Indultar la mala conciencia

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Indultar la mala conciencia
XIMO BOSCH GRAU (*)
Al escribir sobre determinadas cuestiones resulta preferible comenzar sin
metáforas ni rodeos. Debemos partir de los hechos probados: tanto los magistrados de
una audiencia provincial como los del Tribunal Supremo han considerado acreditado
que Rafael Vera se apoderó en beneficio propio de “al menos 141 millones de pesetas”
procedentes de los fondos reservados, una cantidad económica de cierta relevancia en la
época en que sucedieron los hechos. Según las resoluciones judiciales, con ese dinero
Vera adquirió varias fincas en las que estableció su opulenta residencia personal y las
inscribió registralmente a nombre de su suegro, el cual tenía una ferretería y en ningún
caso pudo haber abonado el coste de dichas propiedades. Pese a las tergiversaciones
interesadas, las numerosas pruebas acumuladas sobre la apropiación son abrumadoras y
resultan evidentes para cualquier observador de buena fe que asuma la simple molestia
de leer las sentencias. Además, ambos tribunales (integrados por profesionales
independientes y de reconocido prestigio) consideran claramente acreditado que Vera
repartió cientos de millones de pesetas para el lucro personal de Roldán, Sancristóbal y
otros cargos públicos. Es decir, el reproche que subyace en las resoluciones no se refiere
a gastos en materia de seguridad o en otras partidas de difícil encaje presupuestario, sino
que se censura el enriquecimiento ilícito obtenido a través de las arcas del estado.
Sin duda, la gravedad del delito no elimina la facultad del condenado a solicitar
el indulto. En este sentido, la medida de gracia puede servir para moderar una aplicación
demasiado estricta de la ley, adecuar a la realidad social resoluciones precedidas de
demoras procesales injustificadas e, incluso, su carácter discrecional permite adoptar
decisiones de carácter político-criminal. No obstante, el reconocimiento de este derecho
al indulto y las dolorosas circunstancias por las que atraviesa la persona condenada
deberían ponderarse con otros elementos de reflexión, como que Vera ya fue indultado
por el anterior gobierno por su participación en la trama de los GAL. Por otro lado, en
este caso nos encontramos ante un perfil subjetivo y un tipo de infracción penal cuya
resolución trasciende la cuestión estrictamente personal para convertirse en una
referencia sobre aspectos éticos, sobre las reglas del juego en un estado de derecho y
sobre la necesaria regeneración de la vida pública. Si se indulta a Vera, ¿qué legitimidad
moral podrá existir en el futuro para condenar a otras personas por hechos semejantes?
No olvidemos el mensaje que en ese supuesto percibiría la sociedad: hay delitos
menores que deben castigarse con rigor, pero existen otras infracciones aparentemente
más graves que pueden cometerse impunemente. Se trataría de una pedagogía social
desmoralizante, especialmente cuando se observa cada día en los juzgados ingresar en
prisión a personas procedentes del ámbito de la marginación social por el hecho de
robar un puñado de euros, a menudo gente sin apenas posibilidad para elegir una vida al
margen de la delincuencia, situación que contrasta con la obligatoria exigencia de una
conducta distinta a quienes sí podían haberse comportado de otro modo y han optado
por vulnerar la ley. En este sentido, no podemos ignorar que determinadas decisiones
generan un incremento de la desconfianza en el estado de derecho, sobre todo cuando
los ciudadanos empiezan a pensar que el delito, cuanto más grande, parece adoptar una
apariencia más respetable, o cuando la sociedad cree interpretar que el ordenamiento
jurídico es una telaraña que atrapa a los débiles, pero puede ser atravesada con facilidad
por los poderosos.
Entre las razones para reclamar el indulto coexisten posturas diversas. Resulta
significativo que la campaña en favor del mismo se iniciara al día siguiente de que Vera
publicara un escrito que fue interpretado por numerosos analistas como una advertencia
de que, si volvía a la cárcel, tomaría una determinación que iba a salpicar a
determinadas personalidades hasta ahora protegidas por su silencio. Por otro lado,
algunos han argumentado que el perdón habría de otorgarse por los servicios que ha
prestado Vera al país; no obstante, como sabía Samuel Johnson, determinadas alusiones
al patriotismo se utilizan como último refugio para justificar lo injustificable, pues
ocupar un cargo gubernamental no puede configurarse como un privilegio ante la ley, ni
tampoco el servicio público debería comportar una patente de corso para sustraer
impunemente el dinero del contribuyente. Asimismo, se percibe entre otros solicitantes
un sentimiento difuso de mala conciencia, como si la condena a Vera implicara la
descalificación en su conjunto de una etapa de gobierno, y dicha concepción supone un
insostenible error de planteamiento: resulta obvio que en la travesía de toda gestión
pública navegan juntos los aciertos y los errores, por lo que aprender del pasado implica
identificar los aspectos positivos y desterrar los negativos, sin olvidar que los hechos
punibles atribuidos a alguien no pueden imputarse a todos.
Alguien escribió que los jueces personifican la última trinchera del estado de
derecho, la barrera fronteriza que permite restablecer la justicia cuando ésta ha quedado
lesionada. Aunque la posibilidad del indulto confiere la potestad discrecional de matizar
determinadas decisiones, no se puede olvidar que la medida de gracia representa una
cláusula de cierre de nuestro sistema jurídico y debe utilizarse desde un adecuado
equilibrio entre la trascendencia del delito perpetrado y las circunstancias humanas
concurrentes; evidentemente, las afirmaciones aquí expresadas no se formulan en el
ejercicio de la actividad jurisdiccional, sino que suponen reflexiones desde una
perspectiva ciudadana. Y, desde esta óptica, la preocupación cívica que ha suscitado
este asunto exige afrontarlo a partir de las legítimas aspiraciones sociales y de las
exigencias propias del estado de derecho.
(*) Ximo Bosch Grau es Juez
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