del aprendizaje efectuado.
El proceso que conduce a la realización de aprendizajes significativos es un proceso complejo, que
exige buenas dosis de actividad mental a quien lo
lleva a cabo; no basta con poseer conocimiento previo relevante y adecuado para abordar la nueva información. Es necesario además poder actualizarlo,
utilizarlo y modificarlo, de modo que la estructura
cognoscitiva de la persona que aprende se vea enriquecida y ampliada. Pero las ventajas de este tipo de
aprendizajes compensan con creces los esfuerzos
que suponen. La integración de nuevos contenidos
en la red de significados que constituye la estructura
cognoscitiva hace que ésta se complique, enriquezca
y amplíe, con lo cual su utilidad para abordar nuevas
situaciones e informaciones se acrecienta —con lo
que aumentan paralelamente las posibilidades de
realizar nuevos aprendizajes—. Además, lo que ha
sido aprendido de forma significativa es significativamente memorizado, dado que el contenido de
aprendizaje ha sido incluido en la red de significados
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a que antes se aludía. Esta memoria tiene poco que
ver con la memoria mecánica, e implica no sólo el recuerdo de lo aprendido, sino que constituye además
el bagaje que va a hacer posible atribuir significado a
una amplia gama de situaciones y experiencias.
Ante este panorama, se justifica que la escolarización obligatoria se plantee como uno de sus objetivos enseñar a sus alumnos a aprender significativamente de forma paulatinamente autónoma. Si se tiene en cuenta además que, especialmente a partir del
Ciclo Medio, buena parte de los aprendizajes que se
realizan en la escuela —por no hablar también de los
que se realizan fuera de ella— cuentan con el texto
escrito como soporte y vehículo, se entenderá la necesidad de favorecer y fomentar en los alumnos el
uso de estrategias de comprensión lectora adecuadas,
que permitirán que los aprendizajes que éstos efectúen sean tan significativos como lo posibilite la situación. En este sentido, cuando aprender a leer implica
comprender, la lectura se convierte en un instrumento esencial para aprender de forma significativa. En
este sentido también es en el que hay que entender la
afirmación según la cual, en el curso de la escolaridad, los alumnos deben pasar de aprender a leer a
leer para aprender, lo que obliga a reflexionar seriamente sobre el tratamiento que hay que otorgar a la
lectura en el curriculum.
El tratamiento curricular de la lectura
Las decisiones sobre el tratamiento curricular de la
lectura deben apoyarse en dos tipos de reflexiones,
que afectan a la naturaleza misma de esta actividad y
a su articulación en los distintos tramos de la escolaridad. El papel que se otorgue a la lectura en el currículum dependerá directamente de lo que se considere que la lectura es, y de la importancia que se le
conceda para el logro de los objetivos educativos por
parte de los alumnos. Dado que defendemos que la
lectura no es sólo un objeto de conocimiento en sí
misma, sino un utilísimo medio para la realización
autónoma de aprendizajes, lo coherente es que se reclame para ella un tratamiento serio y específico,
tanto en lo que se refiere al «qué» enseñar —es decir,
lo que atañe a los objetivos y contenidos de la lec-
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tura— como en lo relativo al «cómo» enseñar -al enfoque o perspectiva desde el que se organizan, planifican e implementan las situaciones de enseñanza/
aprendizaje—. Consideramos, además, que dicho
tratamiento no puede circunscribirse a un ciclo de la
enseñanza obligatoria -como ha venido sucediendo
hasta el momento, con ligeras variaciones- sino que
es necesario y conveniente ubicar adecuadamente
los objetivos relativos a la lectura en los diversos tramos de la escolaridad, de modo que en cada uno de
ellos pueda ser trabajada de acuerdo a las posibilidades de los alumnos con el fin de convertirles en lectores eficientes y de proporcionarles un medio de goce
y disfrute cuya utilidad trasciende con mucho los
límites de la escolarización.
Algunas de las consideraciones precedentes, y
muchas de las que se harán a continuación se apoyan
en la premisa de que no existe un paso mágico entre
el no lector y el lector eficiente, sino un largo proceso
en el que el aprendiz puede hacer cosas diferentes
con los textos, siempre que se procure que su aproximación a los mismos sea significativa y funcional.
