Cuando tus ojos se cierran

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Cuando tus ojos se cierran
La mente en blanco es negra. Respiro. Antes sentía la claridad, ahora, con todos
estos vendajes, ya no pasa nada, y en mi ojo derecho nada del todo. Dice Carlos que no me
preocupe, que el médico me ha zurcido bien con el láser. Sí me preocupo. He estado sedada
durante días. Tensión ocular después de la operación. Y la tensión de no saber si te quedas
ciega. Así, de repente.
Era una persona normal. Como miles de mujeres en todo el mundo trabajo con el ordenador
más de seis horas, los ojos se cansan y llevo gafas. Pero nadie me dijo nunca que tenía una
mierda de retinas, un puto colador.
Llegué agotada. Me dolía la cabeza. Había conducido muy incómoda. Creí que era la
alergia. ¡Tanto polen! Los ojos rojos, escocidos. Me senté en el sillón y le dije: me molesta
mucho la luz, y echó las cortinas. Luego le dije, ven, tengo chispas, fogonazos, partículas
que suben y bajan y después negro, todo negro. Abrí los ojos: sólo le veía con el ojo
izquierdo. El derecho, oscuro, y las estrellitas que a veces explotaban en medio y me
deslumbraban. Dejó todo lo que estaba haciendo. Llamó al Restaurante y habló con su
socio. Nos fuimos a La Paz sobre la marcha. Me miraron con varias máquinas. Venía un
médico, luego otro. Mascullaban entre ellos. Me ingresaron y me cubrieron los ojos.
Dijeron que tenía que estar tumbada.
Respiro. Hago mis respiraciones todos los días. Me relajo. Mi cuerpo, como un fardo.
Luego las voces, desconocidas, chillonas. Unas manos que llegan. Gélidas. Tan frías como
las gotas que cada dos horas me colocan en cada ojo. Un mordisco. La veo, no la veo.
Es una rapaz. Oía su graznido. El aire que mueve cuando se acerca. Llega. Sin apenas
tocarme, echa esta gota que devora, te come. El pico de un águila vacíando los ojos del
cordero. ¡Me escuece tánto! La siguiente vez, cuando oí su graznido y que revoloteaba
entre las camas, me preparé. Yo también sé cazar. La agarré de un brazo, al vuelo. La
apreté con todas mis fuerzas, que no se zafara. Le dije:
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−Ave carroñera. Graznas. No te veo, pero te oigo. Tus manos son de hielo. No me pongas
las gotas así −y le hinqué toda la fuerza de mis uñas..
Salió corriendo. Oí a lo lejos el griterío, sus protestas, sus palabras ordinarias. Debía ser
fea, muy fea. Su olor a sopa de sobre, lejos. No volvió más.
Me operaron los dos ojos. Desprendimiento de retina. El derecho completo. No veré más
por él, salvo que ocurra un milagro. El tejido reticular muy desgastado, como el codo de un
jersey. El izquierdo puede que se salve, lo han cogido a tiempo. He de estar así durante un
mes. Que se estabilice. Se puede vivir con un ojo, dicen. Me puedo maquillar, también me
dicen. Cuando me levante. Como si la vida de un ojo se pudiera maquillar.
Tras la urraca vino un hombre. Una voz sugerente, masculina. No le oía llegar y posaba sus
manos sobre mis piernas. Su saludo siempre iba acompañado de ese contacto. Palpando mi
cuerpo, diciéndome: Hola Bea, estoy aquí, tranquila, soy un amigo, vengo a echarte las
gotas. Su voz susurrante, cálida, siempre amable. Las voces dicen tanto de las personas, lo
que hay más al fondo, más adentro. La voz de este hombre, de este enfermero, no me
crispaba, muy al contrario, me mantenía en ese estado semi-inconsciente al que había
conseguido llegar, a esa relajación profunda. Durante dos días más me echó las gotas con
suavidad, incluso con ternura, siempre me daba un beso. El contacto de sus labios calientes,
en la mejilla…y su aroma, una colonia con algo de canela y limón. Debía ser un hombre
guapo. La belleza no solo está en los rasgos. Está en el corazón.
Así estuve dos días más en el Hospital, y luego me llevaron a casa. Requería un postoperatorio de un mes, tumbada, con los ojos tapados. Carlos organizó todo para librar por
las noches. Dejaba todos los platos y aderezos listos.
