Dignidad y no sólo precio

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Dignidad y no sólo precio
DIEGO GRACIA GUILLÉN CATEDRÁTICO DE HISTORIA DE LA MEDICINA DE LA UNIVERSIDAD COMPLUTENSE DE
MADRID Y EXPERTO EN BIOÉTICA
La frase es de Kant. O casi. Él dice en la Fundamentación de la metafísica de las
costumbres que «en el reino de los fines todo tiene o un precio o una dignidad.» El reino de
los fines es el de los seres humanos, razón por la cual éstos tienen o precio o dignidad.
Esto puede resultar extraño en una primera consideración. ¿Los seres humanos tienen
precio? La respuesta de Kant no ofrece ninguna duda: sí, los seres humanos tienen precio.
Dudar de eso sería una enorme ingenuidad. Lo sorprendente, lo realmente maravilloso es que no tienen sólo precio;
que tienen algo inapreciable, superior a todo precio: eso es lo que Kant llama «dignidad».
Poco antes de utilizar esa terminología de la dignidad y el precio, Kant echa mano
de otra no menos genial. Escribe: «El hombre, y en general todo ser racional,
existe como fin en sí mismo, no sólo como medio.» Es frecuente citar mal a Kant y
decir que según él los seres humanos son «fines y no medios». Kant, más
precavido que sus epígonos, nunca dice eso. El ser humano es fin en sí mismo y
no sólo medio. Todos somos medios para todos. Lo demás sería puro angelismo.
Pero lo grande, lo enorme, es que no somos sólo medios; somos fines. Por eso
tenemos dignidad. Por supuesto, los seres humanos tenemos también «precio»,
precisamente en tanto que medios. En cuanto fines tenemos dignidad, que por ello
mismo es lo que no tiene precio: «Aquello que constituye la condición para que
algo sea fin en sí mismo, eso no tiene meramente valor relativo o precio, sino un
valor interno, esto es, dignidad.»
No parece mucho pedir que todos partamos de tales presupuestos, que aceptemos
que el ser humano es un ser moral, por tanto fin en sí mismo, dotado de dignidad, y en tanto que tal merecedor de
respeto. Toda la teoría de los derechos humanos se fundamenta en este supuesto. No es un azar que Kant fuera
contemporáneo de los revolucionarios que en el París de 1791 proclamaron la Carta de Derechos de Ciudadano
francés, ni que fuera un entusiasta de la Revolución francesa y acudiera a recibir la diligencia que periódicamente
traía noticias de Francia.
¿Acaban aquí los problemas? Desdichadamente, no. Y ello por una razón muy sencilla. Una cosa es afirmar que los
seres humanos están dotados de esa condición ontológica que llamamos dignidad, y otra muy distinta definir qué es
un ser humano, o quién es un ser humano.
En los casos limítrofes, esto siempre ha generado zozobras. Hay sujetos que por sus deformidades morfológicas y
funcionales no ha sido nunca fácil saber si eran seres humanos o no. Eso es lo que la tradición denominó
«monstruos», sujetos que nacen de mujer, y que por tanto son humanos, pero que no tienen -o que parecen no
tener- los rasgos característicos de los seres humanos. Los antiguos y medievales pensaron que eran el resultado
del comercio sexual de mujer con un ser no humano, generalmente un animal (a veces, un demonio). El resultado,
obviamente, era ambiguo, porque en parte era humano y en parte animal. Los monstruos así concebidos, ¿cabía
considerarlos seres humanos, o no? ¿A qué especie pertenecían?
Pero había otros muchos casos. Al hombre se le ha venido definiendo en la cultura occidental, al menos desde
Aristóteles, como «animal racional». Razón se dice en griego lógos, término que significa también palabra. Los
seres racionales hablan. Ahora bien, hay grupos de seres humanos que hablan de modo muy rudimentario y
piensan de igual forma. Los griegos los denominaron, utilizando una expresión onomatopéyica, «bárbaros». Los
tales hablan y piensan de modo muy deficiente, casi como animales. Por eso tienen prácticas que a ellos les
parecían sumamente extrañas e inhumanas, como el canibalismo. ¿Son seres humanos o no lo son? Como es bien
sabido, el tema reapareció con el descubrimiento de América. A los pueblos que allí encontraron los descubridores
no cabía catalogarlos, en las categorías europeas, más que de «bárbaros». ¿Qué hacer con ellos? ¿Cabía
someterlos por la fuerza? ¿Se les podía hacer esclavos?
