Los héroes de papel y el papel de los héroes

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Joaquín Mª Aguirre Romero. Doctor en Ciencias de la Información. Universidad Complutense
de Madrid
Los héroes de papel y el papel de los
héroes
El siguiente trabajo considera la figura del “héroe” como una propuesta en la que se reflejan las
contradicciones de la crisis provocada por el desmoronamiento de las estructuras sociales y del
pensamiento en la modernidad. Nos proponemos analizar la figura heroica como sujeta a
transformación, como una entidad dinámica que acaba demostrando su propia imposibilidad de
existencia. El héroe contemporáneo se diluye en su propia contradicción teórica y práctica. Solo
puede dar cuenta de sí mismo como fracaso en la medida en que la Literatura adquiere una función
crítica frente a la situación propagandística de la épica y la didáctica optimista ilustrada. La transición
romántica, la heroicidad que se propone desde el nuevo espíritu como forma de entender el mundo,
fracasa y esto se refleja en la condición heroica que va pasando del héroe al anti héroe, del líder al
perseguido o fracasado.
Palabras clave: héroe, transformaciones socioculturales, novela moderna,
antropología de la cultura, modernidad
1.
El héroe como propuesta
El concepto de “héroe” puede ser entendido desde dos perspectivas: como
una unidad de acción y como una propuesta de actuación. Desde estos
dos ángulos complementarios es posible realizar un análisis que nos lleve
más allá del obvio protagonismo heroico. El aspecto que se vuelve esencial
es el carácter ejemplar de lo heroico: el héroe es una proposición, en los
dos sentidos, una forma de actuación y una propuesta moral. La acción es
una forma de respuesta en la medida en que se actúa desde una
motivación moral. El héroe actúa, en ocasiones, en contra de un estado del
mundo que se transforma con su respuesta. La modificación puede ser
directa –el héroe que cambia el mundo– o indirecta –el mundo es
cambiado ante las acciones del héroe–.
Esta doble dimensión, accional y moral, es inseparable de la figura del
héroe entendida como categoría ejemplar. La ficción no carece de sentido,
como ocurre con los acontecimientos de la vida, sino que es organización,
“forma” (Gestalt), al servicio de una dimensión axiológica (valores). Supone
un intento de dotar de sentido al mundo y a las acciones que en él ocurren.
El héroe nos permite distinguir entre la función de la épica y de la lírica. El
carácter egocéntrico de lo lírico, que hace del sujeto el centro de la
experiencia del sentimiento del mundo, se contrapone a la exteriorización
épica de la figura del héroe, que sólo adquiere sentido mediante la
conversión en acciones de sus estados interiores.
El yo épico se escinde así, para el juego narrativo, en un doble plano: el del
conflicto interior, que es estado angustioso respecto a su posición en el
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mundo, y la acción exterior que es igualmente un doble movimiento. El
primero, de fuera adentro desencadena el choque, y se convierte en
elemento agonístico; y el de dentro afuera, una de cuyas manifestaciones
más evidentes es la “furia”.
Planteemos un ejemplo, el de “héroe tranquilo”. El sujeto tiene unos valores
que se traducen en un estado interior respecto al mundo. Es el hombre
manso, el que desea vivir en paz porque cree que es el estado deseable, el
acorde con su naturaleza pacífica. Ocurren una serie de acontecimientos
violentos que ponen a prueba sus principios y, finalmente, ante la presión
exterior, decide superar sus propios principios y tomar las armas para
restituir el orden primero.
La violencia que ha tenido que emplear ha supuesto un elemento trágico
pues ha debido superar sus propios principios, actuar contra ellos, para
restituir un orden perdido. De forma trágica, el héroe adquiere su
dimensión ejemplar cuando comprendemos que actúa contra sí mismo
tanto como contra los otros. Este mismo esquema de acciones y estados lo
hemos podido ver en múltiples formas narrativas. En el campo
cinematográfico, en el clásico Shane (Raíces profundas), de George
Stevens, en Perros de paja, de Sam Peckimpah o en Sin perdón, de Clint
Eastwood.
En la medida en que ponemos en marcha con la lectura procesos
identificativos y proyectivos, empáticos, la funcionalidad del héroe y el
esquema de relaciones consecuentes que se articula a su alrededor se hace
manifiestamente claro. Los procesos identificativos son mecanismos
psicológicos que se encuentran en la base de la narración y que
determinan los resortes de la respuesta emocional.
Como puede apreciarse en momentos de nuestro desarrollo en que los
mecanismos narrativos cumplen su función esencial de aprendizaje, en la
infancia, el niño establece unos intensos lazos emocionales con los
personajes que configuran la narración épica. Las emociones de la épica
heroica no son las de la lírica, que no busca establecer un sentido exterior
del mundo, sino un significado del propio yo a través de la exploración del
propio sentimiento. Ambas cumplen así funciones formativas
complementarias a través de procesos empáticos distintos.
En este sentido, la épica cumple –y siempre ha cumplido– un papel social
que no compete a la lírica. Esta última se ocupa de la educación
sentimental, mientras que la primera se centra en el campo de los sistemas
de valores sociales, del orden y el desorden, para llegar de nuevo a un
estado restituido o sustituirlo por otro nuevo.
Sobre estas ideas básicas intentaremos desarrollar las consecuencias que
han tenido para nuestro desarrollo literario desde los cambios producidos
en la cultura occidental desde el siglo XVIII, momento en el que se surge
con fuerza extraordinaria la novela moderna que se convierte en el
escenario de representación de los conflictos que se irán produciendo.
2.
La juventud como momento heroico
Para que exista un héroe joven debe reconocerse primero el papel de la
juventud, concederle la posibilidad heroica. Esto, que puede parecer una
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obviedad, es sin embargo el punto clave de la transformación del
paradigma heroico de la modernidad, el traspaso generacional.
Los sistemas basados en estructuras patriarcales niegan la posibilidad de
un heroísmo juvenil (no hablemos ya infantil) porque el valor supremo que
ha de ser imitado es el de la figura paterna, sobre la que gira todo el
entramado cultural. En la medida en que la heroicidad es una propuesta
axiológica que ha de ser asumida, ésta ha de provenir de la figura
patriarcal: masculina y de edad madura.
