Sartre - El ser y la nada

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b) la insuficiencia de la noción de propiedad para dar cuenta de la
ambigüedad de la relación amorosa y el lenguaje como vehículo de esta
ambigüedad
Sartre, Jean Paul., El ser y la Nada, traducción de Juan Valmar,
Losada, Buenos Aires, 2008. Tercera parte, cap. III, págs. 502512
Filósofo francés, dramaturgo, novelista y periodista político, es uno de los principales
representantes del existencialismo. Sartre nació en París el 21 de junio de 1905; estudió en la
École Normale Supérieure de esa ciudad, en la Universidad de Friburgo, Suiza y en el Instituto
Francés de Berlín. Enseñó filosofía en varios liceos desde 1929 hasta el comienzo de la II Guerra
Mundial, momento en que se incorporó al ejército. Desde 1940 hasta 1941 fue prisionero de los
alemanes; después de su puesta en libertad, dio clases en Neuilly (Francia) y más tarde en París,
y participó en la Resistencia francesa. Las autoridades alemanas, desconocedoras de sus
actividades secretas, permitieron la representación de su obra de teatro antiautoritaria Las
moscas (1943) y la publicación de su trabajo filosófico más célebre El ser y la nada (1943).
Sartre dejó la enseñanza en 1945 y fundó, con Simone de Beauvoir entre otros, la revista política
y literaria Les temps modernes, de la que fue editor jefe. Se le consideró un socialista
independiente activo después de 1947, crítico tanto con la Unión de Repúblicas Socialistas
Soviéticas (URSS) como con los Estados Unidos en los años de la guerra fría. En la mayoría de sus
escritos de la década de 1950 están presentes cuestiones políticas incluidas sus denuncias sobre
la actitud represora y violenta del ejército francés en Argelia. Rechazó el Premio Nobel de
Literatura de 1964 y explicó que si lo aceptaba comprometería su integridad como escritor. Las
obras filosóficas de Sartre conjugan la fenomenología del filósofo alemán Edmund Husserl, la
metafísica de los filósofos alemanes Georg Wilhelm Friedrich Hegel y Martin Heidegger, y la
teoría social de Karl Marx en una visión única llamada existencialismo. Este enfoque, que
relaciona la teoría filosófica con la vida, la literatura, la psicología y la acción política suscitó un
amplio interés popular que hizo del existencialismo un movimiento mundial. Murió en París el 5
de abril de 1980.
La noción de «Propiedad», por la cual tan a menudo se explica el amor, no puede ser primera,
en efecto. ¿Por qué iba a querer apropiarme del prójimo Sino, justamente, en tanto que el
Prójimo me hace ser? Pero esto implica, Precisamente un cierto modo de apropiación:
queremos apoderarnos de la libertad del otro en tanto que tal. Y no por voluntad de Albertina se
ríe del amor; se contenta con el miedo. Si busca el amor de sus súbditos, es por política; y, si
encuentra un medio más económico de someterlos, lo adopta en seguida. Al contrario, el que
quiere que lo amen l no desea el Sometimiento del ser amado. No quiere convertirse en el objeto
de una pasión desbordante y mecánica. No quiere Poseer un automatismo y, si se quiere
humillarlo, basta hacer que se represente la Pasión del ser amado como el resultado de un
determinismo Psicológico: el se sentirá desvalorizado en su amor y en su ser. Si Tristán e Isolda
están enloquecidos por un filtro, interesan menos; y llega a suceder que un sentimiento total del
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ser amado mate el amor del amante. Sobrepasa de la meta: el amante vuelve a la soledad si el
amado se transforma en autómata. Así, el amante no desea poseer al amado como se posee una
cosa reclama un tipo especial de apropiación: quiere poseer una libertad, o su libertad.
Pero, por otra parte, no podría sentirse satisfecho con esa forma eminente de la libertad
que es el compromiso libre y voluntario. ¿Quién se contentaría con un amor que se diera como
pura fidelidad a la fe jurada? ¿Quién aceptaría oír que le dijeran: «Te amo porque me he
comprometido libremente a amarte y no quiero desdecirme; te amo Por fidelidad a mí mismo»?
