la integración económica de españa en la unión

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Pedro Pérez Fernández
LA INTEGRACIÓN ECONÓMICA
DE ESPAÑA EN LA UNIÓN
EUROPEA (1986-1995)
El proceso de liberalización de la economía española se inició tímidamente con el Plan
de Estabilización de 1959. El Acuerdo Preferencial con la CE de 1970 representó un
enorme avance que se consolidaría con la extensión de este acuerdo a los países de la
EFTA en 1979. Pero fue la integración en la CE, en 1986, la que supuso el paso
definitivo que culminó el proceso de cambio que necesitaba nuestro país y afianzó la
idea de que la reducción del proteccionismo mejora la eficiencia de la economía,
aumenta el crecimiento y permite alcanzar mayores cotas de bienestar.
Palabras clave: política económica, integración económica, liberalización de la economía, España,
1986-1995.
Clasificación JEL: E65, F02, O52.
1.
Introducción
Hoy, felizmente, es un lugar común entre nuestros
ciudadanos que las liberalizaciones económicas sientan bien a nuestro país. Desgraciadamente no siempre esto fue así, fruto, sin duda, del largo historial de
proteccionismo e intervención de los Gobiernos que
los españoles hemos sufrido durante siglos. Simplemente examinando los últimos 50 años vemos cómo
nuestro país se recreó en la autarquía y en la sobrerregulación, y sólo procedió al inicio de un proceso de
racionalización económica y a abrir su comercio cuando se quedó sin recursos para pagar la factura exterior.
Es cierto que los resultados del Plan de Estabilización del 59 fueron espectaculares y que dieron pie a la
década prodigiosa de los sesenta, pero también es
cierto que en esa década se siguió profundizando en el
dirigismo, la regulación y el férreo control del sector exterior, haciendo que la crisis del petróleo de 1973 nos
sorprendiera en peor posición que a los restantes países europeos que, por cierto, no eran un modelo de liberalismo y eficiencia.
Ha sido, sin duda, la evidencia acumulada desde el
Plan de Estabilización, seguida del Acuerdo Preferencial con la CE de 1970 y su extensión a los países de la
EFTA en 1979, y de las consecuencias de las sucesivas Rondas del GATT sobre el proceso de liberalización comercial de España, lo que produjo un cambio de
mentalidad en relación a que la reducción del proteccionismo mejora la eficiencia de nuestra economía, aumenta el crecimiento y permite alcanzar mayores cotas
de bienestar.
Pero fue la integración en la CE en 1986 el paso definitivo que culminó ese proceso de cambio de mentalidad de nuestros ciudadanos y de nuestros políticos.
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2.
Antecedentes
Antes de entrar a analizar las consecuencias de la integración de España en la CE conviene recordar que,
desgraciadamente, la década anterior fue una década
perdida por nuestro país en el terreno económico, aunque no en el político, que hizo más dura nuestra integración en Europa.
La crisis energética de 1973 quebró bruscamente el
sueño que los españoles se habían forjado en la década
de los sesenta de que el país podía converger en términos de bienestar económico con sus vecinos europeos
en un espacio relativamente corto de tiempo. El carácter
más agudo de la crisis en España en comparación a
otros países europeos, por su mala política energética
—alta dependencia del petróleo, mayor consumo de
productos petrolíferos por unidad de producto, inapropiada política de precios, etcétera— y la inadecuada
reacción de la política económica al shock que el país
sufrió —se dilató el ajuste vía precios, el desarrollo de
políticas que favorecieran un menor consumo del petróleo frente a otras energías y la aplicación de políticas
macroeconómicas restrictivas— junto con el inicio de la
transición política y la injustificada falta de atención de
los sucesivos gobiernos a los problemas económicos en
favor de los políticos, como si no se pudiese prestar
atención a ambos, determinaron un empeoramiento de
la situación económica en España mayor del que se registró en otros países de Europa y de la OCDE.
España llegó exhausta a la integración con Europa.
La actividad económica sólo empezó a repuntar en
1985 gracias al cambio de expectativas que la integración produjo dentro y fuera de nuestras fronteras, y a
los ajustes que tanto en el ámbito de los precios relativos como en el sectorial había introducido el primer
Gobierno socialista. Un aspecto que hay que subrayar
y sobre el que volveremos, es que las demandas planteadas por la sociedad de mayores coberturas sociales
—sanidad, educación, desempleo, pensiones— y de
infraestructuras presionaban un presupuesto cuyos ingresos habían estado limitados por el bajo crecimiento
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de la economía y que había derivado en un déficit permanente y abultado.