Es en este sentido en el que la propuesta heroica prototípica es la figura
del “rey”, en la que se encarna la paternidad social. Como categoría supone
la suma de los valores que han de ser respetados y asumidos
complementariamente por los súbditos a los que se les propone e impone
como modelo. El papel de la juventud es la sumisión, el acatamiento
permanente. En este sistema no se asciende sólo con la edad. La figura del
padre no se devalúa; sencillamente, se ramifica al dividirse el tronco
familiar. El padre sigue ejerciendo siempre su autoridad sobre sus hijos. Los
descendientes tienen nuevos hijos sobre los que ejercerán ellos su propio
dominio. Así se forman los clanes y toda la organización social.
En la obra, esencial para entender el funcionamiento del sistema patriarcal
y su construcción simbólica social, Patriarca o el poder natural de los reyes,
de Robert Filmer (1588-1653), el autor justificaba la autoridad de los reyes
sobre sus súbditos señalando que no provenía de los hombres, sino de
Dios, tal como venía de la Divinidad el poder del padre sobre su
descendencia. El rey es una variante del padre divino y del humano; es el
creador de pueblos, como otros lo son de estirpes. Su autoridad es
absoluta y exige sumisión total e irracional. La obediencia ciega de
Abraham a Yahveh es la misma que todo hijo debe a su padre. Filmer, entre
sus argumentaciones, recuerda:
“La ley judicial de Moisés atribuía al padre pleno poder para
lapidar a su hijo desobediente, lo que había de hacerse en
presencia de un magistrado, que no tenía, sin embargo,
derecho a inquirí y examinar la justicia de la causa, y cuya
presencia se había ordenado para evitar que el padre, en su
furor, matase repentina o secretamente a su hijo” (Filmer,
2010: 70).
El papel de la juventud como forma heroica se puede establecer sólo
desde el momento en el que se rompe la estructura jerárquica y surge el
desafío. La literatura dará cuenta de ello como forma de mostrar esta
ruptura generacional que va más allá de lo histórico circunstancial y se
adentra en las cuestiones de las ancestrales relaciones familiares, en las
estructuras primarias. La rebelión contra el padre tiene resonancias
luciferinas en la medida en que es el primer rebelde y el primer condenado
a la expulsión. Los siguientes castigados y expulsados serán ya la pareja
mítica primordial, alejados del paraíso por su desobediencia. Salir de la
senda del padre se paga caro.
La relación jerárquica oscilante entre rebeldía y sumisión será un esquema
que contendrá el germen de una gran parte de los desarrollos dramáticos y
narrativos, que se irán intensificando con la aparición de los primeros
jóvenes rebeldes, el movimiento de los Sturmers en Alemania, la puerta al
romanticismo.
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En el prerromanticismo alemán se manifestarán ya sin ambages los
movimientos de rebeldía juvenil que presidirán todo el desarrollo posterior
de la literatura y, con ella, de las artes narrativas que absorben sus
estructuras y conflictos sociales y psicológicos. Los héroes del papel no
son más que el trasunto de los conflictos reales que se dan exteriormente.
La literatura, tal como quería Stendhal, es un espejo a lo largo de un
sendero; además del cielo y el fango del camino, nos muestra los conflictos
que en él se dan. Los generacionales son reflejados desde una óptica
juvenil cuando la “juventud” ya ha sido construida socialmente, es decir,
cuando ha sido ya categorizada y puede ser pensada. Lo mismo ocurre
con la categoría “infancia”, que ha de ser reconocida e insertada en el
discurso social. Sin un proceso de delimitación categorial y de dotación de
sentido, no puede ser utilizada como herramienta conceptual con la que
describir y explicar la “realidad”.
La interacción entre “realidad” (lo que percibimos) y “categoría” (lo que
configura y delimita lo percibido) es un movimiento continuo en el que la
introducción de lo que delimita supone su readaptación constante en
función de los conflictos que desencadena su reconocimiento. Crear una
nueva categoría, como es “juventud”, implica una redefinición de las otras
existentes, que pasan a ocupar posiciones relativas distintas.
El cuestionamiento de la autoridad que confluirá en los cambios políticos y
filosóficos modernos supondrá la entrada de la crítica entendida como
cuestionamiento de estructuras inamovibles hasta el momento. La rebeldía
y la revolución se asociarán desde ese momento con “lo joven”. Podemos
observar ese uso positivo de la categoría en este texto crítico de Heinrich
Heine referido al movimiento romántico en Alemania:
“Nuestra poesía, dijeron los señores Schlegel, es vieja,
nuestra musa es una anciana con una rueca, nuestro Amor
no es un muchachito rubio, sino un consumido enano de
cabellos grises; nuestros sentimientos son ajados, nuestra
fantasía está seca: tenemos que refrescarnos, tenemos que
buscar las enterradas fuentes de la poesía ingenua y sencilla
de la Edad Media, de la que manará el elixir de la juventud”
(Heine, 2010: 76).
Si bien Heine es irónico respecto a la “poesía romántica”, que él considera
viciada por su origen cristiano medieval, nos interesa, por un lado, la idea
de una oposición joven-viejo, que configura el enfrentamiento entre las
nuevas generaciones y las viejas, a las que se identifica con las gastadas
fuentes del neoclasicismo: y, por otro lado, la revitalización medieval de lo
heroico, de lo caballeresco, que por encima del escenario histórico,
mostrará unos procesos identificativos que el universalismo abstracto del
clasicismo no había conseguido hacer carnales ni empáticamente
asequibles a las generaciones jóvenes.
El didactismo clasicista se opone al conflictivo heroísmo romántico que se
encarna en nuevos héroes que hacen del enfrentamiento social su
escenario de batalla. Ya sea porque se han perdido las causas nobles, el
escenario que surge del romanticismo nos presentará una lucha quijotesca
entre los grandes ideales y los fracasos colectivos y personales. El éxito de
la nueva relectura del Quijote entre los románticos, especialmente los
alemanes, es precisamente la que establece la distancia entre un mundo
cada vez más mezquino y el ideal, que queda reducido a lo risible. La
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propuesta del más genuino romanticismo necesitará de la lente irónica de
los que como Heine, lograron separar ilusión de realidad, el deseo de
transformar el mundo de la imposibilidad de cambiarlo.
