Guerra de la galaxias Miró por la escotilla de proa, había logrado

Anuncio
Guerra de la galaxias
Miró por la escotilla de proa, había logrado detener la rotación de la
cápsula y se recuperaba de la sensación de vértigo. Arriba el cielo
se presentaba con una encendida belleza; era negro, pero
tachonado de infinitas estrellas de variadísima magnitud. Abajo
predominaba el azul mezclado con un blanco arremolinado, que se
le antojó como el trazo inconsciente de un pintor eximio en su
paleta, preparando los celestes adecuados. Hacía apenas un par de
minutos que había ingresado en la órbita con una precisión
profesional. Era una órbita polar, con desplazamiento azimutal casi
nulo respecto del sistema solar, que lo llevaría por los cielos de
todas las naciones. A pesar de las dimensiones relativamente
reducidas del habitáculo experimentó una sensación de inmensa
libertad, producto del paisaje ilimitado y la percepción de ausencia
de gravedad. Pensó que, combinada con la satisfacción que lo
inundaba a causa de la perfección del lanzamiento, constituía lo
más cercano a la felicidad que jamás hubiera conocido. Pero debía
hacer algo inmediatamente.
Se trasladó hasta la escotilla de popa; divisó la nave de carga
aproximadamente a un kilómetro de distancia. Leyó los
instrumentos y se concentró en los parámetros cinemáticos de
ambos vehículos. Mediante control remoto aproximó la nave de
carga hasta que se encontró a 110 metros. Entonces conectó el
servo para reducir la velocidad relativa y mantenerla en un valor
efectivo nulo. Oprimió simultáneamente los dos grandes botones
rojos; la emoción que experimentaba se complementó con una
sensación de alivio.
Tuvo que aclararse la voz y secarse la excesiva humedad de los
ojos antes de habilitar el audio y comunicar el primer OK rutinario al
control de Córdoba. Entre los ruidos originados en la tormenta solar
escuchó una exclamación jubilosa, absolutamente reñida con los
protocolos previamente establecidos, pero muy reconfortante.
Era el primer lanzamiento argentino de una nave tripulada. La
actividad espacial nacional se había intensificado desde el colapso
económico y político mundial de 2015. El MERCOSUR había
soportado las sucesivas crisis, lo que constituyó un hecho
importantísimo. Otras confederaciones y alianzas no habían tenido
la misma suerte. Las eternas tensiones de la región balcánica
arrastraron a Grecia, Italia, Austria, la República Checa y el sur de
Alemania a una serie de conflagraciones bastante localizadas pero
sangrientas. Los otros países de Europa Occidental no se vieron
directamente involucrados, pero rápidamente la desconfianza mutua
superó a los lazos tan trabajosamente forjados desde 1959.
Inmediatamente Francia declaró que reasumía el ejercicio pleno de
su soberanía, dejando la Unión Europea. España y Portugal
establecieron la Alianza Ibérica, los vascos españoles y franceses
se declararon independientes y conformaron un nuevo país luego
de algunas escaramuzas menores. También hubo cambios en el
este. Rusia ocupó nuevamente los países bálticos, pero perdió
Chechenia y otras regiones mayores, por un lado a causa del
exacerbamiento de los nacionalismos, pero sobre todo por la
incontenible invasión de millones de chinos a través de la frontera
sureste. Pese al descalabro internacional no hubo guerras globales.
Ello hubiera sido catastrófico, ya que el desarrollo e implementación
del sistema defensivo-ofensivo, llamado “guerra de las galaxias”,
por parte de Estados Unidos y Europa condujo a que unos pocos
países quedaran en poder de todas las partes de ese destructivo
sistema como consecuencia del colapso. Además, todavía se
conservaban arsenales nucleares importantes.
La actividad espacial del MERCOSUR se concentró en Argentina.
Se reactivó, rediseñó y reequipó la base de lanzamientos del
Chamical y se inició en Córdoba lo que muchos llamaron Proyecto
Cóndor III. Este proyectó avanzó rápidamente, gracias a que
Estados Unidos tenía demasiados problemas en Europa y Asia, y a
que debía prestar una enorme atención a la anarquía que imperaba
en México.
El lanzamiento se realizó en secreto, aprovechando la inusual
actividad solar que afectaba las comunicaciones y dificultaba el
rastreo de la misión por parte de observadores indeseados.