Desde el lado europeo nuestra integración se percibió
con preocupación. Europa también había vivido una difícil década de los setenta y no estaba totalmente enraizada en la mentalidad de sus ciudadanos que la liberalización comercial y de circulación de trabajadores y capitales fuese buena. Por ello la negociación se prolongó
en exceso y sólo gracias al ultimátum de Alemania en el
Consejo de Stuttgar, en junio de 1983, vinculando la futura financiación a la ampliación, se dinamizó el proceso
que concluye con la firma del Tratado de Adhesión en
junio de 1985.
3.
Los efectos de la integración
La integración de España en las Comunidades Europeas en 1986 fue el paso más relevante que ha dado
nuestro país en muchas décadas y quizás en siglos, ya
que sus implicaciones desbordaron el ámbito económico para acabar impregnando sólidamente nuestro devenir político y ha producido una profunda transformación
de nuestra economía y de nuestra sociedad.
En los diez años posteriores a nuestra integración,
España creció a una tasa promedio del 3 por 100, tasa
superior a la que registraron nuestros socios comunitarios, lo que permitió que nuestro PIB per cápita pasase
del 70 al 80 por 100 del promedio de la Unión, retomando, así, el proceso de convergencia con nuestros vecinos europeos que había quedado interrumpido al estallar la crisis de 1973.
Pero, con ser importante, esa tasa de crecimiento no
resume el conjunto de mejoras y avances que el país
realizó en la década que analizamos.
Nuestra incorporación a la CEE coincide con un renacimiento del espíritu europeísta y con una dinamización del
proceso de integración europeo. A los compromisos que
España había asumido en el terreno de la liberalización
del comercio exterior se sumaron los derivados del acuerdo comunitario de 1986 de construir un auténtico mercado
interior en el mismo horizonte temporal: siete años.
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El esfuerzo era sin duda hercúleo, ya que las implicaciones para España en el terreno de la reducción del
proteccionismo exterior derivadas del Tratado de Adhesión iban más allá de la pura rebaja arancelaria y la eliminación del sistema de contingentes, ya que comportaba el abandono definitivo de procedimientos administrativos que constituían verdaderas barreras invisibles, la
eliminación de los ajustes fiscales en frontera que ocultaban autenticas y, a veces, voluminosas subvenciones
—como era el caso de los productos siderúrgicos— y,
en fin, la supresión de mecanismos crediticios y fiscales
que instrumentaban ayudas para favorecer las ventas al
exterior.
Esta supresión de barreras, ayudas y compensaciones, que homologaban nuestros procedimientos de comercio exterior a los existentes en la CE, de forma simultánea al desarme arancelario frente a nuestros socios comunitarios y la reducción al arancel común en el
caso de comercio con terceros países, supuso una fuerte reducción del proteccionismo. Además, nuestros empresarios, sindicatos y responsables políticos eran
conscientes de que ese movimiento no tenía vuelta
atrás, y que la única vía para sortear las dificultades que
ello originaba era la rápida búsqueda de la eficiencia y la
competitividad.
Coincidió, además, esta brusca reducción del proteccionismo con una fase expansiva de nuestra economía
y con una apreciación del tipo de cambio. Como antes
se comentaba, el largo período de atonía económica
que España vivió desde 1974 hasta 1984, década en la
que nuestro país apenas creció un 15 por 100, finaliza
con el inicio de la recuperación en 1985 empujada por el
cambio de expectativa que la integración produce en
nuestros empresarios y en el redoblado atractivo que
nuestro país origina en los inversores extranjeros. Las
entradas de capitales destinadas a inversiones directas
se multiplicaron por ocho en el corto espacio de cinco
años. Este brusco cambio tiene como primer efecto una
fuerte demanda de nuestra moneda con la consiguiente
apreciación del tipo de cambio, en un momento en que
el brusco desarme arancelario hubiese demandado una
estabilidad cambiaria o, incluso, un suave deslizamiento
que hubiese permitido encajar mejor las cosas. El efecto
combinado de expansión económica, drástica reducción
del proteccionismo y apreciación del tipo de cambio dio
pie a una aceleración de las importaciones que progresaban durante el período 1987-1990 a tasas del entorno
del 20 por 100, duplicando a la que registraban las exportaciones, convirtiendo el superávit por cuenta corriente que veníamos registrando en los años previos a
la integración en un creciente déficit.