No puede entenderse la literatura que surge después de que los
romanticismos acabaran con los restos del Antiguo Régimen en lo político,
del Clasicismo en lo estético, y con el Racionalismo en lo filosófico, sin ser
conscientes de estas distancias. Es en estas brechas o vacíos, en esta zona
sin seguridades, donde la misión del héroe literario se hace imposible más
que como víctima, como perdedor, alguien cuyo triunfo no hace sino
confirmar los negativos diagnósticos político, estético y filosófico. La
siguiente generación se verá ensombrecida entre el spleen y el nihilismo,
entre la melancolía que el artista transmite a sus héroes y la imposibilidad
de creer en algo.
Los héroes –de Hölderlin a Hemingway, de Turgeniev a Bulgakov– pasarán
por los procesos balzaquianos de quemar sus ilusiones en el
enfrentamiento con un mundo en el que la juventud es el verdadero
cronotopo vital, un espacio-tiempo en el que ideas y sentimientos se
recogen con ilusión y se entregan desmigajados.
3.
El aprendizaje del héroe: la novela de formación
No es casual que durante el periodo que surge con el romanticismo se
desarrolle un modelo específico, frente a la novela ejemplar, que quedará
unido a él: la novela de aprendizaje o bildungsroman. En ella se muestran
los procesos por los que se ha de pasar para perder la inocencia y ganar
experiencia.
La adolescencia es vista como un periodo esencialmente formativo en el
que se descubren los límites propios y los que se nos imponen mediante la
socialización. No es sólo la experiencia amorosa, sino el proceso de
desengaño, de descubrimiento doloroso del mundo y sus reglas lo que
llevará a definir a estos héroes juveniles que luchan contra su propia visión
idealizada de lo que les rodea.
La literatura incorpora también como conocimiento del mundo, como una
experiencia literaria en la que, como una segunda naturaleza, se acumula lo
aportado por la lectura, espejo deformante e idealizado, como ocurre con
estos héroes y heroínas, lectores muchos de ellos, intoxicados
simbólicamente por libros irreales, como Emma Bovary, a cuya boca
regresara el sabor de la tinta en el momento de su muerte. Es la marca de
la maldición lectora, la que ha forjado en su juventud los sueños e ideales
que se verán pisoteados en su trayectoria vital. Los habrá que sobrevivan,
pero otros sucumbirán incapaces de arrancarse el velo del idealismo que la
literatura les ha impuesto como venda.
La herencia de la maldición lectora romántica marcará a muchos otros
más allá del romanticismo histórico para crear una casta de lectores que
utilizan su imaginación como arma. Nuevos Quijotes, prefieren los sueños
a la realidad, la fantasía al realismo, y, como Tom Sawyer, cargarán contra
los estudiantes de la escuela dominical, prefiriendo ver en ellos ejércitos
fieros a dóciles y ordenados infantes. Un mundo aburrido, carente de
ocasiones de heroicidad, puede necesitar de la imaginación como
remedio.
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Los héroes letrados se distinguirán de los de acción, aquéllos para los que
el espacio es donde se realiza su escritura vital. Sin embargo, la literatura
heroica que se centra en la juventud durante el siglo XIX tiende a buscar
los espacios interiores, las transformaciones que son llevadas a cabo por la
apertura al mundo. La adolescencia es el umbral de dos escenarios: un
mundo protector, el de la infancia, y un mundo de descubrimiento, de
aprendizaje, el que se abre con la edad adulta.
El héroe se forja en ese espacio de transición juvenil, aprendiendo las
normas sociales, viviendo los “ritos de paso”. Arnold van Gennep señaló:
“La vida individual, cualquiera que sea el tipo de sociedad,
consiste en pasar sucesivamente de una edad a otra y de una
ocupación a otra […] Es el hecho mismo de vivir el que
necesita los pasos sucesivos de una sociedad especial a otra y
de una situación social a otra; de modo que la vida individual
consiste en una sucesión de etapas cuyos finales y comienzos
forman conjuntos del mismo orden: nacimiento, pubertad
social, matrimonio, paternidad, progresión de clase,
especialización ocupacional, muerte. Y a cada uno de estos
conjuntos se vinculan ceremonias cuya finalidad es idéntica:
hacer que el individuo pase de una situación determinada a
una situación igualmente determinada” (Gennep, 2008: 15-16).
Al igual que los tránsitos de la infancia a la juventud, la heroicidad es
también un rito de paso en la medida en que son siempre pruebas las que
la determinan. Los ritos no son simples celebraciones festivas, sino que
muchos de ellos conllevan tensiones y cambios traumáticos por los que no
todos pasan de la misma manera.
4.
Los héroes como conflictos y desengaños
La variedad de héroes que surgen en la literatura con posterioridad a los
cambios románticos no son encarnaciones de valores colectivos, sino el
signo del combate de la individualidad enfrentada a las tendencias
alienantes de la sociedad, en la que se disuelven las virtudes personales en
beneficio de las normas comunes.
El cambio en la perspectiva heroica tiene que ver, esencialmente, con un
conflicto en la propia concepción de las relaciones existentes entre los
individuos y el grupo, es decir, las tensiones existentes en el seno de la
cultura. Cuando éstas se tornan problemáticas, el heroísmo deja de
consistir en la representación de los valores públicos comunes y pasa a
diferenciarse en función del grado de divergencia existente.
Con la caída del Antiguo Régimen y, con ella, la centralidad de la idea de la
Corona, el puesto oficial del heroísmo cambia. La verticalidad de su
dirección incidía sobre el cuerpo social a través del concepto de autoridad.
El elemento heroico está reservado a los que provienen de la línea del
patriarca. El descubrimiento de la nobleza del protagonista, como tópico
narrativo, escondía esa verdad profunda: no hay héroe alejado del padre.
La llegada del nacionalismo, tras la caída del concepto de “soberano”
aplicado al rey-príncipe y desplazado ahora hacia el pueblo, hace necesaria
la constitución de un nuevo tipo de personaje y heroísmo. El universo
nacionalista necesita personajes en los que se encarnen los valores
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enfrentados muchas veces con la autoridad personal representada en el
Rey. Quizá los dos casos más evidentes sean Guillermo Tell, en el que se
encarnan los valores de la identidad Suiza, tal como fueron transmitidos
por las leyendas que dieron lugar a la obra de Friedrich Schiller, y nuestro
Rodrigo Díaz de Vivar, que si bien había tenido una atención elevada
respecto a sus fuentes medievales y posteriores –Lope, Guillén de Castro o
Racine, entre otros–, será con la llegada del romanticismo cuando tenga un
desarrollo heroico a tono con la nueva sensibilidad.
