Capítulo VI La autoridad o poder político como elemento del Estado 6.1 La autoridad o poder político Para llevar adelante el bien público temporal cuenta el Estado con un elemento de decisiva importancia que es quizá el que lo caracteriza más visiblemente: La autoridad o poder público. Autoridad y poder a decir de Héctor González Uribe, son términos que, en el fondo, dan a entender dos aspectos diversos y complementarios de una misma realidad: Autoridad: representa la fuerza moral. Poder: representa la fuerza física (aunque en muchos casos se utilizan como sinónimos). En todos los grupos humanos hay autoridad; la del padre de familia, la del jefe de la oficina, la del secretario del sindicato, la del rector de la universidad. Cada uno de esos tipos de autoridad tiene sus propiedades específicas y su ámbito peculiar de aplicación. Exigen del súbdito una obediencia, pero es una autoridad siempre limitada. En cambio la del Estado -sin dejar de tener el triple límite que le impone el bien, lo público y lo temporal- es una autoridad total que goza del monopolio de la coacción física. De ella nadie puede escaparse. Y es, al mismo tiempo, una autoridad que no puede dejar de existir mientras el hombre viva en sociedad. Podrá estar basada ampliamente en el convencimiento o tener una fuerte dosis de poder material, pero sería una ilusión pensar que los seres humanos pudieran prescindir de ella y cooperar espontáneamente y sin coacciones a la realización de los fines sociales. Es verdad que no han faltado pensadores utópicos desde Platón hasta Tomás Moro y desde Bacon y Campanella hasta Owen y Fourier, que han forjado coacciones y se establece una forma de vida y de trabajo libre y armoniosa. Han habido además voces de socialistas y anarquistas del siglo XIX como las de Proudhon y Bakunin que han pugnado por la desaparición del Estado político para ser sustituido por una federación de hombres libres y la sustitución del gobierno de los hombres para ser reemplazado por la administración de las cosas y todavía Marx y Engels, sin estar enteramente de acuerdo con las ideas anteriores, se han pronunciado por una progresiva desaparición del Estado -Instrumento de explotación en manos de la clase dominante- para llegar a una sociedad sin clase. Pero en ningún caso han pasado esas ideas de ser meras utopías irrealizables. La autoridad pública tiene una gran misión que cumplir: llevar a individuos y grupos que forman la población del Estado a la realización del bien público temporal. Los grandes tratadistas clasifican en dos grupos la tarea de la autoridad: 1) El gobierno de los hombres 2) La administración de las cosas El gobierno de los hombres: es sin duda la más importante y trascendental tarea de la autoridad en el Estado; al hombre se le gobierna mediante preceptos y órdenes que, por dirigirse a seres racionales y libres, afectan primeramente al fuero de su conciencia y crean un deber ético de obedecer. Normalmente, la acción de gobernar se lleva a cabo mediante normas jurídicas. En su acción de gobernar a los hombres, la autoridad del Estado debe oscilar en todo momento entre dos polos que marcan una fuerte y constante tensión: la fuerza y la persuasión frente a los reacios que no quieren entrar por el camino de la colaboración en el bien público temporal, el Estado debe emplear la fuerza. Un Estado que no es suficientemente fuerte para mantener el orden público, es víctima de la tiranía de los grupos o de la anarquía total. Pero la fuerza no puede ser el recurso ordinario del Estado. A los hombres se les gobierna por razones, y sólo con el asentimiento general se pueden llevar adelante las políticas de la autoridad pública. Si no hay una libre adhesión de los ciudadanos -por lo menos de parte de los grupos más influyentesni las dictaduras más poderosas pueden mantenerse por largo tiempo. Administración de las cosas: en conjunto con las labores del gobierno de los súbditos, la autoridad pública cumple su misión por medio de la administración de los servicios públicos. Es una tarea diferente pero necesaria. Se trata de proveer por medio de recursos humanos, financieros y técnicos a la satisfacción de los intereses tanto materiales como de otra naturaleza que requiere el bien público-temporal a través de una refinada técnica de organización administrativa. Los servicios tienen un valor puramente instrumental, son un medio para gobernar pero no un fin en sí mismos. Los servicios constituyen, pues, en su carácter de administración de las cosas, el complemento del gobierno de los hombres que es la forma más típica de manifestación de la autoridad en el Estado. Y no hay que olvidar que tanto la administración como el gobierno están sometidos a una ley fundamental que está por encima incluso de todo derecho positivo: la del servicio del bien público temporal. Gobernar y administrar no tienen más sentido y valor que el servicio de la comunidad y de sus fines. Sólo allí encuentran su justificación. De allí que los gobernantes no puedan hablar nunca de un derecho de potestad o dominación que les pertenezca a manera de un derecho subjetivo que puedan emplear en beneficio propio. Por eso en el lenguaje moderno se habla de derechos funcionales de la autoridad política, porque sólo existen y se legitiman en función del servicio del bien público temporal. Los gobernantes