Este proceso se inicia con una fase que para diversos
autores (Chall, 1979; Weiss, 1980) se caracteriza por
el reconocimiento global de palabras aprendidas y el
descubrimiento del código. Dicha fase incluye el período que se inicia cuando el niño empieza a mostrarse atento al sistema de la lengua escrita —alrededor de los dos o tres anos— y finaliza en torno a los
seis o siete años —coincidiendo con la instrucción
formal en los aspectos de codificación—. Durante el
período señalado, si se ha respondido a sus demandas y se le ha atendido, el niño ha aprendido a reconocer globalmente la configuración de algunas palabras escritas habituales y altamente significativas
para él -el propio nombre, el de algún personaje de
sus cuentos favoritos, el de productos de consumo
habitual... etc.-. Es una etapa en la que recurre con
frecuencia al adulto para explorar la lengua escrita
—«¿Qué pone aquí?» «¿Cómo se escribe pastel?»—
dado que no posee los conocimientos suficientes
para adentrarse de forma autónoma en este complejo
sistema.
Ahora bien, aunque el desconocimiento del código suele ser la norma en estas edades, es necesario
resaltar que los pequeños poseen otro tipo de cono-
cimientos acerca del lenguaje escrito que son, desde
nuestro punto de vista totalmente adecuados y pertinentes. Ante todo, los niños saben que mediante la
lengua escrita es posible comunicar y transmitir una
gran variedad de informaciones, relativas a múltiples
aspectos de uno mismo, de la realidad, de universos
presentes y ausentes, y también imaginados. Saben
que cuando se les lee algo reciben un mensaje concreto, y que los adultos pueden leer porque conocen
el mecanismo de la codificación; conocen, en definitiva, los aspectos de significación indisolublemente
ligados al texto. Pero además, conocen otras cosas,
que se relacionan también con aspectos convencionales del sistema: diferencian el dibujo de la escritura, y progresivamente la escritura convencional de
la que no lo es. Muchos niños menores de seis anos
saben que para leer es necesario mantener el libro
derecho, pasar una página después de otra y proceder de izquierda a derecha; han aprendido también
que suele establecerse una relación entre las ilustraciones o fotografías que acompañan a los textos y se
apoyan en ellas para «leer», en un intento que se caracteriza sobre todo por la búsqueda del significado.
Esta primera fase en el proceso que conduce al
dominio de la lectura coincide, en nuestro sistema
educativo, con la etapa comprendida entre los 0 y 6
anos, cuyo último tramo corresponde al actual Preescolar. Aun a riesgo de simplificar, puede afirmarse
que el tratamiento que se ha atribuido a la lectura, y
más ampliamente al lenguaje escrito en este ciclo ha
oscilado entre dos posturas contrapuestas. En una de
ellas se ha asimilado su enseñanza a la adquisición
de las habilidades de decodificación por parte de los
alumnos, de modo que los esfuerzos se concentraban
en facilitar lo antes posible dicha adquisición. En la
otra postura, se ha rechazado este tratamiento de la
lectura y se pospone el abordaje de textos escritos en
cualquiera de sus formas hasta el Ciclo Inicial. Conviene señalar que mientras que en la primera postura
las actividades que suelen proponerse a los niños se
relacionan con el código, en la segunda se articulan
toda una serie de tareas (prelectura y preescritura)
que aunque son sin duda útiles para fines relacionados con los aspectos convencionales del texto, son de
menor relevancia en lo que se refiere a los aspectos
de, significación.