Así, el amante pide el juramento y el juramento lo irrita. Quiere ser amado por una libertad y
reclama que esta libertad, como libertad, ya no sea libre. Quiere a la vez que la libertad del Otro se
determine a sí misma a convertirse en amor -y ello no sólo al comienzo de la aventura, sino en
cada instante-, y, a la vez, que esa libertad sea cautivada por ella misma, que se vuelva sobre sí
misma, como en la locura, como en los sueños, para querer su propio cautiverio. Y este cautiverio
ha de ser entrega libre y encadenada a la vez en nuestras manos. En el amor, no deseamos en el
prójimo ni el determinismo pasional ni una libertad fuera de alcance, sino una libertad que juegue
al determinismo pasional y quede presa de su juego. Para sí mismo, el amante no pide ser la causa,
sino la ocasión única y privilegiada de esa modificación de la libertad. En efecto, no podría querer
ser su causa sin sumir inmediatamente al ser amado en medio del mundo como un utensilio que
pudiera ser trascendido. No es ésta la esencia del amor. En el Amor, al contrario, el amante quiere
ser «el mundo entero» para el ser amado, y esto significa que se coloca del lado del mundo: él es el
que resume y simboliza el mundo, es un esto que incluye todos los demás «estos»; es objeto y
acepta serlo. Pero, por otra parte, quiere ser el objeto en el cual la libertad ajena acepte Perderse,
el objeto en el cual el otro acepte encontrar, como su facticidad segunda, su ser y su razón de ser;
el objeto límite de la trascendencia, aquel hacia el cual la trascendencia del otro trasciende todos
los demás objetos, pero al cual no puede en modo alguno trascender. Y, doquiera, desea el círculo
de la libertad del Otro; es decir, que en cada instante, en el acto por el cual la libertad del
Otro acepta ese límite a su propia
trascendencia, esta aceptación esté ya presente como móvil de la aceptación considerada. Quiere
ser elegido como fin a título de fin ya elegido. Esto nos permite captar a fondo lo que el amante
exige del amado: no quiere actuar sobre la libertad del Otro, sino existir a priori como el límite
objetivo de esa con el Otro; es decir ser dado a la vez con ella y en su surgimiento mismo como
Voluntad que ella debe aceptar para ser libre. Por ello, lo que exige es el límite que a la libertad
ajena quede enviscada, empastada por sí misma: ese límite que es, en efecto, algo dado, y la sola
aparición de lo dado como estructura de la libertad significa que la libertad se hace existir a sí
misma en tanto interior de lo dado como siendo su propia interdicción de trascenderlo. La
interdicción es considerada por el amante a la vez como vivido, o como padecida, en una
palabra, como facticidad y como libremente consentida. Ha de poder ser libremente consentida,
puesto que debe identificarse con el surgimiento de una libertad que se elige a sí misma, su
libertad. Pero ha de ser sólo vivida, puesto que debe ser una facticidad siempre presente, una
facticidad que refluye sobre la libertad del otro hasta su medio; y esto se expresa psicológicamente
por la exigencia de que la libre decisión de amarme tomada anteriormente por el ser amado se
deslice como móvil hechicero en el interior de su libre compromiso presente. Podemos captar
ahora el sentido de tal exigencia: esa facticidad que debe ser límite de hecho para el Prójimo en
mi exigencia de ser amado y que debe terminar por ser su propia facticidad, es mi facticidad. En
tanto que Soy el objeto que el Otro hace venir al ser, debo ser el límite inherente a su
trascendencia misma, de manera que el Otro, al surgir al ser, me haga ser como lo que no puede ser
trascendido y lo absoluto, no en tanto que Para-sí nihilizador, sino como ser-para-otro-en-mediodel-mundo. Así, querer ser amado es infectar al Otro de nuestra propia facticidad, es querer
constreñirlo a re-crearnos perpetuamente como la condición de una libertad que se somete y se
compromete; es querer a la vez que la libertad funde el hecho y que el hecho tenga preeminencia
