Entre muerte y resurrección -tradujo y condensó Alvaro

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Entre muerte y resurrección
Tradujo y condensó: ALVARO ALEMANY
Partiendo del hecho de que toda reflexión cristiana sobre las verdades de la fe
debe aunar la interpretación de la verdad con la fidelidad a la misma, el autor,
representante de la postura clásica en este campo, comenta un documento de
la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe sobre algunas cuestiones de
escatología. Zwischen Tod und Auferstehung, Internationale Kathofsche
Zeitschrift, 9 (1980) 209- 223
UNA TOMA DE POSTURA DE LA SANTA SEDE ................................................ 2
Presupuestos: Interpretación y fidelidad ..................................................... 2
La vida después de la muerte..................................................................... 3
EL DEBATE TEOLÓGICO ............................................................................... 5
El trasfondo de las controversias modernas................................................. 5
Contenido y problemática de los intentos de nueva solución. ....................... 7
DISEÑO DE UN NUEVO CONSENSO ............................................................. 10
Nuevas perspectivas filosóficas................................................................. 10
Fe y razón filosófica ................................................................................. 10
UNA TOMA DE POSTURA DE LA SANTA SEDE
Con fecha de 17 de mayo de 1979, la Sagrada Congregación para la Doctrina
de la Fe, publica con aprobación papal, una "Carta sobre algunas cuestiones de
escatología", dirigida a todos los obispos, miembros de las conferencias
episcopales; con ello proseguía la tendencia marcada en los últimos Sínodos de
vincular el magisterio papal con el del Colegio episcopal.
Presupuestos: Interpretación y fidelidad
Los Sínodos episcopales han tomado conciencia creciente de que la Iglesia se
halla ante una doble necesidad: por una parte debe mantener plena fidelidad a
las verdades fundamentales de nuestra fe; por otra los trastornos espirituales
de estos tiempos vuelven especialmente acuciante la tarea de la interpretación.
Puede que interpretación y fidelidad presenten una cierta tensión mutua, pero
justamente de esa forma están indiscutiblemente vinculadas: sólo quien vuelve
de nuevo accesible la verdad, quien la transmite realmente, es quien le es fiel;
pero también sólo quien permanece fiel, interpreta correctamente. Una
interpretación que no es fiel, ya no explica, sino que falsea. Insistir en la
fidelidad no significa renunciar a la interpretación, impulsar a "la estéril
repetición de viejas fórmulas", sino, muy al contrario, exigir decididamente una
interpretación adecuada.
La fidelidad de que habla el documento romano, se refiere a las "verdades
fundamentales de la fe", haciendo alusión con ello a la profesión de fe
bautismal, que formula como un volver a andar el camino de los designios de
Dios, desde la creación hasta la resurrección de los muertos. La referencia a la
profesión de fe bautismal no sólo remite a la Biblia y a los Padres, sino que
hace patente la inseparable conexión entre fe y vida, entre fe, oración y liturgia.
Ser cristianos no significa cargar con "las verdades de la fe" como un paquete
ideológico, sino ser insertado, a través del bautismo, en la forma común de la
fe en el Dios trinitario. La pertenecía a la Iglesia se realiza concretamente en la
oración común de la profesión de fe, que es al mismo tiempo actualizar el
bautismo y dirigirse al Señor presente. Si no puedo participar con verdadero
asentimiento en el recitado del Credo o de alguna parte de él, queda afectado
el contenido mismo del bautismo, la pertenencia a la comunidad eclesial de
oración y de fe. Pero la profesión de fe no es tampoco una acumulación de
enunciados, sino una estructura en que se expresa como una única totalidad la
"coherencia" interna, la unidad del objeto de la fe; por eso no se pueden tachar
fragmentos, sin destruir el todo.