Leopoldo sabía que nunca regresaría si era descubierto durante los
primeros minutos. Pasado ese tiempo podría activar el dispositivo
en el que tanto se había trabajado durante los últimos tres años, y
que disminuiría enormemente el riesgo de detección de las naves.
Entonces, presumiblemente, estaría a salvo. Sonrió para sí al
meditar que después de tantas décadas de dependencia externa,
por vez primera las cosas importantes empezaban a depender de
avances científicos y tecnológicos locales. Ahora ya había
oprimidos los dos botones que activaban el dispositivo, y sentía que
él y las naves Gaucho1 y Gaucho2 estaban mucho más seguros.
Debía poner en órbita un satélite desarrollado con esfuerzo durante
más de una década. El satélite recogería una enorme cantidad de
información terrestre y espacial, la procesaría y la utilizaría para
programar y coordinar una serie de importantes actividades en los
países de la alianza sureña. Antes de enviarlo a la órbita geoestacionaria tendría que trasladarse hasta la nave de carga, donde
se hospedaba, y realizar una serie de operaciones manuales,
siguiendo un procedimiento rigurosísimo. Pero aún antes de todo
eso, debía esperar a que las naves completaran 50 revoluciones
durante las cuales se llevarían a cabo varias etapas automáticas
que las llevarían a la altura y posición necesarias.
Tiró de una perilla ubicada a media altura, sobre el panel izquierdo,
de la cápsula, debajo de un conjunto de instrumentos, y delante de
él se extendió una pequeña mesa. Abrió el bolso azul y sacó la
carpetita blanca que le preparó Mariana, su esposa; la extendió
sobre la mesita. Sacó el termo y el mate (en realidad eran una sola
pieza) y los posó suavemente sobre aquella. Se adhirieron
magnéticamente, con firmeza, pero sin impedir ser manipulados con
comodidad. Los había construido un amigo, Schiavoni, de gran
creatividad e inventiva. Comprobó entusiasmado que funcionaban
de maravilla, sin que se escapara la más mínima partícula de agua
al ambiente. Mientras disfrutaba de los mates se comió un pastelito,
era de dulce de membrillo, hecho por la tía Crista, especialmente
almibarado como a él le gustaba. Sacó de un bolsillo la carta de
Mariana y la leyó con una sonrisa en el rostro. Cuando el mate se
lavó, fue a la escotilla de estribor, que tenía una precámara con
sellos flexibles y dilatables que permitían el paso de un objeto hasta
el exterior de la nave manteniendo el recinto estanco. Sacó del
bolso azul otro invento de Schiavoni, el super-guante espacial. Se lo
puso, se trataba de un guante del largo del brazo completo, y
parecía un pedazo de traje espacial. Sacó el mate y el brazo a
través de la precámara y tiró la yerba usada al espacio oprimiendo
una especie de gatillo. Con un segundo accionamiento del gatillo
lavó el sistema, vió como el agua también se dispersaba por el
espacio. Estaba transgrediendo algunas reglas pero... ¡bueno!, al fin
de cuentas era argentino, ¿no? Además, ¿quién se iba a enterar?
Por razones de seguridad la misión sólo preveía comunicaciones
por audio, nadie podía verlo, y encontrar la yerba en el espacio iba
a ser algo bastante más que difícil. Guardó todos los elementos en
el bolso azul.
Se sentó frente a la computadora de abordo y consultó la pantalla.
Todo se desarrollaba en forma normal. Ya se habían completado
cuatro de las treinta y seis etapas automáticas, como estaba
previsto para la primera revolución. Aprovechó para hacer el test del
traje espacial. Se sacó las prendas de fajina y se lo fue poniendo
por partes. Finalmente revisó que todas juntas estuvieran ajustadas
y encendió la fuente de alimentación portátil, alojada en la cintura.
Pulsó algunos botones del teclado que llevaba en el antebrazo
izquierdo y observó con satisfacción como aparecían los caracteres
en el pequeño visor del antebrazo y en la pantalla de la
computadora de la cápsula. Finalmente activó el regulador térmico y
descomprimió el habitáculo permitiendo que su atmósfera escapara
al vacío circundante. De inmediato sintió un frío penetrante en el
tobillo derecho, casi como un pinchazo, y se apuró a presurizar la
cabina otra vez. Examinó con cuidado la zona donde había ocurrido
el problema ¡Descubrió un pequeño orificio cerca de la junta zapatopantalón! Sacó de un bolsillo una especie de botellita y un pequeño
parche gris. Frotó la boca de la botella sobre la zona a reparar y
aplicó el parche. Guardo la botellita y volvió a despresurizar; esta
vez todo anduvo bien.