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sobre la libertad. Si este resultado se pudiera alcanzar, ello implicaría, en primer lugar, que Yo
pudiera estar seguro en la conciencia del Otro. Ante todo, porque el motivo de mi inquietud y de
mi vergüenza es que me capto y me experimento en mi ser-para-otro como aquello que siempre
puede ser trascendido hacia otra cosa, que es puro objeto de juicios de valor, puro medio, puro
utensilio. Mi inquietud proviene de que necesaria Y libremente asumo ese ir que otro me hace
ser en una absoluta libertad: «Dios sabe qué soy Para él ¡Sabe Dios qué piensa de mí! ». Esto
significa: «Dios sabe cómo el Otro me hace ser», y estoy infestado por ese ser que temo
encontrarme un día a la vuelta de un camino, que me es tan extraño, que es sin embargo Mi-ser,
sabiendo también que, pese a mis esfuerzos, no me encontraré con él jamás, Pero, si el Otro me
ama, me convierto en el que no puede ser rendido, lo que significa que debo ser el fin absoluto en
este sentido estoy a salvo de la utensilidad, mi existencia en medio del mundo se convierte para
mí, en el exacto correlato de mi trascendencia, puesto que mi independencia queda
absolutamente salvaguardada. El objeto que el otro debe hacerme ser es un objeto-trascendencia,
un centro de referencia absoluto en torno al cual se ordenen Como Puros medios todas las cosasutensilios del mundo. Al mismo tiempo, como límite absoluto de la libertad, es decir, de la fuente
absoluta de todos los valores, estoy Protegido contra toda eventual desvalorización; soy el valor
absoluto. Y, en la medida en que asumo mi ser-para-Otro, me asumo como valor. Así, querer ser
amado es querer situarse más allá de todo el sistema de valores puesto por el Prójimo como la
condición de toda valoración Y Como el fundamento objetivo de todos los valores. Esta exigencia
constituye el tema ordinario de las conversaciones entre amantes, sea que, como en «La porte
étroite»61, la que quiere ser amada se identifique con una moral ascética de superación de sí
mismo y quiera encarnar el límite ideal de esa superación, sea que, más comúnmente, el amante
exija que el ser amado le sacrifique en sus actos la moral tradicional, preocupándose de saber si el
ser amado traicionaría a sus amigos por él, «robaría, mataría por él», etc. Desde este punto de
vista, mi ser debe escapar a la mirada del ser amado; o, más bien, debe ser objeto de una
mirada de otra estructura: no debo ser visto ya sobre fondo de mundo como un «esto,» entre
otros estos, sino que el mundo debe revelarse a partir de mí. En efecto: en la medida en que el
surgimiento de la libertad hace que exista un mundo, debo ser, como condición-límite de este
surgimiento, la condición misma del surgimiento de un mundo. Debo ser aquel cuya función es
hacer existir los árboles y el agua, las ciudades y campos, los demás hombres, para dárselos en
seguida al otro para que los organice como mundo, así como la madre, en las sociedades
matronímicas, recibe los títulos y el nombre, no para guardarlos, sino para transmitirlos
inmediatamente a sus hijos. En cierto sentido, si he de ser amado, debo ser el objeto a través de
cuyos poderes el mundo existirá para el otro; y, en otro sentido, soy el mundo. En vez de ser un
esto que se destaca sobre fondo de mundo, soy el objeto-fondo sobre el cual el mundo se destaca.
Así me tranquilizo: no estoy ya transido de finitud por la mirada del otro; el otro no fija ya mi ser
simplemente en lo que soy; ya no podré ser mirado como feo, pequeño, cobarde, puesto que tales
caracteres representan necesariamente una limitación de hecho de mi ser y una aprehensión de
mi finitud como finitud. Ciertamente, mis posibles quedan como posibilidades trascendidas, como
posibilidades muertas, pero tengo todos los posibles; soy todas las posibilidades muertas del
mundo; con ello, dejo de ser el ser que se comprende a partir de otros seres o a partir de sus
propios actos; no obstante, en la intuición amorosa que exijo, debo ser dado como una totalidad
absoluta a partir de la cual deben ser comprendidos todos los seres y todos sus actos propios.