Esta aceleración de los flujos con el exterior fue aún
más espectacular si vemos cómo evolucionó el comercio
exterior con nuestros socios europeos. Basta decir que
las importaciones procedentes de la CE, que en 1985 representaban el 36,5 por 100 del total de importaciones
del país, pasaron al 60 por 100 en tan sólo cinco años y
nuestras exportaciones a la CE, que en 1985 suponían el
52,6 por 100 del total, pasaron al 70 por 100 en 1990.
4.
Su impacto en los diferentes sectores
Esta brusca apertura a la competencia exterior aceleró los procesos de ajuste que ya se habían iniciado en
buena parte de nuestra industria desde el inicio de la década de los ochenta dando lugar, en parte, a una reducción del peso que el sector industrial tenía en nuestra
economía y, sobre todo, a una mejora de la eficacia productiva derivada de la aplicación de mejores y más modernas tecnologías, mejor organización productiva y gerencial, y mejor utilización del factor trabajo.
Algo que coadyuvo de forma significativa a este proceso fue la inversión extranjera que bien en forma de inversión directa en nuevos proyectos o ampliación de
otros en funcionamiento, o bien mediante la compra y
reestructuración de empresas existentes ayudó a mejorar la competitividad de nuestra industria que volvió a recuperar peso en nuestra economía a partir de 1994 y a
registrar tasas de crecimiento de sus exportaciones superiores a las de las importaciones. A esta recuperación
de competitividad también ayudaron las devaluaciones
de 1992 y 1993.
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Los temidos efectos de la integración y de su «inadecuada negociación», según enfatizaban algunos agoreros políticos y económicos, iban a barrer buena parte de
nuestro sector industrial y del sector agrícola.
En el caso del sector industrial, no debemos olvidar
que buena parte del crecimiento generado en los sesenta se debió a una industrialización forzada por los mecanismos establecidos en los planes de desarrollo —la famosa acción concertada— y sobreprotegida por todo el
conjunto de medidas limitativas de las importaciones a
las que antes hemos aludido.
La crisis energética ya evidenció la ineficiencia de buena parte de nuestra industria y la década previa a la integración fue una década de intenso ajuste en este sector.
Durante los primeros años, tras la integración en la
CE, el sector industrial perdió algo de peso si lo medimos a través de su contribución a la producción nacional, debido fundamentalmente a los ajustes introducidos
en un conjunto de empresas públicas altamente deficitarias y de difícil viabilidad económica, como la minería
del carbón, la siderurgia y la construcción naval, todas
ellas afectadas por planes de reconversión consistentes, en definitiva, en reducir su dimensión.
Más brusca fue la caída del empleo generada, ya que
de aportar el 24 por 100 del empleo nacional pasó al 20
por 100, lo que indica el fuerte ajuste en busca de la eficiencia que se produce en esos años y la tendencia a la
especialización en sectores menos intensivos en mano
de obra.
Es digno de subrayar que, en contra de lo que se podría deducir de los razonamientos llevados a cabo en
España y en otros países de la CE —Alemania en particular— de que tras la integración en España sobrevivirían las empresas intensivas en mano de obra y de tecnología baja o media en comparación a los países más
industrializados de la Comunidad, fue precisamente
este segmento el que sufrió más intensamente los avatares de la crisis energética, primero, y la integración,
después, y fueron las empresas de nivel tecnológico
medio y alto las que mantuvieron y ampliaron su peso
en el sector manufacturero, a lo que contribuyó de forma
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significativa el impulso que la inversión extranjera directa dio al sector industrial en esos años.
En el sector agrícola ocurrió algo parecido. No se confirmaron los malos augurios de muchos, aunque el sector registró un profundo proceso de transformación y
reestructuración. En los diez años siguientes a la integración, la contribución del sector agrícola al producto
disminuyó aproximadamente en un punto, fruto de la
caída de sectores tradicionales como el cereal, la ganadería vacuna, y, en general, las producciones menos eficientes en comparación a los países europeos del norte,
caída que fue compensada, en cierta medida, con la expansión de productos con demanda creciente, como las
frutas y verduras y el aceite de oliva. La mayor demanda
de productos alimenticios industrializados hizo que parte del sector agrario pasase a ser oferente de insumos
para la industria, más que de producto final, con el consiguiente impacto en los márgenes percibidos por los
agricultores.