La vida después de la muerte
Una vez expuestas las consideraciones anteriores, el documento romano pasa a
ocuparse del artículo concerniente a la esperanza de la vida eterna: "Si a los
cristianos no les consta con certeza el contenido de las palabras "vida eterna",
entonces se desvanecen las promesas del Evangelio y el significado de la
creación y la redención, e incluso la vida terrena queda desposeída de toda
esperanza". Ese es justamente el peligro que la Congregación para la Fe ve
cernirse hoy: "Se discute de hecho la existenc ia del alma y el significado de la
vida después de la muerte, preguntándose qué sucede entre la muerte del
cristiano y la resurrección universal. Todo ello desconcierta a los creyentes,
porque no encuentra ya su modo de hablar acostumbrado v los conceptos que
les son familiares".
Este es otro aspecto característico del texto romano, que subraya la conexión
existente entre el lenguaje de la plegaria (que en la Iglesia es esencialmente
diacrónico y por tanto "católico") y el lenguaje de la teología. Puesto que las
"verdades fundamentales de la fe" pertenecen a todos los creyentes,
constituyendo el contenido concreto de la unidad de la Iglesia, el lenguaje
fundamental de la fe no puede ser un lenguaje de especialistas. En cuanto
ciencia, la teología precisa de ese argot técnico; en cuanto interpretación,
intentará continuamente retraducir sus contenidos. Pero tanto lo uno como lo
otro está referido al lenguaje fundamental de la fe, que sólo se puede seguir
desarrollando en la tranquila continuidad de la Iglesia orante, sin tolerar
rupturas repentinas. De aquí las dos tareas, no contradictorias, sino
complementarias, de la teología: debe investigar, discutir, experimentar; pero
no puede darse a sí misma su objeto, sino que está referida siempre a la
"esencia de la fe", que es fe de la Iglesia. Se trata de profundizar esa esencia,
de desarrollarla, pero no de cambiarla o sustituirla.
Tras estas reflexiones metodológicas, el documento romano expone sus
afirmaciones que se pueden resumir en dos puntos esenciales:
1.º La resurrección de los muertos, que profesamos en el Credo, abarca a todo
el hombre; para los elegidos no es sino "la extensión a todos los hombres
de la resurrección de Cristo".
2.º Respecto al estado "intermedio" entre la muerte y la resurrección, la Iglesia
mantiene "la continuidad y la existencia autónoma después de la muerte
del elemento espiritual del hombre, dotado de conciencia y voluntad, de
forma que el "yo humano" subsiste. Para designar a este elemento, la
Iglesia emplea la expresión 'alma"'. El escrito es consciente de los diversos
significados de esta palabra en la Biblia, pero constata que no hay razón
seria para rechazarla, considerándola como "el instrumento verbal
absolutamente necesario para mantener la fe de la Iglesia". Por tanto se
incluye la palabra "alma", en cuanto soporte de un aspecto básico de la
esperanza cristiana, en el lenguaje fundamental de la fe, que es
irrenunciable para la comunión en la realidad creída y por tanto no queda al
albedrío del teólogo.
El magisterio eclesiástico ha intervenido así en un debate teológico, en que veía
alcanzados los límites de la teología. La progresiva difuminación del concepto
de alma en las últimas décadas afecta al sustrato lingüístico de la fe, con el
riesgo de que más allá de la interpretación se pierda el propio contenido
interpretado. Trataremos de bosquejar las líneas fundamentales de esta
problemática.
EL DEBATE TEOLÓGICO
El trasfondo de las controversias modernas
Ya se ha señalado que el NT no conoce un concepto de "alma" perfectamente
delimitado. A partir de la resurrección del Señor mira a la nuestra propia, en
que nuestro destino se unirá definitivamente al suyo. Pero también sabe que
entretanto el hombre no se sumerge en la nada. Las descripciones de ese
estado intermedio, que el judaísmo contemporáneo reflejaba en palabras como
paraíso, seno de Abraham, lugar del refrigerio, etc., son integradas ahora en la
perspectiva cristológica: el que muere, permanece con el Señor; el que
permanece con el Señor, no muere. Hay dos cosas claras:
1 º El hombre sigue viviendo "con el Señor" incluso antes de la resurrección.
