Intervención militar en Libia: la necesidad de regular el derecho de injerencia Por Mauricio Jaramillo-Jassir (*) Con la expulsión de Libia del Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas y la exigencia cada vez mayor a Muammar Gaddafi para que abandone el poder, se contempla la posibilidad de una intervención militar en este país del norte de África. Estados como Reino Unido, Estados Unidos y Alemania ha endurecido su tono frente al régimen y en particular se habla de una movilización de tropas por parte de Washington en aras de facilitar por la vía militar la salida del líder libio. No obstante, el pasado ha dejado lecciones acerca de los riesgos que entrañan este tipo de intervenciones sin ninguna regulación normativa. A lo largo de la década de los noventa se dio el debate acerca de la necesidad de intervenir cuando esté en riesgo un segmento de la población que no se encuentre cobijado bajo el paraguas de seguridad del Estado. Para ese entonces, la tragedia del genocidio en Ruanda que significó la muerte de unas 800 000 personas evidenció la necesidad de promover: ya no un derecho de injerencia sino un deber de intervención. Empero, en estos años cuando se han dado intervenciones internacionales, éstas han estado signadas por el fracaso y los excesos especialmente por parte de las grandes potencias en operaciones bajo el esquema de coalición o en el marco de organizaciones como la Oraginzación del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). Asimismo, las contradicciones irreconciliables entre los ideales que se persiguen en dichas operaciones y las acciones efectuadas bajo ese propósito son cada vez más flagrantes. En 1996, en el campo de refugiados de Srbrenica en Bosnia-Herzegovina unas 6000 personas fueron asesinadas por paramilitares serbios. Vale recordar que esas víctimas se encontraban bajo la protección de cascos azules de Naciones Unidas (de nacionalidad holandesa). En 1999, la OTAN bombardeó Serbia y se cometieron todo tipo de excesos contra la población de ese país, duramente castigado por el enfrentamiento entre su líder, Slobodan Milosevic y algunos dirigentes de Occidente. Estos excesos así como la omisión de los soldados holandeses no han sido juzgados aún. En 2005, Francia intervino en Costa de Marfil para poner fin a la violencia entre el sur leal al gobierno central y un norte disidente. El resultado de la Operación Licorne (como fue conocida) fue nefasto tanto para Costa de Marfil como para Francia. Aunque el gobierno marfileño pidió la ayuda francesa, los bombardeos franceses sobre la fuerza aérea del país africano provocaron una crisis diplomática entre ambas naciones que en el pasado habían sino aliadas. Lo peor fue el saldo humanitario que provoco la muerte de cientos de inocentes y el desplazamiento de miles a países vecinos como Burkina Faso, Mali o Ghana. El problema de fondo en todos estos casos es el mismo: la ausencia de una regulación para el deber de injerencia al que todos apelan cuando se presenta una crisis humanitaria. Las consecuencias más visibles de esto tienen que ver con la pérdida de legitimidad de quienes ejecutan la operación, el uso desproporcionado de la fuerza por parte de todos los bandos y en muchos casos el empeoramiento de la situación. Ruanda, Srbrenica, Serbia y Costa de Maril son un crudo testimonio de ello. Para Libia el anuncio de las potencias de su disposición para usar la fuerza en contra de ella ha estado muy lejos de solucionar el problema de fondo y por el contrario le ha dado oxigeno político a Gaddafi quien continúa ganando terreno muy a pesar de lo que se llegó a pensar en el pasado reciente, cuando comenzó la crisis. Asimismo, los anuncios ofensivos de algunos países europeos ponen al descubierto una Europa sin una posición conjunta frente a un tema trascendental en su proyección en tanto que potencia regional y global: el deber de injerencia. ¿Cuál es la posición de Europa frente al tema? Hasta el momento, queda claro que Francia se aleja del consenso y promueve la búsqueda de salidas en un esquema multilateral. No obstante los disensos entre los europeos son cada vez más notorios. ¿No será ésta la oportunidad de regular de una vez por todas, el deber de injerencia? De hacerlo se podría evitar la muerte de miles que caerán en nombre de los Derechos Humanos. Esta regulación hubiera podido evitar la caída de los palestinos o de los libaneses que indefensos cayeron frente a los indiscriminados bombardeos israelíes en el Líbano, no sólo en regiones bajo la influencia de Hezbolá sino en el resto del país. A su vez, se habrían podido evitar los excesos en Gaza en la llamada Operación Plomo Fundido en diciembre de 2008. Violaciones masivas a los Derechos Humanos que aún permanecen en total impunidad. Una injerencia internacional con propósitos humanitarios en manos de las potencias representa una contradicción con todos los avances en materia de Derecho Penal Internacional y en Derechos Humanos que hasta ahora han permitido sembrar esperanzas sobre la posibilidad de administrar justicia en casos en los que otrora parecía imposible. Libia es una oportunidad: la de regular el deber de injerencia. El tema no sólo afecta al norte de África, Medio Oriente y Europa sino al resto del mundo porque está en juego la defensa de los principios más elementales de la dignidad humana. (*) Profesor de las Facultades de Ciencia Política y Gobierno y de Relaciones Internacionales del Rosario e investigador del Ceeseden de la Escuela Superior de Guerra.