la doble verdad del trabajo

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Bourdieu, Pierre (1996) «La double vérité du travail», Actes de la recherche en sciences sociales, Vol. 114, Nº 1, pp. 89­90.
Pierre Bourdieu
LA DOBLE VERDAD DEL TRABAJO*
La teoría marxista del trabajo constituye sin duda, junto al análisis lévi­strausseano del don, el ejemplo más acabado del error objetivista consistente en omitir incluir en el análisis la verdad subjetiva con la cual ha sido necesario romper para construir el objeto de análisis: la inversión en el trabajo, pues el desconocimiento de la verdad objetiva del trabajo como explotación, es parte de las condiciones reales del cumplimiento del trabajo, y de la explotación, en eso que lleva a encontrar en el trabajo un beneficio intrínseco, irreducible a la simple retribución en dinero. El corte objetivante que ha sido necesario para constituir el trabajo asalariado en su verdad objetiva ha hecho olvidar que esta verdad ha de ser conquistada contra la verdad subjetiva que, como Marx mismo lo indica, no se vuelve verdad objetiva más que al límite, en ciertas situaciones de trabajo excepcionales: la igualación de disparidades entre las tasas de ganancia supone la movilidad de la fuerza de trabajo que supone ella misma, entre otras cosas, «la indiferencia del obrero respecto al contenido (Inhalt) de su trabajo; la reducción, impulsada lo más lejos posible, del trabajo al trabajo simple, en todos los dominios de producción; el abandono por todos los trabajadores de todos los prejuicios de vocación profesional1».
La lógica del pasaje al límite hace olvidar que estas condiciones no son más que muy raramente realizadas y que la situación límite en la cual el trabajador no espera de su trabajo más que su salario es a menudo vivida, como he podido observar en Argelia, como profundamente anormal. No es raro, al contrario, que el trabajo procure (como lo testimonia por ejemplo la mutilación simbólica que afecta al desempleado y que es imputable, así como a la pérdida del salarios, a la pérdida de las razones de ser *
1
Este texto es una versión ligeramente modificada de una comunicación presentada en el coloquio sobre «Los conflictos del trabajo» realizado en París en la Masion des sciences de l'homme, los días 2 y 3 de Mayo de 1975.
Karl Marx, Le Capital, III, 2e section, chap. VII, Paris, Gallimard, »Pléiade«, t. 2, 1985, p. 988,
asociadas al trabajo y al mundo del trabajo). Este es el caso particularmente en que las disposiciones como las que Marx denomina «los prejuicios de vocación profesional» y que se adquieren en ciertas condiciones (con la herencia profesional particularmente), encuentran las condiciones de su actualización en ciertas características del trabajo mismo, que se trata de la competencia al seno del espacio profesional, con por ejemplo las primas o los privilegios simbólicos, o de la concesión de un cierto margen de manofactura en la organización de las tareas que permite al trabajador planificarse los espacios de libertad e invertir en el trabajo.
La libertad de juego permitida a los agentes es la condición de su contribución a su propia explotación. Es al apoyarse sobre este principio que la administración moderna, mientras vela por guardar el control de los instrumentos de ganancia, deja a los trabajadores la libertad de organizar su trabajo, de manera de desplazar su interés de la ganancia externa del trabajo (el salario) hacia la ganancia intrínseca, ligada al «enriquecimiento de tareas» (la huelga de celo, a la inversa, consiste en retomar y rechazar todo esto que no está explícito en el contrato de trabajo).
Se puede así suponer que la verdad subjetiva está tanto más lejos de la verdad objetiva cuanto el dominio (subjetivo) del trabajador sobre su trabajo sea más grande (así, en el caso de los artesanos subcontratistas o de los campesinos parcelarios sometidos a las industrias agro­
alimentarias, la explotación puede tomar la forma de la auto­explotación); tanto más cuanto que el espacio de trabajo (oficina, servicio, empresa, etc.) funciona más como un espacio de competencia donde se engendran las apuestas irreducibles a su dimensión estrictamente económica y apropiadas para producir las inversiones desproporcionadas con las ganancias económicas recibidas a cambio (con por ejemplo las nuevas formas de explotación de poseedores de capital cultural, en la investigación industrial, la publicidad, los medios de comunicación modernos, etc., y todas las formas de pago en ganancias simbólicas poco costosas económicamente o asociadas a las diferencias entre las ganancias económicas, una prima al rendimiento pudiendo hacer tanto por su efecto distintivo como por su valor económico).
Finalmente, todos estos factores estructurales representan evidentemente las disposiciones de los trabajadores: la propensión a invertir en el trabajo y a desconocer la verdad objetiva es sin duda tanto más grande cuanto las expectativas colectivas inscriptas en el puesto concuerdan más completamente con las disposiciones de su ocupantes (por ejemplo, en el caso de los pequeños funcionarios de control, la buena voluntad, el rigorismo, etc.). Así, el más «subjetivo», el más «personal», el más «singular» en apariencia forma parte integrante de la objetividad completa que el análisis debe restituir en cada caso en los modelos de lo real capaz de integrar las representaciones de los agentes que, a veces realistas, a menudo ficticios, a veces fantásticos, pero siempre parciales, son siempre parcialmente eficientes.