Más tarde, vestido nuevamente con prendas cómodas, repasó
mentalmente las tareas que le esperaban cuando se dirigiera a la
nave de carga. Se tendió flotando en el aire de la cabina con los
ojos cerrados y fue recordando cada detalle con minuciosidad.
Apretaba involuntariamente los párpados y fruncía el ceño cada vez
que recordaba los aspectos más críticos.
De vez en cuando se acordaba del dispositivo de antidetección. Se
suponía que haría que las naves fueran invisibles a cualquier
control terrestre; se preguntó si realmente lo estaría consiguiendo.
Conjeturó que sí, al menos no había registrado ninguna señal que le
hiciera pensar lo contrario.
Antes de concluir el repaso un sonido repentino lo estremeció.
Reconoció el zumbido intermitente –indicaba solicitud de
comunicación de audio– pero le resultó sospechoso porque el
contacto con tierra no estaba previsto hasta que sus tareas en el
espacio concluyeran exitosamente. Dudó unos instantes, pero
durante esos largos segundos concluyó que era mejor responder. Si
una gran potencia lo había descubierto, la comunicación directa le
daría alguna chance de sobrevivir. Habilitó el audio en la frecuencia
indicada por la computadora.
–Aquí Leopoldo–
dijo, evitando los códigos internacionales. No quería que lo
identificaran enseguida. La falta de una respuesta inmediata le
produjo esperanzas, tal vez sólo se trataba de una falsa alarma.
Pero entonces, una débil música que parecía una muñeira gallega
comenzó a oirse, y finalmente una voz desconocida irrumpió:
–Aquí Nave Celta99 de la Alianza Ibérica. Exijo identificación
inmediata–
Leopoldo se urgió a sí mismo a buscar con rapidez la respuesta
más adecuada. Mientras lo hacía miró distraídamente por la
escotilla de babor y vio otra nave, a unos quinientos metros,
ligeramente detrás de la Gaucho1, en apariencia moviéndose a la
misma velocidad. Dirigió una de las cámaras exteriores hacia ese
punto del espacio y la observó detalladamente. Era un poco más
grande que su cápsula y tenía un escudo distintivo de colores rojo,
amarillo y verde. No detectó armamento alguno.
–Repito: Identificación inmediata requerida–
insistió la voz, con marcado acento castizo. Leopoldo permaneció
en silencio, tratando de obtener más información del equipamiento
de su indeseada compañera. Sus dedos trabajaban velozmente
sobre los comandos de la computadora principal de a bordo.
–¡Vamos cabrón! Que he dicho que exijo identificación de
inmediato, ¡Coño!–
repitió airada y nerviosamente la voz que venía desde la Celta99.
Lo tranquilizó un poco el hecho de que se tratara de una nave
ibérica. No sabía mucho de los portugueses, pero tenía la idea de
que los españoles congeniaban con los argentinos. Se animó:
–Aquí Gaucho1 del MERCOSUR, más bien de Argentina...–
La respuesta le permitió relajarse otro poco:
–Bueno hombre, ¡que ya era hora de que me hablaras! ¡Me estabas
poniendo nervioso! Mira, que nomás salir al espacio y toparme a un
palmo de la mano, casi en mis propias narices, con dos naves ¡sin
identificación! ¡¡Le pone de punta los pelos a cualquiera!! Y encima
tú que no me respondías...
Bueno, en fin, pero dime, ¿qué andas haciendo por aquí?–
–Estamos probando la nave, este es nuestro primer vuelo
tripulado–
–Pero lo habéis hecho con gran sigilo ¿Eh? No sabíamos ni jota
que andabais por aquí arriba–
–Pensamos que a los yanquis no les gustaría mucho...–
–Bueno, me temo que ahora se podrían enterar. Mira que ya he
dado parte de las dos navecitas, y a decir verdad, nuestra
conversación se transmite en directo a la base de La Coruña; lo
siento chaval–
Charlaron un rato de bueyes perdidos. Empezaron a sentirse
camaradas, solos en el espacio y unidos por el frío ambiente que
los rodeaba. Incluso un poco parientes: llevaban el mismo apellido
aunque el del español tenía un agregado. El gallego se llamaba
Juan Alfonso Rodríguez y Miño.
