Síntoma y discurso: las enseñanzas de “La moral sexual `cultural` y

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Síntoma y discurso: las enseñanzas de “La moral
sexual ‘cultural’ y la nerviosidad moderna”*
Symptom and discourse: teachings from “Cultural
moral sexuality and modern nervousness”
Recibido: septiembre 6 de 2010 | Revisado: marzo 14 de 2011 | Aceptado: mayo 15 de 2011
Sylvia De Castro Korgi**
Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, Colombia
SICI: 1697-9267(201206)11:2<631:SYDMSC>2.0.TX;2-Z
Para citar este artículo. De Castro, S. (2012). Síntoma y discurso: las enseñanzas de “La moral sexual
‘cultural’ y la nerviosidad moderna”. Universitas
Psychologica, 11(2), 631-644.
Bogotá, abril de 2010. El presente texto es un
producto del Proyecto de Investigación “Síntomas
clásicos – ‘síntomas contemporáneos’ en la clínica
psicoanalítica actual”. Escuela de Estudios en Psicoanálisis y Cultura, Universidad Nacional de Colombia. Código Hermes 10497. Una versión de este
artículo, orientada hacia la explicitación del método
mediante el cual Freud establece la diferencia entre
los síntomas de la psiconeurosis y los síntomas de
las neurosis actuales, fue presentada bajo el título
“Cuestión de Método”, en un evento sobre la Investigación en Psicoanálisis en la Universidad de
Antioquia, Medellín, en agosto de 2009.
*
Resumen
Sobre el telón de fondo de la diferencia establecida hoy en día en el campo del psicoanálisis entre los síntomas clásicos y los llamados síntomas
contemporáneos, el trabajo interroga la formulación misma de síntoma
contemporáneo. A partir del alcance de la diferencia que Freud introduce
entre el síntoma de las psiconeurosis y el síntoma de las neurosis actuales, el
trabajo avanza la tesis según la cual resulta desacertado acordar el carácter
de síntoma a las respuestas mediante las cuales el sujeto se somete sin resto
al imperativo del discurso. Porque el síntoma da cuenta de una objeción
al Otro y guarda con respecto al goce una relación de falta estructural: un
menos de goce.
Palabras clave autor
Síntoma psicoanalítico, síntoma contemporáneo, discurso, Otro, voluntad de goce.
Palabras clave descriptores
Psicoanálisis, Sigmund Freud, método psicoanalítico.
Abstract
On the grounds of today’s psychoanalytic field distinction between the
classical symptoms and the “contemporary” ones, this paper inquires into
the formulation of contemporary symptom notion itself. Considering the
broad scope of the Freudian distinction between psychoneurosis and the
actual neurosis symptoms, the paper speaks in behalf of the thesis that it’d
be wrong to regard as symptoms the responses through which the subject
submits point blank to discourse imperatives—for the symptoms serve as
objections against the Other, and their relation to juissance is based on a
structural lack: a jouissance-minus.
Carrera 6 # 67-09 Apto. 201. Bogotá, Colombia.
E-mail: [email protected]. ResearcherID:
De Castro, S. F-3310-2012.
Key words author
Psychoanalytic symptom, contemporary symptoms, discourse, Other, will to
jouissance.
Key words plus
Psychoanalysis, Sigmund Freud, psychoanalytic method.
Univ. Psychol.
No. 2
**
Bogotá, Colombia
V. 11
PP. 631-644
abr-jun
2012
ISSN 1657-9267 631
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Asomo aquí la reserva que implica el campo del
derecho-al-goce. El derecho no es el deber.Nada
obliga a nadie a gozar, salvo el superyó.
J. Lacan
Como lo indica el título de este trabajo, voy a
desarrollar el tema del síntoma y el discurso. No
es una novedad, hoy en día, poner en relación
estos dos términos, estos dos conceptos –síntoma
y discurso–, en el marco de una reflexión que se
adelanta en el campo del psicoanálisis sobre el “estado actual de la cultura”, para decirlo en términos
freudianos.
Por supuesto, la reflexión sobre la cultura contemporánea, sobre los ordenamientos del goce y de
los lazos sociales en la actualidad, y sobre el lugar del
sujeto en ellos, no es exclusiva de los psicoanalistas,
quienes, de hecho, desde hace más o menos una
década, han venido llamando insistentemente la
atención acerca de una mutación decisiva en lugar
del Otro, debida particularmente a las incidencias
del discurso del amo moderno, esto es, a la conjunción del capitalismo y la ciencia, y más precisamente
a la ciencia en su modalidad contemporánea: la
tecnociencia. En ese orden de reflexiones, contamos
con textos de diversos alcances y formatos, entre
ellos: El hombre sin gravedad, de C. Melman (2005);
El Otro que no existe y sus comités de ética, compilación del seminario homónimo de J. -A. Miller y
E. Laurent (2005); Un mundo sin límite, de J. -P.
Lebrun (2003) y de G. Pommier (2002), Los cuerpos angélicos de la modernidad y, recientemente, en
una perspectiva más bien crítica con respecto a las
propuestas presentadas por algunos de los citados,
El efecto revolucionario del síntoma de M. -J. Sauret
(2008) y Los fundamentos de la clínica psicoanalítica
de E. Porge (2008).
No sobra decir que el listado de contribuciones
a la cuestión es cada vez más extendido y que en
los campos de disciplinas conexas como la Filosofía y la Sociología hay reflexiones muy lúcidas,
como las de H. Arendt, Entre el pasado y el futuro
(2003), C. Lasch, La cultura del narcisismo (1999)
y C. Taylor, La ética de la autenticidad (1994), así
como las más divulgadas de G. Lipovetsky, La era
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del vacío (1990) y de A. Ehrenberg, La fatiga de ser
uno mismo (2000).
Se trata en estos textos, en su conjunto, de la
expresión de un movimiento crítico, que a modo
de diagnóstico de las sociedades contemporáneas
occidentales describe lo que podríamos llamar
los nuevos malestares en la cultura: nuevos, y no
“nuevo”, en la medida en que las perspectivas desde las cuales los autores proponen sus reflexiones
son distintas y, en efecto, sería de esperar que lo
fueran. Pero, ya el hecho de mencionar el malestar en la cultura es el reconocimiento de que, en
el campo del psicoanálisis, toda reflexión, todo
diagnóstico de la época tiene un antecedente
privilegiado en Freud. Esta mención es ya una
entrada al punto de vista en el que me sitúo en
estas líneas.