Aunque la combinación de estos factores dio lugar a
una caída de la renta agraria en términos reales, el fuerte descenso en la población activa agraria, consecuencia más de factores vegetativos —jubilaciones y fallecimientos no compensados con nuevas incorporaciones— que consecuencia directa del ajuste, junto con la
acentuación de las transferencias recibidas de la política agrícola común y de la seguridad social, hicieron posible que la renta disponible por persona ocupada mejorase de forma apreciable a lo largo del período.
Pero fueron en el sector de la construcción y en el
sector servicios donde se cosecharon los efectos más
positivos de la integración.
Ciertamente España era un país turístico muy consolidado cuando nos integramos en la Comunidad, pero el
hecho de pasar a ser país miembro, junto con el lanzamiento del concepto de ciudadanía europea —una de
las aportaciones de España como país miembro— y la
estabilidad cambiaria derivada, primero, de nuestra pertenencia al sistema monetario europeo y después al
Euro acentuaron y fijaron el fenómeno de la segunda residencia en España para muchos europeos, particular-
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mente alemanes y británicos. El impulso que este fenómeno dio y sigue dando a la construcción residencial,
junto con la decisión del Gobierno de aplicar los recursos de los Fondos Estructurales y de Cohesión a infraestructuras físicas, ha hecho que la dimensión de
nuestro sector construcción sea mayor, tanto en peso
contributivo al producto nacional, como en generación
de empleo, a la que existe en el resto de la Unión, siendo un ámbito nítidamente beneficiado por la integración,
ya que sus problemas coyunturales se han debido estrictamente al impacto de factores cíclicos pero, en ninguna medida, han sido consecuencia de la competencia
exterior. Más bien el sector se ha fortalecido a lo largo
de los años permitiéndole iniciar una presencia en el exterior y un proceso de diversificación hacia actividades
conexas, como pudieran ser las concesionales.
Por último, en el sector servicios es donde más claramente se han manifestado los efectos positivos de nuestra
integración, con la excepción del comercio, que se vio
afectado por la irrupción de las cadenas de hipermercados
y el desarrollo de centros comerciales en la periferia de las
ciudades que han cambiado los comportamientos y hábitos de los consumidores, al mismo tiempo que han producido una importante reestructuración del sector.
En los demás subsectores, desde el transporte por
cualquier medio a los servicios financieros, pasando por
el turismo y continuando por los servicios dominados por
la oferta pública, como educación y sanidad, el crecimiento y la mejora de eficiencia fueron notables a lo largo
de la década, y continuaron así en los años siguientes.
Mención especial hay que hacer del sector financiero,
que inicia la década analizada lastrado aún por las remoras de un pasado caracterizado por un intervencionismo extremo, una gran fragmentación y un abrumador
dominio de la banca. A los ojos de hoy puede resultar
sorprendente pensar que en el inicio de la década de los
ochenta, nuestro sistema bancario sufrió una crisis profunda que afectó a una tercera parte del sistema y que
este estaba fuertemente intervenido no sólo desde el
punto de vista regulatorio sino que la legislación establecía a que debían dedicar bancos y cajas una propor-
ción importante de los depósitos que recibían. Un prolijo
sistema de coeficientes compelía a las entidades a aplicar la parte correspondiente de sus recursos a vivienda,
pesca, industria, exportación, agricultura, etcétera con
tipos y condiciones especiales, normalmente muy por
debajo de las de mercado. El sistema financiero operaba, así, como una especie de presupuesto B que sin requerir de la correspondiente aprobación parlamentaria
permitía a las autoridades llevar recursos a un sector u
otro para apoyar esta o aquella acción sectorial a costa,
evidentemente, del resto de la actividad económica y de
los depositantes, que tenían que pagar tipos de interés
más altos por su operaciones de financiación y recibían
remuneraciones más bajas por sus ahorros.
El saneamiento de los bancos en crisis y el desmontaje
de los coeficientes de inversión obligatoria y del sistema
de financiación de los bancos públicos vía cédulas de obligatoria adquisición por las entidades financieras, supuso
un enorme coste presupuestario, en parte mediante minoración de los ingresos que de otra forma habría recibido el
presupuesto como beneficios del Banco de España, en
parte mediante aumento del gasto al hacer transparente,
vía presupuesto de gastos, el coste de las políticas de fomento sectorial correspondiente. Un claro ejemplo fue el
de la política de vivienda de protección oficial.
