Es realmente Dios Todopoderoso

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¿Es Dios realmente Todopoderoso?
Ghislain Lafont
Es monje benedictino francés, escritor de numerosos artículos y libros, profesor emérito
de teología
¿Por qué querer interrogarnos sobre la omnipotencia de Dios? ¿Acaso este rasgo de Dios
no es parte de la fe admitida de la Iglesia? Cuando ésta se reúne en la eucaristía, se oye
ante todo una palabra de perdón: “Que Dios Todopoderoso tenga misericordia…”; y en
seguida, el que preside la celebración dice una oración que frecuentemente comienza
así: “Dios Todopoderoso y eterno…Dios Todopoderoso y misericordioso”. De igual
modo, cuando celebra la Liturgia de las Horas, la Iglesia repite cada tarde el cántico de
María: “El Poderoso ha hecho obras grandes por mí”. “Todopoderoso” parece ser pues
un nombre privilegiado de Dios, incesantemente repetido. La Iglesia, por otra parte,
enraíza su invocación en la Tradición de Israel. El Poderoso del que María habla es ElShadaï, quien se había manifestado justamente bajo ese nombre a Abrahán, Isaac y
Jacob, incluso antes de que sea revelado a Moisés el nombre de YHWH (cf. Éxodo 6,3).
Y el Islam no lo contradirá, puesto que para éste Dios es también el Todopoderoso y el
Misericordioso. Pero entonces, ¿dónde está el problema?
De hecho, quizá no haya más problema que reflexionar sobre lo que ponemos bajo esas
palabras. Ante todo: “Dios”. Tenemos en esto maestros entre los profetas de nuestra
época. Por ejemplo, Etty Hillesum ( 1914-1943), una judía-holandesa, profesora de
filosofía, que muere en el campo de exterminio de Auschwitz (1943), luego de vivir por
un año en el campo de concentración de Westerbork (1942). De Dios, Etty habla en el
género de la invocación. Desde las primeras páginas de su diario, se encuentran las
invocaciones “Oh Dios”, “Mi Dios”. La identidad de Dios parece revelársele a ella sólo en
la fidelidad y la perseverancia de la invocación. Luego las cosas toman un talante
corporal, existencial, comprometido: se trata de arrodillarse, de juntar a veces las manos
y de pronunciar el Nombre de Dios. No nos atrevemos a comentar los textos que Etty
escribe sobre ese tema; sería demasiado fácil estropearlos. Cito solamente el primer
pasaje donde se trata de ello:
Y Dios. La chica que no sabía arrodillarse ha terminado por aprenderlo, sobre un
áspero tapiz de sisal de un cuarto de baño un poco desordenado. Pero esas cosas son
incluso más íntimas que la sexualidad. Esta evolución en mí, la evolución de “la chica
que no sabía arrodillarse”, no quisiera darle forma en todos sus matices.
Más íntima que la sexualidad [más lejos en ese texto: tan íntima como el amor].
Cuando uno rememora la manera como Etty habla concretamente de su vida afectiva, se
imponen, también para el arrodillarse, la reserva de la timidez, la fuerza del deseo, la
audacia del gesto, y cómo éste se hace un espacio justo de encuentro con Dios. En esta
liturgia, a veces vacilante, a veces inmediata, a veces violenta (¡y qué importa que tenga
lugar en un cuarto de baño!), se produce el conocimiento. De la misma manera, no más
que en el cuerpo la voz no se decide de una vez a pronunciar el Nombre de Dios, a oírse
pronunciándolo: una especie de vergüenza es, quizá, previa, como para el arrodillarse,
ya que el que invoca tiene que humillarse. La invocación no puede ir sin adoración. Pero
cuando la voz y el cuerpo lo consienten, parece que se crea una intimidad, a tal punto
que el final del Diario, desde julio de 1942, se hace confesión, en el sentido que esa
palabra tiene en Agustín. En vez de hablarse a sí misma, Etty de ahora en adelante habla
a Dios de lo que ella vive, de lo que espera, de lo que teme.
