David, Guillermo-El talón de Aquiles

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Guillermo David
El talón de Aquiles
El Indio Deseado, del dios pampa al santito gay, Las cuarenta, Buenos Aires, 2009.
Los poderes y menoscabos inscriptos en el nombre propio aquejaron a
Manuel Namuncurá, cuyo apellido significa talón —o garrón— de
piedra. Contrariando ese mandato de invulnerabilidad propuesto,
Namuncurá será el talón de Aquiles, la falla interna de la soberanía
indígena, el tótem desjarretado y cojo que tras una infructuosa
resistencia consumará la rendición.
La sucesión de Calfucurá recayó en el mejor de sus hijos, que durante
décadas lo acompañara al frente de sus huestes o como embajador
ante los poderes; pero ya nada sería igual. La avanzada blanca sobre el
territorio indígena era incontenible, y conocería una escalada que
acelerará el tiempo histórico hasta su consumación en la campaña de
Roca. Nótese: Roca, que había escrito "Hay que eliminar esas piedras
del camino" al partir al mando de la columna sur, derrota a Talón de
Piedra. El destino impreso en el significante nuclear de la identidad
que es el nombre propio está en pleno curso.
El genocidio conocido como Conquista del Desierto mediante el cual
Roca y sus aliados se alzaron con 15.000 leguas de territorio se llevó a
cabo en sólo seis meses, arrojando un saldo de 1300 muertos, 1200
guerreros indígenas prisioneros y 10.000 ancianos, mujeres y niños
—"gente de chusma"—capturados, reducidos a esclavitud, y
extrañados de su ámbito.
El presidente Avellaneda, en su mensaje al Congreso de la Nación de
mayo del 79 se jactaba de no haber seguido la política "tan costosa" de
las reducciones a la manera de los Estados Unidos. "Nosotros hemos
encontrado hasta hoy facilidades inesperadas en el espíritu
profundamente cristiano de nuestras poblaciones y en la capacidad
que el indio mismo ha demostrado para adaptarse a las exigencias de
una vida superior"—arguye. Explica así tanto su labor "benefactora"
como la de los apropiadores, hijos directos de la institución hispánica
de la encomienda: "El indio es apto para todos los trabajos físicos; la
provincia de Tucumán ha empleado quinientos en sus ingenios de
azúcar y en sus obrajes. Las mujeres y niños han sido distribuidos por
las Sociedades de Beneficencia entre las familias". Situación que sería
refrendada por un decreto del 22 de agosto de 1879, mediante el cual
ponía a los cautivos bajo la custodia del Defensor Nacional de Pobres
e incapaces"[1].
En La conquista de 15.000 leguas, su manual del exterminio y
expropiación de las etnias patagónicas, Zeballos consignará que "la
tribu de Catriel de 4.000 almas y 800 guerreros ha desaparecido de la
faz de la tierra y desde su soberano hasta la última china están en las
prisiones del Estado o en los ingenios de Tucumán". Con gráfica y
descarnada economía de recursos había escrito: "Quitar a los pampas
el caballo y la lanza y obligarlos a cultivar la tierra con el rémington al
1
Cf. Narciso Binayan Carmona: Los repartos de indios. Primer Congreso del Área
Araucana, T. II, págs. 269-272.
pecho diariamente: he aquí el único medio de resolver con éxito el
problema social que entraña la sumisión de estos bandidos".[2]
Pero la operación se llevará a cabo no sin concitar las tan consabidas
como ineficaces protestas de los humanistas de la época. Carlos María
Ocantos, intelectual orgánico de la generación del 80, en su novela
Quilito, de 1892, describe el reparto entre las familias prominentes de
la oligarquía vencedora de los indígenas capturados, previamente
reunidos en el campo de concentración de la isla Martín García. "Y un
militarote, que arrastra su sable con arrogancia, procede al reparto
entre conocidos y recomendados, separando violentamente a la mujer
del marido, al hermano de la hermana, y lo que es más monstruoso,
más inhumano, más salvaje, al hijo de la madre. Todo en nombre de la
civilización. Porque aquella turba miserable es el botín de la última
batida en la frontera..." La vida de las chinas entregadas para diversos
menesteres domésticos, entre los que se cuentan los servicios sexuales
para los patrones y sus hijos, es uno de los leit motiv de la novela.
Refiere Binayan Carmona una nota de La Nación titulada Espectáculo
bárbaro del 31 de agosto, en la que se contaba que al momento de
arribo de un vapor desde el Chaco con indígenas cautivos, personas
provistas de recomendaciones del Estado Mayor del Ejército se
presentaban al encargado, un militar, reclamando uno o dos indios. La
nota detalla las escenas desgarradoras que se suscitaban al
arrebatársele los hijos a las madres, que, imposibilitadas de
comunicarse por no conocer el idioma, trataban en vano de detenerlos
en medio del llanto general.
