CAPÍTULO XXI EL SECUESTRO El asunto ya había empezado con el secuestro de La Rosa. Era la primera señal fuerte y a Ruggierito, por primera vez en muchos años, se le hizo un nudo en la garganta cuando se enteró. La esperaron cuando salía de la colonia. La Rosa era la única mujer de Avellaneda que manejaba sola. Eso era más escandaloso que todo. Era peor que ser puta. Tenía una voituré brillante y con paragolpes cromados. Antes de subir al auto la esperaban tres puntos con los fierros en la mano. A pleno sol. Pero tranquilos. Sacaron los fierros y uno que parecía el capo le dijo mientras se abanicaba la cara marcada con el sombrero -Mirá piba, no abrás la boca y sé buenita. Y entonces la subieron a otro auto doble Phaeton, le ataron los ojos y después de media hora de dar vueltas la tiraron casi en una pieza que por el olor de mierda que había, le permitió a la Rosa advertir que debía estar muy cerca de la Sulfurosa, esa fábrica de mierda, que llenaba de olor a mierda a toda Avellaneda, que tenía ya el color del infierno. Ese mismo día jugaban Independiente y Racing y la ciudad estaba convulsionada. Y nada le daba bola a otra cosa que al partido. Era domingo y había actividad de medio tiempo en la Colonia. Desde las 8 y media hasta las doce. La Rosa había jugado toda la mañana con tres pibes. Ese día no iba Motta y todo era más fácil. Ella les había dicho hacía una semana. -El domingo que viene estoy para ustedes tres solita. A las ocho y media en punto ellos estaban ya en la puerta como tres soldaditos. Se peinaban con gomina. Era domingo, ellos iban a revolcarse con la Rosa y se peinaban con gomina, como para parecer más grandes, o para sentirse más grandes. Entonces, fueron a la pieza. La pieza era una pieza que estaba al lado del comedor de la colonia, que ese día estaba vacía. Había una cama de dos plazas que la Rosa había hecho poner ahí y tenía grandes ventanas que daba a los árboles grandes, a la galería y las glicinas. Había un sol suburbano claro y tibio como las glicinas. El techo de glicinas lilas claras se desprendía hacia las rejas abiertas de las ventanas y la Rosa observaba y aspiraba el sol y las plantas como con cierta tristeza. Usaba una enagua de seda, y medias de seda. Le gustaban sus zapatos, de cabritilla, con collar. -Color tiza, encargó. Color tiza. Le había enviado una carta al punto que la bancaba entones con un mensaje literal: “El que me desviste me viste”. Y él le envío en un sobre, guita para llenar diez guardarropas. Ese domingo se iba a encontrar con él. Pero antes con los pibes. No pensaba ensuciarse con ellos. Esa ropa era demasiado para esos bebés. Pero ella los iba a recibir y a despachar porque le gustaba en el alma jugar con los pendejos. Era lo que más le gustaba en su vida, que ya le gustaba desde antes, cuando se zamarreaba con su Juancito en el zaguán de su casa. Los pibes entraron con timidez a la pieza. Y ella comenzó con su ceremonia predilecta: la morosidad. Estaban estupefactos. La seda era para ellos tan lejana y distinta como la mujer misma. O más. No tenían ni años ni nada más que barrio en el cuerpo. No podían entender la seda y las enaguas y las medias y los zapatos color tiza. Aunque el conjunto visual de ella y sus ropajes expuesta hacia ellos los enmudecía y hasta aterraba. De su breve cigarrera de plata que le había regalado un punto rico extrajo un cigarrillo finito. Lo colocó en la boquilla blanca. Lo encendió y apenas lo fumaba. Miraba el humo azul que ascendía por la mañana. Los pibes estaban paraditos como estatuas. Uno era un gordito que nunca se había imaginado ni en sus mejores sueños poder estar cerca de una mujer así. Ella fijó la mirada en él. -¿A ver papito? Sacate la camisa que te quiero ver el cuerpo. Ordenó. -Tenés tetitas le descerrajó con toda su crueldad al gordito que estaba rojo como un tomate. ¿A ver papito? Tocate las tetitas despacito. El gordito no sabía que hacer pero no podía hacer otra cosa que obedecer. Y empezó a tocarse torpemente, sus tetitas de gordo con piel blanca, blancuzca. Los otros dos debían dejar las bromas para después. Estaban tan asustados como el gordo. -A ver ahora papito. Le dijo la Rosa al gordito. Bajate los pantalones y los calzoncillos que te quiero ver todo. La Rosa abrió la boca y pasó su lengua por sus labios, deliberadamente. El gordito se bajó los pantalones y entre sus rollos emergía su aparato no del todo rígido, ni del todo laxo. Como él, su aparato oscilaba entra la excitación y el terror. Le dijo a los otros -Y ahora ustedes, a ver, quiero verles las pijitas. Se desnudaron casi temblando. Y ella los miraba. Hasta que dejó de mirarlos. -Quédense ahí paraditos eh Entonces Rosa empezó a batir un frasquito pequeño y se sentó bajo la ventana y empezó a pintarse lentamente las uñas. Primero se las despintó con un líquido de olor penetrante. Los tres pibes permanecían desnudos e inmóviles. Ella no hablaba y ellos tampoco. Estaban ahí, de pie, desnudos, dos eran escuálidos y el gordito, Los tres peinados con gomina. Ella se pintaba las uñas bajo la ventana y sólo dejaba sus piernas cruzadas. Cuando terminó de pintarse había pasado una hora. Ahora tienen que