La afirmación de Dios que nace de la oración es trémula como la hoja y fuerte como el
acero. Es vértigo incesantemente sobrellevado pero nunca superado. No es vacilante
pero tampoco asegurada. Emerge, apacible y fuerte, de sus mil dificultades que no son
duda y que no cesan de desgarrarla, pero que no le hacen daño. Se queda arrodillada;
solamente ahí recibe un contenido. Y humildemente puede hacer preguntas.
El Dios, así conocido en la invocación y en el arrodillarse, ¿es Todopoderoso? Sí, sin
duda, pero con tal de superar lo irrisorio de esta palabra.
Ya que no hay que engañarse a sí mismo. El “poder” es fundamentalmente la capacidad
de matar. Militar, económico, intelectual. El “poderoso”, de hecho, es alguien que es
“más poderoso”. Incluso si intentara disciplinar su fuerza, su sola presencia provoca
estrategias de defensa en aquellos que son menos poderosos. Y si éstas se descubren
impotentes, justamente, lo mejor es rendirse antes de que sea demasiado tarde. Se me
dirá que la Biblia abunda en representaciones de Dios en ese registro implacable del
“más poderoso”, que se vuelve de hecho el Todopoderoso. Es verdad, pero la Escritura
misma, que se inscribe en una historia, se corrige poco a poco. En la época de Moisés, la
manifestación de Dios es un espectáculo aterrador. El pueblo, situado a distancia de la
montaña, escucha los truenos, ve los relámpagos y la espesa nube, y su jefe asciende con
solemnidad al espacio prohibido donde escucha la voz de Dios más fuerte que el sonar
de las trompetas (Ex 19,16-20). Cuando, mucho después, Elías, solo, desarmado y
pobre, camina también él hacia la montaña, un ángel lo tranquiliza y lo alimenta, y el
texto continua diciéndonos que Dios no estaba ni en el viento ni en el huracán ni en el
fuego, pero que hubo el “susurro de una brisa suave”. Al oírlo Elías, cubrió su rostro con
el manto, salió y se puso a la entrada de la cueva” (1 R 19,1-13).
Hay que buscar el verdadero poder en el registro de la suavidad, la omnipotencia en el
de la omnisuavidad, interpretar los pasajes terribles a la luz de las notaciones discretas.
¿Se quiere una imagen? Los abuelos franceses han aprendido a leer con un libro genial
que incluso hoy no nos deja indiferentes: La Vuelta a Francia de dos niños. Un día los
niños llegan al Creusot (pequeña ciudad de Borgoña) y ven el famoso martillo pilón a
vapor, el último grito de la industria en los años 1880. Lo más sorprendente no es que
cuando éste cae sobre el metal “aplane el hierro haciendo salir una nube de chispas
cegadoras”; lo más maravilloso es que pueda romper la cáscara de una nuez sin hacer
mella en la nuez misma”; o incluso, “bajar suavemente, tocar el corcho de una botella y
meterlo delicadamente al ras del cuello de la botella”. La omnipotencia aflora, toca
ligeramente…
Con los dos nombres escuchados con fuerza y suavidad, Dios, Todopoderoso,
comprendemos dónde se juega el poder de Dios: él hace ser. Está ahí precisamente lo
que nosotros no podemos. Lo podemos casi todo sobre lo que ya existe; nuestras
capacidades para transformar son inauditas. Si progresamos tanto en el siglo XXI como
se progresó en el siglo XX, no podemos ni imaginar lo que serán el hombre y el mundo
dentro de cien años. Somos incontestablemente cada vez más poderosos. Pero estamos
limitados en dos puntos. Por muy lejos que puedan ir nuestras obras, necesitamos de lo
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real para transformarlo; luego, no podemos dar autonomía a lo que sale de nuestras
manos. Hay un más aquí y un más allá, y para ellos conviene la omnipotencia que es de
un orden distinto de lo más poderoso, y que se sitúa fuera de toda violencia. El libro del
Génesis lo sugiere. Ante todo, en él se repite: “Dijo Dios”. De hecho, hay algo muy
extraño: una palabra que no tiene interlocutor, no hay todavía nadie para responder.
