China: Una visión (casi turística) Marco Kamiya Prevalecen tres contradictorias imágenes de China: la primera, luces multicolores y la grandeza del palacio imperial habitado por el último emperador Puyi, popularizada por el famoso director de cine Bernardo Bertolucci; la segunda, masas marchando con la chaqueta color añil de la revolución maoísta; la tercera, la difundida toma captada por CNN del tanque pasando por encima de estudiantes en la hoy recordada represión de la plaza Tiananmen. Ninguna de esas imágenes se asemeja a la China de hoy. El palacio de Puyi, llamado el «Palacio Prohibido»de como souvenir al igual que la medalla de Mao Tse-Tung en los mercados de las ciudades; y los hechos de Tiananmen parecen haber quedado atrás. Subirse a un taxi en Pekín es la mejor forma de observar en directo este capitalismo rojo. Construcciones de altos edificios a los cuatro polos (a la vista, un edificio nuevo de más de 20 pisos por cada medio kilómetro en el área metropolitana de la ciudad), las cadenas de comida rápida metidas en cuña contra la comida tradicional: McDonalds, Kentucky Fried Chicken, Pizza Hut, Subway y muchas otras. En los centros comerciales vemos trajes de Channel, maletas de Louis Vuitton y jeans de Valentino, alineados en el local donde se rozan los chinos ricos -que tal vez vienen de Taiwán o Hong Kong- con los ciudadanos pekineses. Pero el capitalismo se siente cuando hay propiedad y la gente compite. Esto es lo que ocurre ahora: taxistas que pugnan por encontrar clientes, empleadas de restaurantes que invitan a los transeúntes a ingresar a sus establecimientos, la televisión mostrando comerciales con «tome Coca Cola», y las chicas que caminan por la calle haciendo ostensibles esfuerzos por ir vestidas a la moda y con maquillaje, algo calificado de desviación burguesa y suficiente para ser condenado a trabajos forzados en la china de Mao. En China viven más de 1,250 millones de personas, creciendo al compás de las grandes ciudades del sureste: Shanghai, Cantón, Fujián. Hace tan sólo 20 años, el recientemente desaparecido líder Deng Xiao-Ping lanzó el plan de apertura económica, bajo el lema «un país, dos sistemas» -síntesis de la nueva filosofía-, dirigido a hacer compatible la existencia del centralismo político del Partido Comunista Chino con la progresiva liberalización de la economía del país. Esto ha dado resultados de dos tipos: por un lado, la fachada del país plagada de anuncios que muestran una invasión a China de Matsushita y Pepsi Cola, la alucinante fiebre de construcción en las ciudades y carteles publicitarios ofreciendo el consumismo lúdico. Pero, por otro lado, con la liberalización han llegado, simultáneamente, los diablos de siempre, la quiebra de la agricultura y el desplazamiento de masas de desocupados a las ciudades, con la subsecuente explotación de esa mano de obra en talleres de todo tipo. Desco / Revista Quehacer Nº 108 /Jul-Ago 1997 En el agro el problema es aún más grave. Como no existe propiedad de la tierra, sino sólo el usufructo de aquélla permitido por el Estado, la tierra no pertenece al agricultor, por lo que no hay incentivos para mejorarla. La tecnificación y los abonos son tareas de los enviados del partido que nunca aparecen, y la producción del agro es baja. Inyectar un poco de competencia en este sistema (liberalizando precios, por ejemplo) produce el resultado siguiente: las familias hacen trabajar a todos sus miembros para producir más sin invertir, aumentando el trabajo infantil en medio de una rústica comunidad de arados de madera. Esta economía agraria, prácticamente de subsistencia, puede convertirse en uno de los puntos de conflicto en un futuro cercano. Si China logra crecer al mismo ritmo de hoy, en el 2025 tendrá 1,800 millones de habitantes, y si logra aumentar el nivel de ingresos a la altura de Taiwán, tendrá para ese entonces la fuerza combinada de Japón y Estados Unidos. Por eso, nadie quiere quedarse fuera de la fiesta. Gobernantes de todos los países visitan al presidente Jiang Zemin, acompañados de numerosas comitivas de empresarios. Hace unos meses el vicepresidente de Estados Unidos, Al Gore, estuvo en gira y también llegó poco después el presidente de Francia, Jacques Chirac, pasando por Pekín y Shanghai para vender productos y firmar contratos. El sentido común indica que hay que hablar sólo de inversión, y no de derechos humanos, tema candente que puede molestar a los chinos. Los líderes chinos se muestran confiados y han ganado en autoestima; ellos mismos buscan inversión extranjera ofreciendo a China como el mercado de los 700,000 millones de dólares hasta después del año 2000. Están muy lejos los días en que los ingleses construyeran el Peace Hotel en Shanghai, colocando un cartel en la entrada donde decía «prohibido el ingreso de perros y chinos». Shanghai es una muestra de lo que puede llegar a ser pronto toda China. Llegar allí es como meterse en medio de una construcción cinco veces más activa que Pekín. Un polvillo lo envuelve todo, y la ciudad está ensombrecida por los enormes hoteles, las grúas y montacargas. Cada vez quedan menos recuerdos de las ex-zonas francesas y británicas; todo está siendo barrido por el taladro de las obras de nuevos complejos habitacionales y más edificios. Desde la ribera del río Huangpu que separa la tradicional Shanghai de Pudong -la nueva zona de desarrollo-, se puede ver la futurista torre de Pearl TV que asemeja una moderna Eiffel con dos esferas en su estructura, y a la espalda el antiguo Peace Hotel y una hilera de edificios con aire inglés alumbrados por reflectores que obliga a los visitantes a disparar sus cámaras. ¿Y ahora? En sólo dos décadas China ha cambiado y el crecimiento parece imparable. El mal ejemplo es que China ha logrado transformar todo manteniendo la dictadura del partido; ¿pero seguirán pensando igual los chinos dentro de algún tiempo, cuando tengan mayor ingreso, puedan viajar y aumente su nivel de educación? La gran revolución, la que es empujada por el desarrollo, es la que no ha ocurrido todavía. Desco / Revista Quehacer Nº 108 /Jul-Ago 1997