He aquí un breve cuento acerca de tres amigas y todo lo que sabían. Sirve para ilustrar, de forma muy simple y lúdica, por qué el contenido preciso de la información que asumimos que todos los involucrados en una determinada situación manejan, es crucial para entender la forma como se resuelven ciertos tipos de problemas y situaciones de conflicto. La moraleja es justamente apreciar el valor que tiene el concepto de ‘conocimiento común’ (common knowledge). El cuento sirve también como juego de ingenio (un casse-tête en francés; a puzzle en inglés), pero como esta versión (de mi exclusiva autoría) es para adultos, he anexado al final la versión infantil, universalmente conocida como ‘los sabios de sombreros rojos’. Lo que inicialmente consistió en un ejercicio de lógica, derivó en el camino hacia un simple ejercicio literario además. La Fábula de las tres amigas y ‘eso que todas sabíamos’ Había una vez tres mujeres muy amigas. Se veían muy seguido, y se contaban casi todo. Todas estaban felizmente casadas, y todas eran muy inteligentes y prácticas. Ninguna de ellas habría tenido problema alguno en un argumento silogístico teniendo a Bertrand Russell como contendor, a pesar de que ninguna había leído ni a Aristóteles ni a Russell. Pero sin duda, eran muy sagaces. Y más allá de esto, nada particularmente conspicuo asomaba detrás de sus normales existencias, ni como grupo, ni como individuos. Salvo por algunas prácticas que serían probablemente consideradas como bizarras por ciertos estamentos de la sociedad. Ninguna de estas prácticas fue deliberadamente planeada, salvo una. Se trataba más bien de ciertos usos y luego costumbres, que finalmente devinieron en instituciones. Así, aparte de juntarse todas las noches a tomarse un traguito, si alguna de ellas se había liado amorosamente con el marido de otra, se lo hacía saber, con lujo de detalles, a la tercera. Pero jamás, en ningún caso, hubo intercambio de confidencias desde victimarias hacia víctimas, aunque sí, y siempre, desde victimarias hacia la amiga no implicada en el affair. Y también estas mujeres osaban —banalmente— engañar a sus maridos con los maridos de sus amigas todo el tiempo. Había más, pero ello ya no pertenecía al universo de las costumbres, si no más bien a cierto grupo de reglas o normas que sólo entre aquellos en los que la amistad se ha forjado desde la infancia o adolescencia, son capaces de perpetuarse en el tiempo. Las amigas se habían prometido alguna vez, en la tierna edad, que si alguna de ellas hubiese sabido de alguna infelidad de su marido en cualquier tiempo pasado, se lo haría saber a sus 1 otras dos amigas a la primera oportunidad que tuviera. Y el momento propicio para ello era la salida de amigas, que tenía frecuencia nocturna. No es estrictamente necesario precisar el tipo de hipérboles o el carácter de las invectivas dirigidas contra su respectivo marido de haberle ocurrido a alguna algo semejante. Pero convengamos que, aparte de poder imaginarse en qué consistirían, no habrían sido en ningún caso favorables para el implicado. Por el contrario, cada vez que salían de noche sin sus hombres, aparte de contarse ‘casi todo’, y mientras no hubiesen sabido de ninguna infelidad de sus respectivos maridos en el intermedio que separaba cada reunión vespertina, fueron adquiriendo estas mujeres la peculiar constumbre de loar de forma extremadamente exagerada, y por turnos, a sus respectivos maridos. Pasó un buen tiempo, a lo largo del cual, a pesar de haberse engañado unas a otras varias veces, ninguna sospechaba de la infelidad de su respectivo marido. Cada vez que se reunían en las tardes se largaban hermosos y cada vez más novedosos discursos para honrar a sus respectivos hombres. Pero llegó un buen día, o mejor dicho, una buena noche, en la que salieron al campo con sus maridos y una ‘conocida’ que no era tan amiga de ninguna de estas