DE NUEVO SOBRE UNA ADMINISTRACI~NEFICAZ Y EL PRINCIPIO DE LEGALIDAD María José Alemán Pardo SUMARIO 1. INTRODUCCI~N. 2. EL PRINCIPIO DE LEGALIDAD. 3. EL PRINCIPIO DE EFICACIA. 4. EL PRINCIPIO DE LEGALIDAD Y EFICACIA ADMINISTRATIVA: Una alternativa. Ya hace bastante tiempo, aunque últimamente con mayor insistencia, que se vienen presentando como antagónicos o al menos como neutralizadores entre sí, el principio de legalidad y el principio de eficacia en la Administración. Es frecuente fundamentar hoy la critica a la acción administrativa en su ineficacia y también encontrar que las propuestas reformadoras, en aras del fin último de la eficacia, contraponga maniqueamente este objetivo o fin al de la legalidad como un valor periclitado. El planteamiento que refiero no sólo lo he encontrado en informes recientes, de carácter técnico, utilizados como material de trabajo para la reforma de la Administración, sino en trabajos doctrinales elaborados no carentes de razones que formalmente avalan esta contraposición. Pero sin duda, la más expresiva es una cita extraída de una obra bien conocida del profesor Alejandro Nieto «La Administración pública ha estado siempre dominada por los juristas ... Al construir una carretera no se piensa tanto en el fin perseguido de facilitar las comunicaciones sino en contar con una ley previa, con un plan, con un proyecto, con unos mecanismos de contratación y de presupuestación. Todo esto es necesario, ciertamente; pero resulta inadmisible que lo que debiera ser secundario se convierta en fundamental y que todo sean trabas, hasta el punto que el costo se multiplica y el tiempo se alarga. Entre nosotros se trabaja con papeles que dirigen los abogados y el interés finalista pasa a un último plano. La presencia de los tribunales es una amenaza que termina paralizando los expedientes. Ante el peligro de incumr en un error legal, la Administración se retrasa, cuando no se inmoviliza... la acción del Estado se ha descarriado en el Derecho... Respetándose el Derecho, todo parece licito: el costo, el retraso, la ineficacia, la paralización. Este es un Estado de abogados que viven del papel y no de la acción. La Administración pública es un gigantesco pleito»'. En esta línea, en la década de los años 80, José Borrell, entonces Secretario General del Presupuesto y Gasto Público del Ministerio de Economía y Hacienda, afirmaba que de los controles a que está sujeto el sector público: la legalidad y la eficacia. «El control de la legalidad es el pasado y el control de la eficacia es el futuro». Ahora, a punto de que pase la década de los años 90, la maniquea alternativa sigue más vigente que nunca. Han proliferado los trabajos que postulan esta dicotomía, se elaboran continuamente tablas de antiguos y nuevos valores de la acción administrativa, donde la panacea viene representada por el reto de transformar la legalidad en atención al cliente. Estas simplificaciones pueden se gráficas para la critica, pero totalmente peligrosas para diseñar un nuevo modelo. Es cierto que la practica, la desidia a veces, o los propios cambios tecnológicos pueden demostrar la ineficacia de mecanismos, tramites o técnicas procedimentales que en su día nacieron para garantizar derechos individuales; es obvio que hoy, con los medios a nuestro alcance, cabe modificar las técnicas de gestión, alterar los sistemas de publicidad formal, sustituir la publicidad pasiva por la publicidad activa, modificar la línea de comunicación entre Administración y administrados, acortar plazos, etc... pero el problema se circunscribe a lo siguiente: ¿La eficacia se superpone como principio al viejo principio de legalidad? Se viene en señalar que la eficacia no es un principio jurídico, y en consecuencia cae dentro de los estudios de Ciencia de la Administración más que dentro del ámbito del Derecho Administrativo. Sin embargo, la Constitución española de 1978, cuyo valor normativo está ya fuera de toda discusión2, ya que no sólo es una norma, sino precisamente la primera de las normas del ordenamiento jurídico, la norma fundamental, recoge el término eficacia, y en modo alguno puede considerarse casual, a lo largo de todo su texto, y desde luego, la inclusión de la eficacia entre los principios de la actuación de la Administración pública. (atr. 103.1 C E). A todos nos interesa una Administración eficaz. No basta ya al Estado la legitimación que le presta el origen democrático del poder: le es preciso justificarse permanentemente en la adecuada utilización de los medios puestos a su disposición y la obtención de resultados reales, o lo que es lo mismo, necesita además la legitimación que proviene de la eficacia en la resolución de los problemas sociales. Pero la cuestión es: ¿la eficacia administrativa, cuyo desarrollo es hoy el desafío más inmediato, ha de verse limitada por el principio de legalidad? 