Podría decirse, deformando un tanto la célebre fórmula estoica, que «el amado puede fallar tres
veces». El ideal del sabio y el ideal del que quiere ser amado coinciden, en efecto, en que Uno Y
Otro quiere el mundo del amado y del sabio. Ser totalidad-objeto accesible a una intuición global
que capte las inacciones como estructuras parciales Captadas a partir de la totalidad. Y, del mismo
modo que la sabiduría se presenta como un estado que ha de alcanzarse por una metamorfosis
61
“La Puerta estrecha”, Novela de André Gide (N. de la revisión)
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absoluta, así también debe metamorfosearse absolutamente la libertad ajena para darme acceso
al estado de amado. Esta descripción se debería encuadrar bastante bien, hasta ahora, en la
famosa descripción hegeliana de las relaciones entre el amo y el esclavo. El amo hegeliano es
para el esclavo, lo que el amante quiere serlo para el amado. Pero aquí termina la analogía, pues
el amo, en Hegel, no exige unilateralmente y, por así decirlo, de modo implícito, la libertad del
esclavo mientras que el amante exige ante todo la libertad del ser amado. En este sentido, si he
de ser amado por el otro, debo ser libremente elegido por Otro amado, Sabido es que, en la
terminología corriente del amor, el amado es designado con el término de elegido. Pero esta
elección no debe ser relativa y contingente: el amante se irrita y se siente desvalorizado cuando
piensa que el amado lo ha elegido entre otros: «Entonces, si yo no hubiera venido a esta ciudad, si
no hubiera frecuentado la casa de fulano, tú no me habrías conocido, no me habrías amado».
Esta idea aflige al amante: su amor se convierte en amor entre otros amores, limitado por la
facticidad del amado y por su propia facticidad, a la vez que por la contingencia de los
encuentros: se convierte en amor en el mundo, objeto que supone el mundo y que puede a su vez
existir para otros. Lo que él exige, lo traduce con estas palabras torpes e impregnadas de
«cosismo»: «Estábamos hechos el uno para el otro»; o bien utiliza la expresión: «almas gemelas».
Pero hay que saberlo interpretar: él sabe bien que lo de «estar hechos el uno para el otro» se
refiere a una elección originaria. Esta elección puede ser la de Dios, como el ser que es elección
absoluta, pero Dios no representa aquí sino el paso al límite en la exigencia de absoluto. En
realidad, lo que el amante exige es que el amado haya hecho de él una elección absoluta. Esto
significa que el ser-en-el-mundo del amado debe ser un ser amante. Este surgimiento del amado
debe ser libre elección del amante. Y, como el otro es fundamento de mi ser-objeto, exijo de él
que el libre sufrimiento de su ser tenga por fin único y absoluto su elección de mí, es decir, que
haya elegido ser para fundar mi objetividad y mi facticidad. De este modo mi facticidad queda
salvada. Ya no es ese algo dado impensable e insuperable de lo cual huyo: es aquello para lo cual
el otro se hace elegir libremente, es como un fin que él se da. Yo lo he infectado con mi facticidad,
pero, de la que ha sido infectado en cuanto Iibertad, me la devuelve como facticidad para que
ésta sea su fin. A partir de ese amor capto, pues, de otro modo mi alienación y mi facticidad
propia. Esta es -en tanto que para-otro- no ya un hecho, sino un derecho. Mi existencia es Porque
es llamada. Esta existencia, en tanto que la asumo, se convierte en Pura generosidad. Soy
porque me prodigo. Estas amadas venas de mis manos existen por bondad pura. Qué bueno Soy
por tener ojos, cabello, cejas, y prodigarlos incansablemente, en un desbordamiento de
generosidad, a ese deseo infatigable que el otro libremente se hace ser. Sí en vez de sentirnos,
como antes de ser amados, inquietos por esa injustificada e injustificable protuberancia que era
nuestra existencia, en vez de sentirnos «de más», sentimos ahora que esa existencia es recobrada
Y querida en sus menores detalles por una libertad absoluta -a la que condiciona al mismo
tiempo- y que nosotros mismos queremos con nuestra Propia libertad. Tal es el fondo de la
alegría del amor, cuando esa alegría existe: sentir justificada nuestra existencia.