En consecuencia, no se puede satisfacer la definición objetivista, pues mutilada y reductora, de la ciencia social, de la cual se autoriza lo más a menudo la condena obscurantista de esta ciencia (condena que, con ciertos etnometodólogos, puede darse a sí misma aires de «radicalismo», asumiendo la causa aparentemente a favor de los agentes y a favor de su capacidad de resistir a la dominación o de construir su propia visión del mundo y, por ella, su propio mundo). Y, a favor de intentar arruinar la más ruinosa de todas las parejas de oposiciones que permiten a las formas igualmente mutiladas de la ciencia social perpetuarse en y por el antagonismo que las une, a saber la oposición entre el objetivismo y el subjetivismo, hace falta recordar algunas proposiciones fundadoras de una ciencia rigurosa del mundo social: los agentes están habitados por un principio de construcción del mundo natural y del mundo social, el habitus, sistema de esquemas de percepción, de pensamiento y de acción que vuelve posible un dominio práctico y tácito del mundo social del que la ciencia da un equivalente explícito y sistemático (gracias particularmente a los instrumentos de objetivación como la estadística o la entrevista construida que apunta a producir una explicitación metódicamente asistida, como en la conversación socrática, del dominio tácito); pero este principio de construcción está él mismo socialmente construido y no puede ser comprendido completamente más que si se lo relaciona a las condiciones sociales de las cuales es el producto, es decir a las estructuras sociales a las cuales puede contribuir a transformar o conservar (según la posición ocupada en la estructura); a continuación, y aquello se deriva de las proposiciones precedentes, los agentes que, acabamos de decir, no son simples epifenómenos de la estructura, producen representaciones explícitas del mundo social que dependen de su habitus y de su posición en la estructura: parciales y parciales#, porque doblemente ligados a un punto de vista, ellas son obstáculos para la construcción de la verdad objetiva de la estructura, incluso puede suceder que abandonen una intuición, pero deban ser incluidas en una construcción completa de la verdad de las prácticas en tanto que tomas de posición ligadas por una relación inteligible (y necesaria) con las posiciones, y contribuyan a la #
En el francés, «partielles et partiales», juego de palabras sólo distinguible por la escritura, significa parcial, es decir, no completo, y parcial, es decir, no ecuánime. Nota del traductor.
conservación o a la transformación de la estructura.
POST­SCRIPTUM 1996
Mucho tiempo ha pasado y muchas cosas han pasado, particularmente en las empresas, privadas e incluso públicas, después del momento (1975) en que yo había presentado este análisis, al dar así a luz más completamente algunas de sus implicaciones. Es así que las nuevas técnicas de gestión de las empresas, y en particular todo lo que se engloba bajo el nombre de «administración participativa», pueden comprenderse como un esfuerzo por sacar partido de manera metódica y sistemática de todas las posibilidades que la ambigüedad del trabajo ofrece objetivamente a las estrategias patronales.
Por oposición por ejemplo al carisma burocrático que permite al jefe administrativo obtener una forma de sobre­trabajo y de auto­
explotación2, las nuevas estrategias de manipulación —«enriquecimiento de tareas», incentivo a la innovación y a la comunicación de la innovación, «círculos de calidad», evaluación permanente, autocontrol—, que aspiran a favorecer la inversión en el trabajo, están explícitamente anunciadas y conscientemente elaboradas, sobre la base de estudios científicos, generales o aplicados a la empresa particular (recuerdo un ejecutivo de una empresa cercana a Tokio, Sumimoto Heavy Industries, que, para explicar su manera de gestionar el personal, se refería expresamente a la sociología del trabajo y a la teoría de la administración y que, interrogado, invocaba referencias americanas la mayor parte, dignas de un especialista de alto vuelo).
Pero la ilusión que se podría tener a veces que se encuentra realizada, al menos en algunos lugares, la utopía de la dominación completa del trabajador sobre su propio trabajo, no debe hacer olvidar las condiciones ocultas de la violencia simbólica ejercida por la nueva administración. Si excluye el recurso a las obligaciones más brutales y más visibles de los modos de gobierno antiguo, esta violencia suave continúa apoyándose sobre una relación de fuerza que resurge en la amenaza del despido y la creencia, más o menos sabiamente mantenida, ligada a la precariedad de la posición ocupada. De ahí, una contradicción, de la que el personal directivo conocía desde hace mucho tiempo los efectos, entre los imperativos de la violencia simbólica, que imponen todo un trabajo de disimulación y de transfiguración de la verdad objetiva de la relación de dominación, y las condiciones estructurales que vuelven posible su ejercicio.
2
Cf. Pierre Bourdieu, «La construction du marché», Actes de la recherche en sciencies sociales, Nº 81­82, marzo 1990, pp. 65­85.
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