1 A. Nieto, «La organización del desgobierno». Ariel. Barcelona 1984. pág. 159, 160,208. 2 Véase entre otras La Constitución como norma jurídica de Eduardo García de Entema en «La Constitución . Civitas. 1980. Española de 1 9 7 8 ~De. Las siguientes observaciones quizá sean mejor entendidas si hago alguna referencia, aunque someramente, al origen y significado de cada uno de estos términos cuando los referimos a la Administración pública. 2. EL PRINCIPIO DE LEGALIDAD La Revolución francesa obtuvo frente al absolutismo un doble propósito. De un lado, convertir la ley en expresión de la soberanía popular, pero de otro someter a las leyes la Administración y los Tribunales. Así nació el Derecho Administrativo y la propia Administración Pública que llamaríamos moderna, es decir, la Administración Pública entendida como una personificación jurídica y sometida en su actuación a la Ley y al Derecho. La concepción revolucionaria de la Ley, como expresión de la voluntad popular y por tanto del poder originario, supuso que toda potestad había de venir referida a la ley. La división de poderes no era sino el corolario de la supremacía de la ley así concebida: El principio de legalidad se concibe, originariamente, como un sometimiento general de la Administración a la legalidad. Es decir, la Administración, primero, no podía actuar por propia autoridad, sino amparándose en la autoridad de la ley; y en segundo, a ese mecanismo se le calificaba de proceso de ejecución de la ley. Esta idea, hoy casi obvia, supuso, sin embargo, - c o m o García de Enterría ha referido magistralmente- una novedad histórica de primer orden: «Lo verdaderamente singular del régimen de Derecho Público surgido de la Revolución, que se concreta, en cuanto a nosotros nos interesa, en el Derecho Administrativo, y lo que constituye la definitiva originalidad histórica de este, es justamente ese cambio radical de concepción el sistema jurídico. La Administración es una creación abstracta del Derecho y no una emanación personal de un soberano y actúa sometida necesariamente a la legalidad, la cual, a su vez, es una legalidad objetiva, que se sobrepone a la Administración y no un mero instrumento ocasional y relativo de la misma, y por ello también tal legalidad puede ser invocada por los particulares mediante un sistema de acciones, expresión del principio de libertad que la Revolución instaura, y que revela como dicha legalidad viene a descomponerse en verdaderos derechos subjetivos. Tal es el sentido general del principio de la legalidad admini~trativa»~. El principio de legalidad administrativa pues, se concibe originariamente como un sometimiento general de la Administración a la legalidad. Este sometimiento, sin embargo, es compatible en su formulación inicial, con amplios márgenes de discrecionalidad. Esta doctrina, llamada de la vinculación negativa, esta hoy mayoritariamente sustituida, a partir de Kelsen, por la doctrina de la vinculación positiva que supone que la acción administrativa no solo tiene como origen y como límite la legalidad, sino que se encuentra 3 García de Enterría. Curso de Derecho Administrativo. Ed. Civitas. sexta ed. pág. 422. positivamente condicionada por la legalidad, de tal suerte que toda actuación administrativa ha de estar habilitada por una cobertura legal previa. No hay duda que nuestra Constitución se inscribe en esta corriente, y que así hay que interpretar el principio de legalidad recogido en el artículo 9.3 y cuya aplicación a la Administración reitera el artículo 103.1 al establecer que la Administración Pública << ...sirve con objetividad los intereses generales y actúa con sometimiento pleno a la ley y al derecho». Así pues, toda la actuación administrativa está por tanto sometida al Derecho y no hay ningún margen de poder que quede fuera del principio de legalidad. Incluso las potestades discrecionales que, como han explicado García de Enterría y T.R. Fernández, están dentro de esta limitación, al quedar sujetas a la Constitución, a la Ley y al Derecho, y así diferenciadas de la prescrita arbitrariedad4. 