Hoy el debate ya no está ni en el tema de los monstruos, ni en el de los bárbaros, ni tampoco en el de los indios, las
mujeres o los esclavos. Estas son cuestiones, afortunadamente, superadas. Pero eso no quiere decir que las
dificultades hayan desaparecido. Hoy el tema está en los embriones y las células embrionarias. ¿Tienen la condición
total de seres humanos o, por el contrario, merecen un cierto respeto pero no comparable al de un ser humano
propiamente tal?
La polémica está servida. No es malo que haya polémica. La verdad tenemos que irla construyendo entre todos. En
cuestiones tan complejas, nadie puede despreciar el punto de vista de los demás, o creer que está al cabo de la
calle del tema. Todas las opiniones merecen, al menos, ser tenidas en cuenta en la discusión. Ella irá purificando los
argumentos y estableciendo el valor de cada uno de ellos. Hay argumentos que se hacen pasar por evidentes y que,
sin embargo, tienen muy poco valor probatorio.
Daniel Callahan levantaba hace tiempo la voz contra uno de ellos, el de que investigar, cueste lo que cueste, caiga
quien caiga, es una obligación moral. Él lo ha llamado, por eso, el «imperativo de la investigación». Otro argumento
que tiene menos peso del que parece es que se pueden utilizar las células embrionarias porque mediante las
técnicas de clonación es posible salvar muchas vidas. ¿El salvar vidas justifica cualquier tipo de actuación, aunque
sea inmoral? Indudablemente, no.
Es necesario dialogar, discutir,
porque sólo así podremos
someter a análisis los distintos
argumentos y contrastar su valor
probatorio. Hay muchos que
tienen menos valor que el que se
les supone. Pero otros no. Valgan
dos como muestra. Uno es el del
estatuto del embrión. ¿Las células
embrionarias en los primeros
estadíos del desarrollo tienen ya
realmente la condición ontológica
propia del ser humano? Esto,
cuando menos, merece un
detenido análisis, que se ha
hecho muchas menos veces de
las que parece. Y segundo:
¿influyen en nuestras actitudes
ante la licitud o no de este tipo de prácticas sólo argumentos racionales, o influyen también creencias, que por
definición no son nunca completamente racionales, aunque sí deben ser razonables? Porque si sucede esto último,
entonces se hace necesario tener en cuenta que en una sociedad plural como la nuestra, el respeto de la libertad de
conciencia, y por tanto de los distintos tipos de creencias, es un derecho humano reconocido y exigible. Por más
que todos estemos convencidos de nuestras creencias, no tenemos el derecho de generalizarlas al conjunto de la
sociedad, ni menos de imponérselas por la fuerza a los demás. Sólo cabe la persuasión, es decir, el diálogo.
Y es que por cualquier lado que se analice este tema, siempre se llega a la misma conclusión. Lo que hoy resulta
más necesario no es tanto dar con la solución al problema, cuanto conseguir que todos acepten las condiciones
básicas para un verdadero diálogo sobre el asunto: respeto al otro, creer en que el punto de vista de éste puede
enriquecer el propio y que por tanto el otro nos resulta indispensable para nuestro propio camino hacia la verdad,
capacidad de escucha, esfuerzo por argumentar del modo más riguroso posible las propias posiciones y por
entender los argumentos de los demás, respeto a las creencias que no compartimos, pero que son probablemente
tan razonables como las nuestras; en suma, voluntad de comprensión. De no ser así, aun en el caso de que se
llegara a una conclusión, ¿quién podría afirmar que ésta es correcta? Y si se actuara así, aun cuando no se pudiera
alcanzar conclusión alguna, ¿no creeríamos todos haber cumplido con nuestra obligación? ¿A quién se le puede
pedir más? ¿De quién menos?
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