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La perspectiva que en nuestra opinión debe presidir el tratamiento curricular de la lectura en los primeros tramos de la educación presenta algunas divergencias con las posturas anteriormente caracterizadas. Consideramos que dicho tratamiento debe
basarse por una parte en lo que la lectura es —una
actividad cognitiva compleja mediante la cual es posible comprender, atribuir significado a los textos escritos— y por otra en los conocimientos que los niños que han crecido en un ambiente medianamente
estimulante poseen acerca de este sistema. Ello requiere una aproximación significativa a la lectura, en
la que queda claro que leer significa comprender, en
un contexto que invite a los niños a explorar el universo escrito con la ayuda del maestro y, progresivamente, de forma autónoma —lo que implica responder a los interrogantes que los niños sin duda plantearán, así como correr el riesgo de equivocarse—. En
esta aproximación cobran todo su sentido las actividades en las que el maestro lee textos diversos a los
niños: cuentos, invitándoles a predecir los sucesos
que en ellos ocurren, a inventar finales distintos,
aunque coherentes con la secuencia leída…; informaciones surgidas en el contexto de la propia clase,
de la escuela, externas a ella, que ayuden a los pequeños a constatar la función comunicativa e informativa de la lectura. Son también muy importantes
las tareas en las que niño y adulto se implican conjuntamente, como cuando juntos leen un libro ilustrado, o las que tienen como eje los interrogantes de
los niños en torno al significado del texto. En todas
estas actividades, en las que el papel del adulto es
fundamental, el niño entre en contacto con los textos
en una perspectiva claramente significativa y funcional, para la cual puede servirse de sus conocimientos
previos acerca de la lectura, pero para la que necesita de nuevos conocimientos que va construyendo con
la ayuda del adulto y que poco a poco podrá utilizar
de manera autónoma. Aunque el aprendizaje de las
habilidades de decodificación no constituye un objetivo en este momento, no debe evitarse responder a
las preguntas que respecto de su funcionamiento formulan los niños; en una perspectiva como la que se
defiende, aprender a decodificar es necesario para la
lectura, pero no hay que olvidar que el aprendizaje
del código nunca puede plantearse como algo aparte,
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descontextualizado, alejado de la significación.
Aprender a decodificar sólo tiene sentido cuando el
niño percibe que esa adquisición es útil para él, y ello
sólo se logra en un contexto de significación.
Como se ve, pues, no hace falta esperar al Ciclo
Inicial para adentrarse en el aprendizaje de la lectura. Es mucho lo que puede hacerse con anterioridad
para fomentar y promover el interés de los niños hacia la lengua escrita, para aprovechar y ampliar sus
conocimientos sobre la misma, para acercarles a ella
en una aproximación significativa y funcional según
la cual leer es comprender.
Una segunda fase que se ha descrito en el proceso que lleva a la lectura eficiente es la fase de la decodificación, que supone una aptitud para fusionar
fonemas presentados separadamente y para establecer relaciones de correspondencia entre la tira gráfica y la tira fónica. Para Weiss (1980) la fase del descifrado o decodificación supone la conquista de la
autonomía, pues una vez que se han asimilado los
secretos del código, el niño puede lanzarse de forma
autónoma a explorar el universo escrito, sin requerir
de forma constante la presencia de un adulto que responda a sus interrogantes. Conviene no perder de
vista, como señala este autor, que en el niño los intentos de decodificación están guiados por una búsqueda activa del significado; generalmente, el pequeño no quiere descifrar una serie de palabras, sino
que quiere saber qué expresa un determinado fragmento. Ello debe tenerse en cuenta, para no confundir el tratamiento que debe darse a la decodificación
con el que generalmente se le ha atribuido, que ha
consistido en asimilarla sin más a la lectura. Decodificar no es leer, pero necesitamos decodificar correctamente para poder leer. Aprender a decodificar correctamente implica ubicar este aprendizaje en el
marco de significación a que antes se aludía, partir
de lo que el niño quiere comprender, tener en cuenta sus conocimientos y apoyarse en ellos, sin olvidar
que nos estamos refiriendo al acceso a un código
convencional y arbitrario, que requerirá de una intervención específicamente dirigida a facilitarlo.
En nuestro sistema educativo este acceso se reserva para el Ciclo Inicial, uno de cuyos objetivos
fundamentales es el dominio del lenguaje escrito.
Más que un problema de ubicación, que puede pare-
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cer más o menos adecuada, se trata aquí de un problema de enfoque, de metodología, de cómo se articulan las situaciones de enseñanza/aprendizaje susceptibles de facilitar el acceso al código y a la lectura.
El acceso al código no puede realizarse fuera de un
marco de significación; por lo tanto es necesario
abordarlo en enfoques globales, que partan del interés del niño y de lo que él ya sabe, pero que no renuncien tampoco al análisis necesario para que devenga progresivamente autónomo en este ámbito.
