Indultos y gallinas - Jueces para la Democracia

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Indultos y gallinas
EL MUNDO 13.02.2013
TRIBUNA: FILOSOFÍA JURÍDICA
En el año 2008, los resultados de un estudio de la Universidad de Harvard confirmaron
la tesis (propuesta en 1868 por Thomas Henry Huxley, tras el descubrimiento, de un
fósil al que se dio el nombre de Archæopteryx Lithográphica) que sostenía que
nuestras domésticas gallinas -como todas las demás aves- son las herederas
evolucionadas de aquellos primitivos grandes saurios. Sobrevivieron porque fueron
capaces de adaptarse a los sucesivos y a menudo hostiles cambios ambientales.
También ha sabido hacerlo el indulto, fósil de los tiempos predemocráticos que -al
igual que la Monarquía absoluta con la que tan vinculado está históricamente- ha ido
acomodándose a la evolución de los modos de organizar la convivencia política.
En efecto, el monarca omnipotente del Antiguo Régimen acumulaba en su mano la
totalidad de los poderes que constituyen el contenido de la Soberanía. Podía legislar a
su arbitrio, y nadie podía pedirle cuentas, porque el príncipe no estaba vinculado a las
leyes que él podía hacer y deshacer a su antojo. Muchos siglos después, en el
anacrónico párrafo segundo del artículo 47 de los Estatutos de FET y de las JONS,
todavía se afirmaba sin ambages: «El Jefe responde [sólo] ante Dios y ante la
Historia…».
La ejecución pública de las penas, sobre todo de las más atroces, hacía evidente -en
palabras de Foucault- «… la disimetría entre el súbdito que ha osado violar la ley, y el
soberano omnipotente que ejerce su fuerza» sobre él. La clemencia cumplía una
función complementaria. El poder exorbitante se demuestra cuando se ejercita y
también cuando se renuncia a ejercitarlo; con un valor añadido: funciona como un
eficaz medio de propaganda del príncipe; aumenta el número de sus devotos. La
prerrogativa de gracia resulta de este modo muy rentable. Como las gallinas, también
pone huevos.
Tal vez por eso, al sobrevenir las formas democráticas de gobierno, la clemencia pasó a
manos de sus sucesores evolucionados, sea el monarca parlamentario sea el
presidente de la República o el del Gobierno. En España, a los constituyentes de 1812
no se les pasó por la mente eliminar el derecho de gracia ni privar de él al deseado
monarca constitucional. No todos participaron de estas ideas. Dos diputados
desafinaron del coro mayoritario. Agustín de Argüelles y Álvarez González comprendió
lúcidamente que el tratamiento de la prerrogativa regia de la gracia estaba
inevitablemente vinculado a los males de la Justicia penal patria. Compartió sus ideas
Vicente Tomás Traver, el cual planteó inteligentemente este dilema: «O la ley es
necesaria, y en este caso no debe prescindirse de ella, o no, y entonces debe
derogarse». Ponía el dedo en la llaga. El indulto no deja de ser, en definitiva, el
remiendo de un descosido legal, que termina siendo un incentivo de la indolencia del
Poder Legislativo. Ninguno de ambos tuvo el menor éxito. El horno no estaba para
bollos.
Los constituyentes de la Gloriosa mantuvieron el poder regio de «…indultar a los
delincuentes con arreglo a las leyes», pero lo limitaron doblemente, porque exigieron
que el indulto de los ministros condenados por el Senado fuese instado por uno de los
cuerpos colegisladores; y que la concesión de amnistías e indultos generales por el rey
hubiera de ser autorizada por una ley especial.
Al tramitarse la que luego sería la Ley Provisional estableciendo reglas para el ejercicio
de la gracia de indulto [particular], de 18 de junio de 1870, el debate se enturbió
porque un sector de las Cortes se resistía a desgajar la clemencia del núcleo de las
prerrogativas del rey; aún menos estando «el trono vacante».
Finalmente, el indulto particular quedó como una potestad arbitraria (graciosa) del
Estado, sin más límites que los derivados de la necesidad de contar con el perdón del
ofendido y de motivar la razón de su dispensa; requisito, este último, que respondía al
entendimiento de que quien ejerce un poder exorbitante ha de dar razón atendible de
su ejercicio.
El artículo 102 de la Constitución de 1931 dio un giro radical al tratamiento de la
clemencia: «Las amnistías sólo podrán ser acordadas por el Parlamento. No se
concederán indultos generales. El Tribunal Supremo otorgará los individuales a
propuesta del sentenciador, del Fiscal, de la Junta de Prisiones o a petición de parte. En
los delitos de extrema gravedad podrá indultar el presidente de la República, previo
informe del Tribunal Supremo y a propuesta del Gobierno responsable».
Tras el franquismo, a los padres de la Constitución no pareció preocuparles demasiado
este tema. El debate sobre la gracia, sencillamente, no existió. Al Rey correspondería
ejercer el derecho de gracia con arreglo a la ley, que no podrá autorizar indultos
generales; pero, como los actos del Rey habían de ser refrendados por el presidente
del Gobierno y, en su caso, por los ministros competentes, el ejercicio de esa
prerrogativa regia quedaba a la postre, en la práctica, en manos del Poder Ejecutivo.
Diez años después, las Cortes volvieron a ocuparse del indulto con ocasión de una
reforma de la Ley de 1870, justificada por la necesidad de agilizar la tramitación de las
cada vez más numerosas solicitudes de indulto «de equidad». Lo esperable hubiera
sido reformar a fondo unas leyes penales cuya aplicación estricta estaba provocando
situaciones inicuas que se trataba de paliar mediante un incesante aluvión de
peticiones judiciales. Se optó por aligerar la tramitación. Pero la reforma fue mucho
más allá.