2.º Esta pervivencia no es aún idéntica a la resurrección, que sólo llega "al fin
de los tiempos" y que será la plena irrupción del reinado de Dios sobre el
mundo.
Al principio preocupa poco la elaboración antropológica de estas afirmaciones.
El lento proceso de formulación de conceptos a partir de los datos
fundamentales de la fe, no culmina hasta Tomás de Aquino, en la alta edad
media, aunque ciertamente ya en la época patrístic a la palabra "alma" se había
vuelto fundamental para la fe y la plegaria cristianas, expresando la certeza de
la continuidad indestructible del yo humano, que sobrevive a la muerte. Surgió
así una imagen del hombre en que la "inmortalidad del alma" y la "resurrección
de los muertos" no eran contradictorias, sino que representaban afirmaciones
complementarias de la gradación de una única esperanza.
Un primer ataque a esta certidumbre procede de Lutero, que pone en duda la
aplicabilidad del concepto de alma, por los mismos motivos que en este siglo
han producido también su crisis en el ámbito católico. Hasta entonces el
lenguaje de la esperanza había crecido en la comunidad de fe, que con su
unidad diacrónica mantenía la unidad de lo creído a través del proceso
paulatino de desarrollo de las palabras. Pero para Lutero la Iglesia no
representaba ya la garante de la identidad, sino al contrario la prepotente
corruptora de la palabra pura. La tradición no es ya la permanente vitalidad de
lo originario, sino su oponente. La fijación en la terminología bíblica lleva a
rechazar el concepto de alma, que había expresado una síntesis de elementos
sueltos de la concepción bíblica, pero que literalmente no existía aún en la
Biblia. A ello se junta en Lutero una repugnancia frente al elemento filosófico
helenístico.
Como en otros ámbitos, la radicalidad de Lutero aparece como una anticipación
histórica de una corriente de ideas, que en la ortodoxia luterana sólo repercute
plenamente con la gran crisis de la Ilustración y con el historicismo que se
impone paulatinamente en el siglo XIX. El historiador se sitúa al margen del
sujeto vivo de la tradición, lee la historia hacia atrás, y no ya hacia adelante, e
intenta obtener un preparado puro de su sentido original. En la teología
católica, la crisis vino preparada por la aceptación de la exégesis históricocrítica de la Biblia (legitimada oficialmente por Pío XII), ante cuyos problemas
filosóficos se vio impotente la escolástica tradicional; la crisis hizo eclosión a
partir del Vaticano II, en que la impresión de algo completamente nuevo
convirtió la continuidad de la tradición anterior en el ámbito abandonado de lo
"preconciliar". Parecía como si hubiese que construir de nuevo el cristianismo
en todos los ámbitos; así las cuestiones ya hace tiempo surgidas en el dominio
de la escatología, recibieron el empuje de fuerzas elementales, que casi sin
esfuerzo dejaron al margen el edificio de la tradición. De la rapidez del proceso
dan testimonio el Catecismo holandés (publicado tan sólo un año después del
Concilio) y el propio Misal de Pablo VI.
Esta desaparición sorprendentemente rápida de un elemento tan central de la
fe y la plegaria cristiana no hay que atribuirla primariamente a nuevas ideas
antropológicas, sino sobre todo (como en Lutero) a un cambio en la referencia
a la tradición que era propia del catolicismo. Una referencia que se ha vuelto
incomprensible porque está contrapuesta a la relación con la historia inherente
al mundo técnico y su racionalidad antihistórica; ello explica por otro lado la
crisis tan general de lo católico en el mundo moderno.