Ante ese hecho singular, único, deberíamos hacer como Moisés delante de la zarza
ardiente: quitarnos nuestros zapatos para ir a “oír” esta palabra que está siempre ya ahí
y que sin embargo no se dirige a nadie. A continuación, el texto, repite una vez más :
“que haya (iehi)”. Ambas cosas van juntas: una palabra pura que produce el ser.
No habrá que pensar que eso se produjo sólo “en el principio”. Ahora es cuando
acontece; de otro modo, nada sería. No podemos imaginarlo: es la parte más fuerte y
más sutil de lo que se llama metafísica, anterior a la distinción entre judío y griego. No
se la puede acoger sino con suavidad. De esa manera, lo que no es adviene, sostenido sin
falla, y la Biblia agrega que es bueno; es una manera de decir que, pase lo que pase, hay
y habrá bien. Tal es el “más aquí”, el fundamento sobre lo que todo se puede construir.
El “más allá” nos viene indicado por otro estribillo del texto bíblico: cada cosa que
adviene al ser, lo es “según su especie”; se lo puede comprender de diversas maneras;
quisiera entenderlo aquí como la autonomía que procede de la palabra creadora. Todo lo
que adviene se desarrolla según lo que es: todas las cosas tienen su capacidad interna y
la ponen en obra; en ese ámbito, Dios no interviene. Y, si el hombre y la mujer llegan al
término de la enumeración, serán libres, serán poderosos –a ellos les toca jugar.
Dios es visto como aquel que puede hacer lo incontrolable, que desea que su creación en
algún sentido se le escape; me parece que es verdad, y más verdadero aún es que Dios no
actúa en el ámbito de la materia en su nivel más elemental, sino “más aquí”, al nivel del
ser mismo: si éste adviene, no puede más que desarrollarse. ¿Qué interés habría en
mantenerlo en la dependencia?
En la noche de Pascua, la Iglesia lee el primer capítulo del Génesis. Ningún lector
podría tener la voz idónea para pronunciar esta palabra que no tiene interlocutor, que
hace brotar el ser, que afirma la bondad, que deja generosamente que las cosas y la
gente sigan su camino. Si existiera tal lector, expresaría perfectamente al Dios
Todopoderoso. A la profundidad del “más aquí” le corresponde lo infinito del “más allá”.
Con ello, sin embargo, no hemos terminado. A la palabra sin interlocutor “que dice, y es”
se agrega, según el libro del Génesis, una palabra dirigida a la criatura capaz de escuchar
y oír. Palabra de envío, “llenen la tierra”; palabra que justamente da el poder:
“Dominen, sometan”, pero también en el capítulo II, está la palabra de prohibición: “del
árbol que está en el centro del jardín, no comerás.” Parece entonces que la palabra
poderosa sin interlocutor no hace más que poner el escenario requerido para que, al
hombre que llega el último en la sucesión de palabras creadoras, Dios pueda hablarle
cara a cara: una palabra que tiene un interlocutor. Por la palabra creadora, Dios hace.
Luego, él se dirige al hombre que ha creado. Pero, mientras la palabra primera es
todopoderosa, la segunda está absolutamente desarmada. Cuando no había nadie a
quien hablar, Dios decía: “que haya”, y se nos aseveraba en cada ocasión – “y así fue
(iehi ken)”; pero apenas hay alguien, la respuesta no depende ya de Dios solo, sino del
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hombre a quien, precisamente, Dios ha pedido que sea de esa manera, y se queda en
espera de la decisión.
Sobre ese tema, hay un punto del relato del Génesis (2,16) que me parece que no se ha
subrayado suficientemente. Se trata en ese texto de una historia del paraíso, donde,
según parece, todo el mundo es bello, todos son amables. Dios crea al hombre
gratuitamente; lo coloca en un jardín maravilloso como se ve en todos los cuentos, le da
el poder sobre los vegetales y los animales, y finalmente le hace una mujer, sacada de su
propia carne para que sea su semejante. Pero un elemento desentona: a este hombre y a
esta mujer satisfechos, Dios les dirige la palabra, y esta palabra, la primera que nos haya
sido relatada, es una prohibición subrayada con una amenaza de muerte. Dios ha
separado uno de los árboles del jardín; de éste, el hombre no puede comer, de lo
contrario morirá. En los cuentos, frecuentemente hay un hada que quiere sembrar el
desorden en un destino maravilloso programado por sus generosas hermanas. Aquí, es
el mismo Dios bueno, el creador, quien introduce un mandamiento negativo y hace
aparecer el horizonte de la muerte. Si quieren conservar y desarrollar la comunión con
Dios, el hombre y la mujer están enérgicamente invitados a renunciar al fruto de uno de
los árboles del jardín, objeto de su deseo espontáneo ni más ni menos que los otros. Para
evitar una muerte real y perseverar en la vida, ellos tienen que consentir una muerte
simbólica.