tres amigas. Al menos no tan amiga como lo eran las tres amigas entre sí. Esta ‘conocida’ era bastante rara. Era considerada sabia y, si se puede decir de algún modo, ‘santa’. Célibe y casta, jamás había, ni habría tocado hombre alguno ni por accidente. Lo de ‘santa’ se lo decían un poco con maldad, un poco para complacerla, puesto que era extremadamente religiosa y, aunque no pertenecía a ninguna orden ni movimiento, era sincera en su opción. También la llamaban ‘la Tía’, a sus espaldas. Así, pasaron todos, hombres y mujeres, y la soltera, una entretenida velada en la casa de campo. Llovía y había una chimenea prendida. Se conversó hasta altas horas de la madrugada. Luego se fueron a acostar. Al día siguiente todas las mujeres se fueron por el día al pueblo vecino, un hecho que había sido oficialmente declarado por las mujeres, y abnegablemente admitido por los hombres, como otra más de las famosas salidas de amigas. Fue entonces, hacia el final de la tarde, justo cuando despuntaba tenue el Lucero en un firmamento aciago pero límpido, y luego de varias tandas de cervezas (de las que la ‘conocida’ participó sólo tomando latas de Coca Light), que la ‘conocida’ dejó caer desde ninguna parte la frase ‘uno de sus maridos ha sido 2 infiel’. Por un instante corto —porque como dije, estas mujeres eran muy habilosas— las amigas guardaron silencio y se dirigieron miradas rápidas pero agudas como flechas unas a otras. Luego estuvieron tentadas de reírse, lo que se notó por las tenues contorsiones nerviosas que dibujaron con sus labios por acto reflejo, y que se desvanecieron sin embargo en un cuarto de segundo. Incluso pensaron hacerle un pape por chistosita como último ardid. Pero nada de eso hubo. La ‘conocida’ había proferido la sentencia con serenidad, incluso con cierta solemnidad. Las amigas se resignaron a bajar las cabezas, mirarse de soslayo, guardar silencio, y tomarse el resto de la última cerveza con amargura. Después volvieron a la casa de campo a dormir, no sin antes fijar la próxima salida para la noche siguiente. A la noche siguiente se juntaron como siempre y cada una dirigió el más hermoso discurso de los que hasta ése momento habían hecho en público. Luego, sin más, se fue cada una a acostar a su casa. A la segunda noche luego del incidente (y la tercera contando éste), tal como lo habían hecho por tanto tiempo, se juntaron las tres a comer hacia el final de la tarde. Todas fueron puntuales, y llegaron al mismo tiempo. En silencio, cabizbajas y desganadas, sin mayor resistencia, fueron desprendiéndose de sus carteras, chaquetas y celulares, desmantelando de a poco ésa escultura de nuestros tiempos. Los movimientos eran suaves y contínuos, pero lentos. Al desenrollarse la bufanda de sus delgados cuellos, justo al momento que al tomarlas por un extremo se deslizaba el extremo que aún se ceñía al cuello, inclinaban levemente sus cabezas hacia adelante, lo que las hacía parecer por un momento estatuas de mujeres compasivas condenadas a la soga. Ciertamente no querían abrirse paso en el tiempo, pero no había opción. Fue cuando todas se habían depuesto de sus cosas que se sentaron al mismo tiempo a la mesa, levantaron lentamente el mentón y se miraron a la cara. Fue en ése preciso momento, sin preludios, que las tres, simultáneamente, se largaron llorosas y rasgando vestiduras a denostar y maldecir a sus respectivos maridos amargamente. No sabemos, sin embargo, si volvieron a ser tan amigas como antes. Eso, la fábula no lo cuenta. Moraleja: Precisamente qué es lo que todos (todas) sabemos (aquello que es de conocimiento común) hace una diferencia no menor. Por estética literaria, lo dejé en tres amigas. Pero funciona con cualquier número. Tal vez ‘siete’ sería otro buen número, y el efecto sería más bonito, porque pasarían exactamente 3 seis noches sin que nada pase, y luego una séptima en la que todas se largarían