Empezaré por destacar, a modo de sobrevuelo, algunos términos, entre otros, con los que
diferentes psicoanalistas denuncian y nombran
el estado de cosas actual, lo que equivaldría a
situar en resumidas cuentas aquello que quieren
destacar. Mencionan, por ejemplo, una suerte de
de-simbolización, una pérdida de las referencias
orientadoras instauradas por el Nombre-del-Padre, una crisis de los valores, una laxitud de los
límites, incluso, una ausencia de límites…, y todo
esto a título de incidencias de la estructura del
discurso capitalista.
Con más detalle, algunos autores preconizan,
junto a la decadencia del padre, la decadencia de las
neurosis y, en su lugar, la presencia de una “psicosis
generalizada” o de una “perversión ordinaria”, de un
lado y, de otro, la preeminencia de los “estados límites”, también nombrados, hace ya tiempo, “trastornos borderline” por los mal llamados posfreudianos.
Estas reflexiones y sus enunciados ponen en
evidencia una preocupación concerniente, en primer lugar, al sujeto que resultaría de esa mutación
decisiva –un sujeto que ya no estaría habitado por
el deseo, un sujeto no atravesado por la castración–,
pero también una inquietud relativa al lazo social
–puesto que las transformaciones atentarían contra
la condición misma de posibilidad de los vínculos
humanos–; de hecho, el discurso capitalista es el
único entre los cuatro discursos propuestos por
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Lacan, que no se acoge a la característica propia del
discurso como fundamento del lazo social1.
Por lo demás, tratándose de psicoanalistas, la
preocupación que moviliza todas estas reflexiones
alcanza necesariamente al psicoanálisis, es decir,
a la práctica del psicoanálisis y a las posibilidades
del psicoanálisis como saber, en una época lejana a
aquella que lo vio nacer –ordenada por el discurso
del amo antiguo– y esto porque la época contemporánea estaría lejos de asegurar las condiciones
requeridas para su ejercicio y su incidencia en la
cultura.
A estos elementos, que hacen las veces de contexto de este desarrollo, quiero agregar que, en
relación con el asunto, hay un amplio debate entre
los psicoanalistas, y que no hay acuerdo a la hora,
no tanto de identificar las nuevas coordenadas de
la época, sino de evaluar sus incidencias presentes
y sus efectos, sobre todo en lo relativo a aspectos
cruciales de la estructura del sujeto, como son las
cuestiones de la función paterna y de la función del
síntoma, precisamente. En este panorama, algunas
reflexiones sobre el malestar contemporáneo y sobre las figuras de ese malestar han promovido una
cierta comprensión de las cosas que se resume en
la noción de síntomas contemporáneos.
Pues bien, es en torno a esta formulación –síntomas contemporáneos– que voy a plantear, en lo
que sigue, una serie de reflexiones, cuyo punto de
partida, es una lectura “actual” del texto freudiano
La moral sexual “cultural” y la nerviosidad moderna
(1908/1980). Digo actual, no, por supuesto, en lo
que tiene que ver con la actualidad de la moral
sexual cultural de la época de Freud, que no es
vigente –una moral sexual restrictiva, que todavía
no se hallaba afectada por los avances de la ciencia,
conducentes a separar tajantemente las cuestiones
del sexo y las cuestiones de la reproducción, lo cual
1
Lacan construye una teoría del discurso como fundamento del
lazo social, lo que quiere decir, una estructura discursiva más
allá de las palabras, que ordena el lazo entre los significantes y
el lazo entre los cuerpos. Lacan formula cuatro estructuras de
discurso, nombradas en función del elemento que ocupa el lugar
dominante, ellas son: discurso del amo, discurso de la histérica,
discurso universitario y discurso del analista. El discurso capitalista “ex-siste” a la serie pues, justamente, no es este un discurso
que haga lazo social (Lacan, 1991).
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conducía a un ejercicio limitado de la sexualidad de
la pareja, por ejemplo–. Digo actual en referencia
a la relación que Freud propone y esclarece en ese
texto entre el discurso y el síntoma, una relación
de la que yo considero que puede sostenerse hoy en
día, no obstante el cambio de época –esa es, al menos,
mi hipótesis–, siempre y cuando no perdamos de
vista la función que el saber psicoanalítico concede
al síntoma en la estructura del sujeto, empezando
por la construcción freudiana, según veremos. Es
decir, sobre todo, considerando al síntoma no en la
perspectiva médica, que excluye al sujeto, pero tampoco en la perspectiva de los “síntomas sociales”,
en el sentido banal de que la sociedad produciría
síntomas tanto como los virus…
Trataré primero de precisar aquello hacia lo cual
apunta la concepción de los síntomas contemporáneos, o nuevos síntomas o, incluso, nuevas patologías.
De las publicaciones sobre el particular, no es fácil
concluir una conceptualización unívoca, de tal
modo que, para abreviar, he tomado un atajo que
me permite identificar, no el rasgo que los agruparía
en cuanto síntomas, sino más bien el hecho de que
estos se constituyen como una respuesta a la oferta
de goce de la época contemporánea, una respuesta
“inmediata”. De donde, digámoslo explícitamente,
los síntomas contemporáneos son la respuesta de los
sujetos al imperativo del discurso capitalista, en la
medida en que estos se acogen sin más a la oferta
de goce prometido por los objetos en exceso, que
produce el mismo discurso en su alianza con la
ciencia moderna: los famosos gadgets.
Es un hecho que los autores que se han internado en la vía de la promoción de estos síntomas
contemporáneos, han encontrado en su clínica sujetos que no recurren a la solución neurótica, sin
que por eso se los pueda situar como psicóticos
o perversos, o han identificado síntomas que no
responden a las neurosis o a las psicosis clásicas,
y que es esto lo que los ha llevado a plantearse la
cuestión, como, por otra parte, ha ocurrido siempre
entre los analistas, para quienes la clínica no es la
aplicación de un saber: la clínica interroga el saber
psicoanalítico. La diferencia con respecto a esto que
ha ocurrido siempre, es que ahora los síntomas, en
cuanto contemporáneos, se indexan a la decadencia
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de la “función paterna”, a la entropía de los ideales
o, incluso, a la existencia de una “nueva economía
psíquica”, según las fórmulas más recurridas.
Entonces, no es la dificultad del diagnóstico, ni
el asunto del diagnóstico diferencial lo que conduce
a calificar a los síntomas de contemporáneos, es más
bien una cierta interpretación de los hechos clínicos
en la que, según mi lectura, el peso acordado a la
“subjetividad de la época”, como menciona Lacan
(1953/1990), corre el riesgo de opacar al sujeto implicado en ella2.