secarse les dijo. ¿Mirénlas les gusta el color? -Apenas asintieron con un movimiento de cabeza. Sus medias eran de un ligero color lila, como las glicinas. Se apoyo las manos en las medias. Observando el contraste y la cercanía cromática a la vez. Se subió pollera de la enagua leve, también lila pero un poquito más clara aún que las medias. Se la subió un poquito, apenas. Se veía, sin embargo, la culminación trabajada con las medias, allí donde las piernas se ensanchan y redondean. Clavo los ojos en los pibes uno por uno. Se puso de pie. Ellos casi temblaban. Había otro frasquito arriba de la cómoda. - ¿Saben lo que es esto? Esto es vaselina. Caminó hacia la cómoda, tomó el otro frasquito opaco, de color marrón y vidrio grueso. Lo abrió despacito. Se les acercó. Ellos temblaban y no se movían. Estaban paralizados, como sus pijas rígidas. Rosa abrió con mucho cuidado el frasquito y les arrojó vaselina uno por uno. Sobre ellos, en el bajo vientre. Sin tocarlos. Tiraba gotitas y hasta goterones de vaselina que se esparcía por las pijas y las bolas de los pendejos. -No se vayan a tocar todavía. Todavía no insistía. Se volvió acacia la ventana, se acodó en ella. Dejó ver su espléndido culo hacia ellos. Se sentía espléndida sobre esos zapatos que amaba. Miraba el sol, las glicinas y el aire. Fumaba. -Ahora sí, ahora pueden Sabía que ellos estaban acabando como nunca. -Dejen la plata en la latita, limpien todo y salgan rápido, les ordenó sin darse vuelta. Y antes de volver su rostro hacia la habitación ellos ya habían disparado como rayos. Entonces se vistió enteramente. Fumó otro cigarrillo. Y salió tranquilamente por el parque de la colonia camino a su voituré que estaba en la puerta. Fue entonces que la secuestraron. CAPITULO XXII LA BUSQUEDA -Juan, tengo que darte una mala noticia. Secuestraron a Rosa. La raptaron cuando salía de la colonia, le dijo Barceló a Ruggierito en su despacho mientras tomaba un whisky. Ruggierito miró con mirada dura. Simuló con gran coraje y dignidad su desesperación. Hacía tiempo ya que sospechaba de su patrón. Pero no dijo nada. -¿Qué piden? Preguntó Le mandaron una nota a los padres, pero era una nota dirigida a mí. Me dicen que si yo te liquido a vos, ellos la liberan a ella. -¿Quiénes son los hijos de puta? -No lo sé pibe. Ya tenemos muchos enemigos. -Bueno liquídeme nomás patrón. Acá tiene mi arma. Dispare y llame a los turros para mostrarles la presa muerta. Usted sabe quiénes son. -No me hablés pibe. Vos sabes lo que yo te aprecio. Te entiendo por lo que significa para vos lo que acabo de decirte. Calmate pibe. Pensemos tranquilos. Le vamos a liberar pibe. Voy pedirle ayuda a las máximas autoridades, al presidente que sé yo. Nosotros mismos podemos contra ellos. -Yo ya no sé quiénes somos nosotros y quiénes son ellos, dijo Ruggierito y salió en el acto dejando a Barceló plantado con el whisky a medio beber. Salió disparado. Salió de la casa del caudillo con una furia antigua y bien guardada, con una bronca como nunca había tenido, con una bronca como la que siempre había tenido pero toda junta ahora. Salió como taconeando, decidido, abriendo y cerrando sus dedos con fuerza como para estrangular a cualquiera. Se subió al auto y verificó que las armas estuvieran en su lugar. Salió disparado a toda velocidad. Se montó al auto con los labios apretados. Apretadísimos. Fue directamente hacia la Isla Maciel, donde él había nacido. La conocía como la palma de su mano. Pensó más rápido que ellos, pensó que ellos pensarían que el jamás pensaría que ellos esconderían a la Rosa allí en la Isla que bullía de sus amigos, de los amigos de toda la vida de Ruggierito, pensó que ellos pensarían que él jamás iría a buscarle allí frente a las narices de su historia, en el corazón de su territorio, natal, insular, de mala muerte. Allí en ese mismo barro en el que había crecido Ruggierito. No ahí no la iba a ir a buscar, pensó Habiague cuando Barceló le dio la orden. Pero Ruggierito fue ahí con olfato nomás y mirando la mirada de los pipistrelos que estaban al pedo mirando todo, se avivó de cual era la casa en la que estaba y con una fuerza de otro mundo, rompió la puerta y dejó sus dedos gruesos empujando los gatillos como quien empuja muros de acero, y disparo como mil tiros, y los boludos que estaban jugando a las cartas se murieron sin darse cuenta. Y Ruggierito fue a buscar a la Rosa sabiendo, porque el amor lo guiaba, el de él hacia ella, y el de ella hacia él, que él sentía, que los atraía al uno para el otro, ese amor lo llevó a encontrarla y a desatarla y desamordazarla y a besarla y a ella a besarlo a él llorando, llorando a los gritos, gracias Juancito mi macho, mi macho Juancito, carajo, te debo todo, Juan, te debo todo Juan. Juan, Juancito, todo, todo te debo, y entonces ahí mismo se rompió la enagua de seda y las medias que llevaba las rompió mordiscones y desnuda se entregó a él y él se entregó a ella, ahí nomás en esa tierra que estaba ensangrentada por los muertos que Ruggierito recién había matado. Y después de amarse ante la muerte como nunca se habían amado antes Juancito dijo altivo y seguro -Vamo, que a vos Habiague ya no te jode más.