Entonces, ¿qué es responder? ¿Alienarse o realizarse? Si, como se ha hecho notar más
arriba, el Creador quiere que la creación le sea incontrolable, que ésta se le escape,
verdaderamente él ha conseguido realizar su plan, dirigiéndose al hombre y a la mujer
de la manera como lo ha hecho: les ha puesto en posición de decidir sobre la misma
identidad de Dios y, consiguientemente sobre la suya propia. Porque o Dios es justo,
incluso en su prohibición, o el hombre se entiende responsable de la justicia de Dios,
más allá de toda explicación. De esa manera, el hombre comprende la profundidad de su
identidad personal: no es solamente la pareja de alguien que le es semejante; tampoco
es sólo alguien que sería ante todo poderoso en la tierra, sino un ser capaz de reconocer
a Dios más allá de sus favores: en una alteridad indecible en la que no se comprende el
misterio, sino con la que sobretodo no se quiere romper la relación. O si no: Dios es un
embaucador, el hombre y la mujer se encuentran solos, “como dioses”, pero ya no hay
Dios, y la palabra no significa ya nada. Entonces pareciera que no hay ya hombre, ya que
los que acaban de decidirse contra la identidad de Dios ya no se reconocen más y
tampoco el uno al otro, mientras que por su parte la tierra comenzará a resistir.
Ya que nuestro tema es el poder de Dios, diría que, frente al hombre, éste no puede ser
más que “político”. La política es el arte de lo posible: se toma nota de las circunstancias,
se pronuncian las palabras que –por lo menos así se cree– se pueden oír. Sin
manipular, se intenta poner en juego los registros de paciencia, de audacia, de
compasión, pero también de inteligencia ante las situaciones que van a permitir dar
algunos pasos hacia adelante, sanar algunas cosas en la tierra y en el hombre. Se hace
más evidente que la relación humana auténtica está en el primer plano de los valores
que se buscan. Se trabaja con perseverancia en erradicar la guerra, en promover la
justicia social. Y todo ello, se logra más o menos y, a veces parece menos que más, pero
uno se aferra a la convicción que nada está perdido de lo que es verdadero y justo, y que
hay que perseverar. No creo que sea diferente para Dios o que éste pueda mucho más,
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casi a tal punto que su perseverancia apunta a hacerse reconocer como Dios, y a
restablecer de ese modo a la humanidad en su verdad fundamental. También casi a tal
punto que no tira la toalla, como nosotros estamos a veces tentados de hacerlo. La
Escritura nos dice: “Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a
nuestros padres por medio de los profetas: en estos últimos tiempos nos ha hablado por
medio del Hijo a quien instituyó heredero de todo, por quien también hizo los mundos”
(Hb 1,1-2). Dios no ha dejado jamás a la humanidad sin palabras; e, incluso hoy en día,
“de muchos modos habla”. Algunos han oído su Palabra última. Sin embargo, unos y
otros tienen que responder, como desde el principio, a lo que ellos han oído. Sin duda
comprenden mejor que, cualquiera sea la forma de su respuesta puntual, ésta modifica
el destino general. Pero, una vez que Dios ha propuesto, inspirado y hablado, espera,
desarmado. Hasta el final.
¿Es Dios Todopoderoso? “Sí y no”, pero en el sentido fuerte: sí, absolutamente; no,
totalmente. Vale la pena recordar aquí lo que escribía Chesterton: “El cristianismo
combina antagonismos manteniéndolos furiosos.” Sí, Dios es Todopoderoso, porque
posee lo que él sólo puede poseer, el más aquí y el más allá (que son en sí mismos
antagonistas). El tema de la palabra poderosa sin interlocutor se opone a todas las
gnosis según las cuales lo real se le escapa a Dios en su posición misma: “¿no será la
creación la caída de Dios?”, una herida en él, un sufrimiento inevitable… (Baudelaire).