A la vez, para que el amado pueda amarnos, ha de estar dispuesto a ser asimilado por nuestra
libertad, pues ese ser-amado que anhelamos es ya la prueba ontológica aplicada a nuestro serpara-otro. Nuestra esencia objetiva implica la existencia del otro y, recíprocamente, la libertad
del otro funda nuestra esencia. Si pudiéramos interiorizar todo el sistema, seríamos nuestro
propio fundamento.
Este es, pues, el objetivo real del amante, en tanto que su amor es una empresa, es decir, un
proyecto de sí-mismo. Este proyecto debe provocar un conflicto. El amado, en efecto, capta al
amante como un objeto-otro entre los otros, es decir, lo percibe sobre fondo de mundo, lo
trasciende y lo utiliza. El amado es mirada. No podría, pues, utilizar su trascendencia para fijar un
límite último a su ir más allá, ni utilizar su libertad para que ésta se cautivara a sí misma. El amado
no podría querer amar. El amante debe, pues, seducir al amado, y su amor no se distingue de esta
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empresa de seducción. En la seducción, no intento en modo alguno descubrir al otro mi
subjetividad: no podría hacerlo, por otra parte, sino mirándolo; pero, con este mirar, haría
desaparecer la subjetividad del otro, esa misma subjetividad que pretendo asimilar. Seducir es
asumir enteramente y como un riesgo que hay que correr mi objetidad para otro; es ponerme
bajo su mirada y hacerme mirar por él; es correr el peligro de ser-visto para tomar un nuevo
punto de partida y apropiarme del otro en y por mi objetidad. Me niego a abandonar el terreno en
que experimento mi objetidad; quiero plantear la lucha en ese terreno mismo haciéndome
objeto fascinante. Hemos definido la fascinación como estado en nuestra segunda parte: es,
decíamos, la conciencia no-tética de ser la nada62 en presencia del ser. La seducción apunta a
provocar en el otro la conciencia de su nihilidad frente al objeto seductor. Por la seducción,
apunto a constituirme como una plenitud de ser y a hacerme reconocer como tal. Para ello, me
constituyo en objeto significante. Mis actos deben indicar en dos direcciones. Por una parte, hacia
lo que erróneamente se llama subjetividad, que es más profundidad de ser objetivo y oculto; el
acto no es realizado sólo Posible, infinita e indiferenciada de otros actos reales y sino que indica
una serie posibles que doy como constitutivos de mi ser objetivo no percibido. Así, intento guiar
la trascendencia que me trasciende y remitirla al infinito de posibilidades muertas,
precisamente para ser el que no puede ser infinito, o justamente en la medida en que lo único no
susceptible de ser trascendido. Por otra parte, cada uno de mis actos intentara indicarles el
máximo espesor del mundo-posible y debe presentarme como fijado a las más vastas regiones
del mundo, ya sea que yo presente el mundo al ser amado e intente constituirme como el
intermediario necesario entre él y el mundo o simplemente sea que ponga de manifiesto por mis
actos diversas capacidades hasta el infinito sobre el mundo (dinero, poder, relaciones etc.). En el
primer caso, intento constituirme como un infinito de profundidad; en el segundo, identificarme
con el mundo. Por estos diversos procedimientos, me propongo como el que no puede ser
trascendido. Esa pro-posición no puede bastarse a sí misma; no es sino un asedio del otro; no
puede adquirir valor de hecho sin el consentimiento y la libertad del otro, que debe quedar
cautivado reconociéndose como nada frente a mi plenitud absoluta de ser.
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Le rien, en el original.
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