3. EL PRINCIPIO DE EFICACIA El concepto de eficacia, en su acepción más general, se refiere a la relación entre objetivos propuestos y resultados obtenidos. Mientras que la articulación del principio de legalidad es fruto de una revolución política por la que se despoja a la persona subjetiva del Rey la condición de representante de Dios y fuente de todo Derecho, y será la ley, la fuente de toda autoridad, de tal suerte que sólo en «nombre de la ley» puede imponerse obediencia, el principio de eficacia no cuenta con una revolución capital que lo proclame, y lo haga triunfar. Por el contrario su articulación, referida a la Administración Pública tiene unos orígenes menos nobles y románticos. El origen de la articulación de este concepto referido a la Administración Pública se conecta con la crisis del llamado Estado del Bienestar, del Estado que se conceptualiza como democrático y social; a diferencia del Estado liberal de Derecho, donde la cuestión de la eficacia se agota en la clásica eficacia jurídica de su ordenamiento, al pretender sólo ordenar externamente la vida social, cuyo funcionamiento responde a la lógica de sus propios impulsos espontáneos. El Estado del bienestar supuso la continua expansión de sus responsabilidades y cometidos, de tal modo que el gasto público, se ha expandido tanto, que ya no es socialmente indiferente, si la Administración en su actuación es eficaz o no. Dado que de la renta individual y social se detrae una parte muy importante para financiar el gasto público, los individuos y los grupos sociales comienzan a plantearse si vale la pena sufragar un gasto o una presión fiscal tan considerable, ya que el Estado debe devolver aquellos servicios, aquellas actuaciones que satisfacen los derechos económicos, sociales y culturales realmente. Si resulta, por el contrario, que el Estado, aunque en teoría, se propone con el gasto público satisfacer los derechos económico, sociales y culturales de los ciudadanos y sin embargo la actuación administrativa, por no ser eficaz, supone o bien 4 T.R. Fernández. «De la Arbitrariedad de la Administración» Civitas 1994. una desviación de los fines teóricos de la acción pública, o bien unos costos económicos, desproporcionados, entonces parece razonable plantearse el tema de devolver a la actividad privada muchas de las actuaciones que estaban asumidas, en el Estado democrático y social, en el llamado Estado del Bienestar. De ahí que en nuestro tiempo hayan aparecido corrientes neoliberales y debates que se expresan en palabras nuevas, tales como la privatización. Si el tiempo de la posguerra y del crecimiento económico fue más bien el de las nacionalizaciones o el de la asunción de nuevas responsabilidades por el sector público, el tema de los años 80 -y con mayor ahínco en los 90- ha sido el expresado por la palabra privatización y10 desburocratizacion. En este contexto se explica, como señala Luciano Parejo, el deterioro continuo del prestigio de la cultura de lo público, especialmente de la formalizada jurídicamente (experimentada como rígida, lenta e inadecuada; en definitiva, hostil a la eficacia), frente al creciente prestigio del sistema privado (percibido como eficaz, por ágil, flexible, capaz de responder y amoldarse inmediatamente a los cambios), y por ende, el progresivo afianzamiento de la lógica de este último, determinada absolutamente por la económica (clave del momento), como parámetro de referencia y medida. En este sentido, el Estado social resulta sometido a una doble tensión (en la doble condición de poder y agente económico, desarrollada por el mismo): en cuanto agente económico, la derivada de su exposición a una directa y plena comparación con el sector privado de la economía, que se viene saldando con la racionalización y el saneamiento del sector público, cuando no con la privatización del mismo; en cuanto poder, la resultante de la presión crítica, constante y creciente, de la misma sociedad sobre su organización y funcionamiento, que viene dando lugar - e n t r e otros fenómenos quizás menos llarnativosa reconsideraciones de la función estatal de ordenación social como la que supone la llamada «desregulacion» y al surgimiento de nuevas formas tanto de organización como de acción públicas. En cuanto a la previsión constitucional de la eficacia administrativa, es cierto que en el Anteproyecto de Constitución elaborado por la Ponencia designada al efecto, en el seno de la Comisión Constitucional, no figuraba referencia alguna a la eficacia en la regulación específica de la Administración Pública. Su introducción se produjo en virtud de una enmienda dirigida directamente a tal fin; luego la consagración o no del principio continua siendo cuestión presente prácticamente a lo largo de todo el iter procedimental, hasta quedar definitivamente consagrado como principio de la actuación administrativa en el art., 103.1 del texto constitucional: «La Administración Pública sirve con objetividad los intereses generales y actúa de acuerdo con los principios de eficacia, jerarquía, descentralización, desconcentración y coordinación, con sometimiento pleno a la Ley y al Derecho». De este modo la eficacia se convierte en un principio de contenido específico y carácter jurídico que, junto con los restantes previstos en este precepto, definen el estatuto constitucional de la actuación de la Administración Pública. 