La palabra, y no una fuerza impersonal o una debilidad necesaria, pone la libertad
divina en el principio de la creación; ésta evita las metáforas tempestuosas del poder
telúrico, tanto como la imagen de una emancipación insípida que desgastaría a Dios sin
que éste se dé cuenta.
No, Dios no es Todopoderoso, ya que, en el seno de la creación que él hace, se dirige a
los que pueden oírlo. Él ve fructificar las palabras que son respuesta y reconocimiento.
Es ofendido por los otros, como nosotros lo somos, cada vez que no somos reconocidos.
Él ve el mal que resulta para la humanidad y para el mundo de los rechazos de los
hombres de cara a él y entre ellos mismos, pero él no enmienda nada directamente en
virtud de su omnipotencia. Se podría decir que respeta lo incontrolable, precisamente
cuando éste se le escapa. ¿Se trata entonces de la “no asistencia a personas en peligro”?
Hay que volver aquí a Etty Hillesum quien se entendía como el “corazón pensante de la
barraca” de los judíos en espera de partir hacia la muerte, y que vuelca completamente
los datos del problema: “Y si Dios deja de ayudarme, escribe, tendré yo que ayudar a
Dios”. Etty no entabla una querella con Dios. “Dios no tiene que darnos cuentas, es a la
inversa”. Se podría pensar que esto proviene del hecho de que, cuando se expresa así,
ella no ha hecho todavía la experiencia concreta de los horrores de la exterminación,
como un Elie Wiesel, por ejemplo. Sin embargo, en sus Cartas de Westerbork,
encontramos relatos de escenas de deportación apenas soportables; ahora, también en
esos textos, muestra un gran dominio de sí misma y no cuestiona su sentido positivo de
la vida. En realidad, su meditación abraza el tiempo y el espacio: “Ya he sufrido mil
muertes en mil campos de concentración”; y percibe la impotencia de Dios en relación a
todo ello, como una suerte de incapacidad de niño delante la malicia de los adultos.
Siente profundamente, sobretodo, la causa del mal, que es justamente la pérdida de la
interioridad así como de la invocación divina. Ayudar a Dios, y ante todo en ella misma,
es simplemente (¡!) preservar intacto un lugar para Dios en el corazón, de donde pueda
brotar un comportamiento verdadero: “Te voy a ayudar, Dios mío a no apagarte en mí…
Nos toca a nosotros ayudarte y defender hasta el final la morada que te cobija en
nosotros”. Dios no pide más que quedarse en nosotros y nosotros en él; y, si nosotros se
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lo hemos permitido, él ya no es responsable. Nos corresponde a nosotros, por el
contrario, piensa Etty, ayudar a Dios a reencontrar su morada en medio de nosotros. En
efecto, “la verdadera expoliación, somos nosotros los que nos la imponemos”.
Etty tiene un sentido misterioso de la globalidad de la historia. La palabra “destino”
vuelve muchas veces en su pluma, pero sin matiz fatalista. Ella presiente “un conjunto
poderoso, una totalidad invisible” que engloba absolutamente todo: su enumeración
pone sin problema unos junto a otros, “…el jazmín detrás de la casa, las persecuciones,
las atrocidades sin nombre…” En todo esto, comienza a discernir un sentido. Dice tener
una visión sintética de las cosas y una intuición de su lógica”. Visión englobante: “¡Ah!
tenemos todo eso en nosotros, Dios, el cielo, el infierno, la vida, la muerte y los siglos,
tantos siglos”. Y, todo bien sopesado, en esta totalidad, es la belleza de la vida que
sostiene y domina. Las declaraciones sobre la belleza, la bondad, el sentido de la vida
son tan numerosas, que varias lecturas del texto dejan sin duda escapar alguna de ellas.