Una vez que los niños han aprendido a decodificar
correctamente y con una cierta soltura, la lectura empieza a perder peso dentro del curriculum. Ello resulta paradójico, habida cuenta que a partir de ese
momento los alumnos no sólo deberán poder leer
adecuadamente, sino que además necesitaran de la
lectura para acceder a un número cada vez mayor de
contenidos de aprendizaje —es decir, deberán pasar
de aprender a leer a leer para aprender, como antes
señalaba—. En este sentido, Chal1 (1979), Weiss
(1980) y otros autores indican que a la etapa del descifrado o decodificación sigue una nueva etapa, la de
la lectura propiamente dicha en la que el lector,
guiándose siempre por unos objetivos claros y definidos —leer para saber qué dice, para memorizar, para
realizar una receta de cocina, para conocer las instrucciones de un juego, para ver si interesa seguir leyendo...— y apoyándose en índices semánticos y
morfosintácticos realiza una lectura global, reservándose la decodificación para situaciones muy específicas —palabras técnicas, irreconocibles..., etc.—. Esta
etapa de la lectura global nunca puede darse por terminada, puesto que siempre es posible leer mejor,
aprender a partir de los textos, leer manejando simultáneamente diversas perspectivas, leer conforme
a determinadas metas o propósitos, leer con una
perspectiva crítica, disfrutar leyendo..., etc.
Una perspectiva como ésta hace ver lo inadecuado
de relegar la lectura a papeles secundarios a medida
que se avanza en la escolaridad. Lo dicho hasta el
momento aboga por un tratamiento curricular de la
lectura que tenga en cuenta que sirve a distintos propósitos, y que hay que educar a los alumnos de modo
que puedan hacerse con un instrumento tan útil
como éste. Ello implica diversificar los textos, las situaciones, los propósitos que se persiguen mediante
la lectura y las actividades que a partir de ella se realizan. Aunque pueda perder sentido dedicar en los
tramos más avanzados del sistema una parte de la
jornada escolar a la lectura, no hay que olvidar que
existen toda una serie de actividades asociadas a ella
con las que hay que conseguir que los alumnos se familiaricen —realizar resúmenes, esquemas, síntesis;
tomar apuntes, subrayar... y en general todas las que
se incluyen en el apartado de «hábitos de estudio»—.
Además, un objetivo esencial de la enseñanza obligatoria debería residir en fomentar el gusto por la lectura, por los textos bien escritos; dicho objetivo sería
probablemente valorado por los usuarios del sistema
educativo incluso mucho tiempo después de haberlo
abandonado.
En síntesis, sostenemos que la capacidad de leer,
comprender lo que se lee y aprender mediante la lectura requiere manejar con destreza una serie de estrategias y procedimientos que se desprenden de una
aproximación significativa a este objeto de conocimiento: seleccionar el conocimiento previo relevante
para lo que se quiere leer, tener en cuenta los propósitos que guían la lectura, elaborar y verificar hipótesis y predicciones acerca de lo que se lee a partir de
lo que ya se ha leído y de las experiencias y conocimientos del lector, enfrentarse a los errores o lagunas
de forma diversificada, atendiendo a una variedad de
recursos..., etc. Todos estos procedimientos, y otros
que hemos omitido, pueden y deben ser objeto de
atención en los distintos tramos de la enseñanza,
atendiendo por supuesto a las características de los
alumnos, a los objetivos que se persiguen y a la influencia de la intervención educativa, que variará en
cada caso. No puede restingirse la enseñanza de la
lectura a un nivel o ciclo, en la medida en que tanto
en los precedentes como en los posteriores es posible
trabajarla con el fin de ayudar a los alumnos a perfeccionarse como lectores. En este contexto, la función de los maestros y profesores es crucial.