El vínculo romántico nacionalista en la literatura, con influjo medieval de
Walter Scott por toda Europa, nos creará un sujeto con el que representar
los valores patrios sobre los que se constituye cada nación. Al pasar a ser
el pueblo el centro de la mitificación política identitaria, los nuevos héroes
necesitan ese contacto que permita incorporarlos al imaginario colectivo.
Las recreaciones de leyendas y cantares son una constante por toda
Europa durante un siglo en el que la idea de “nación/pueblo” se edifica
sobre las bases sentimentales que la filosofía roussoniana primero y la
romántica después, con sus relecturas esencialmente alemanas, hicieron.
Tomado como una entidad orgánica, viva, el Volkgeist se manifiesta a
través de sus hijos predilectos, los héroes y poetas, que dirigen a los
pueblos hacia su libertad, una libertad expandida sobre el modelo
revolucionario francés, por más que en otros momentos se reconvirtiera en
el conservadurismo tradicionalista que vio en el medievalismo la
encarnación de valores cristianos.
De la Revolución francesa y demás crisis del pensamiento señaladas surge
un conflicto entre los valores colectivos, fundados en la idea conjunta de
“pueblo”, tal como los nacionalismos medievalistas, que buscaron la unidad
del cristianismo –como se quejaba Heine–, y otros valores más personales,
buscando el camino de una modernidad emancipadora, individualista, que
se muestra claramente enfrentada a cualquier poder externo. Cada una de
ellas, las liberales y revolucionarias o las conservadoras y cristiana, tendrá
propuestas y formulaciones distintas.
Es esta separación entre los dos tipos de héroes, aquéllos que buscan
enlazar con unas tradiciones comunitarias –mirando hacia el pasado o al
futuro, a épocas mitificadas e inexistentes pero con fuerza de enganche
sentimental– y los que buscan recorrer el camino de la individualidad –los
enfrentados a cualquier tipo de institución porque ven en ellas formas
castradoras de la identidad personal–, en donde se da el conflicto.
Estos dos modelos de heroísmo marcarán las líneas del campo del juego
del modelo y sus combinatorias. El héroe “integrador” y el “desintegrado”,
el que busca ser seguido, y el que busca inútilmente una meta que se le
escapa en la indefinición de su propia identidad rota.
La novela, por su propia necesidad focalizadora, exige protagonistas de un
tipo o de otro. Los intentos de desenfocarla mediante el anonimato o los
grandes mosaicos, como Guerra y paz o Manhattan Transfer, crecerán entre
los siglos XVIII y XX, intentando asentar el problema de la identidad
heroica en un mundo cada vez más reducido en sus posibilidades. El héroe
es paulatinamente abandonado por las masas que buscan otro tipo de
sujetos a los que seguir.
La decepción es consustancial al héroe moderno. Tal será el caso del
Hiperión hölderlinieano, quien queriendo hacer honor a su nombre
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intentará alentar a los hombres de su tiempo hacia una libertad y grandeza
que han dejado de importarles, acomodados en las poltronas de una
sociedad comercial aburguesada. Será el triunfo de los “filisteos”, tal como
decidieron llamarlos para hacer ver que ellos, pequeños davides, seguirían
su lucha inútil pero constante. El joven Hiperión descubrirá que tras sus
sueños de una Grecia mitificada ya no queda más que un pueblo de
bandoleros sin honor sin conexión alguna con los tiempos en los que eran
posibles la grandeza y el valor. Las nuevas sociedades ya no aman la
belleza, descubrirá el joven. Solo anida en ellos la codicia y el interés de
ladrones y tenderos.
Este desengaño es parte del rito de paso de nuevo héroe, el paso de la
ensoñación heroica al desengaño personal y social. La conciencia de la
alienación personal, de las fuerzas que intentan desviar al sujeto de su
propio destino, un destino sin escribir, pero del que el sujeto muchas veces
se encuentra convencido. Su lucha es interior y exterior. Trata de definirse y
de no ser definido. La identidad personal pasa a ser el objetivo de
realización. Esta idea surge con fuerza desde el romanticismo e impregna
la conciencia del héroe:
“[…] lo que hoy llamamos identidad dependía en gran parte de
la propia posición social. Es decir, el trasfondo que explicaba
lo que las personas reconocían como importante para ellas
estaba determinado en gran parte por el lugar que ocupaban
en la sociedad y por todo tipo de papeles o actividades
inseparables de esa posición. El nacimiento de una sociedad
democrática no anula por sí mismo este fenómeno, pues las
personas aún pueden definirse por el papel social que
desempeñan. En cambio, lo que sí socava en definitiva esta
identificación derivada de la sociedad es el propio ideal de
autenticidad. Al surgir éste, por ejemplo, con Herder, me pide
que descubra mi propio y original modo de ser. Por definición,
este modo de ser no puede derivarse de la sociedad sino que
debe generarse internamente” (Taylor, 2009: 62).
El desclasamiento será, pues, un requisito de la moderna heroicidad en la
medida en que es en el seno de la sociedad donde se dan las fuerzas
centrípetas que evitan que el sujeto alcance su identidad: le alejan de sí. Es
suficientemente conocida la poderosa influencia de Herder sobre Goethe y
cómo se transfirió esa idea a sus primeros héroes, poseídos por la
necesidad de alcanzar su identidad específica, un camino de
descubrimiento en el que los conceptos de “prueba”, “obstáculos”, etc.,
pasan a ser determinantes de la configuración.
La vida heroica es descubrimiento de uno mismo, de hasta dónde se puede
llegar, como será característico también del protagonista stendahliano,
como con Julien Sorel, otro joven que ha tomado su vida como un reto, un
desafío a su destino.
La determinación, esto es, la fuerza interior, la tozudez, la obsesión incluso,
será la que marque la personalidad de los héroes. Es el consejo también
que reciben los héroes balzaquianos: el triunfo es perseverar, confiar en las
propias fuerzas y en su superioridad respecto al resto de los mortales,
como en el Rastignac aleccionado por el criminal Vautrin. La teoría del
individuo superior avanza, desde los libertinos a Nietzsche y su visión del
superhombre.