a llorar y denostar. Aquí va el razonamiento para entender lo que pasó con las tres amigas. Primero hay que entender que esta moraleja funciona por el hecho fundamental de que las tres mujeres son inteligentes y capaces de razonar usando la lógica. ¿Por qué? Veamos. Nosotros sabemos que las tres habían sido engañadas en el pasado, pero eso ninguna de las amigas lo sabía, por supuesto, porque cada una de ellas no tenía hasta el incidente prueba alguna contra su marido. El razonamiento de cada una de ellas, luego del incidente con la ‘Tía’, y antes de la primera salida después del incidente, es el siguiente. Primero, es importante reconocer que exactamente las tres razonarían de la misma forma. Ello porque las tres son igualmente inteligentes y racionales, y porque saben exactamente lo mismo: (i) cada una sabe que las otras dos ha sido engañada (sea porque ella misma tuvo un lío amoroso con uno o ambos maridos, o porque cada una de ellas le habría contado de sus affairs con el marido de la tercera de haber sucedido algo semejante); (ii) cada una sabe que hay un marido infiel, gracias a la sentencia de la ‘Tía’, pero ninguna conoce la identidad de ése marido infiel. Notar además que todas saben que cada una de las otras no sabe de las infelidades de su respectivo marido. Da lo mismo entonces a quién escogemos para hacer el razonamiento. Sin embargo, para facilitar la comprehensión de lectura, pongámosle nombres a los personajes: Elsa, Azucena y Kate. Veamos ahora cómo razona Elsa. Veamos cuán lejos llego asumiendo que mi marido es fiel (Elsa es pilla, y sabe hacer las demostraciones por contradicción). Bueno, si mi marido es fiel, entonces tanto Azucena como Kate lo saben. Así, lo que cualquiera de ellas está pensando es descartarme a mí como mujer engañada y a mi marido como marido infiel, y en sólo considerar el problema como uno en que o su marido es infiel, o lo es el marido de la otra. Pero si Azucena, por ejemplo, asume por cierto que su marido es fiel, y al mismo tiempo, como hemos supuesto, mi marido lo es, entonces no queda otra que Azucena espere (y así mismo espero yo), que Kate se largue a llorar amargamente de immediato, puesto que de ser fiel tanto el marido de Elsa como el mío (conjetura Azucena), Kate sabría que lo son, y no quedaría otra alternativa que aquella que implica que el suyo ha sido infiel (o el infiel). Esto que pensaría Azucena, sería idéntico a lo que pensaría Kate por su cuenta, de ser cierto que mi marido es fiel (conjetura Elsa). Todas piensan exactamente lo mismo. Pero al verificar que ninguna se larga a llorar y denostar a su marido al momento de la sentencia, cada una ha probado que el supuesto 4 inicial es falso (unlucky in your conjecture Madam; not quite so my Lady, but far otherwise). Las tres descubren que sus respectivos maridos han sido infieles. Este juego se puede extender a cualquier número de amigas (de hecho, el ejemplo sobre el cual me basé para escribir esta fábula, supone la existencia de un pequeño villorio con 100 hombres y sus respectivas mujeres). También se puede extender el número de mujeres infieles en la declaración de la ‘conocida’. Por ejemplo, si hay N amigas y la ‘conocida’ declara que hay k mujeres infieles, entonces sabemos que hasta la (k-1)-ésima noche después del incidente todos van a discursear en favor de sus maridos, pero que en la noche k-ésima todas van a denostar a sus maridos públicamente. Argumento inductivo para más de tres amigas Consideremos el caso de cuatro amigas. Sigue siendo cierto que todas ellas razonarían de la misma forma, y se dirían a sí mismas: bueno, si mi marido fuese realmente fiel, las otras tres lo sabrían, y por ende no considerarían mi caso para resolver un asunto que sólo les incumbe a ellas. En ése caso, se enfrentarían a un problema como el de las tres amigas, el resultado del cual yo ya conozco. Si fuera cierto que