tienen como oficio servir y las viejas ideas de superioridad, imperio y dominio que fueron propias del absolutismo real o de aristocracias políticas o económicas, han caído en desuso en nuestros tiempos en los que predominan las ideas democráticas. Los gobernantes deben buscar el bien público y evitar toda política partidaria. Aún cuando como ciudadanos pertenezcan a un partido político determinado, y ese partido, por abrumadora mayoría haya triunfado en las elecciones, una vez llegados al gobierno, deben mirar por el bien de todos y no nada más por los miembros de su partido. La justicia distributiva les impone el deber de no hacer discriminaciones sino de atender a las necesidades generales aún de personas o agrupaciones que política o ideológicamente no vayan de acuerdo con el partido dominante. Maurice Hauriou: “No se debe gobernar para el partido, se llega al poder con el partido, pero debe gobernarse para el bien público.” Conforme a estos principios pueden definirse las relaciones que existen entre los gobernantes y el Estado. Los gobernantes son representantes, órganos representativos de la idea del Estado. Los hombres que ejercen el gobierno de la comunidad son ciudadanos como los demás pero en el tiempo en que son gobernantes y en la esfera de sus atribuciones adquieren la calidad de órganos representativos y tienen todo el poder y los recursos necesarios para mandar eso si siempre sometidos al derecho. 6.2. Atribuciones y funciones del Estado: Las atribuciones del Estado son el facultamiento concreto que el ente soberano realiza al Estado y se clasifican en cuatro categorías: a) Atribuciones de mando, de policía o de coacción que comprenden todos los actos necesarios para el mantenimiento y protección del Estado y de la seguridad, la salubridad y el orden público. b) Atribuciones para regular las actividades económicas de los particulares. c) Atribuciones para crear servicios públicos. d) Atribuciones para intervenir mediante gestión directa en la vida económica, cultural y asistencial del país. Las atribuciones engloban lo que hace el Estado y lo que le está permitido atender. De ahí que la evolución de las atribuciones sea de crecimiento constante, toda vez que desde el Estado liberal hasta nuestros días se han extendido las materias en las que interviene en forma exclusiva y las que regula, al grado que se puede afirmar que en la actualidad no existe materia en la que no participe, en forma directa o indirecta. Las funciones del Estado son las formas en que se ejercen las mencionadas atribuciones, la manera en que el Estado participa en las materias que tiene autorizadas. En torno a esta actuación es que se mantiene vigente el concepto de división de poderes. La triple premisa que dio lugar a la teoría de Montesquieu es que: “El que hace las leyes no sea el encargado de aplicarlas ni de ejecutarlas; que el que las ejecute no pueda hacerlas ni juzgar de su aplicación; que el que juzgue no las haga ni las ejecute.” Sin embargo, esta idea fundacional del Estado liberal ha sido matizada en la teoría del derecho constitucional y administrativo bajo la premisa de que el poder del Estado es único e indivisible y que las Constituciones modernas establecen una distribución de facultades entre los diversos órganos jerárquicos estatales para evitar el aislamiento o el antagonismo de los mismos. Carl Schmitt sostiene que la división de poderes es una separación de funciones cuyo propósito fundamental es establecer límites al poder público y evitar la concentración del mismo en un individuo o corporación. Más que una división de poderes existe la unidad de poder con una pluralidad de órganos y funciones, que no necesariamente desnaturaliza la teoría tradicional de la división tripartita de los poderes, pero que abre la oportunidad para crear órganos de origen constitucional e incluso legal autónomos de los poderes considerados en el caso mexicano en el artículo 49 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos. El estudio de estos conceptos vinculados con funciones con las que se relaciona sería sencillo si cada uno estuviera relacionado exclusivamente con un órgano específico, pero eso no es así, aún más que la cooperación entre los poderes se ha desarrollado una multifuncionalidad de los mismos. La división de funciones más que de poderes se entiende en tres: función legislativa, función ejecutiva y función judicial, las cuales conforme a la teoría tradicional correspondía a uno de los tres poderes en forma exclusiva y excluyente pero que en la realidad no se dan de manera absoluta ya que el texto constitucional permite, en ciertos casos, que los poderes lleven a cabo tareas que por su naturaleza son propias del otro poder. Ejemplo de lo anterior lo tenemos en el artículo 89, Fracción I de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos en la cual se faculta al Presidente de la República para crear reglamentos (facultad reglamentaria), acto que, por su naturaleza, es meramente legislativo (materialmente legislativo) pero formalmente ejecutivo al ser realizado por este poder y no por el legislativo. Si bien lo anterior pudiera parecer una burda invasión de poderes, no lo es ya que el propio texto constitucional lo permite al comprender que un eficaz ejercicio del gobierno no puede darse de forma rígida, sino coordinada.