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Rotas las diferencias de la cuna por la caída del Antiguo Régimen, será el
esfuerzo lo que mantenga la lucha por el triunfo, esta vez social y
económico. La sociedad es un escenario de conflicto permanente, una
guerra abierta y constante en la que el desengaño es el final obligado. El
nuevo tipo héroe que nos trae el realismo ya no representa valores, sino su
ausencia. Los viejos principios son obstáculos en el camino de una felicidad
ilusoria que, en la famosa formulación stendahliana lleva a exclamar: ¡No es
más que esto! La “felicidad” a la que se aspira no es más que una forma de
engaño social, de ilusión, de zanahoria delante de la cara, que sirve para la
manipulación heroica desviando la atención de la verdadera y pobre
realidad.
En contraposición al romanticismo sensiblero de la felicidad casera, de los
ideales domésticos, el siglo XIX se va poblando de exiliados en la tierra, por
utilizar la expresión baudeleriana. La forma de entender la vida en la que se
produce este desgarro doloroso, llena los espacios de un nuevo tipo de
héroes con los que los autores, desengañados ellos mismos, ofrecen
mecanismos críticos de identificación a sus lectores.
La literatura deja de ser refugio y olvido y pasa a ser espacio de
convergencia de las fracturas que las nuevas relaciones sociales están
produciendo. La promesa de la felicidad incumplida, la vaciedad de la vida,
conlleva una serie de traumas que se manifiestan en las manifestaciones de
la anormalidad como fuente de heroicidad. Tal ocurre, por ejemplo, por los
personajes que Fiodor Dostoievski aportará a la literatura universal, a esos
seres del subsuelo:
“Cuando, por ejemplo, te demuestran que desciendes del
mono, ya no tienes por qué enfurruñarte; acéptalo
enhorabuena. Cuando te demuestran que una gotita de tu
propia grasa debiera ser en realidad más preciosa para ti
que cien mil de tus prójimos, y que tal demostración acaba
con todo eso que llaman virtudes, deberes y demás
fantasías y prejuicios, acéptalo sin más, porque no cabe
hacer otra cosa, ya que dos por dos es… matemática. O si no
lo crees así, trata de demostrar lo contrario” (Dostoyevski,
2000: 27)
Es difícil encontrar una manifestación anti heroica tan radical como la
formulada por el personaje de los Apuntes del subsuelo. El genio de
Dostoyevski comprendió en dónde estaban las raíces del anti heroísmo. El
contrapeso de la Ciencia dejaba fuera los sueños del idealismo. La
conceptualización de las luchas sociales como variantes de las que la
Naturaleza utiliza para su propia dinámica, para organizar la evolución
mediante el triunfo del más fuerte, tal como se entendió, es la muerte de
cualquier foco de romanticismo idealista o del idealismo mismo. Solo el
interés y el egoísmo reinan bajo cualquier disfraz.
Es importante señalar que el efecto darwinista sobre los ideales no fue
exclusivo. Ya existía anteriormente como constatación social en los
discursos sobre los mecanismos que rigen las relaciones sociales. La
existencia de una concepción salvaje de la Naturaleza más allá de la Teoría
de la Evolución se puede constatar a través del discurso libertino
dieciochesco que ya ve, como ocurre en la obra de Sade, la Naturaleza
como una gigantesca maquinaria indiferente de creación y destrucción.
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El principio destructivo y egoísta ya estaba enunciado. Estaba explícito en
la concepción de una Naturaleza indiferente con mecanismos implacables
y crueles. Fue el contrapunto a una Naturaleza benévola y solidaria que el
romanticismo orgánico impuso sobre el modelo mecánico libertino. Sus
víctimas pasan a ser títeres sociales manipulados por sus intrigas
(Chordelos de Laclos), mientras ellos alcanzan un conocimiento
descarnado de la verdadera crueldad indiferente de la vida (Sade).
Cierto romanticismo jugó indudablemente con la sensibilización que se
había heredado del sentimentalismo rousseauniano, pero esa sintonía con
la Naturaleza acaba con el descubrimiento de que el ser humano no es un
animal privilegiado, sino uno más en la encarnizada lucha por la vida, en el
despiadado escenario de lo vivo. El animal sentimental deja paso a la
bestia humana, en los términos enunciados por Emile Zola. Después de la
declaración de Dostoyevski al referirse a eso que “llaman virtudes, deberes
y demás fantasías y prejuicios”, no hay posibilidad de heroísmo más allá de
la supervivencia. De eso tratará la obra de Jack London y eso descubrirá su
alter ego, el joven Martin Eden.
5.
Mostrar u ocultar: el conflicto con el público
La deriva estética producirá una separación entre dos concepciones de lo
literario: unas indagaciones en una verdad dolorosa, por un lado, y las
travesías por una falsificación social que crea héroes y los eleva como
mecanismo de ocultación de esa misma verdad dolorosa, por otro. Se
producirán una cultura popular y posteriormente de masas que serán los
síntomas del progresivo deterioro de la función crítica que el arte
novelesco había comprometido desde el radicalismo estético que se había
planteado a finales del siglo XVIII. El arte volverá a ser ocultador de la
realidad.
La independencia que el autor había reclamado del mecenazgo como
institución protectora y financiadora para poder llegar a disponer de una
libertad creativa que le permitiera afinar la crítica social y limpiar los
caminos del arte, se ve truncada por su dependencia de las masas que,
aduladas primero, se verán después como el auténtico distorsionador de
un Arte que pretendía surgir de las entrañas misma de la Naturaleza a
través del genio, auténtico héroe contemporáneo. Se hablará de la “tiranía
del gusto” y del público como elemento condicionante, de una sociedad
adocenada que no quiere que se le revele la realidad dolorosa. Prefiere el
opio del entretenimiento y la adulación.
La utopía de unos reinos en los que el Arte triunfará, tal como se formuló
en la obra hölderliniana Hiperión, sueño infantil del reino de lo estético, se
vendrá abajo por el avance de una línea que se adentra en lo oscuro de las
ciudades y en la mugre naturalista como excrecencia de una opresiva y
explotadora sociedad urbana e industrial. Los sueños naturales se ven
desplazados por la entrada de la creciente criminalidad, resultado de las
aglomeraciones humanas.