La primera noche se las arregló para hacerme la cena de los sentidos. Colocó varias
bandejas sobre la cama. Me avisó. Te mueves solo por tu lado. A mi derecha sentía el aire
caliente. Mi mano rozaba la luz de las velas y se encendía. La luz en la oscuridad es calor.
E ilumina tanto o más. Si hay calor no te sientes sola, ni abandonada, ni deprimida.
Extendía mi mano y si la bajaba, me abrasaba la palma. Un pinchazo denso de la llama y el
dorso frío. Sacó las copas de balón. Su cristal es como el de la roca, vibrante. En ellas te
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sumerges y percibes todo el aroma del vino antes de que él te penetre. Luego pasas el dedo
por el borde y suena bronco, pero le das así, ¡ding!, y canta. Abrió un Vega Sicilia de
cosecha limitada, todo un lujo. Era la oportunidad de apreciar su redondez, su genialidad.
Luego sentí el descorche, ¡ploc!, ya está fuera. Él hablaba de las tonalidades del vino, el
caoba y la cereza y todo lo demás. Yo me lo imagino porque veo. Cuando tus ojos están
cerrados ve tu cerebro. El vino pasaba por mi garganta mezclándose madera, almíbar y
café. Y esa suavidad, el terciopelo. Después unos caracoles, mezclados con menta. Me
encanta sorberlos junto a los aromas de la tierra. Y un plato especial: Vicuña con quinoa al
pisco, traído todo del Perú. Mimó el guiso como sólo él sabe. Entonces empiezas a saborear
la vicuña, aquellas alturas sobrecogedoras y la sonrisa del pastor, el quechua de mejillas
quemadas.
La comida también es literatura y viaje. Los sabores y los aromas te llevan de golpe a lo
que has vivido, a esas imágenes que solo quedan en tu memoria, asociadas a las papilas
gustativas, a la nariz.
Un nuevo ¡ding!, dio paso al último tercio, los postres. No soy muy golosa. Me empalago
fácilmente. Trajo tres pastelillos. Vas descubriendo los sabores disueltos en tu saliva como
en un pequeño laboratorio. Hasta que no detectas lo que hay en tu boca, no lo tragas. Un
proceso muy diferente a lo que todo el mundo suele hacer. Devorar sin apenas gustar. Este
momento es único porque tu estómago está lleno. No puedes decir que tienes hambre. Y
entonces te regodeas en el paladar: el sabor de las yemas, las diferentes densidades del
chocolate, shocolé, como dicen los franceses, y las cremas. Nuestra cena completó la
primera velada. Entre la preparación y el disfrute fueron casi dos horas. Él estaba agotado.
Al anochecer se oía el ulular de una lechuza. Un poco más tarde los ronquidos de Carlos.
Sentí el calor de su cuerpo tendido, tranquilo. Me daba mucha confianza. Bajo las sábanas
lo abrazaba. Sabía que no estaba sola. Luego me dormí.
Mi hermana Leticia nos ayudó. Como trabaja en una perfumería consigue todo tipo de
potingues y cremas a buenos precios. Me trajo una crema de melocotón.
−Vamos, quítate el camisón.
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El aire era fresco y todo mi cuerpo se cubrió de mínimos cráteres, la piel de gallina:
−Podías haber cerrado la ventana. Me estoy helando.
La cerró y salió a por el calentador. Me volví a cubrir con las sábanas. Mis pezones
crepitaban con el apresto del almidón. Sentí mi desnudez inmensa y una ola que me
abrazaba como el océano y penetraba en mí. Al rato la habitación estaba templada. Leticia
frotaba una mano contra la otra, calentándolas, antes de cubrirme con la crema. Luego
movimientos rápidos. De arriba abajo y el melocotón que subía y bajaba a mi nariz.
−Más, más −pedía yo.
En un momento estaba toda embadurnada. Podría ser un pastelillo para un gigante glotón.
Pero necesitaba más. La caricia, esa sensación.
−Tócame…, ¡que me toques! −le decía −No sabes qué placer. No te lo sé explicar. Cuando
alguna vez estés como yo, lo sabrás. Como si te envolvieran en un beso, algo así.
−¿Por qué no te das un masaje? −propuso− A la tienda viene un masajista los viernes. Me
convenció.
El masajista vino al mediodía. Oí a lo lejos su llegada. Cuando tus ojos se cierran, todo lo
demás empieza a funcionar. Y funcionaba de maravilla. Nunca supe el oído tan fino que
tenía. Sentí llegar su coche, la cancela, sus pasos subiendo la escalera y algo que golpeaba
los peldaños. Su voz surgió cálida, con un ligero tintineo, sus erres rebotaban. Parecía
jovial.