Por supuesto, no se trata de eludir la consideración de la inscripción histórica del sujeto, el hecho
de que el sujeto no es un exiliado de la subjetividad de la época. Esta aclaración da cuenta de la
complejidad de este asunto, pues en una aproximación rápida, síntoma contemporáneo sería aquel
que corresponde a la época… Y, sin embargo, bien
puede diferenciarse el síntoma contemporáneo de la
historicidad del síntoma, como intentaré precisarlo
hacia el final.
Ahora bien, la subjetividad, según la definición a
la que recurro, puede entenderse como “una forma
histórica, determinada, de trazos, de posiciones y
de valores que tienen en común los sujetos de una
época en sus relaciones con el Otro como discurso”
(Askofaré, 2004, p. 2). Entonces, además, la subjetividad no es el sujeto, no, por lo menos, el sujeto
del inconsciente.
Si el término subjetividad conviene a las variaciones que deja la marca de la historia sobre los
sujetos, el concepto de sujeto alude, por lo menos,
al actor implicado en ella (Sauret, 2009). Siendo
esto así, a mínima podemos preguntarnos si no hay
una experiencia singular, una palabra propia, es
decir, la marca de un sujeto, que no corra el destino
inexorable del sometimiento sin resto a las deter2
Digamos pues, que el síntoma es del sujeto, síntoma particular:
no hay síntoma social cuando hablamos de clínica psicoanalítica,
y solo por una comodidad del uso del término síntoma, hacemos
esa extrapolación. Es lo que se deduce del tratamiento que Lacan
hace del síntoma social, según la siguiente cita: “Si hacemos del
hombre, no ya lo que vehiculiza un futuro ideal, sino si lo determinamos por la particularidad, en cada caso de su inconsciente
y de la manera en que goza de él, el síntoma queda en el mismo
lugar en que lo ha puesto Marx. Pero adquiere otro sentido: no es
un síntoma social, es un síntoma particular” (Lacan, 1975, s.p.).
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minaciones del Otro del discurso. Y esto porque
en psicoanálisis la idea de una sumisión absoluta
a un mandato es contradictoria con la idea misma
del sujeto: en efecto, el sujeto implica la separación
con respecto al Otro. Y bien, el síntoma es una
experiencia de este tipo: el síntoma es aquello que
permite al sujeto no sucumbir a las determinaciones
del Otro, sustraerse a la voluntad de goce del Otro,
y no perderse, como individuo de la masa, en sus
relaciones con los otros. Esa es su función.
Digamos aún, que mientras en la subjetividad de
la época los sujetos se encuentran compartiendo un
estado de cosas, el síntoma, la función del síntoma,
separa al sujeto de la subjetividad, en la medida en
que con él el sujeto hace objeción al Otro como
discurso.
Llegados a este punto, se ve bien que la referencia al síntoma en su acepción psicoanalítica está
lejos de ser fenomenológica. Por eso sorprende el
listado de los síntomas contemporáneos. Estos síntomas no solo no coinciden de un texto al otro
según los autores, sino que en algunos casos se
mezclan con categorías de diverso tipo, notándose
una confusión entre malestar social, enfermedad y
síntoma; mientras que en otros, responden a una
sintomatología vaga y a una acepción más bien
psicológica de lo que está en juego, como ocurre
con la depresión. Se entiende que la toxicomanía
se sitúe encabezando los listados, pues, en últimas,
en ella parece indudable la correlación entre el empuje al goce que el discurso capitalista promueve y
el síntoma que produce, pero… ¿es la toxicomanía
un síntoma? o, más bien, ¿el drama del sujeto que
recurre a las drogas es la ausencia de un síntoma?
Quizás sea un síntoma en sentido psiquiátrico, pero
habría que interrogarlo en sentido psicoanalítico,
en donde hay que preguntarse ante todo cuál es la
función que cumple el tóxico en quien lo consume,
en la economía de goce de quien lo consume. Y, en
todo caso, no hay un saber general sobre la toxicomanía que uno pueda esgrimir, en tanto que psicoanalista, frente al sujeto que opta por el consumo
de drogas…, aplicándole este saber. Por lo demás, si
la toxicomanía existe desde el albor de los tiempos,
¿qué le otorga el carácter de contemporánea? Lo
mínimo que se exigiría para situarla así con razón,
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es que se pueda relacionar su emergencia con el
advenimiento del discurso capitalista…
Pero sigamos con el listado. Se entiende que a la
toxicomanía se agreguen la bulimia y la anorexia,
ahora contemporáneas..., pues, al fin de cuentas, se
reúnen bajo la categoría de “patologías adictivas”,
y entonces, se puede añadir la adicción al juego,
al sexo, etc., a la mejor manera de cómo lo hace el
DSM… La anorexia, por ejemplo, ¿no es la prueba
dramática de la oposición de la niña a la exigencia
del Otro, en este caso materno, oposición a una
conformidad exigida frente al cual la única salida
–para efectuar la separación– es un hacer no conforme al deseo del Otro, una oposición en negativo,
en silencio: ¡comer nada!? Esta consideración de la
anorexia no le debe nada, a mi entender, a la presentación de la anorexia como síntoma contemporáneo.
Forzando un poco las cosas, se logra entender
que se incluya en los listados el pasaje al acto y el
acting out, porque se reconoce que estas son modalidades de acción que participan en la conexión de
los sujetos con los objetos de satisfacción, pero…
¿son síntomas? Hasta hace poco se sostenía que la
“patologías del acto” no podían considerarse síntomas, justamente porque se hallaban del lado de la
respuesta, no de la pregunta que el síntoma implica
sobre el deseo del Otro (Rabinovich, 1989).
Pero, volviendo al listado, no se logra entender el
criterio a partir del cual a los trastornos anteriores
se agrega la psicosomática…, por ejemplo. Es cierto
que la psicosomática formula un interrogante sobre
las posibilidades del sujeto de separarse del Otro
para situar de este modo un límite a la voluntad de
goce, en virtud de lo cual traiciona, por así decir, la
función del síntoma. Pero no es esto lo que podría
otorgarle el calificativo de síntoma contemporáneo.
En las descripciones de los nuevos síntomas sobresale ante todo esa modalidad de “empuje al goce”
que el discurso capitalista promueve. En efecto, el
discurso capitalista no se funda, como todos los
demás, en la renuncia al goce, en la castración, lo
que sugiere una subversión sin precedentes de la
naturaleza misma del discurso, si es que nos atenemos, con Lacan, al hecho de que el discurso “…
se dirige, por esencia y no por accidente, a refrenar
el goce” (Lacan, 1967/1971, p. 153). De hecho, los
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y discurso
discursos son modalidades de tratamiento del goce
en la perspectiva del “vivir juntos”.