5.1.
La criminalidad heroica
La “criminalidad” como dimensión heroica se puede construir desde el
momento en el que se supone que es el resultado de ciertas condiciones
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contra las que se rebelan. Ya sea como reacción o como acción, la
criminalidad y el criminal entrarán a formar parte de un mundo oscuro que,
lejos de ser la excepción, será el reflejo de la verdadera existencia y de las
relaciones sociales.
Eso es lo que ocurre en la síntesis de naturalismo y policíaco que supone la
construcción de la Novela Negra norteamericana. Para entender este
entrecruzamiento, basta con comparar dos novelas como Teresa Raquin,
de Emile Zola, y El cartero siempre llama dos veces, de James M. Cain,
estudios de una criminalidad que surge de la puesta en escena del animal
humano en estricta busca de sus propios fines.
La criminalidad heroica es la que encontramos en un personaje como
Ralkolnikov, en Crimen y castigo, de Fiodor Dostoyevski. El crimen
perpetrado contra la vieja usurera por el personaje protagonista es una
alternativa a la grandeza alcanzada por Napoleón Bonaparte, auténtico
trasfondo referencial de una gran parte de los héroes ambiciosos que se
ven a sí mismos como presuntos herederos del Emperador, un joven que
supo sobreponerse a su destino personal y logró tener a todo un
continente en jaque y a sus pies.
El crimen es una dimensión específica del nuevo héroe que surge de la
muerte del romántico que pasará a formar parte de leyendas, convertido
en personaje popular, pero difícilmente conectado con una realidad oscura
presente, que será indagada por la novelística de los dos siglos en los que
la novela moderna se configura. El héroe tradicional y ejemplar, positivo,
queda reservado para una literatura popular o de masas, un personaje
arquetípico y desnaturalizado.
La criminalidad formará parte de las líneas analíticas que han de ser
explicadas dentro de las articulaciones de la realidad. Ya sea como
“voluntad de poder” o como patología, el crimen sirve para mostrar las
enfermedades individuales y sociales, convirtiéndose la una en metáfora de
la otra. La individual explica la social y la social la individual. En la
dimensión simbólica de la obra de arte, una y otra son intercambiables.
El universo se ha hecho material y es la lucha de la carne contra la carne.
Es un mundo oscuro, darwinista, lleno de egoísmo en el que altruismo no
es más que un problema teórico de etólogos y genetistas. Uno de esos
escarbadores modernos del problema de mal, el Nobel inglés William
Golding, escribirá en una de sus obras maestras, Caída libre:
“Para ella mi discurso había de ser sencillo. Los dos éramos
de la misma calaña, eso es todo. Te viste forzada a
torturarme. Perdiste la libertad en alguna parte y después de
aquello me tuviste que hacer lo que me hiciste. ¿Lo
entiendes? Quizá la consecuencia fue Beatrice en el loquero,
nuestra labor solidaria, mi labor, la labor del mundo. ¿No ves
cómo nuestras imperfecciones nos obligan a torturarnos
mutuamente? ¡Por supuesto que lo ves! Los inocentes y los
malvados viven en un solo mundo… Philip Arnold es ministro
de la corona y maneja la vida con tanta facilidad como
respira. Pero nosotros no somos ni los inocentes ni los
malvados. Somos los culpables. Creemos. Nos arrastramos
sobre rodillas y manos. Gemimos y nos atormentamos unos a
otros” (Golding, 1986: 254)
Jóvenes: Ídolos mediáticos y nuevos valores
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En un escenario de estas características, el heroísmo requiere
necesariamente características muy distintas. El universo de la culpabilidad
remite directamente a las obras de corte existencial en el que la única figura
posible será la de los “jueces penitentes” desarrollados por otro fabricante
de los héroes modernos, Albert Camus, que volverá –como ya hizo Stendahl
en Rojo y negro– a cerrar una obra con la declaración de su protagonista
ente un jurado. Los discursos de Julien Sorel de Mersault explicando sus
crímenes tendrán muchos puntos en común con un siglo por medio.
En un mundo que ha pasado por los campos de concentración, el crimen
planificado, el heroísmo es necesariamente diferente. El sujeto que surge
del universo concentratario, superviviente de holocaustos, de exterminios,
solo es un resto, una posibilidad residual cuyo sacrificio apenas consigue
mover las fuerzas negativas que componen el universo y lo dotan, esta vez,
de sinsentido.
En el nihilismo, tanto en su forma trágica como en su forma lúdica
posmoderna, las acciones remiten a esa causalidad nacida del absurdo, tal
como pregonaron los existencialistas y les sirvió para modelar sus
personajes-propuestas. Con raíces fuertemente ancladas en Dostoyevski y
Nietzsche, tanto Camus como Sartre trataron de plantear nuevas formas
posibles de heroicidad en un universo absurdo, un mundo que había
aplastado cualquier posible sentido entre las dos Guerras Mundiales. A
sabiendas de que no existe redención, ni cambio posible, los héroes
existenciales –con sus divergencias en cada caso– solo pueden tratar de
mantener una conciencia plana, inocente, pre edénica, como es el caso de
Mersault, en El extranjero, o mantener una conciencia comprometida ante
el acoso de las moscas, la mala conciencia. Sartre elegirá como ejemplo de
“santidad” a San Genet, al criminal, ladrón y transgresor, con el hombre sin
mancha, sin culpa, que ha aceptado su propia situación sin tipo de
remordimiento alguno. La vida es lo dado. El compromiso será el intento
vano de dar sentido a lo que no lo tiene, el intento de apurar una libertad
entendida como el desprendimiento de toda la sobrecarga social,
producida como emanación de la propia dominación.
6.
Complejidad y dispersión
Lejos queda el héroe como encarnación de valores sociales o personales.
El tránsito de dos siglos a través de la literatura occidental –por aquella
literatura que puede ser denominada así– es el de la muerte del héroe
como propuesta y como indagación, como búsqueda, como intento
frustrado de creación de un universo de sentido.