mi marido es fiel, conjeturaría cualquiera de ellas, entonces espero que a la primera salida se larguen a llorar las otras tres, mientras que yo me dedico a hablar maravillas de mi marido (porque aún no cuento con prueba alguna contra él). Pero por supuesto ello no ocurre, puesto que las cuatro están en la misma situación: las cuatro esperan que las otras tres lloren, y las cuatro discursean en favor de sus respectivos maridos. A la noche siguiente (cuatro noches en total contando la del incidente), cada una con un prueba en la mano, se largan a llorar las cuatro. So on and so forth. Juego de ingenio para infantes: el enigma de los sombreros rojos Un día el rey decidió asesorarse mejor para saber cómo hacerlo para no tener que pedirle prestado al rey del pueblo del lado. No sabía por qué al final de cada año los impuestos no alcanzaban para pagar sus gastos y los de su mujer, la reina. Sus pajes le aconsejaron preguntarle a los hombres sabios del pueblo, que eran tres. Estos señores era viejos y tenían barbas largas y blancas, como el Tata Dios de Miguel Angel. El rey consideró el punto, pero le pareció un poco complicado entender lo que le iban a aconsejar tres sabios al mismo tiempo. El rey temía que ni siquiera lo que le dijera uno de ellos podría comprenderlo. Decidió entonces que iba preguntarle a uno solo. 5 Sin embargo, esta decisión lo dejó con el problema de cuál de los sabios elegir, y cómo (cuando era príncipe había aprendido de su padre que un rey debía tratar de ser justo). No conocía el alcance de la sabiduría de ninguno. ¿Cómo saber cuál de los tres era el más sabio?, se preguntaba el rey. Los sabios supieron que el rey estaba complicado tomando decisiones y le sugirieron ellos mismos que los echara a competir resolviendo un antiguo juego de ingenio, para sabios, muy difícil de resolver. Le impusieron una condición sin embargo: que se comprometiera a contratar al primero que resolviera el enigma. Al rey le pareció bien, y le pareció extraño que le exigieran algo que él mismo tenía contemplado hacer (como ven, al rey no le crujía mucho). Luego se empeñó en implementar el juego sugerido por los sabios (he aquí el juego finalmente): Primero les vendó los ojos. Luego les ofreció asiento alrededor de una mesa redonda, en una sala sin espejos ni ventanas, y a cada uno les puso un sombrero grande sobre sus cabezas. Los tres sombreros eran rojos. Luego les explicó: les he puesto a cada uno un sombrero en la cabeza, el que no deben retirar de sus cabezas por ningún motivo. Por supuesto verán enfrente de ustedes los sombreros de sus colegas, pero de ningún modo el que cada uno de ustedes tiene puesto sobre la cabeza. Hay dos posibilidades: o todos los sombreros son rojos, o sólo dos de ellos es rojo y el tercero es blanco. Iré preguntándoles por tandas qué color tiene el sombrero que tienen puesto sobre la cabeza. Si nadie responde en un tiempo prudente, seguiré a la tanda siguiente. El primero que me responda correctamente, será aquél que me aconsejará en mi difícil problema. Luego procedió el rey a retirarles las vendas de los ojos a cada uno, al mismo tiempo (asistido por supuesto por dos pajes). El rey entonces comenzó la primera tanda, preguntando si es que acaso alguno sabía de qué color era el sombrero que tenía puesto. Todos los sabios guardaron silencio. A la segunda tanda, los tres, en sintonía, clamaron: rojo! El rey tuvo que contratar a los tres. ¿Qué le aconsejaron los reyes? Eso, la fábula no lo cuenta. Fait accompli. 6 Referencias On ‘common knowledge’, in Chapter 2 of ‘Game Theory: Analysis of Conflict’, by Nobel Prize in Economics, Roger B. Myerson. Un tratamiento formal del juego de los sabios (The puzzle of the Hats) y su extensión para cualquier número de sabios, se encuentra en ‘A Course in Game Theory’, Chapter 5: ‘A model of Knowledge’ (página 71), de Ariel Rubinstein y Martin Osborne. 7