Insistiendo en la idea desde otra perspectiva, podemos comparar con una
especie de necrofilia la forma como el método histórico-crítico trata al objeto:
los diversos datos son detenidos en su respectivo momento y fijados en aquel
punto. En relación con la fe cristiana, ello significa que se intenta aislar la forma
más antigua a partir de sus configuraciones posteriores, para obtener
finalmente en estado "puro" el mensaje de Jesús. Todo lo demás se declara
añadido humano, cuyo proceso de formación puede rastrearse; sólo el
historiador puede entonces tener en sus manos la clave de un mensaje
entendido tan arqueológicamente. Ya no entra en consideración el que en la
historia pueda haber su sujeto continuo, en quien la evolución sea fidelidad y
que tenga en sí plena autoridad.
Para este tipo de actitud ha de resultar insignificante o incluso sospechosa la
síntesis antropológica en que la tradición cristiana ha reunido los distintos
elementos de la fe bíblica, puesto que el concepto tradicional de alma de hecho
no se encuentra literal y unitariamente en el NT. Añadamos aún nuevos
motivos de la orientación tomada por la teología posconciliar. Ante todo un
retorno pujante de la pasión antihelenística, presente prácticamente desde los
comienzos en la historiografía de los dogmas, pero cuyo contenido, significación
y límites propiamente nunca fueron elaborados. Esta actitud negativa frente a
lo griego ha estado favorecida por dos posturas de fondo actuales. Primero, el
escepticismo contra la ontología, contra el discurso sobre el ser, que contradice
el funcionalismo y actualismo de la mentalidad moderna y, en el campo
teológico, es tachado de estático y contrapuesto a la actitud histórico-dinámica
de la Biblia, así como a lo dialógico y personal. A ello se añade en segundo
lugar un temor enorme al reproche de dualismo. Considerar al hombre como
formado de cuerpo y alma, creer en la pervivencia del alma entre la muerte del
cuerpo y la resurrección, parecía traicionar la tesis bíblica y moderna de la
unidad del hombre y de la unidad de la creación e incurrir en el dualismo
griego, que divide el mundo en espíritu y materia.
Contenido y problemática de los intentos de nueva solución.
¿Qué esperanza le queda propiamente al hombre más allá de la muerte, si se
niega la distinción de alma y cuerpo? El pensamiento de Lutero llegó a imaginar
como "durmiendo" al hombre en tal estado. Pero ¿quién duerme? No el cuerpo,
que se va corrompiendo. Si hay algo distinto de él que permanece, ¿por qué no
llamarle alma? Pero si "dormir" expresa la interrupción provisional de la
existencia humana, ese hombre ya no existe en su identidad; resurrección es
entonces una nueva creación de alguien igual, pero no el mismo que el difunto,
que en Cuanto tal hombre termina con la muerte. Y entonces no se mantiene la
doctrina de la resurrección, cuyo rescate se había pretendido. Por lo demás hoy
sabemos que el término bíblico "dormir" no significa inconsciencia, sino que era
sencillamente un sinónimo usual de "muerte" cuyo contenido podía llenarse de
diversos modos y que los cristianos llenaron con la concepción de la vida
(consciente) junto al Señor.
En vista de estos obstáculos, algunos teólogos católicos, ya desde los años
cincuenta y sobre todo a partir del Vaticano II, se han buscado otra salida. En
conexión con las ideas de E. Troeltsch y K. Barth recalcan la plena
inconmensurabilidad existente entre tiempo y eternidad. El que muere, sale del
tiempo y entra en el "fin del mundo", que no es algo cronológico, sino lo
distinto de los días de este eón. Barth trató de explicarse así la expectativa
cristiana primitiva de un próximo fin del mundo: el fin del tiempo es
completamente limítrofe a él y se inserta en medio de él. Esta idea ha sido
empleada ahora para aclarar la resurrección: Si al morir se sale al no-tiempo, al
fin del mundo, es que se entra en el retorno de Cristo y en la resurrección de
los muertos. Al no haber "estado intermedio", no se precisa de ningún alma
para mantener la identidad del hombre: "estar con el Señor" y resurrección de
los muertos es igual. Pareció encontrarse el huevo de Colón: la resurrección
sucede en la muerte.