La subversión del discurso capitalista se cumpliría de manera paradigmática en una relación sin
falta, sin resquicio, entre el sujeto y los objetos de
satisfacción, el único vínculo posible, por lo demás,
porque este discurso no hace lazo social. Y es esto
lo que lleva a pensar en el imperio del goce sobre
el deseo. Pero ¿estamos ahí? El discurso capitalista
¿ha instaurado realmente una “nueva economía
psíquica”? Y sobre todo, ¿alcanza verdaderamente
el discurso capitalista para construir una “pareja”
entre cada sujeto y los objetos de consumo? Formulo
este interrogante a propósito de una reflexión de
Lacan quien, en una conferencia de 1974 titulada
“La tercera” (1974/1993), luego de advertir que “El
porvenir del psicoanálisis es algo que depende de lo
que advendrá de lo que ocurra con lo real, a saber,
depende por ejemplo, de que los gadgets verdaderamente se nos impongan” (p. 107), concluía preguntándose irónicamente si algún día podríamos llegar
al punto en que los hombres sustituyan, sin echar
nada de menos, a una mujer por un automóvil, es
decir, si el automóvil podría llegar a ocupar el lugar
de la causa de su deseo, y contestaba que eso sería
poco probable, pues los objetos producidos por el
discurso capitalista no podrán obstruir la causa del
deseo en los sujetos humanos, sujetados al sexo…
En todo caso, la tesis de la promoción del goce
de los objetos por el discurso capitalista, que parece
tan sólida como para sostener la formulación de los
síntomas contemporáneos, no puede calibrársela en
todo su alcance sino cuando se la compara con el
estado de cosas que Freud proponía, y que se resume en el principio general según el cual la cultura
está fundada esencialmente sobre una renuncia a
la satisfacción: al goce.
Sin duda, Freud reconoció muy pronto la incidencia ineludible del Otro como discurso sobre el
sujeto y el lazo social, pero la expresión más acabada
de su elaboración al respecto no se consigna sino
en una época relativamente avanzada de su producción, en El malestar en la cultura (Freud, 1930
[1929]/1980). Se trata del diagnóstico de la cultura
que Freud elaboró sobre el telón de fondo de un discurso de la prohibición y de la renuncia. Es por eso
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que los términos con los que registra la incidencia
del discurso sobre el sujeto son los que participan
del antagonismo irreductible entre las exigencias
culturales y la vida pulsional. El nombre de ese antagonismo es propiamente el malestar. Ahora bien,
este malestar es estructural. Quiere decir que no
se trata de un mal ordenamiento de las cosas que
una revolución podría llegar a modificar para asegurar de este modo el bienestar. Lo cual implica, en
lo que se refiere al sujeto, que la satisfacción está
siempre atravesada por un menos. La “economía
psíquica freudiana” está estructuralmente sostenida por el conflicto entre la pulsión –que busca la
satisfacción– y la ley cultural que la limita. En esta
perspectiva, el asunto del goce, aun pasando por
la prohibición de la que da cuenta el Edipo, es un
asunto de imposibilidad. Y esta imposibilidad recae
sobre lo que tiene que ver estrictamente con la meta de la pulsión, es decir, con la satisfacción, pero
también sobre la encrucijada del deseo humano, lo
que quiere decir que la imposibilidad afecta todo
aquello que Lacan resumía en su famosa fórmula
de la “inexistencia de la relación sexual”.
Ahora bien, en El malestar en la cultura Freud
no solo da cuenta del malestar, también de lo que el
sujeto hace frente a él. El síntoma aparece como una
forma, entre muchas otras, al alcance de muchos, de
responder a ese malestar relativo al goce. ¿Cómo?
Según una explicación que Freud había acuñado
ya tiempo atrás, el síntoma es un sustitutivo de la
satisfacción sexual denegada. Entonces, dada esta
satisfacción sustitutiva que es el síntoma, podemos
pensar que la renuncia a la satisfacción que la cultura impone no es, por así decir, a pura pérdida.
El “ingenio” del síntoma es burlar en parte la exigencia de renuncia, de ahí que emerja como una
formación de compromiso entre las dos tendencias
en conflicto: la pulsión que busca satisfacción y la
defensa contra la misma. Y puesto que esta representación de las cosas recuerda bien la función de
la censura, vale la pena aclarar que, tratándose del
síntoma, la imposición de la cultura no es exclusiva
ni predominantemente equivalente a la represión
social de lo sexual, esa que cambia con las épocas,
la que imponen los mandatos e ideales que agencia
el discurso. Hay que hacer intervenir aquí la repre636
sión en el sentido psicoanalítico, en virtud de la
cual un sujeto se defiende del deseo sexual que lo
habita, deseo que retorna entonces bajo la forma de
un síntoma. El síntoma es la verdad de ese deseo.
En un texto anterior, el primero en el que Freud
plantea de manera explícita la articulación entre el
síntoma y el discurso, La moral sexual “cultural” y
la nerviosidad moderna (1908), a contracorriente de
los autores que se pronuncian sobre la “nerviosidad
moderna” como diagnóstico del malestar de esa
época, Freud destaca en primer plano, no el malestar, sino el síntoma, lo que por eso mismo despierta
todo nuestro interés. Se puede ver entonces, que de
un texto al otro, de El malestar… a La moral sexual
cultural…, una pequeña variación se insinúa en la
consideración del síntoma. En el primero, en efecto, el síntoma no cubre el panorama, incluso hay
una lejana relación entre malestar y síntoma. Y es,
precisamente, esa variación lo que me condujo a
afinar la lectura, para interrogar la relación entre el
malestar y el síntoma, advirtiendo, en primer lugar,
que no son términos equivalentes.
Es probable que el malestar obedezca sin más a
la exigencia cultural o al discurso, es lo que Freud
dice, en últimas: que hay malestar porque la cultura
exige la renuncia. El malestar participa quizás de
aquello que conocemos como la subjetividad de una
época, pero hablar de síntoma implica un elemento
esencial que las descripciones del malestar –sociológicas, históricas, filosóficas– no tienen por qué
introducir: el sujeto en su particularidad; el sujeto
que, en todo caso, responde con su síntoma frente
al malestar originado por el Otro del discurso.