Así de terrible era la situación de desagregación y sometimiento de las
etnias derrotadas, desde el Chaco a la Patagonia. En ese contexto, son
pocos los jefes paisanos que resisten, a veces de manera lastimosa,
hambreados, vagabundeando en andrajos por los montes,
escondiéndose de las partidas que salen en su cacería como si de
animales salvajes se tratase.
Manuel Namuncurá padeció dicha suerte. Habiéndose refugiado con
el cacique manzanero Valentín Sayhueque en la zona del Neuquén, y
tras pasar la cordillera en varias oportunidades, planteó guerra de
guerrillas con tibias escaramuzas e incursiones de abastecimiento en
los poblados durante cuatro años, hasta que la captura de su familia y
de sus dominios hizo palmaria la derrota.
No narraré la biografía de Namuncurá; remito a la vasta bibliografía
sobre el tema cuyos hitos van de Adalberto Clifton Goldney hasta
Meinrado Hux y Carlos Martínez Sarasola, entre otros, para conocer
los detalles de la peripecia vital de este hombre. Sólo me interesa
escandir algunos hechos de su existencia que permiten pensar la
deriva de la estirpe.
Uno de ellos, acaso el central desde el punto de vista político y
simbólico, es el episodio de la rendición tras años de resistencia:
"[Namuncurá] Llegó el 5 de mayo de 1884 a Fuerte Roca, que antes se
llamaba Fiscomenucó. Ahí lo recibió el jefe de las tropas. Luego de
rendir su lanza, el famoso cacique recibió, como premio, el grado de
Coronel de la Nación. Y como en Fuerte Roca no tenían a mano
uniformes adecuados, lo vistieron como se pudo: el quepis era de
teniente coronel; el pantalón punzó con franjas de oro, era de coronel,
2
Loe. cit, pág. 245.
y el capote militar con presillas, también era de coronel; pero Islas [el
lenguaraz], muy astutamente, lo convenció de que el uniforme
correspondía al grado de general, porque en realidad él había sido
cacique general de Salinas Grandes" —relata el padre Raúl Entraigas
en El mancebo de la tierra.
El gran cacique, que no ha aceptado la ayuda del Ejército chileno que
pretendía usarlo de punta de lanza en la ocupación del antiguo
territorio mapuche, tras una resistencia inútil, al verse acorralado, se
entrega en Fuerte Roca a Conrado Villegas, oficiando el sacerdote
salesiano Domingo Milanesio como garante de la rendición.
Pero el dato crucial es que, acaso como una estratagema de mímesis
en aras de la sobrevivencia tras el terror padecido, o como un explícito
reconocimiento de la superioridad de su vencedor, o ambas cosas,
Namuncurá se traviste de su enemigo, produciendo sobre sí mismo
una transmutación identitaria radical, llegando a constituir un irrisorio
pelele que haría la mofa de la prensa en los años posteriores cuando,
ya trasladado a Buenos Aires, entre en colisión con la tecnología y la
vida urbana.
En efecto, devendrá un triste personaje que amenizaba las páginas de
Caras y Caretas, donde se describen sus maldiciones asombradas —
¡gualichú! ¡gualichú!— al serle puesto un teléfono al oído, o sus
interpelaciones a los actores de una obra de teatro rompiendo el pacto
de representación que no alcanzaba a comprender. Las
transfiguraciones iniciadas en los primeros contactos interétnicos que
habían tanto minado los modos de existencia soberana como
enriquecido su múltiple conformación identitaria, daban en el último
soberano con un capítulo devastador que anunciaba el ocaso de un
período histórico.
Tras aquel episodio de la rendición se iniciará una etapa de
transculturación acelerada del cacique: se lo verá tratando de obtener
los mendrugos del banquete oligárquico con las poco honorables artes
de la adulación del vencedor. Luego de una década de peticionar ante
el Senado por un trozo de su propia tierra, desguasada y enajenada a la
nueva clase terrateniente que usufructuó la masacre, el último
soberano de la Patagonia será reducido con su tribu a una franja de
sólo tres leguas —algunos testimonios dicen ocho— en la zona de San
Ignacio.
Pero hay un evento determinante en el proceso de transculturación que
redobla la sumisión voluntaria de Namuncurá: entrega tres de sus hijos
y un sobrino a sus captores, "para que los eduquen". Dos —Julián y
Juan Manuel Quintanas— irán destinados al Ejército, y los otros —
"Ceferino" y su primo Albino Montiel— a la Iglesia, órganos de
opresión dilectos del Estado que se ha impuesto a sangre y fuego
sobre los cuerpos y que tallará con palabras y disciplinas las almas
tristes de los vencidos. Namuncurá vería cómo tanto Quintunas, que
había sido entregado en el momento mismo de la rendición, como
"Ceferino", perecerían víctimas de la tuberculosis al entrar en contacto
con la cultura blanca.