Pero hay una cuestión. El cuerpo del hombre, inseparable de él según estas
consideraciones, permanece después de la muerte sin duda alguna en el
espacio y el tiempo; no resurge, sino que es puesto en la tumba. Para el cuerpo
no vale la destemporalización que domina más allá de la muerte. Entonces
¿para quién vale? ¿O es que hay algo separable del cuerpo que subsiste en la
corrupción espacio temporal de éste? Y si hay ese algo, ¿por qué no se le
puede llamar alma? ¿Con qué derecho se le llama cuerpo, si evidentemente no
tiene nada que ver con el cuerpo histórico del hombre y su materialidad? ¿No
es ya dualismo postular tras la muerte un segundo cuerpo, cuyo origen y modo
de existir permanecen en la oscuridad?
Todavía otro segundo grupo de cuestiones, ¿cómo puede haber llegado a su
final la historia en algún sitio (fuera del propio Dios), mientras en realidad está
todavía en camino? La idea correcta de fondo de la inconmensurabilidad entre
el más allá y el más acá, ¿no queda simplificada de un modo equívoco y
arbitrario (puesto que de eternidad sólo se debería hablar con referencia al
propio Dios?) ¿Qué futuro espera a la historia y al cosmos? ¿Llegan alguna vez
a su consumación o permanece un eterno dualismo entre tiempo y eternidad,
que nunca se funde? Las respuestas no son unitarias y tienden a dejar abierto
el interrogante, pero la lógica interna del conjunto lleva a considerar superfluo
un término temporal de la historia y una culminación del cosmos, puesto que la
resurrección ya ha tenido lugar y en ella el individuo ha entrado ya en el fin del
mundo.
Si se hace un balance de ganancias y pérdidas en toda esta operación mental,
el resultado es dudoso. El rechazo del alma ha arrastrado en el fondo a la
propia resurrección, que, si no afecta a la materia y al mundo concreto de la
historia no es ya resurrección. Y si hay que dotar a una palabra de tantos
añadidos hermenéuticos que uno la puede usar al final contra su sentido
inmediato, es que palabra e idea no están en una relación correcta; el lenguaje
no es manipulable ilimitadamente.
No rechazo las valiosas ideas sueltas que han aflorado gracias a las nuevas
reflexiones que he tratado de resumir; provechoso resulta ya sólo el llevar
hasta el final el experimento de intentar describir estos contenidos recurriendo
a una nueva terminología. Pero contemplando sin prejuicios el resultado, hay
que confesar: No, no es posible; no se puede retroceder sin más dos milenios
para trasplantarse de nuevo al lenguaje de la Biblia. Un exegeta como G.
Lohfink lo ha reconocido sin ambages: el biblicismo no es ninguna posibilidad;
también el nuevo camino rebasa en mucho la Biblia, reformando su
terminología mucho más de lo que la tradición lo había hecho. Por ahí no se
llega a la "palabra pura" de la Biblia, ni tampoco a una mayor lógica del
pensamiento. Y a cambio la predicación ha perdido su lenguaje. Pues la
resurrección inmediata de un amigo difunto no se le puede poner de manifiesto
a nadie; un tal ejemplo del término "resurrección" es un típico giro de erudito,
pero no una expresión posible de la fe común y entendida en común. Además
de la imposibilidad de introducir en la predicación los rodeos hermenéuticos
necesarios para comprender esa fórmula, el teólogo aparece así encerrado en
un getto teológico, lingüístico y mental, en que no se puede comunicar con
nadie. De aquí la urgencia objetiva de la alusión que la Congregación para la Fe
hace al irrenunciable "refugio" lingüístico del asunto de referencia en la palabra
"alma"; de aquí también su correcta pretensión de preservar la interrelación
entre la resurrección de todo el hombre y la inmortalidad del alma.