En las páginas de La moral sexual cultural…
Freud apunta, en efecto, a la delimitación de aquello que del malestar hace síntoma, pero síntoma
en sentido psicoanalítico. Yo he leído estas páginas
haciéndome la idea de que Freud somete allí, a la
prueba de la “inteligibilidad freudiana”, la categoría
de síntoma contemporáneo, aquel que se hace derivar en directo del imperativo de goce de la época,
deconstruyéndola, para reconstruirla luego en la
lógica de las estructuras clínicas. De esta manera
-en eso consiste mi propuesta-, el texto de La moral
sexual cultural… nos permite cruzar el umbral que
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separa el discurso sobre el malestar de una clínica
del síntoma analítico (Zafiropoulos, 2006).
La cosa es más sutil aún porque, luego de deslindar malestar y enfermedades de la civilización –que
es donde cobra sentido hablar de síntoma–, Freud
pone en práctica una suerte de “análisis comparativo” entre los síntomas, según un procedimiento
que puede enunciarse, parafraseando al mismo
Freud, del siguiente modo: “Apliquemos ahora a las
neurosis actuales lo que averiguamos en el análisis
de las neurosis de transferencia”3.
Freud abre su indagación con la constatación general del perjuicio generado por las limitaciones del
goce sexual a causa de la “moral sexual” dominante
en la sociedad de la época. Notemos que el enunciado de partida para caracterizar la época, exceso
de limitaciones de goce, es estrictamente opuesto
a aquel que hoy se hace valer como mandato del
discurso capitalista, el empuje al goce (Brousse,
2005). Lo que Freud sostiene es que la exigencia
cultural, es decir, la “moral sexual”, promueve la
“nerviosidad moderna”, es decir que la nerviosidad
“es reconducible, en efecto, a aquella moral” (Freud,
1908, p. 164).
Freud retoma esta “nerviosidad moderna”, el
diagnóstico del malestar propuesto por los clínicos
del momento, en la medida en que es sobre ese telón
de fondo que se situarán los síntomas. Al respecto,
nos ofrece una serie de descripciones de los autores,
que constituyen intentos de cernir las coordenadas
de la época y sus efectos sobre la subjetividad. Y,
ciertamente, aquella era una “nueva época”, la de
la segunda revolución industrial (la del petróleo,
la fábrica, la pasteurización…), de la que sabemos
que modificó “las condiciones de cultura”, las formas de vivir y perturbó la relación entre el goce de
la pulsión y el ideal cultural4. Y Freud acuerda, en
3
De hecho, aquí, como en el trabajo que Freud emprende en Duelo y melancolía (1917), de donde he tomado la famosa fórmula
que he parafraseado, el proceder freudiano no solo autoriza un
paralelo, que en este caso se establece entre dos enfermedades
de la época y dos modalidades de síntomas, sino que destaca el
elemento distintivo en torno al cual todo lo demás se ordena,
elemento que hace las veces de “operador” (Assoun, 2006).
4
Fue en el contexto de esa verdadera transformación del mundo –no hay que olvidarlo–, que nació el psicoanálisis (Lacan,
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y discurso
general, con el estado de cosas que reflejan las descripciones de los “tiempos modernos”, debidas a los
autores a los cuales recurre, pero advierte que uno
no puede contentarse con hablar de una manera
vaga. Lo que les dice a sus interlocutores es que
“estar enfermo de los nervios” no es un diagnóstico
resultante de una observación clínica aguzada, en
razón de lo cual las descripciones no solo no esclarecen en detalle el fenómeno de las enfermedades
nerviosas, sino que, además, descuidan lo esencial
de los factores etiológicos eficaces que explican, no
el malestar, sino la “genuina” enfermedad nerviosa,
la neurosis. Y bien, el factor eficaz es, dice Freud, “la
dañina sofocación de la vida sexual (…) por obra de
la moral sexual ‘cultural’ que impera” (Freud, 1908,
p. 166), es decir, la exigencia de renuncia pulsional.
En ese contexto, el síntoma queda situado en una
relación causal con respecto a un factor específico
de orden sexual, que él delimita entre el conjunto
de factores que propician el malestar de la época,
diagnosticado, repitámoslo, como “nerviosidad
moderna”.
Habiendo aislado el factor etiológico, se propone ahora examinar los dos estados patológicos
nerviosos que causa -los que bien podríamos llamar
enfermedades de la civilización-: las neurosis actuales
y las psiconeurosis, de las que ya se había ocupado
durante años en su investigación, y que constituía
por entonces su propuesta nosológica, su aporte,
digámoslo así, al campo de la clínica psiquiátrica.
Entre las dos neurosis, el elemento distintivo a destacar es el carácter de los síntomas: unos somáticos,
los otros psíquicos.
En virtud de la naturaleza tóxica de los síntomas de las neurosis actuales (neurastenia, neurosis
de angustia, hipocondría), Freud se decide a reu1979). No puedo entrar aquí en detalles sobre el análisis que
Lacan hace de los efectos paradójicos del progreso social sobre
la subjetividad, pero sí destacar que ahí surge esa tesis de la
“declinación de la imago paterna” (p. 121). Cuya importancia
radica en el alcance que le estuvo destinado y en la modificación que su fórmula soportó, pues sin que sea muy claro
cómo se llegó ahí, asumió la forma del “declinar de la función paterna”. Y bien, para algunos, la época contemporánea
está marcada por la “declinación de la función paterna”, y
los síntomas que corresponden a esta época responden a esa
declinación. (Lebrun, 1997).
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nirlas en un todo, llamativamente, bajo el nombre
de neurastenia, no obstante sus previos esfuerzos
conducentes a separarlas entre sí e, incluso, a concederle autonomía a la neurosis de angustia (Freud,
1895a, 1985b/1990). Pero es que la neurastenia es,
en palabras de Freud, la más típica manifestación
de la “nerviosidad moderna”, “la más común de todas las enfermedades de nuestra sociedad” (Freud,
1887/1990, p. 37).
Descrita por el neurólogo norteamericano George Beard (1839-1883), la neurastenia es un síndrome
que presenta síntomas en muy diversos registros,
girando todos ellos en torno a una fatiga de los
“nervios”, cuya particular etiología sexual somática
Freud describió en términos de falta de descarga o
inadecuada satisfacción sexual. Freud encuentra en
la descarga inadecuada el factor sexual que exige
como causa de los síntomas, más allá o más acá de
los otros influjos culturales supuestamente patógenos señalados por los autores. Pero, hay que notar
que en este caso el síntoma no es la consecuencia de
un conflicto psíquico, sino que resulta directamente
de un mal empleo de la “libido”.