−Hola Bea. Soy Jorge, el masajista. ¿Cómo estás?
−Expectante −contesté. −Nunca me han dado un masaje. Bueno, sí. En la espalda. Una vez
que tuve una contractura. Hace mucho tiempo.
−Eso no es un masaje −repuso, mientras iba desenvolviendo algo.
−¿Qué haces? ¿Qué oigo? −no reconocía el sonido de lo que estaba haciendo y eso, sobre
todo, me inquietaba.
−Estoy desenfundando la camilla. Una camilla portátil y muy resistente que traigo para dar
los masajes. La voy a poner aquí. En tu cuarto. Hay espacio de sobra.
Tras instalarla, entornó las cortinas, y prendió una cerilla. Sentí el fósforo y luego un sutil
aroma a jazmín.
−¿Qué es eso? −inquirí.
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Me explicó que el mundo del masaje era el de los sentidos. Que la caricia se acompaña con
un ambiente adecuado, la luz tenue, el aceite esencial borboteando bajo la vela, y la música
suave.
Podía quedarme con las bragas, si quería. Salió mientras me desnudaba. Decidí quitármelas.
Sus manos correrían por mi cuerpo sin obstáculos. Me cubrí con una sábana, palpé la
camilla, probé su resistencia y me subí.
−Ya estoy.
Entró. Estaba boca arriba. Le pedí que me dejara, antes de nada, tocar su cara. Si tocas,
sabes. Las manos son tus ojos. Su piel era fresca, recién afeitada. Una cabellera abundante,
ensortijada.
−Tienes mucho pelo ¿cuantos años tienes? −había calculado que veintipocos. Me retaba a
mi misma, para ver si acertaba.
−Veintiseis −oí que sonreía, incluso con picardía. Unos segundos después me pidió que me
tumbara boca abajo y así hice.
Mi cara quedaba en un agujero en mitad de la camilla. Por ahí podía respirar bien. Mis ojos,
encajados en el hueco. Después sentí el peso. El paso de sus manos por todo mi cuerpo
cubierto por la sábana. Un paso firme, como si pisara con ellas mis nalgas, mi espalda.
Caminó sobre mí hasta recorrerme entera. Después abrió un frasco de aceite y se sumió,
nos sumimos, en el silencio.
Tomó mis pies y los embadurnó, sus manos los recorrían como peces. Saltaban de uno a
otro. Los agarraba, tiraba, golpeteaba con sus nudillos. Giraba los tobillos, presionaba sobre
las plantas. Tironeaba de los dedos. Sentí que estaba en buenas manos.
La inquietud inicial dio paso a un dejarme hacer. Cada vez me sentía más relajada. Tomó
mis piernas como un todo. Sus manos las repasaban de arriba abajo, con una sacudida
líquida. Entonces no tenía pierna sino un miembro inferior interminable que iba desde los
tobillos a las caderas y subía hasta el cuello. Cuando sus manos se aventuraban por el
muslo interno sentía una voluptuosidad increíble, me desbordaba, pero luego quedaba
cortada por una nueva sensación de placer, más nítida, cuando me masajeaba los glúteos.
−No tienes piel de naranja −comentó.
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Yo callé. Había caminado mucho. Tanto para estar así ahora, tendida, dejándome llevar por
sensaciones maravillosas cuya existencia había desconocido hasta ese momento. Luego
continuó con la espalda. Empezó por el coxis, un hueso sagrado. Con movimientos cortos,
densos, apretaba y soltaba. Luego fue presionando, una a una, las vértebras. Parecía sacar
brillo a los eslabones de una cadena preciosa. Después frotó mi espalda de abajo arriba.
Dos surtidores a cada lado de la columna, para luego abrirse como una fuente en la que
chisporroteaba el agua.
Así fue recorriendo cada centímetro de mi cuerpo anunciándome un placer enorme, y la
llegada de unos días que jamás hubiera imaginado.
Hasta entonces había vivido en las tinieblas, en las oscuridades de una relación agonizante,
rutinaria. Durante un mes el espacio de mi mundo se ensanchó. El horizonte, aunque
oscuro, pareció llenarse de fuegos de colores, de sensaciones que hasta entonces me habían
sido vetadas. Supe que, pasara lo que pasara, mi cuerpo había estado mudo, ciego y sordo.
BELEN BOVILLE LUCA DE TENA,
Premio Nacional de Relatos José González Torices,
Pozáldez (Valladolid) 2009.
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