La intervención del profesor en la enseñanza
de la lectura
Las afirmaciones precedentes ponen de manifiesto
que las habilidades que caracterizan al buen lector no
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se adquieren de forma espontánea, ni tampoco con
rapidez. Al contrario, se trata de una construcción
lenta y gradual que implica al maestro y al alumno;
de hecho, la lectura eficiente y autónoma requiere un
amplio período de enseñanza/aprendizaje que se caracteriza por el trabajo conjunto de ambos guiado
por objetivos claros y explícitos, que deben presidir inequívocamente la intervención del primero,
en la que se inscribe la interacción educativa con los
alumnos.
Esta interacción, responsable de los progresos que
van realizando los niños, no se estructura de una
forma rígida e inamovible; al contrario, puede y debe
tomar diversas formas en atención a las necesidades
que presentan los alumnos, alrededor de las cuales
debe articularse la intervención del profesor. Así, es
posible encontrar secuencias de instrucción en las
que la responsabilidad recae primordialmente en el
maestro —por ejemplo, cuando lee un texto en voz
alta, explicita las predicciones que va formulando y
los índices en que se basa para ello, busca indicadores que le permitan verificarlas..., etc.—, mientras que
otras se centran en la actividad de los alumnos
—cuando leen un texto individualmente, cuando realizan autónomamente ejercicios relacionados con la
comprensión...,etc.—. Pero sin duda el mayor interés
lo tienen las secuencias de actividad compartida o, en
términos de Pearson y Gallagher (1983) de práctica
guiada, en las que la participación de ambos protagonistas se articula alrededor de una tarea determinada.
En estos casos, el profesor va atribuyendo progresivamente la responsabilidad a los alumnos en función
de los logros y obstáculos que éstos experimentan.
Los segmentos de actividad compartida permiten al
profesor detectar el proceso que van siguiendo los
alumnos, porque él mismo contribuye a ponerlo en
marcha, le hacen ver las dificultades que se plantean,
y le ofrecen la posibilidad de intervenir de manera
contingente a las mismas, es decir diversificando la
intervención —muy directiva, de propuesta, de planteamiento de problema, de constatación, no intervenir...— en función de las necesidades que percibe en
un momento dado.
Este tipo de intervención se apoya en la premisa
de que la construcción del conocimiento es una cuestión personal, idiosincrásica, que nadie puede hacer
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por otra persona —ni por supuesto, el maestro por
sus alumnos—. Pero además, tiene en cuenta que, en
el contexto de las actividades educativas escolares dicha construcción, que remite a la realización de
aprendizajes significativos, requiere la intervención
planificada del maestro, quien pondrá en marcha las
secuencias de enseñanza/aprendizaje susceptibles de
favorecerla, y que interactuará con los alumnos
de manera ajustada al proceso que éstos van siguiendo, partiendo de sus conocimientos y del punto
en que se encuentran para llevarlos un poco más allá,
ayudándoles a aprender y a desarrollarse.
En esta perspectiva, subsidiaria de una interpretación constructivista del aprendizaje escolar y de la
enseñanza (Coll, 1987), el logro de una lectura verdaderamente comprensiva, que permita disfrutar, informarse, aprender autónomamente, que sea útil
para la escuela y para la vida, requiere maestros que
la enseñen en un enfoque amplio, no restrictivo, y
que asuman su papel insustituible en la progresiva
construcción que realizan los alumnos. Ello debería
hacernos reflexionar sobre los contenidos que tanto
en su formación inicial como en la permanente reciben los enseñantes en relación a la lectura; probablemente llegaríamos a la conclusión de que son parciales y descontextualizados. Pero éste es ya un tema diferente que requiere otro lugar y otro espacio para
ser abordado convenientemente.
RESUMEN
En este artículo, a partir de una definición de la
lectura que la considera una actividad cognitiva compleja, mediante la cual se atribuye significado a los
textos escritos, se revisan algunos aspectos relacionados con la misma. En primer lugar, se analizan las
relaciones entre la comprensión lectora y el aprendizaje significativo, y se señala la necesidad de proporcionar a los alumnos estrategias útiles de comprensión que les capaciten para leer autónomamente. En
segundo lugar, se discute acerca del estatus de la lectura en distintos tramos de la escolaridad, y se
reclama su presencia diversificada a lo largo de
la misma. Por último, se aborda el papel de la
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enseñanza y la función del maestro en la consecución
de los objetivos educativos referidos a la lectura.
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