En las psiconeurosis (histeria, obsesión y fobias), por su parte, los síntomas son psicógenos:
“Dependen de la acción eficaz de unos complejos
de representaciones (reprimidas) inconscientes”
(Freud, 1908/1980, p. 167) de contenido sexual,
los cuales ponen en evidencia la persistencia de
deseos sexuales insatisfechos, al tiempo que figuran
para quienes los sufren “una suerte de satisfacción
sustitutiva” (p. 167). Así pues, si bien la génesis sexual liga los síntomas de las dos clases de neurosis a la cultura,
al discurso moral del que procede la exigencia de
renuncia pulsional, el trabajo de disección al que
Freud los somete le permite distinguir una patología –somática– de otra –psíquica–, y también un
campo clínico –el neurológico o psiquiátrico5– de
5
La versión en uso de la Clasificación Internacional de Enfermedades Mentales (CIE 10) de la OMS, incluye la neurastenia en la
lista de “otros trastornos neuróticos”, junto con los así llamados
trastornos de despersonalización, los somatomorfos y los neuróticos no especificados, secundarios a situaciones estresantes. Vale
la pena anotar que, no obstante su permanencia en los manuales,
la neurastenia ha sido sustituida en el discurso médico-social por
los términos de depresión y estrés.
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otro –el psicoanalítico–. Pero no solo eso. Freud
indaga el malestar a partir no de los influjos culturales supuestamente nocivos, sino de los datos de
la clínica psicoanalítica de las neurosis. Precisemos
esto diciendo que Freud filtró los datos del malestar
con su saber clínico, a fin de circunscribir el síntoma
-y no al revés-, y que gracias a esto pudo concluir:
“Los fenómenos sustitutivos [los síntomas] que
aquí emergen a consecuencia de la sofocación de lo
pulsional constituyen lo que describimos como nerviosidad, en especial como psiconeurosis” (Freud,
1908/1980, p. 171).
Entonces, amparado en ese proceder, las neurosis actuales le revelaron la insatisfacción de lo
sexual en bruto, mientras que las psiconeurosis lo
pusieron frente a la represión fallida de lo sexual. Si
Freud abandonó el campo de las neurosis actuales,
fue precisamente por cuanto su síntoma no es la expresión simbólica de un conflicto, no esconde una
significación susceptible de ser buscada y resuelta
por el análisis. Y, por mucho que comparta con el
síntoma psiconeurótico el carácter de manifestación de las dificultades con las que se confrontan
los sujetos, dada la incidencia en estos del discurso
dominante, el síntoma de la neurosis actual no
responde a los aprietos del deseo en su encrucijada
entre el goce y la ley.
Digamos de ese síntoma “actual” que no es el
mecanismo de la condensación o del desplazamiento lo que nos señala su estructura, tampoco es la modalidad de la defensa la que nos indica su tipo clínico
y, aunque sea a la moral sexual a lo que debemos su
forma –como expresión de la exigencia cultural–,
en lo que respecta a su valor de goce no constituye
una satisfacción sustitutiva vía “el retorno de la satisfacción reprimida” (Freud, 1930 [1929]/1980, pp.
76-84). Por el contrario, es reacción, una suerte de
actualidad inmediata de la tensión (Lacan, 1988).
En efecto, se trata de una estasis de lo que, a falta
de la elaboración psíquica de la tensión sexual somática, ni siquiera es aún libido, cuyo síntoma no
cuenta ni con lo real de las experiencias infantiles
del encuentro con el sexo, ni con su delimitación
como significante a reprimir en el a posteriori de la
repetición.
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Así pues, el síntoma de la neurosis actual es
ajeno a las condiciones constituyentes “que Freud
impone al síntoma para que merezca ese nombre
en el sentido analítico: que un elemento mnésico
de una situación anterior privilegiada se vuelva a
tomar para articular la situación actual…” (Lacan,
1990, p. 429), y es por eso que, aun siendo un síntoma, no es un síntoma en el sentido psicoanalítico. Es
en razón de todo esto, por lo demás, que tampoco
tiene una implicación estructural6.
Se puede derivar de lo actual de las neurosis
actuales, no exclusivamente el presente de la insatisfacción sexual -es decir, lo actual en el sentido
de la ausencia del conflicto infantil al cual remitir
el síntoma-, sino la ausencia de la retroactividad
temporal que opera en la formación del síntoma,
en virtud de la cual el síntoma alcanza la estructura de una formación significante7. Pero, además, y
esto es lo que ahora me interesa destacar en relación no ya con la estructura del síntoma sino con
su función, tampoco se podrá decir de ese síntoma
“actual” que es la objetivación de una “voluntad
contraria” –expresión inaugural con la que Freud
(1892/1980, p. 156) pone el acento en un deseo que
contraría al Otro–.
El síntoma como expresión de una “voluntad
contraria” es una formulación freudiana antigua y
no muy utilizada que, una vez identificada en este
recorrido, me resulta muy apropiada para destacar
la función del síntoma.
En los inicios de su práctica, cuando su arsenal
terapéutico aún incluía la hipnosis, Freud atiende
a una mujer aquejada de una dificultad para amamantar a su hijo; ella presenta un complejo de síntomas entre los cuales se destacan la repugnancia –¡el
asco!– y el vómito, que le impiden comer –Freud
dice anorexia– y que, en últimas, le impiden ali-
6 La ausencia de una implicación estructural rima con la característica principal de los fenómenos propios de las neurosis actuales,
que acompañan bien a las neurosis, bien a las psicosis.
7
“Entre el significante enigmático del trauma sexual y el término
al que viene a sustituirse en una cadena significante actual, pasa
la chispa, que fija en un síntoma -metáfora donde la carne o bien
la función están tomadas cómo elementos significantes- la significación inaccesible para el sujeto consciente en la que puede
resolverse” (Lacan, 1957, p. 498).
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mentar al niño. Y bien, cuando defiende el carácter
histérico, y no neurasténico del síntoma de la mujer,
dice que allí donde la neurasténica manifiesta una
“endeblez de la voluntad”, en la histérica se trata
de una “voluntad contraria”… Por entonces lo que
a Freud le interesaba era suprimir el síntoma, así
que poco sabemos de su sentido, del fantasma que
figura y de la fijación de goce al que este fantasma
envuelve, pero lo que queda claro en la observación
es que la mujer no quiere…, y porque no quiere,
hace un síntoma allí donde no puede decir ¡no! O,
dicho de otro modo, su síntoma dice ¡no!
Por ahora, retomemos la explicación freudiana
del síntoma neurótico como fenómeno sustitutivo
de lo pulsional reprimido, y formulemos una aproximación conclusiva que apunte a situar su función
en la estructura. Digamos, pues, que el neurótico
forja con su síntoma una manifestación sustitutiva del goce al que renuncia, una formación de
compromiso entre el renunciamiento exigido y las
emergencias no admitidas de su pulsión, a reprimir.