DISEÑO DE UN NUEVO CONSENSO
Nuevas perspectivas filosóficas
En el ámbito de la actual discusión filosófica ha perdido fundamento el temor al
concepto de alma y al consiguiente reproche de dualismo. Ya sólo la
equivocidad de este término "dualismo" hace que sus diversas acepciones no se
puedan someter a un mismo recelo. Una de las aportaciones más interesantes
en torno a esta cuestión ha sido la convergencia del notable neurofisiólogo J.
Eccles (premio Nobel) y del filósofo positivista C. Popper para rechazar el
materialismo y monismo neurofisiológico, rechazo que los ha llevado a elaborar
una "posición marcadamente dualista" (donde "dualismo" se usa como un
término no valorativo en el sentido de la relativa autonomía de la conciencia y
el instrumento corporal). Ya sólo el título de su obra conjunta, "El yo y su
cerebro", pone de manifiesto su tesis de que el yo tiene al cerebro como
sustrato fisiológico, lo utiliza como su instrumento. El método de Eccles le lleva
correctamente a dejar abierta la cuestión de la inmortalidad del yo.
Ciertamente un teólogo que abogue hoy por la existencia y la inmortalidad del
alma, encontrará oposición por muchas partes; pero desde luego no defiende
nada absurdo desde el punto de vista científico y filosófico. Al contrario, frente
a los simplismos intelectuales y los olvidos históricos se pronuncia por un
pensamiento más preciso y más global, y puede estar seguro de que no está
solo. En cambio con la teoría de la resurrección en la muerte rompe los puentes
de comunicación, lo mismo con la filosofía que con la historia del pensamiento
cristiano. Este cambio en la relación de la fe con la razón y con la unidad
interna de su propia historia es propiamente el trasfondo metodológico de todo
el proceso.
Fe y razón filosófica
Al principio de nuestras reflexiones considerábamos como un problema de
fondo la ruptura de la continuidad de la tradición: la historia no es ya un
presente trasmitido de modo fiable por la continuidad de la tradición, sino que
ha de ser hallado de nuevo por el método histórico mediante reconstrucción a
partir del pasado. Ahora aparece como un segundo aspecto de la crisis de
inseguridad que afecta a la relación entre fe y razón: también lo teológico ha de
purificarse de todo añadido filosófico. Un factor importante de esta perspectiva
es la desconfianza de la razón filosófica, sin caer en la cuenta de que en ambos
casos se trata de "razón" y que por tanto la reconstrucción histórica no hace
aflorar la fe en estado "puro". No vamos a entrar aquí en una discusión
detallada de esto: vamos a intentar nada más dos observaciones en torno a la
cuestión de si el vincular la resurrección con la inmortalidad del alma no
procede de una inadecuada admisión de filosofía en el seno de la fe.
1.º Históricamente se puede probar inequívocamente que el concepto de alma
de la tradición cristiana no representa en absoluto una mera admisión de
pensamiento filosófico. En la forma como lo plasmó la tradición cristiana, no ha
existido nunca fuera de ella. La tradición recogió diversos elementos
intelectuales y lingüísticos previos, los purificó y transformó desde la fe y los
fundió en una nueva unidad, resultado de la lógica de la fe y capaz de
expresarla. La novedad cristiana alcanza su máxima expresión en la fórmula "el
alma como forma del cuerpo", que Tomás de Aquino tomó de Aristóteles, pero
llevándola frente a su pensamiento a un significado fundamentalmente nuevo.
Desde la fe en la creación y la correspondiente esperanza cristiana se alcanzó
aquí una posición más allá de monismo y dualismo, que debería incluirse entre
los elementos básicos irrenunciables de toda antropología.