Con el avance de la Ciencia, con su mayor capacidad explicativa, se va
reduciendo la capacidad de comprensión de sí mismo del ser humano,
perdido en sus contradicciones internas y sociales. Lo que se gana en
conocimiento científico, se pierde como caos cultural y psíquico al
aumentar la complejidad. Al universo simple, le sigue el complejo. De la
sencillez esquemática y universal de los personajes clásicos, pasamos a la
unidad irreductible. La ruptura del universo de la racionalidad y del
optimismo que fue, en gran medida, el siglo XVIII —con sus desvaríos
sentimentales incluidos—, confluye en la edad del recelo, de la sospecha,
de la mala fe, de la crueldad infinita. Los castillos medievales se ven
desplazados por los castillos kafkianos; sus personajes también.
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Los héroes del nihilismo decimonónico, los de Turgeniev en Padres e hijos y
Dimitri Rudin, la galería de Dostoyevski, el repertorio de Stendahl, los
sombríos de Joseph Conrad, serán parte de un viaje que concluirá con la
llegada de la Posmodernidad, en la que el juego vacío sustituye al drama
existencial sumiéndolo en la inconsistencia y la paradoja. El siglo XX tendrá
que vérselas con el estudiante Törless (Rober Musil) o con Harry Haller
(Herman Hesse) o con un Doktor Faustus renovado (Thomas Mann), con un
Mersault (Camus) o con un viejo que lucha desesperadamente para vencer
a una pequeña parte de la naturaleza (Hemingway), con un heroísmo de
perdedores, ignorando que el Capitán Ahab ya fracasó con una inmensa
ballena blanca a la que no pudo doblegar, y Martin Eden se hundirá en el
fondo de ese océano naturaleza en el que perder la absurda ilusión de la
identidad (Jack London).
El héroe ya no enseña. Ahora aprende –y nosotros con él– y su aprendizaje
es el advenimiento de un conocimiento fulminante, una epifanía, tal como
ocurre al Stephen Dedalus (Joyce) del Retrato del artista adolescente, Ícaro
moderno atado a la tierra.
La “novela de aprendizaje” surgió cuando el conocimiento se volvió
incierto y se hizo necesario experimentar por los senderos de la vida.
Aprendizaje es el del joven Werther; es el de Hiperión; serán los de
Rastignac (Balzac) y Sorel o Fabricio del Dongo (Stendhal); el de Bovary
(Flaubert) y el de Raskolnikov (Dostoyevski); el de Harry Haller (Hesse) y el
de Felix Krull (Mann). Joseph K, el agrimensor K, Gregorio Samsa y los
personajes de Franz Kafka indagarán en el sinsentido para tratar de
aprender inútilmente. Marcel tratara de recorrer los laberintos de la
sociedad compleja cuyas reglas cambiantes y eternas son difícilmente
comprensibles (Proust).
Pero estos héroes, que aprenden inútilmente –ya que todo conclusión es
reducción de lo complejo humano a una escala menor–, son fracasados,
porque aprender implica comprender lo modesto del esfuerzo humano, la
humildad necesaria con que la Naturaleza, la Sociedad o los propios
defectos nos sitúan a una altura verdadera y limitada. El avance científico
no se acompaña de un avance en el conocimiento de lo humano.
Conocemos el mundo, pero seguimos sin ser capaces de conocernos a
nosotros mismos, sin poder rectificarnos (Kundera).
La novela moderna es reductora del optimismo. El mundo literario ya no
acaba con un héroe triunfante, sino con el desengaño lúcido del que
aprende que nuestra propia complejidad nos resulta incomprensible.
Comprendernos se vuelve un acto imposible y del que la literatura solo
puede dar cuenta perpleja.
7.
¿El fin de un ciclo?
Pero no se acaba ahí. Muchos tenemos la sospecha del fin de un ciclo
cultural en el que han muerto las formas que se correspondían no con un
ser humano eterno, sino con una etapa histórica de indagaciones sobre
nosotros mismos. Quizá hemos estado dando cuenta de un paréntesis
histórico evolutivo, de una Modernidad que se nos ha pasado, y ahora
estamos en un universo distinto del que se ha de dar cuenta con otras
herramientas y lenguajes.
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En las últimas décadas han proliferado los análisis que anotan una
decadencia real de la gran Literatura, de que se ha llegado a una etapa en
la que esa confluencia entre creadores y público, entre la necesidad de
decir y la necesidad de escuchar, se ha ido deteriorando o, al menos,
modificando hacia otras fórmulas distintas.
Quizá hemos asistido a un ciclo de poco más de dos siglos iniciado con la
salida explosiva, romántica, crítica y revolucionaria, desde el hundimiento
de un universo aparentemente ordenado (Toulmin), en el que la
racionalidad lo único que hacía era disfrazar aquello que no lo tenía. Nos
esforzamos en ser racionales porque realmente no lo somos. La literatura
moderna ha tratado de mostrar esos entresijos humanos, indagar en los
recovecos de nuestra transformación individual y social.
El héroe se puede entender como una propuesta unitaria cuando existe un
grado de cohesión social suficiente como para poder asumirlo como tal.
No es posible proponer coherencia en una sociedad que no la encuentra en
su pensamiento o en su acción. Solo la racionalidad de la Ciencia ha
sobrevivido aparentemente dentro de un universo cuántico, en el que la
paradoja reina. Ya Thomas Carlyle escribió en 1840:
“El héroe-divinidad, el héroe-profeta, fueron productos de
tiempos pretéritos, imposibles en los que los siguieron, ya que
el progreso científico disipa la confusión de los conceptos,
porque sólo un mundo totalmente falto de ciencia permitiría a
la mente del hombre concebir la suposición de que su
semejante es dios o un ser cuya voz es divina inspiración. La
divinidad y la profecía pasaron para siempre, teniendo que
considerar al héroe con el apelativo menos ambicioso de
poeta, carácter que no perece, porque es figura heroica propia
de todas las épocas, que todas poseen, que pueden producir,
ayer como hoy, que surgirá cuando plazca a la naturaleza. Si la
naturaleza produce un alma heroica siempre podrá revestir la
forma de poeta” (Carlyle, 1967: 129).
Este desplazamiento del héroe de papel al de carne y hueso, del personaje
al poeta es el reconocimiento, por un lado, de la labor heroica del autor en
su creación, pero, por otro, es también la constatación de la muerte del
personaje como propuesta de acción. Si el poeta pasa a ser el héroe en un
mundo en el que ya no es posible el mismo papel que antaño es
precisamente porque ya no son creíbles en un mundo posquijotesco los
héroes. Ni creíbles ni posibles más que tras su desplazamiento al espacio
mítico. No son tiempos para el heroísmo, como también eran malos
tiempos para la lírica, según la célebre afirmación del último poeta que
trató de vivir y pensar una heroicidad imposible en su desencanto secular,
Hölderlin.