El artículo 30, que, en su versión original disponía: «La concesión de indultos,
cualquiera que sea su clase, se hará en Decreto motivado y acordado en Consejo de
Ministros, que se insertará en la Gaceta…», quedó redactado así por la Ley 1/1988, de
14 de enero: «La concesión de los indultos, cualquiera que sea su clase, se hará en Real
Decreto que se insertará en el Boletín Oficial del Estado». La omisión de la exigencia de
motivación privaba del único mecanismo de prevención contra el riesgo de ejercicio
arbitrario, por el Poder Ejecutivo, de una prerrogativa de la que no era titular
originario, dándole la oportunidad de servirse de ella a su conveniencia, y sin tener que
invocar explícitas razones de equidad o de utilidad pública.
En su Informe de 11 de diciembre del 2012, la Sala Segunda del Tribunal Supremo
enfatiza la necesidad de que los indultos expliquen suficientemente la razón de su
concesión porque la decisión del Poder Ejecutivo «tiene que estar extramuros de toda
arbitrariedad».
Durante la andadura parlamentaria de la Ley de 1988, Bravo Laguna, diputado del
Partido Liberal, llegó a cuestionar la constitucionalidad del sistema vigente, que dejaba
en definitiva en manos del Gobierno la decisión última sobre el indulto. A su juicio,
esto afectaba al criterio de estricta división de poderes, establecido en la Constitución,
ya que implicaba la posibilidad de dejar sin efecto una sentencia de los tribunales. Sus
palabras cayeron en el vacío. Desde el Grupo Socialista se contestó displicentemente
que no era el «momento de discutir sobre la naturaleza del indulto». Y así pasaron los
años. Hasta que se revolvieron las aguas cuando, en abril de 2010, se presentó una
querella por supuesto delito de prevaricación administrativa contra el presidente
Zapatero y el ministro de Justicia Caamaño, tras ser indultadas tres personas
condenadas por el delito de acusación falsa.
En el indulto se leía en la querella, no sólo se conmutaban las penas privativas de
libertad por la de multa, sino que se dejaban sin efecto «cualesquiera otras
consecuencias jurídicas o efectos derivados de la sentencia, incluido cualquier
impedimento para ejercer la actividad bancaria». Se trataba de que esos indultados
pudieran eludir los efectos negativos de la condena en las posibilidades de
reincorporación del condenado a la actividad bancaria. El Ministerio Fiscal interesó el
archivo de la querella interpuesta, dado que, en su opinión, los hechos no eran
constitutivos de delito; y así lo dispuso el auto de 9 de octubre del 2012, de la Sala
Segunda del Supremo. La resolución incluye unas reflexiones incidentales tan duras
como acertadas, sobre el indulto: «Herencia del absolutismo, al fin y al cabo, de no
fácil encaje, en principio, en un ordenamiento constitucional como el español vigente,
presidido por el imperativo de sujeción al derecho de todos los poderes, tanto en el
orden procedimental como sustancial de sus actos; y, en consecuencia, por el deber de
dar pública cuenta del porqué de los mismos». Pero la Sala, finalmente, no admitió a
trámite la querella.
Los Magistrados razonan que es cierto que la coletilla final de dos de los Reales
Decretos de indulto constituía una manifiesta extralimitación en el ejercicio de la
prerrogativa de la gracia, como acaba de sentenciar la Sección Sexta de la Sala de lo
Contencioso-Administrativo del Tribunal Supremo. La medida -explican los magistrados
de la de lo Penal- sólo puede afectar, en efecto, «a las penas y no borra la existencia
misma de la sentencia condenatoria ni el efecto de ésta consistente en la generación,
ex lege, de un antecedente penal, en todo caso, pues, subsistente y resistente al
indulto». No obstante, aquellos Reales Decretos «no pudieron hacer desaparecer en
ningún caso el supuesto de hecho previsto en el art. 2, 2º del Real Decreto 1245/1995,
de 14 de julio y su consecuencia; ni, por ello, interferir en el cometido y la eventual
responsabilidad de la autoridad bancaria, que, por tanto, permanecieron incólumes».
Se trataría de una forma de delito imposible de prevaricación.
La argumentación produce cierta perplejidad, porque el artículo 404 del vigente
Código Penal castiga a la autoridad o funcionario público que, a sabiendas de su
injusticia, dictare una resolución arbitraria en un asunto administrativo. La Sala
Segunda adelantó a este momento preliminar la fijación del sentido del artículo 404 y
consecuentemente truncó en su misma raíz el procedimiento. Sólo queda respetar su
respetable criterio.
Pero, a la postre, el Gobierno sigue teniendo en su mano dejar sin efecto una
sentencia condenatoria firme -ejercitando por sustitución una prerrogativa regia- sin
necesidad de motivar su decisión, en abierta contradicción con el principio de
proscripción de la arbitrariedad en la actuación de todos los Poderes Públicos,
proclamado por el artículo 9.3 de nuestra vigente Constitución.
Esto nos devuelve finalmente al corral de nuestras domésticas gallinas, porque se
extiende cada vez más la sospecha de que pueda resultar que, al igual que en la granja
orwelliana, aquí todos seamos iguales pero algunos… más iguales que otros.
Jesús Fernández Entralgo es magistrado de la Audiencia Provincial de Madrid.
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