Adicionalmente a estos aspectos económicos estaban los regulatorios que «ordenaban» abrumadoramente el sector y que iban desde la prohibición de crear nuevas entidades a limitar operativamente el ámbito geográfico de buena parte de ellas.
Cómo un sistema rígidamente intervenido, altamente
fragmentado, pesadamente cargado de coeficientes,
atrasado e ineficiente, termina la década analizada
como uno de los sistemas financieros más eficientes de
Europa, reduciendo a la cuarta parte la cuota de mercado que llegó a tener en nuestro país la banca extranjera
y posicionándose firmemente en el exterior, es un ejemplo de cómo una combinación de sensatez, conocimiento y decisión por parte de las autoridades regulatorias y
de tutela, y de capacidad y profesionalidad por parte de
las entidades pueden hacer milagros.
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El análisis de este fenómeno requeriría de más espacio del que mis compañeros de información comercial
me otorgan y, ciertamente, ya se ha escrito bastante sobre esto, pero creo que falta aún un análisis desde dentro que, sin pasión, pero sin falsa modestia, analice la
secuencia de acontecimientos y actuaciones encadenadas desde 1979 hasta la entrada en vigor del Tratado de
la Unión Económica y Monetaria, subrayando las dificultades y costes que concurrieron en cada uno de los pasos que de forma continuada se dieron a lo largo de
esos años.
En los momentos previos a nuestra integración nuestro sistema bancario adolecía de los problemas antes
mencionados, no existía un mercado de deuda pública y
el mercado de valores era raquítico y altamente ineficiente, en el que sólo preocupaba el cumplimiento de
aspectos formales que no impedían la comisión de todo
tipo de tropelías, desde el uso de información privilegiada al abuso sistemático de los bancos, canalizadores de
las operaciones de particulares, en el procedimiento de
adjudicación del precio de la operación a comprador o
vendedor.
Huelga decir que los Fondos de Pensiones estaban
aún por nacer y las Instituciones de Inversión Colectiva
eran prácticamente inexistentes.
A lo largo del período 1986-1995 España desarrolló uno
de los mercados de deuda pública más eficientes de Europa, se desarrollaron las Instituciones de Inversión Colectiva, vieron la luz los Fondos de Pensiones, se eliminaron
las restricciones que operaban sobre bancos y cajas homologando ambas instituciones en su operativa, se modernizó el mercado de valores y, lo que es más importante,
se fortalecieron nuestras entidades tanto en lo que a dotación de recursos y solvencia se refiere como, sobre todo,
en la profesionalización del manejo y control de riesgos y
en su capacidad competitiva.
5.
La internacionalización de la economía española
La internacionalización de la economía española ha
sido un fenómeno derivado, en buena parte, de ese proce-
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so de integración en Europa a cuyo impulso dedicaron las
autoridades y los organismos responsables buena parte
de su capacidad y esfuerzo. Nuestro país había organizado su legislación de control de cambios de forma que era
relativamente fácil invertir en España pero extremadamente complicado abrir o comprar empresas en el exterior y,
por supuesto, prácticamente imposible comprar un inmueble o abrir un depósito en una entidad financiera.
Hay que recordar que en el año 1986 nuestra legislación de control de cambios aún tipificaba como delito
penal invertir sin permiso en el exterior y estaba muy enraizada en la conciencia colectiva la idea de que invertir
fuera era hurtar a los españoles los beneficios derivados
de la correspondiente actividad y empleo.
La primera actuación que llevó a cabo el equipo de la
Secretaría del Estado de Comercio en el segundo año
de nuestra integración fue elaborar un plan de fomento
de la exportación y de internacionalización de la empresa española que, entre otras cosas, impulsaba un cambio de mentalidad en este terreno. No dejaba de ser
chocante que, de la noche a la mañana, se le dijera a los
empresarios que era de vital importancia para el país
que hicieran aquello que hasta entonces había estado
prohibido y perseguido.