Se puede citar la última, quizás de Westerbork:
Se debe mantener la mirada fija en las pocas cosas grandes que importan en la vida;
todo el resto, se puede desechar sin temor. Y, esas pocas cosas grandes, se las puede
encontrar en todas partes, hay que aprender a descubrirlas incesantemente en sí
mismo para renovarse. Y a pesar de todo, volvemos siempre a la misma constatación:
por esencia, la vida es buena, y si a veces toma un mal rumbo, no es culpa de Dios sino
nuestra.
Se escucha el eco del Génesis: “Y vio Dios que estaba bien.”
La omnipotencia de Dios está sin duda ahí, pero en las manos de los hombres: al lado de
una Etty Hillesum, que nos es conocida y cuyo mensaje se difunde por todas partes del
mundo, ¿cuántos otros, desconocidos, sustentan también la bondad de la vida? El
judaísmo entrevé treinta y seis justos que no deben nunca faltar en el mundo. El
cristianismo confiesa a Jesucristo, el justo. Por eso hay aún esperanza.
Este artículo se publica con autorización de la revista Études nº4061 (enero 2007) 62-72.
Traducido del francés por Manuel Hurtado, s.j.
Recuadro
Elie Wiesel: Escritor rumano judío, superviviente de los campos de concentración nazis, dedicó toda su
vida a escribir y a hablar sobre los horrores del holocausto con la firme intención de evitar que se repita en
el mundo una barbarie similar. Wiesel nació en 1928 y a los 16 años fue capturado por los alemanes.
Todos sus familiares murieron en Auschwitz y Buchenwald. Estudió en la Universidad de la Sorbona, en
París, y posteriormente trabajó en periódicos de Israel, Francia y Estados Unidos, donde finalmente se
estableció desde 1956. Autor de tres novelas sobre sus vivencias durante aquellos años de represión y
muerte, ganó el Premio Nobel de la Paz en 1986.
Gilbert Keith Chesterton: Nació en Londres el 29 de mayo de 1874; fue bautizado en la Iglesia
Anglicana. En su juventud se volvió agnóstico "militante". En 1901 contrajo matrimonio con Frances
Blogg, anglicana practicante, quien le ayudó en un principio a acercarse al cristianismo. Estudió a los
Padres de la Iglesia (Patrística). Durante esa época mantuvo una constante correspondencia con Maurice
Baring, el Padre John O’Connor y el Padre Knox, quienes lo ayudaron a ir descubriendo la fe que ellos
mismos, todos conversos al catolicismo, profesaban. Y terminó por convertirse a la Iglesia Católica
Romana en 1922. Fue conocido, entre otras cosas, por escribir sirviéndose con maestría de las paradojas.
Westerbork: Campo de concentración que estaba ubicado en los Países Bajos, cerca de Westerbork y
Assen. En 1941 su población alcanzaba un número de 1.100 refugiados judíos, la mayoría de ellos
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provenientes de Alemania. Desde 1942 hasta 1944, Westerbork funcionó como campo de tránsito para
judíos holandeses antes de ser deportados a los centros de exterminio de Polonia. Desde julio de 1942
hasta el 3 de septiembre de 1944, los alemanes deportaron 97.776 judíos desde Westerbork: 54.930 a
Auschwitz, 34.313 a Sobibor, 4.771 al gueto de Theresienstadt, y 3.762 al campo de concentración de
Bergen-Belsen. La mayoría de los deportados a Auschwitz y Sobibor fueron asesinados al llegar. A
comienzos de abril de 1945, cuando las tropas aliadas se aproximaban al campo, los alemanes
abandonaron Westerbork. El 12 de abril de 1945, las fuerzas canadienses lo liberaron y encontraron a 876
prisioneros.
Auschwitz: El mayor campo de concentración que creó el régimen nazi. Había tres campos principales;
en todos ellos los prisioneros realizaban trabajos forzados. Uno de esos campos funcionó durante mucho
tiempo como campo de exterminio. Los campos estaban ubicados al oeste de Cracovia y cerca de la ciudad
de Oswiecim, éstos fueron conocidos como: Auschwitz I en mayo de 1940, Auschwitz II (también
denominado Auschwitz-Birkenau) a comienzos de 1942 y Auschwitz III (también llamado AuschwitzMonowitz) en octubre de 1942.
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