Al fin se produjo un largo silencio. Leopoldo supuso que su
interlocutor estaba siendo requerido desde tierra. Por su parte,
sabiéndose observado, prefirió evitar todo contacto con Córdoba. Al
cabo de unos cinco minutos irrumpió otra vez la voz castellana:
–Oye, no se como hacértelo saber, pero te tengo muy malas
noticias–
–¿Muy Malas? ¿Qué querés decir?–
–Te lo diré, pero no me guardes rencor, yo no tengo nada que ver,
se trata de una decisión de la Alianza–
–Bueno, no des tantas vueltas, decime que pasa!–
–Hay una orden impartida desde el más alto nivel. Tus naves serán
destruídas–
–¿Destruídas? ¡Carajo! ¡Pero si no tenés ni una honda! ¿Con qué
me vas a destruir?–
–Yo no chaval, la Alianza maneja una parte del armamento que
Europa creó para la guerra de las galaxias... Te la van a dar desde
abajo... Sería mejor que hagas tus oraciones–
–¡No! ¡Paralos, deciles cualquier cosa, pero paralos!–
–Lo siento, pero verás, está fuera de mi alcance. Seguramente ya
habrán empezado la acción. Es bastante complicado ¿sabes?
Primero mandan un rayo láser debilucho, originado en un equipo
terrestre. Éste se refleja en unos cuantos espejos y pasa por varios
amplificadores y dispositivos de enfoque. Todo esto ocurre en el
espacio, finalmente incide en la estación de potencia, como a
seiscientos kilómetros por encima de nuestras cabezas. De allí
emergerá el diabólico haz que te evaporará... recuerda que lo siento
de veras. Estimo que ocurrirá dentro del próximo minuto–
Se hizo una pausa densa, Leopoldo trató de descubrir el brillo
asesino que lo cocinaría desde arriba. Pasó el minuto, pasaron dos,
tres... No vio nada en la escotilla superior, pero a través de la
inferior notó un fuerte destello localizado en la zona geográfica
ubicada entre Francia y España.
–¡Mierda!– exclamó el español.
–¿Qué pasó?–
–¡El chute salíó desviado! ¡Siguió de largo para abajo y le dimos a
la Central Nuclear de Bilbao; ¡la explosión se propagó a otras
usinas y tal parece que nos hemos cargado a todos los Vascos!
...Bueno, digamos que en cierto modo se lo merecían...–
–¡Pero qué bestias! ¿Cómo me pueden haber errado por tanto?–
–Bueno, por tanto... no. Mira que Bilbao está ... estaba digo, justo
debajo nuestro. La puntería es bastante buena porque la Celta99
les sirve de referencia. Así que no te alegres, que ya deben estar
cargando la estación de potencia de nuevo–
Leopoldo aumentó el ancho de banda de recepción procurando
escuchar, y de ser posible interferir, la comunicación entre la
Celta99 y la base de La Coruña. Recibió un cocoliche casi
indescifrable, mezcla de transmisiones en francés, ruso, japonés,
inglés, etc.. Febrilmente modificó el ancho de banda en una y otra
dirección hasta que empezó a surgir con cierta nitidez una
conversación en castellano. La interrumpió un ruido eléctrico
isoportable, inmediatamente seguido por una intensísima luz que lo
envolvió y se expandió por el espacio. Esta vez Leopoldo la vió.
Tanto la vió que durante diez minutos perdió la visión casi por
completo.
Los ibéricos le habían dado a la nave, pero no a la de Leopoldo sino
a la de Juan Alfonso.
Mucho antes de recuperar la visión, recuperó el audio. Se oía un
griterío conformado por “hurras” y “bravos”, acompañado de
cerrados aplausos, dentro del cual se distinguió claramente un:
–¡Ahora sí que le dimos al cabrón! ¿Eh, Juan?–
Leopoldo cerró el audio.
–...Estos gallegos... ¡Pobre Rodríguez y Miña!– dijo una vez que se
hubo recuperado un poco. Y Mientras valoraba la inmensa suerte
que había tenido, se dispuso a disfrutar de otros buenos mates.
30/04/2001
Descargar