Coincidió, afortunadamente, este cambio de orientación con la apertura de los países latinoamericanos a la
inversión extranjera y la privatización de empresas públicas, lo que permitió a las empresas españolas aprovechar las múltiples oportunidades que se presentaban
apoyadas no sólo por la acción que el Gobierno y la
Administración desplegaron en este terreno, sino también por la creación de nuevos instrumentos de apoyo a
la inversión exterior y la reorientación de otros existentes mediante la apertura de nuevas líneas de actuación,
como fue el caso del ICEX, CESCE, ICO o FAD.
En pocos años, los españoles, cualquiera que fuese
el motivo de su presencia en el exterior, bien fuese
como responsable público o empresarial, o como simple
turista, pasaron de comportarse de forma tímida en un
medio extraño a hacerlo como si ese hubiese sido siempre su ámbito natural.
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6.
La política económica en el período 1986-1995
La principal crítica que se ha hecho a la política económica de la época es que la combinación de política
monetaria y política fiscal no fue la correcta, ya que las
circunstancias reclamaban un carácter claramente contractivo de la política fiscal que hubiese permitido una
menor tensión en la política monetaria evitando que el
tipo de cambio se apreciara de la manera que lo hizo. Si
bien ello era deseable, en las circunstancias y con las
prioridades del momento, era incompatible con los restantes objetivos de política económica, fundamentalmente la política de reformas estructurales y la mejora
en la instrumentación de la política monetaria.
En este sentido, conviene recordar varias cuestiones
relevantes. La primera es que la demanda de bienes y
servicios públicos-educación, sanidad, cobertura de desempleo, pensiones e infraestructuras —era grande e
inaplazable. En algunos casos, como en cobertura de
desempleo y pensiones, no se puede olvidar que fueron
los elementos que permitieron llevar a cabo todo ese extenso e intenso programa de ajustes que, de otra manera, no hubiese sido posible.
Dani Rodrik, en un excelente artículo en el Journal of
Political Economy, llamaba la atención de que es en los
países en los que el sector público tiene un peso relevante en la economía, consecuencia de un alto nivel de
gasto en seguridad social y en mecanismos de protección social, donde se está más dispuesto a asumir la exposición al riesgo que deriva de una mayor apertura de
sus economías y, en consecuencia, de sus implicaciones en términos de ajuste interno.
Se puede decir que, conforme dichos programas están más sólidamente extendidos, es más fácil que las
respectivas sociedades acepten la introducción de reformas estructurales que, en definitiva, persiguen la mejora de la competitividad frente al exterior.
El caso de España en la década analizada encajaría
en esta apreciación y es posible colegir que sin el desarrollo y consolidación de los programas de protección
social, que se producen en nuestro país en la década de
los ochenta y que explican, en buena medida, la expansión del gasto público y el aumento del peso del sector
público en la economía, difícilmente la sociedad española hubiese aceptado el conjunto de reformas estructurales que, como veremos a continuación, permitieron
modernizar y hacer más competitiva nuestra economía.
En lo referente a la educación y a la sanidad su mejora y universalización eran, además, elementos identificativos de la diferencia de signo político que gobernaba
el país y, en el caso de las infraestructuras, el país llevaba quince años de atraso y, sencillamente, el traje se había quedado pequeño. Actualizar esas infraestructuras
era de vital importancia para que el país funcionase y
pudiese cosechar las necesarias mejoras de eficiencia y
competitividad.
Una decisión de fuerte impacto en las cuentas públicas
fue la de hacer transparente el coste de los déficit públicos. Hasta la segunda parte de los ochenta, los déficit públicos se seguían financiando, fundamentalmente, mediante apelación al Banco de España, con todas las implicaciones para la política monetaria que ello comportaba.
En los primeros años del Gobierno socialista se inicia
un proceso de financiar los déficit con deuda mediante
al emisión de Pagarés del Tesoro, que tenían la criticable característica de permitir blanquear el dinero que no
había tributado a cambio de percibir bajísimos rendimientos. Esta fue una forma transitoria de paliar el problema, aunque aún ocultaba el coste de la financiación
de los déficit. Esta situación se mantuvo hasta que se
creó y desarrolló el mercado de deuda pública. La correcta financiación de los déficit permitió a la política monetaria cobrar autonomía de las decisiones del gobierno
en materia de gasto y déficit, pero, en contrapartida,
hizo transparente de forma abrupta el coste de los déficit públicos en términos de deuda y de su servicio, haciendo que el capítulo 3 del presupuesto se convirtiese
en la estrella del crecimiento del gasto público.