Así pues, el neurótico se rebela contra la exigencia
cultural y su síntoma es, entonces, el lugar de una
falta de goce que el sujeto denuncia, a contravía del
síntoma neurasténico, cuyo portador se entrega, por
así decir, ofreciéndose como figura de “la queja y
el malestar”8.
En estos dos tipos de respuesta sintomática, la
del psiconeurótico y la del neurasténico, un sujeto diferente emerge: digamos que el neurótico es
aquel que hace una elección por el síntoma frente
al malestar -¡lo que tiene valor de acto!-. Y puedo
proponer que la sumisión del neurasténico es lo que
se le imputa al sujeto del síntoma contemporáneo, al
que responde en cumplimiento del imperativo de
goce de la hora actual.
La misma línea de resistencia al Otro vía el síntoma, volvemos a encontrar en un segundo trabajo
de disección al que Freud se aplica unos diez años
después, frente a las neurosis de guerra en esta oca8
La importancia de destacar la diferencia de enfoque entre los
dos grupos de neurosis me es confirmada por el trabajo de quien
esto concluye al respecto: “… la queja y el malestar [¡contemporáneos!] pueden ser considerados como síntoma en el sentido de las
neurosis actuales, síntomas de la dificultad para la elaboración
psíquica de la excitación” (Balestrière, 2006, p. 12).
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sión. Se trata de un pequeño texto, una introducción al primer libro de la colección que lanzaba por
entonces la Biblioteca Psicoanalítica Internacional,
que está dedicado a las mencionadas neurosis de
guerra. Era el año de 1919. En ese contexto social
marcado por las condiciones de la guerra, y en el
que las elaboraciones del fundador del psicoanálisis
fueron requeridas por las autoridades que tenían a
su cargo el diagnóstico y el tratamiento de “estas
enigmáticas enfermedades” que son las neurosis de
guerra, Freud produce una pieza de doctrina sobre
el síntoma. En primer lugar, concluye acerca de la
homología de estructura entre las neurosis guerra
y las neurosis de transferencia dada “la naturaleza
psíquica de la causación” (1919/1980, p. 210). En
cuanto a los síntomas, según dice, también en las
neurosis de guerra estos son efecto de la represión
como defensa frente a un trauma, en este caso, la
guerra. Se trata entonces de la tensión entre las exigencias culturales y los intereses libidinales del yo, a
reprimir. El síntoma de las neurosis de guerra le permite al sujeto concernido sustraerse de los “servicios
de la guerra”. Este síntoma es entonces el lugar de
una denuncia y de un rechazo del sometimiento del
sujeto a los requerimientos del Otro, sometimiento
que implicaría para él situarse a merced de ese Otro.
Voluntad contraria.
Gracias a la constatación de que nunca un mercenario presentará síntomas de neurosis de guerra,
se entiende bien qué se juega para aquel que hace
un síntoma cuyo valor es el de una objeción de
conciencia. No solamente el síntoma es un rechazo
a sacrificar su libido narcisista, es también una “renuencia ante la orden de matar” (Freud, 1919/1980,
p. 211), esto es, a satisfacer sus mociones asesinas.
Formulemos otra aproximación conclusiva: en
el primer caso, en las psiconeurosis, el síntoma se
presenta como una falta de goce en el sujeto –que renuncia a la satisfacción pulsional– y, en el segundo,
en las neurosis de guerra, como una falta de goce
en el Otro –a quien el sujeto “descompleta” de su
goce, por así decir: sustrayéndose a sus exigencias
del Otro–. Entre estas dos faltas de goce se juega la
función del síntoma.
Así pues, de un caso al otro, lo que se pone de
presente es que el síntoma en psicoanálisis revela
640
una falta de goce estructural. De hecho esta falta de
goce, este menos de goce, está inscrito en la naturaleza misma del síntoma como satisfacción sustitutiva,
puesto que lo sustitutivo de la satisfacción es indicador de un goce perdido que el síntoma intentaría
recuperar como plus de goce.
Ahora bien, no podríamos perder de vista que
la satisfacción que el síntoma permite al sujeto, conduce el asunto hacia otra dimensión del síntoma,
justamente a aquel que destaca el valor de goce del
síntoma: el sujeto goza de su síntoma gracias al fantasma en el cual se sostiene. Y es en este punto que
se impone una aclaración. El abordaje del síntoma
como límite al goce –en su doble alternativa, es decir,
en relación tanto con el goce del sujeto, como con
el goce del Otro– apunta a señalar su función, la
función fundamental del síntoma como tratamiento de goce. Esta función del síntoma no aparece
a primera vista en el corpus psicoanalítico, y no
aparece en mi propio trabajo, sino después de haber
hecho el recorrido por las dimensiones del síntoma:
como formación del inconsciente y, digámoslo así,
como “formación” de goce. El síntoma es, pues, un
concepto plurivalente. En el primer caso, a título
de formación del inconsciente, se trata del síntoma
como un deseo que no puede ser dicho, sino cifrado
por el inconsciente, de donde, para reconocer su
sentido, se somete en la cura a desciframiento. En
el segundo caso, en su vertiente de goce, el síntoma aporta al sujeto una satisfacción9, por donde se
explica el límite a la interpretación y el motivo de
la resistencia a la curación. Digamos, articulando
las dos dimensiones, la de lo simbólico y la de lo
real, que el síntoma tiene un sentido, y que tras ese
sentido se descubre una relación con el goce del
objeto que el fantasma cubre. Pero no es este goce
del síntoma, reconocido desde siempre por Freud,
lo que lo hace contemporáneo.
Ahora, si nos atenemos a su función más fundamental, la falta de goce, el síntoma pone el acen-
9 Todavía habría que introducir aquí una aclaración: la satisfacción
sustitutiva que el síntoma provee perderá ese carácter del retorno
de lo reprimido que se cuela en lo sustitutivo, para alcanzar, más
allá del principio del placer, el carácter de una compulsión a la
repetición (Freud, 1920, 1926).