Si de Calfucurá, que ejercía su poder a distancia (sólo en la guerra se
avenía a poner el cuerpo, y era, por cierto, el primero en la línea de
fuego), no poseemos imagen alguna [3], lo que hace presumir su
3
Sintomática, trágicamente, sólo contamos con la imagen de su calavera, catalogada
con el n° de inventario 241 en el Museo de La Plata, publicada por el Grupo Universitario de Investigación en Antropología Social. Cí. Op. Cit., pág. 54. Allí se consigna
rechazo, conteste con el de los demás artilugios técnicos de la
modernidad, a hacerse retratar, de su hijo contamos con varias tomas
que lo pintan en su rol: con lentes redondos, que le confieren un aire
extrañamente moderno, gastando su traje chingado de oficial apócrifo
del ejército; junto a Cagliero; flanqueado por sus hijos, etc.
Además, contamos con una profusa documentación, en la que
podemos seguir el lugar patético que trata de adoptar ante la cultura
dominante. He aquí una escena típica: "Antes de sentarse a la mesa, el
Prelado quiso que el viejo cacique hiciera, como buen cristiano, la
señal de la cruz. El indígena se veía en aprietos para dibujar sobre su
anchuroso pecho estrellado con los brillantes botones del uniforme el
signo de nuestra redención. Entonces Cagliero le tomó la diestra y se
la llevó a la frente, al pecho y a los hombros". Como un niño —como
su hijo "Ceferino"— el anciano guerrero es disciplinado en las artes
del correcto vivir por los suaves modales del vicario apostólico: es la
imagen cabal de la derrota y de la sumisión consentida por parte del
vencido, que acepta sin mayores reservas su integración al nuevo
orden.
Entonces aparecerán en escena nuevamente las piedras, cuyo destino
simbólico acompasa el de las tribus caídas. He aquí el relato de un hijo
suyo: "Lo más precioso que conservamos aún en la tribu es la célebre
Piedra Azul encontrada por mi abuelo Calfucurá, a orilla de un lago de
Chile, en su juventud. A raíz de este hallazgo, él fue llamado
Calfucurá, que significa piedra azul. Siempre la llevaba consigo, con
la convicción de que en ella estaban concentrados el destino y el
porvenir suyo y de toda su tribu. En efecto, con la protección de esa
piedra alcanzó a reunir bajo sus órdenes a todas las tribus de la pampa.
Esa piedra azul fue heredada luego por mi difunto padre, y siempre
que fue tenida en veneración y respeto, en la tribu tuvimos suerte y
prosperidad" —explica. "Cierta vez que tomaron prisionero al
cacique" —agrega el hijo— "se llevaron a Buenos Aires la piedra
azul, junto con otros objetos en un baúl. Pero días más tarde
desapareció nuevamente la piedra azul en la tribu. (...) Actualmente la
conservamos religiosamente en un cofre, envuelta. en una bandera
argentina, junto con las dos espadas del coronel.[4]
El derrotado, que se ha travestido de su enemigo[5] aquel que entrega
sus hijos al Ejército y a la Iglesia, envuelve en una bandera argentina
el atributo místico de poder que confería legitimidad a su jefatura, ya
vencida, acto simbólico de su integración al organismo social,
político, militar, religioso y cultural de los vencedores.[6] Desde
entonces la piedra azul desaparece de escena, no cumple función
el pedido de su restitución efectuado al Instituto Nacional de Asuntos Indígenas en
2001 por la Coordinadora de Organizaciones Mapuche.
4
Testimonios. Pág. 52. Énfasis nuestro
5
El artista plástico Leonel Luna ha trabajado esta temática en su obra Indio/Blanco,
en la que se autorretrata vestido con un quillango, descalzo y con vincha, a la usanza
indígena, junto a Manuel Namuncurá fotografiado con su atuendo de "coronel". El
efecto es devastador; la identidad perdida por el antiguo cacique refiere al carácter de
construcción histórica de la propia imagen y, como contrapartida, propone la asunción
por adscripción de la cultura.indígena a quienes proceden de orígenes diversos.
6
En este contexto, ¿cómo no recordar para pensar a Roca la paradójica definición
clausewiciana del General Perón dada por León Roizitchner: “Es el jefe de sus enemigos”? , y ¿Cómo olvidar que el propio Perón ungiría con el nombre de Roca la línea
del ferrocarril que se adentraba en el territorio de su madre tehuelche Juana Sosa?
pública alguna: Manuel Namuncurá ha dilapidado su poder,
cediéndolo a sus captores. Se ha desheredado. La piedra sagrada,
sublimada y devenida matriz cultural, religiosa y moral que
simbolizará la derrota, será el mismísimo "Ceferino".
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