A todo lo anterior hay que añadir la incorporación al
presupuesto de los costes derivados de los ajustes sectoriales, entre los cuales el del sistema financiero, antes
mencionado, no fue pequeño, todo lo cual, en combina-
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ción, ejercía una presión formidable sobre el presupuesto de gastos.
Se puede decir que, reconociendo como inaplazables
esas prioridades, se podría haber resuelto el problema
mediante un aumento de la presión fiscal hasta neutralizar el mencionado aumento del gasto público. Aquellos
que mantienen esta tesis olvidan que una de las mayores críticas al Gobierno fue precisamente la del significativo aumento de la presión fiscal año tras año. Haberlo hecho en una cuantía aún mayor hubiese puesto en
peligro el mayor logro de la época en este terreno: el aumento de la conciencia fiscal de todos los españoles.
En lo referente a la política monetaria, hay que tener
en cuenta el efecto que sobre ella ejerció la creciente y
voluminosa entrada de capitales que condicionaba su
manejo y tenía un indudable efecto al alza sobre los tipos de interés y de cambio.
Sin lugar a dudas, el ámbito más brillante de la política
económica fue el de las reformas estructurales. Si España
ha progresado más en términos relativos que sus colegas
europeos es, sin duda, porque fuimos más decididos y
ambiciosos en la aplicación de reformas estructurales y
hay que decir que, sin negar que hubo reformas antes y
después del período analizado, la década de 1986 a 1995
fue un período particularmente intenso en este terreno,
donde no quedó prácticamente área sin reformas. Parte
del programa de reformas derivaba de los compromisos
asumidos con la CE bien en el Tratado de Adhesión, bien
en el Acta Única o, finalmente, en el Tratado de la Unión
Económica y Monetaria. Pero ahí no acabó el programa
de reformas. Parecía que el Gobierno, entrenado en las
dificultades de los primeros años ochenta, había cogido
impulso con la introducción de las reformas derivadas de
nuestros compromisos con Europa y decidió llevarlas más
allá de lo que podían ser obligaciones adquiridas, muchas
veces derivadas de propuestas presentadas o apoyadas
por nuestros representantes en los foros comunitarios.
Las reformas del mercado de trabajo, del sistema de
cobertura de desempleo, el inicio de la política de privatizaciones o modificaciones institucionales como llevar a
la primera línea de la política económica la Política de
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Defensa de la Competencia, o dar autonomía al Banco
de España, son sólo algunas pinceladas del vasto mural
de reformas que se introdujeron en el período, algunas
con gran coste social y político, como el derivado de las
reformas del sistema de desempleo, pero que han rendido enormes beneficios al país que, desde entonces,
ha disfrutado de un esquema de protección social que
no ha puesto en peligro la estabilidad de las cuentas públicas sino que ha contribuido a su equilibrio mediante la
aportación de continuados superavits.
Como se ha comentado anteriormente, España, que
fue recibida con cierta renuencia y, en cualquier caso,
como un socio periférico, fue ganando peso en la Comunidad gracias a la capacidad de nuestros líderes políticos, a la profesionalidad de nuestros representantes en
todos los foros e instancias de trabajo de los diferentes
órganos comunitarios, y al entusiasmo de nuestros ciudadanos en relación a los asuntos europeos.
En muy pocos años, nuestro país pasó de esa posición periférica al corazón de la Comunidad, de forma
que nuestra voz y nuestras iniciativas eran oídas y atendidas con especial atención.
En este sentido, España fue un miembro muy activo
tanto en la génesis como en los debates y en la aportación de ideas conducentes a la elaboración del Tratado
de la Unión Económica y Monetaria, cuya principal pieza fue la creación de la moneda única: el euro, bajo la
responsabilidad del Banco Central Europeo.
España, con una turbulenta historia monetaria, caracterizada por la continua debilidad de la peseta y su correlato en términos de periódicas devaluaciones y altos
spreads, era uno de los países más nítidamente beneficiados por la creación del euro.
Los acontecimientos económicos de los años posteriores a la incorporación de España al grupo de países
que liderarían la introducción del euro lo han confirmado, y se puede decir que los bajos tipos de interés que
desde entonces viene registrando nuestra economía ha
sido uno de los dos motores del crecimiento que nuestro
país ha registrado en los últimos nueve años. El otro ha
sido la inmigración.
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