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to en su relación con la castración, esto es, con
el límite al goce. Esta función está presente en la
relación entre el síntoma y el Otro, sea el Otro
de la “humanización”, de la subjetivación, sea el
Otro del discurso. En esa perspectiva de la relación del síntoma con el Otro del discurso, vale la
pena destacar un sorprendente hallazgo freudiano,
enunciado por primera vez en 1912, es decir, apenas
unos años después de La moral sexual cultural…,
que permite, en efecto, replantear las relaciones
entre el goce de la pulsión y el discurso y, en ese
contexto, matizar la tesis según la cual la exigencia
de renuncia proviene exclusivamente del discurso
dominante. Sin ocultar su propio desconcierto ante
el encuentro, dice Freud: “Creo que, por extraño
que suene, habría que ocuparse de la posibilidad
de que haya algo en la naturaleza de la pulsión
sexual misma desfavorable al logro de la satisfacción plena” (1912/1980, p. 182). Por supuesto, ese
“algo en la naturaleza de la pulsión” no es un algo
que encuentre por fuera de la cultura: se trata de
la pérdida insustituible del objeto originario, y del
menos de goce que caracteriza la experiencia de
satisfacción con los objetos sustitutivos. Es que, de
hecho, ninguno de los sustitutos del objeto perdido
satisface plenamente.
A esto vuelve Freud años después, justamente
en El malestar…, de una manera aún más precisa
en lo relativo a la ausencia de un elemento exterior
de oposición a la realización de la pulsión. Dice así:
“Muchas veces cree uno discernir que no es sólo la
presión de la cultura, sino algo que está en la esencia
de la función [sexual] misma, lo que nos deniega la
satisfacción plena y nos esfuerza por otros caminos”
(Freud, 1930/1980, p. 103)10. Las aclaraciones que
Freud ofrece a pie de página -y que apuntan a la
idea de una primitiva “represión orgánica” obstaculizadora de la satisfacción pulsional- son, a mi
entender, intentos explicativos de un hallazgo que
Freud no concluye, pero que sí bordea: el de la imposibilidad del goce a plenitud para el ser hablante,
a cambio del cual inventa el complejo de Edipo,
el mito edípico, para dar cuenta del menos de goce
10 La cursiva es mía.
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en respuesta a una prohibición que se le imputa
al padre11. En ese sentido, el goce imposible es el
goce metaforizado por el Edipo, y el Edipo gana
esta posibilidad de sustituir lo imposible porque
prohíbe el goce de la madre, es decir, lo imposible
por excelencia.
Entonces, según podemos deducir, el síntoma
como límite al goce implica el asunto tanto de la castración como de su agente, el padre real (Askofaré
& Sauret, 2004), y es esto lo que se encuentra en los
desarrollos de Lacan hacia el final de su enseñanza,
cuando establece una correspondencia de función
entre los dos elementos ahora articulados: el síntoma y el padre. Por supuesto, una tal relación exige
la operatividad de la función paterna, desestimada
en las formulaciones según las cuales la decadencia
del padre signa la época contemporánea.
Es precisamente en referencia a la función de
límite de goce del síntoma que planteo la discusión
relativa a los síntomas contemporáneos. Una primera
cuestión salta a la luz. Que entre las dos concepciones, en la distancia que separa los síntomas -¿tendré
que decir clásicos?- de los síntomas contemporáneos,
hay sobre todo un “nicho” que aloja de manera diferente al sujeto, según se considere que el síntoma
es o no su respuesta singular de insumisión a la
voluntad de goce del Otro. De serlo, el síntoma es
no solo irreductible a las exigencias del discurso,
sino, más precisamente, la expresión misma de una
oposición. Es esta la opción que busqué desarrollar
en este trabajo.
Al plantear las cosas al contrario, es decir, al
sostener que el síntoma (contemporáneo) está determinado por el mandato del discurso del Otro y
que no es más que la manifestación de la sumisión
al imperativo de goce del Otro, al menos al plantearlas de esa manera radical, se corre el riesgo de
asumir una posición tan reductora como aquella de
la racionalidad médica, que tiende a excluir al suje-
11 “La figura del padre nos salva de este atolladero [prohibición
del goce imposible] confiriéndole a la imposibilidad inmanente la
forma de una interdicción simbólica. El mito del padre primordial
en Tótem y tabú complementa (o, más precisamente suplementa)
el mito de Edipo, al encarnar ese goce imposible en la figura del
Padre-del-Goce, es decir, en la figura que asume el papel de agente
de la prohibición” (Zizek, 2000, pp. 49-50).
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to de la ecuación entre la causa y el efecto cuando
atiende a los asuntos del síntoma.
Nadie ignora la relación entre el síntoma y el
discurso. Esta es la enseñanza que aporta La moral
sexual “cultural” y la nerviosidad moderna: el hecho
de que entre el Otro del discurso y el síntoma hay
una relación ineludible, pero una relación que no
pasa por el sometimiento del sujeto al discurso.
Hay, por supuesto, una manera de concebir eso
que podemos llamar la historicidad del síntoma,
el síntoma relativo a una época, en las respuestas
sintomáticas de los sujetos al mandato de la figura
dominante del Otro de lo social. Pero la historicidad
del síntoma, vista en esta perspectiva, no oblitera
su función fundamental.
Los síntomas contemporáneos en su formulación
más radical de sometimiento al imperativo de goce
del Otro, acogen al pie de la letra el vínculo que
el discurso capitalista promete entre cada sujeto,
aislado, y los objetos de consumo… En términos
generales, yo me pregunto si el drama del sujeto
atrapado en este goce del consumo, que en el peor
de los casos lo consume, no es justamente que no
ha tenido un síntoma a su disposición. Y, de ser así,
esto es lo que se escamotea bajo la designación de
síntoma contemporáneo.
Al formular de manera acrítica la prevalencia
de los síntomas contemporáneos ¿no se corre acaso el
riesgo de situarse en la misma lógica que pretende
cuestionarse? Poco se destaca, en efecto, que este
tipo de formulación logra, muy a nuestro pesar,
hacer eco de aquello que caracteriza la “subjetivad
contemporánea”, en cuanto seducida por la ideología de la ciencia que domina la época.
Así como algunos ya han hecho notar lo riesgoso
del diagnóstico del declinar de la función del padre,
en el sentido de que estaría indicando que también
en el psicoanálisis actúa “el rechazo del padre iniciado por el discurso de la ciencia” (Askofaré &
Sauret, 2004, s.p.), yo me inclino a pensar que con
este asunto de los síntomas contemporáneos, también
en el psicoanálisis estaría actuando la indiferencia
ante el mensaje que el síntoma tramita, una indiferencia promovida por el discurso de la ciencia, lo
que haría que, en últimas, al sufrimiento humano
no se le suponga un síntoma, ya no solo a descifrar,
642
sino a acoger como objeción del sujeto a la voluntad
de goce del Otro.
Se comprenderá fácilmente la importancia de
las posiciones que se juegan en este debate crucial
en el campo del psicoanálisis, si se toma en cuenta
que la posición adoptada tiene consecuencias en
el “tratamiento” del síntoma en el curso de la cura
psicoanalítica.
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No. 2
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