Efectivamente, Friedrich Hölderlin es la constatación dolorosa de la
imposibilidad del heroísmo, del doble fracaso de poeta y personaje.
Hiperión y Empédocles, el profeta, son rechazados por la sociedad de su
tiempo, simbólicamente por la de cualquier tiempo posible, porque el
mundo heroico se cerró para siempre.
Wilhelm Waiblinger, en su misma época, trató de comprender la locura de
Hölderlin, el porqué de su enloquecimiento trágico:
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“Esta admiración exclusiva por los griegos tuvo como
consecuencia inmediata la insatisfacción también respecto a la
tierra en la que había nacido, y produjo finalmente aquellas
invectivas contra la patria que encontramos en el Hiperión y
que tan escandalosas resultan a su sensibilidad.
En esta postura cada vez más hostil en la que se situó frente
al mundo, y que para él era nada menos que natural, vemos
ya los primeros motivos del triste estado que de esta manera
se anunciaba ya en la flor de su vida –en unas condiciones
que, aun no teniendo nada de estimulante para su fantasía, su
orgullo, su sed de gloria, su mundo soñado, no eran en modo
alguno desdichadas ni insoportables–, antes de haber
logrado algo excepcional, a pesar de un futuro pleno de
grandes y bellas esperanzas. Si hubiera tenido sentido del
humor, capacidad para gastar bromas y aquel feliz don de
parodiarse a sí mismo, al mundo y a las personas, habría
tenido un contrapeso a la disposición que inevitablemente le
conducía a la ruina; pero su naturaleza no estaba provista de
ello, su musa sólo sabía lamentarse y llorar, venerar y alabar o
menospreciar, pero no bromear e ironizar” (Waiblinger, 1988:
14-15).
El texto de Waiblinger es extraordinario en su diagnóstico y alcance, no
sólo del proceso mental del poeta, sino de toda una época. El lamento del
joven Waiblinger es la misma receta que los Inmortales aplicarán al suicida
Harry Haller, en El lobo estepario (Hesse), como cura de su condición
autodestructiva y evitar su suicidio. Es necesaria la ironía, la parodia, la risa
para poder salvar, en última instancia alma y cuerpo. Pero ése no es el
destino del héroe ejemplar, sino un risible caballero de triste figura,
condenado a ser motivo de ridículo ante su incapacidad para percibir la
realidad prosaica que le rodea.
Weiblinger está definiendo una parte importante de la literatura
contemporánea posterior, la que asume plenamente que no hay ya
salvación, sólo la parodia, convertida en el consuelo ante la falta de nuevas
metas capaces de salvar al alma de reírse de su imagen especular. Asumir
lo risible de la naturaleza humana y seguir adelante fue la propuesta
cervantina. También la posromántica. Ríe y continúa. Pero esa risa es el
descalabro del heroísmo condenado a ser escarnio de patanes incapaces
de comprender la grandeza.
A la locura de los quijotes se opone ahora la de los poetas; al héroe
enloquecido le sigue la locura del autor, como Hölderlin, quebrado en la
distancia que separa su genio artístico de una sociedad escindida entre la
verdad de la ciencia y la mediocridad social, incapaz ya de reconocer la
belleza y salvarse en el Arte. No hay espacio entre la genialidad quijotesca
y el prosaísmo de Sancho, que será finalmente el que triunfe, como en la
novela de Flaubert triunfa la mediocridad escandalosa de un Homais sobre
el sacrificio de una heroína imposible por su misma mediocridad. Cómo es
posible hacer belleza con tanta estupidez, se preguntará a menudo
Flaubert, cómo soportarlo.
Llamó la atención de Max Brod, el albacea testamentario y biógrafo de
Franz Kafka, y la persona que debió destruir sus manuscritos –que
afortunadamente desatendió la instrucción y los salvó–, el hecho de que
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cuando el escritor leía en voz alta a los amigos el pasaje de la detención
de Joseph K, en El proceso, se reía sin contención, de forma
desternillante.
La risa de Kafka era el mecanismo que, al contrario de lo ocurrido con
Hölderlin y señalado por Wilhelm Waiblinger, le defendía del sinsentido y
del ridículo. Las vinculaciones cervantinas de la obra de Kafka han sido
señaladas reiteradamente por una de sus máximas especialistas, Marthe
Robert.
La risa es incompatible con la vieja heroicidad y necesita convertir en
ciegos, mediante la locura, a los héroes para piadosamente privarles de
conocer el sentimiento que provocan entre los que les rodean.
La complejidad social, la ambigüedad moral de los tiempos, el descarnado
avance de la ciencia, el poder del dinero que, como Balzac señaló, pasó a
ser el verdadero rey, hacen que el héroe convencional perdure como
propuesta popular, más que como reflexión profunda. Son éstos, los de la
literatura popular y posteriormente de la de masas, que huyen de su
primera condición moderna: el aprendizaje. Su única forma de
supervivencia será negarse a aprender lo que el mundo les enseña y verse
condenados a repetir los esquemas una y otra vez como garantía de no
disolución en el caos que les rodea. Desprovistos de la posibilidad de
mejora, se repiten una y otra vez, en su propuesta a través de series en las
que se muestran “planos”, tal como definió E.M. Forster a los personajes sin
evolución o capacidad de madurar.
Los héroes modernos caminan siempre hacia su destrucción. ¿Enseñanza
final?, la de la vanidad de la vida, un mundo que les niega el saber, tal
como se revela en el drama fáustico. Tras el caballero muerto, sólo queda
su escudero a lomos de un burro, tratando de resistir la locura con la que el
mundo le tienta cada día. Solo las carcajadas, propias y ajenas, son
capaces de acallar los cantos de las sirenas.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
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Dostoyevski, F. (2000). Crimen y castigo. Alianza, Madrid.
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Gennep, A. v. (2008). Los ritos de paso. Alianza Editorial, Madrid.
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Waiblinger, W. (1988). Vida poesía y locura de Friedrich Hölderlin. Hiperión, Madrid.
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