Dicen que se hizo famoso Revista No. 29 Ahí por el lado del Castillo sí que llovía en puta. El día que llegué estaba cayendo un pencazo de agua que no tiene idea de cómo era, hasta parecía que iban a llover tortugas. Me apié de la lancha de Harry Chuí, un chino que hacía la travesía hasta la barra del Colorado y a toda carrera me metí de bajo del alero de la casa de la Rosa Ortiz. El raudal tronaba debajo de los tambos y, desde la loma del castillo bajaban grandes correntadas lodosas que caían sobre el río. Más alla en el Morro estaba la montaña espesa. Hombre, llegue al Castillo porque tenía días de andar con una idea metida en la cabeza. Yo sabía que por esos lados abundaban los chanchos de monte. Eran tantos que la gente, más alla de doscientas varas de la ultima casa, no sembraba nada porque los jodidos chanchos, cuando menos se pensaba llegaban y desbarataban los cultivos. El mismo día que llegué, después de saludar a unos amigos, me cruce al otro lado del río y caminé en dirección al caño de la Juana. Solamente lleve unas pocas provisiones y unas mazorcas de maíz, como dos quintales mas o menos. Puesto en el punto, construí una mediagua de palmas, vara en tierra. Yo ya tenía mi pensado. Desgrane las mazorcas y sembré el maíz. Al rededor construí un cerco robado como de cincuenta varas de lado. Mientras nacía el maíz, entretuve trenzando unos mecates de cáscara de majagua y después los ensebé con manteca de culebra. Como les decía, yo ya tenía mi pensado. Se que los chanchos son afrechos para olfatear milpas, por eso sembré el maíz, para que llegaran. Una mañana, recién acababa de llegar de la quebrada con un calabazo de agua cuando voy sintiendo la gran tufalera de zahíno. ¡Jueputa ya vienen! –me dije-. Volé el calabazo en cualquier lugar y me fui aun escondite que ya tenía preparado, pegado a la puerta de la cerca, sobre una gran rama de nancitón. Amigo, voy viendo entrar la gran manada de chanchos de monte. Uno por uno iban entrando al corral atraídos por la milpa. Quinientos cincuenta conté. Si hasta que se empujaban unos contra otros. Se volaban trascazos y cuillaban a cual más. Pero cual no ha sido mi susto cuando voy viendo que detrás de la manada venía un enorme tigre. Lo que pasa es que detrás de las manadas de chanchos de monte siempre camina un tigre, buscando como cazar al que se vaya quedando rezagado para comérselo. Por suerte llevaba el mecate que trence y cuando va pasando el tigre por debajo de donde yo estaba se lo deje caer sobre el pescuezo. Lo lacé. Hasta que pagaba brincos y bramidos el jodido animal, pero estaba bien cogido. Me baje del palo y les cerré la puerta. Ahí quedaron los chanchos, entrampados, y el tigre amarrado, ya eran míos. Amigo, no me va a creer, pero fíjese que con el maizal que sembré engorde los chanchos. Se pusieron que eran una bola de tan gordos. Hasta que enrollaban la cola. Les daba comida cinco veces al día. Al cabo de tres meses los tenía cebados y mansos. Al tigre lo amansé también. Después hasta comía de mi mano los pedazos de chancho que le daba. Se volvió bien obediente y para todo me hacía caso. Un día de tantos me puse a amarrarlos en grupos de veinticinco cada uno, abrí la puerta, me enganche en el tigre y empecé a arriarlos por rumbo a la montaña, buscando San Carlos. Como a los tres días llegue. Hasta dejamos un callejón como de cincuenta varas de ancho entre la montaña. Ni un chancho se perdió. Vendí lo que pude y el resto lo embarque para Granada. Ahí volaron los chanchos y hasta el tigre, se lo vendí a un circo. Dicen que se hizo famoso.