Jactaos vosotros

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Jactaos vosotros
Publicado en Periódico Diagonal (https://www.diagonalperiodico.net)
“La caída del uno, suele ser escalón del que se sirve el otro en su ascenso”, afirma Herta Müller en
un ensayo sobre la escritora berlinesa Inge Müller. Y con “el otro” se refiere aquí, sin duda,
especialmente al marido trepador, o siquiera vividor y sobrevividor de aquélla. Dicho de otra
manera, cuando el uno abdica o renuncia, el otro saca provecho. La bofetada que no se da puede
ser, por desgracia, la que se recibe.
A Inge Müller, nacida en 1925, le tocó vivir el nazismo, incluso el frente, pues fue movilizada y
uniformada para la “victoria final” en los últimos días de la Segunda Guerra Mundial, junto a otras
mujeres y niños-soldado. Padeció asimismo la angustia de los bombardeos, quedando tres días
atrapada con un perro bajo los escombros. Ella misma tuvo que sacar a sus padres muertos de entre
las ruinas. Tras la guerra, sufrió el control del partido único en la Alemania comunista, del que fue
alejándose según se asentaban las consignas congeladas, la ideología fósil, la palabrería, los
arribistas.
Inge Müller escribió sobre todo poesía, sin publicar mucho durante su vida, y libros infantiles. El resto
de su trabajo fue absorbido por su marido. Escritor de obras de teatro, supo arreglárselas mejor con
la realidad, y protagonizar autoría y fama de las obras escritas entre los dos. El reconocimiento de la
participación de ella fue entonces mínimo, insuficiente. Lo que había empezado como una empresa
productiva común, terminó por convertirse en una relación destructiva. Es una vieja historia.
“Morir es que no te pregunten nunca”, se queja Inge Müller en un verso
Inge Müller fue dándose una y otra vez contra un muro de un material ancestralmente duro, bien
conservado por esa sociedad de hombres que, al mismo tiempo que se hacen la guerra, se
sustentan mutuamente en el mantenimiento de su estatus.
Así se vio, paso a paso, reducida a hacer de anfitriona que recibe a la cuadrilla de amigos
intelectuales del marido, quienes no escuchan jamás las opiniones de la mujer de la casa, o las
temen y evitan. Por los demás, las visitas masculinas estaban más interesadas en hacer
abstracciones sobre la humanidad, que en ocuparse de casos particulares y cercanos. Inge Müller
sintió, con cada vez mayor desazón, que todo otro tipo de movimientos suyos eran censurados
sutilmente, ninguneados, tanto en lo más privado como en lo social. Y siguió llevando adelante su
peculiar pelea vital sin armadura, hasta agotarse.
Finalmente, optó por arrinconarse en su habitación, tocar el acordeón y escribir nada más para sí
misma. “Morir es que no te pregunten nunca”, se queja en un verso. Su suicidio a los cuarenta y un
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años tampoco sería admitido en aquel “optimista” mundo sin clases ni tragedias individuales, sino
silenciado, olvidado. Por ello, las compilaciones y ediciones de su excelente obra poética no
comenzaron hasta muchos años más tarde.
Mujer, poeta y suicida: frecuente combinación. Que este hecho no suponga atractivo o fascinación
añadidos. Que no se haga de él una tradición mencionando a Safo. Generalizar sobre las causas
sería complejo. Innecesario, por otra parte. Haríamos caricaturas, queriendo dar con la perfecta
explicación. Mas a pesar de que las circunstancias personales, económicas o políticas son muy
diferentes, lo que todas ellas parecen compartir es la experiencia de un abuso. ¿Qué abuso? El que
va de la cuna a la tumba en la sociedad patriarcal. El que se sobreentiende, no se ve, no se huele, no
se oye. Han crecido con él, no pueden quitárselo de encima.
“Si la muerte te toma y se mete contigo es un hombre. Pero si te das muerte a ti misma, es una
mujer”, cuenta Anne Sexton a una amiga en una carta.
Tienen además en común una imaginación y creatividad que no se dejan engañar ni amortiguar. Y
unos ojos sagaces que ven mucho, que ven demasiado. No quieren o no saben mirar hacia otro lado.
¿Qué ven? La grosería del baile de máscaras. Y se niegan a participar, aun presintiendo que no ser lo
previsto o esperado, puede significar dejar de ser. Que no se las reconozca ni aprecie, ni en casa ni
en la calle.
Mientras viven, el duelo, el desencanto, son casi continuados, regresan sin cesar. Aunque batan al
hombre-lobo en la montaña, dentro queda su huella imborrable. Llora y llora la lluvia sobre el valle.
No hay analgesia contra su verdad, ni reparación del daño. Tampoco hay separación entre lo que
viven y lo que escriben, pues se niegan a entender la experiencia –la propia o la ajena– únicamente
como puro material para su obra. La exigencia moral y sentimental es tan grande, que son incapaces
de plantear estrategias, de imponerse límites y protegerse por medio de ellos. Tan lejos están de ser
oportunistas, que hasta la oportunidad se les hace sospechosa.
A veces también esperan. El mar siempre acierta: tendidas en la orilla ¿qué ola las arrastrará? Y el
mar que desean pasa de largo. Poco a poco el interior se seca. Los reveses afectivos toman un peso
desmesurado. Bruscamente, una galerna. Igual que mástiles azuzados por el viento, todavía los
pensamientos chocan y combaten entre sí. Sin embargo, el corazón ya se ha rendido. En tal caso no
aceptarán seguir viviendo. ¡Qué degradación vivir con ese órgano desaparecido!
Y luego viene la preparación de la muerte, que a menudo precisará más de un intento. Lo dice otra
poeta, Marina Tsvietáieva, en su diario: “La muerte es terrorífica sólo para el cuerpo. El alma no la
piensa. En el suicidio el cuerpo es el único héroe”. O bien: “Vivir es heroísmo del alma, como morir lo
es del cuerpo”.
La cuerda que un amigo prestó para atar las maletas será utilizada por Marina Tsvietáieva para
ahorcarse. Alfonsina Storni se lanzará al agua desde el rompeolas del Club Argentino de Mujeres.
Violeta Parra se pegará un tiro en su carpa fracasada. Anne Sexton vestirá el abrigo de su madre,
dentro del coche parado, con el motor encendido, al que se subirá para su último viaje...
Simbolismos, tal vez.
Inge Müller (como Sylvia Plath tres años antes) se suicidó con el gas de la cocina. Su marido
describió en un escrito de aspereza atemorizante, cómo se la encontró muerta en el suelo. Afirmó
después no haber querido ocultar lo que sintió en aquel momento, por cruel que fuera. Precisamente
ahora –tarde– búsqueda de la veracidad. Pero sólo como ejercicio literario. No obstante, mediante
este ejercicio se retrata a sí mismo. Nos indica con claridad su posición, desapegada, en la vivienda
compartida. Aunque mejor dejemos, por una vez, conscientemente de lado al hombre y su nombre...
“Escribí e inscribí sin pausa/ el verdor en la hierba/ mi llanto/ no mojó la tierra/ mi risa/ no despertó a
ningún muerto/ yo me metí en la piel de todos./ Ya no volveré a gritar./ ¡Que no me asfixie de tanto
callar!”, escribió desesperada Inge Müller.
Y con todo: “Algún día vendrá/ será nuestro enviado/ ese ser humano que/ hemos imaginado./
Jactaos vosotros/ los que hoy/ nos estampáis contra el asfalto”.
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