Por lo demás un cristiano (y cualquier pensador) debería tener el monismo
como no menos peligroso que el dualismo. Desde la fórmula de Tomás puede
aceptarse sin duda que "el concepto de un alma libre de cuerpo es un
sinsentido": está claro que el hombre "interioriza" materia a lo largo de su vida
y que por tanto en su muerte no elimina esa vinculación, sino que la lleva en sí
mismo; sólo así adquiere sentido la referencia a la resurrección. Pero por ello
no hace falta negar el concepto de alma, ni sustituirlo por cuerpo nuevo. El
alma no adhiere cualquier tipo de cuerpo, sino que mantiene en sí interiorizada
la materia de su vida, estando de ese modo en tensión hacia el Cristo
resucitado, hacia la nueva unidad de espíritu y materia inaugurada en él. Por
ello es correcto hablar únicamente de pervivencia del alma.
2.º Pero por muy legítimo que sea recordar la permanente integración en el
alma de la materia transformada en cuerpo, quedarían cambiados los acentos si
pareciese que esto es la condición auténtica y esencial de la vida eterna. Eso es
falso: la materia es en principio condición de muerte para la vida. Pues ¿en qué
nos basamos para esperar vida eterna? Esta pregunta nuclear se deja de lado
en las discusiones sobre dualismo y monismo. Lo que impulsa al hombre a
exigir durabilidad no es el yo aislado, sino la experiencia del amor: el amor
quiere la eternidad del amado y por tanto también la propia. La respuesta
cristiana es que la inmortalidad no radica en el propio hombre, sino en la
relación con lo que es eterno y da sentido a la eternidad: la verdad, el amor. El
hombre puede vivir eternamente porque es capaz de entrar en relación con lo
que da eternidad. Lo que en el hombre proporciona un punto de apoyo para
esta relación, es lo que llamamos alma, que no es sino la capacidad de relación
del hombre con la verdad, con el amor eterno. Y así resulta lógica la
concatenación: La verdad, que es amor, es decir Dios, da al hombre eternidad y
puesto que en el espíritu humano, en el alma humana queda integrada materia,
por ello la materia alcanza en él la capacidad de plenificación en la resurrección.
Ilustremos con un ejemplo la relación de la fe con la filosofía precedente. Platón
sabía que la inmortalidad sólo podía venir de quien es inmortal, de la verdad;
pero esto se mantenía en un plano abstracto. Cuando entró en el mundo aquél
que pudo decir: "Yo soy la verdad" (Jn 14,6), cambió de raíz el significado de
aquella afirmación. La fórmula pudo mantenerse íntegra, pero ahora fundida
con otra fórmula: "Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, vivirá,
aunque haya muerto..." (Jn 11,25). La fórmula se convirtió en camino: en la
relación con Cristo se podía amar la verdad, y por ello "estar con el Señor" es
vida, "estemos despiertos o dormidos" (cf. 1 Tes 5,10; Rom 14, 8s).
Por ello en definitiva la fe en la inmortalidad y la resurrección se identifica con
la fe en Dios; sólo a partir de ella está fundada, pero también alcanza su plena
lógica. Y como para nosotros Dios es concreto sólo en Cristo, por eso nuestra
esperanza sólo es concreta en la fe en Cristo. Ello no hace superflua la razón,
sino que unifica y da consistencia a su propio ir tentando. Pero la relación con
Cristo no surge por reconstrucción de la razón histórica, sino por la autoridad
de la historia comunitaria de la fe, es decir, en la Iglesia. Tampoco esto vuelve
superflua a la razón histórica, sino que proporciona el núcleo integrador de sus
conocimientos. Para el futuro de la teología será fundamental que recupere una
relación positiva con la unidad viva de la historia cristiana en la Iglesia: Sólo
entonces tratará de algo vivo; sólo entonces podrán subsistir conjuntamente
evolución e identidad, y cuando es posible evolución en identidad, allí hay vida.
Y entonces volverá a resultar claro que el lenguaje de la fe madurado en la
comunidad de fe, es una realidad viva, que no puede trocarse arbitrariamente.
Sólo quien puede hablar en común, puede también vivir en común.
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