INSTRUMENTOS EN LAS MANOS DE DIOS (Extracto de ´Medios divinos y medios humanos´) Alberto Hurtado S.J. Para ser santo no se requiere pues sólo el ser instrumento de Dios, sino el ser instrumento dócil: el querer hacer la voluntad de Dios. La actividad humana se hace santa mientras está unida al querer divino. Lo único que impediría nuestra santificación en el obrar es la independencia del querer divino. Este sería el camino de la esterilidad, como el de la dependencia será el de santificación. Supuesta la voluntad de Dios, todas las criaturas son igualmente aptas para llevarnos al mismo Dios: riqueza o pobreza, salud o enfermedad, acción o contemplación, evangelio, liturgia, prácticas ascéticas: lo que Dios quiera de nosotros. Entre las manos de Dios cualquiera acción puede ser instrumento de bien como el barro en manos de Cristo sirvió para curar al ciego. Cualquiera de nuestras acciones por más material que parezca, con tal que sea una colaboración con Dios, hace crecer la vida divina en nuestras almas. ¿Hay un criterio para poder distinguir las acciones nuestras que son una colaboración con Dios de las que no lo son? Sí. La unión de nuestra voluntad con la de Dios. La voluntad de Dios es la llave de la santidad: aceptar esta voluntad, adherir a ella es santificarnos. Pensar en Dios, meditar su palabra son ocupaciones excelentes pero no pueden considerarse como exclusivas, pues no menos excelente fue María Santísima cumpliendo sus deberes de madre, de esposa, haciendo los deberes domésticos de su casa. Esta tendencia establece un divorcio entre la religión y la vida y puede llegar hasta hacer despreciar el cumplimiento de los deberes de estado aun los más elementales. El miedo de la acción, la convicción que la actividad humana aleja de Dios arrojan estas almas en la mediocridad y en la rareza; no pocos se vuelven orgullosos y testarudos. No es raro que estas personas ilusionadas no tengan sino desprecio por la cosas de este mundo. No consideran a Dios como causa de su obrar y como alma de sus operaciones sino como un fin al cual hay que tender y este fin situado más allá de lo creado se alcanza por una elevación intelectual que ellos creen mística. Se desinteresan éstos de los progresos terrestres y de las calamidades que pesan sobre la sociedad humana. Allí no está Dios. Dios está en el cielo. De aquí una concepción de la vida espiritual sentada alrededor de algunas virtudes pasivas y secretas que ellos entienden a su manera. Toda esta concepción de la vida nace de un desconocimiento de la doctrina de la colaboración del hombre con Dios. Si Dios no actúa en este mundo sino que únicamente nos aguarda en el otro es evidente que es una locura detenerse a considerar esta vida mortal y preocuparse en algo de las cosas finitas que nos alejan del infinito. Pero al que considera esta vida como la obra amorosa de un padre que nos la ha dado para su gloria; que nos la ha dado hasta el punto de enviar a su Hijo único a esta tierra a revestirse de nuestra carne mortal y tomar nuestra sangre e incorporar en sí como en un resumen todas las realidades humanas: para el que esto piensa este mundo tiene un valor casi infinito. Este mundo sin embargo lo mira no como el estado definitivo de su acción, sino como la preparación para la consumación de su amor con el Padre y el Hijo en el Espíritu Santo. Mientras tanto con su sacrificio de oraciones se une al Verbo Encarnado y agrega en lo que falta a la pasión de Cristo para salvar otras almas y dar gloria a Dios. El que ha comprendido la espiritualidad de la colaboración toma en serio la lección de Jesucristo de ser misericordioso como el Padre Celestial es misericordioso, procura como el Padre Celestial dar a su vida la máxima fecundidad posible. El Padre Celestial comunica a sus creaturas sus riquezas con máxima generosidad. El verdadero cristiano, incluso el legítimo contemplativo, para semejar a su padre se esfuerza también por ser una fuente de bienes lo más abundante posible. Quiere colaborar con la mayor plenitud a la acción de Dios en El. Nunca cree que hace bastante. Nunca disminuye su esfuerzo. Nunca piensa que su misión está terminada. Tiene un celo más ardiente que la ambición de los grandes conquistadores. El trabajo no es para El un dolor, un gasto vago de energías humanas, ni siquiera un puro medio de progreso cultural. Es más que algo humano. Es algo divino. Es el trabajo de Dios en el hombre y por el hombre. Por esto se gasta sin límites. Quisiera que los colaboradores no faltasen a Dios. Sabe que Dios está dispuesto a obrar mucho más de lo que lo hace, pero está encadenado por la inercia de los hombres que deberían colaborar con El. Como San Ignacio, piensa “que hay muy pocas personas, si es que hay algunas, que comprendan perfectamente cuánto estorbamos a Dios cuando El quiere obrar en nosotros y todo lo que haría en nuestro favor si no lo estorbáramos”. Frente al error que acabamos de señalar hay otro no menos grave que deriva también de una incomprensión de la espiritualidad de la colaboración. Hay personas, como se ve a diario que están de tal manera obsesionadas con el bien de las almas, la gloria de Dios, que olvidan casi completamente la causa invisible de este bien. Su celo es admirable. No tienen más que una idea: hacer avanzar el reino de Dios y combatir por el triunfo de la Iglesia; son leales y rectos en sus intenciones. Sin embargo no se santifican o se santifican muy poco; ganan partidarios a la Iglesia pero en realidad ni ellos se asemejan más a Cristo, ni hacen a nadie más semejante al Maestro. No colaboran con Dios, por tanto su acción es estéril. Tienen un inmenso celo de la perfección de los otros pero poco celo de su propia perfección. Semejan al artista que preocupado de la función teatral que prepara no guarda tiempo para prepararse él mismo para ella. La realización de sus proyectos los absorbe en tal forma que no tienen tiempo ni fuerza ni gusto para pensar en su alma. Están devorados por la acción. A solas con Dios se aburren; están pensando en la acción que los aguarda y dan como excusa las necesidades del apostolado. Algunos para remediar a su mediocridad introducen en su vida algunos ejercicios de piedad pero su remedio es insuficiente y demasiado exterior a la misma actividad. Algunos llegan a extrañarse que se les pida otra cosa que una abnegación total en la acción. Desprecian secretamente la contemplación, la paz y el silencio. El motivo de “la voluntad de Dios” es el lema para estar seguro de cumplir nuestra misión sobrenatural, mejor aún que el de la “gloria de Dios”, pues a veces el lema de la gloria de Dios encubre nuestra voluntad bajo pretextos especiosos. En resumen la gran ilusión de los activistas está en gastar demasiados esfuerzos en producir frutos y de hacer demasiado pocos esfuerzos por vivir en Cristo. De esta falta de vida en Cristo se sigue la esterilidad real de su apostolado ya que, como dijo Jesús, “sin mí no podéis nada”; y en cambio, el que cree en El hará las obras de Cristo y aún mayores; pero creer en Cristo es estar incorporado en El por una fe viva que supone la caridad. El sarmiento que no está incorporado a la vid no puede dar frutos, nosotros tampoco si no permanecemos en Cristo.