4. PRINCIPIO DE LEGALIDAD Y EFICACIA ADMINISTRATIVA: una alternativa Después de este somero recorrido por el origen y significado de la legalidad administrativa y la eficacia, hay que acotar de nuevo, los términos de la cuestión. ¿Puede plantearse en términos jurídicos la eficacia como alternativa o contradictoria al principio de legalidad?, ¿exige una mayor eficacia reducir el margen del principio de legalidad? Sabido es como ha señalado el profesor Parejo. «...que el Estado social plantea el problema de su convivencia con el Estado de Derecho (que es justamente el fundamental de la novedosa fórmula constitucional de «Estado social y democrático de Derecho»); problema que ha lastrado y continua aún condicionando el despliegue de todas su virtualidades. No puede sorprender, por tanto, que la forma de pensamiento determinada por el Estado de Derecho -central en el Derecho público y dominada por la idea de una normación completa o sin lagunas del poder- haya actuado de freno para el reconocimiento de la importancia del principio de eficacia y, sobre todo, la construcción técnica precisa para su operatividad>?. Estamos pues, ante dos principios - e l de legalidad y el de eficacia- consagrados constitucionalmente y de ello se infiere claramente que la eficacia no tiene por qué exigir renuncia alguna a la conquista del Estado de Derecho. El mandato constitucional obliga en ambos sentidos y por tanto de haber contraposición sólo puede plantearse - c o m o cuando entran en colisión derechos distintos- entre normas jurídicas que protegen intereses diferentes y que deben integrarse en el orden constitucional de valores, con los límites que ello imponga. Así lo tiene admitido el Tribunal Constitucional formando parte ya de doctrina de la jurisprudencia constitucional: «Si la Constitución proclama expresamente en su artículo 1.1, que España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho, una de sus consecuencias es, sin duda, la plasmación real de sus valores en una organización que, legitimada democráticamente, asegure la eficacia en la resolución de los conflictos sociales y la satisfacción de las necesidades de la colectividad, para lo que debe garantizarse la existencia de unas Administracionespúblicas capaces de cumplir los valores y los principios consagrados constitucionalmente». (STC 17811989, de 2 de noviembre). La relación de la eficacia con los restantes principios que conforman el orden constitucional fue, precisamente, la cuestión abordada en el voto particular formulado por cinco Magistrados a la Sentencia 7.511983, de 3 de agosto. Textualmente se señala que: «...aunque la eficacia de la Administración es un bien constitucionalmente protegido por el artículo 103.1, tal principio es de rango inferior a la igualdad, que es no sólo un derecho individual de los españoles protegible, incluso por vía de amparo (art. 14 y 53.2 de la CE), sino un principio al que esta sometido el legislador (art. 14 y 9.1 de la CE), e incluso un valor superior del ordenamiento (art. 1.1 de la CE) ante el cual deben ceder otros de rango inferior, pues indudable que no puede buscarse la eficacia de la Administración con medidas legislativas que atenten, como ocurre con la ahora enjuiciada, contra la igualdad de los ciudadanos, aparte de que desconocen el artículo 14 de la Constitución, pues las mentadas razones de organización no son peculiares de ese Ayuntamiento, y por otra parte no determinan la necesaria proporcionalidad entre los fines que se tratan de obtener y la lesión del derecho a la igualdad que producenp6. 5 Luciano Parejo. «La eficacia como principio jurídico de la actuación de la Administración pública». Revista D.A. no 218-219. 1989. 6 El voto particular fue emitido por los siguientes magistrados: doña Gloria Begué Cantón, don Luis DíezPicazo, don Francisco Tomás y Valiente, don Rafael Górnez-Ferre y don Antonio Truyol Serra. El planteamiento expuesto pivota, pues, sobre la afirmación de la vinculación de la Administración a la Constitución, y con ello a los principios de legalidad y al de eficacia; y sobre la afirmación del carácter jurídico del principio de eficacia. El artículo 103.1 de la Constitución y la jurisprudencia constitucional no ofrecen dudas al respecto. Los dos elementos principales que, junto al de sometimiento pleno a la ley y al Derecho la determinan: el servicio a los intereses generales y la actuación conforme a determinados principios, entre ellos el de eficacia, están en estrecha y especifica relación. El segundo está en función del primero, de suerte que ambos integran una misma y única norma y por tanto carente de sentido prescindir de cualquiera de ellos; situación que es, así, jurídicamente necesaria. Bajo el paradigma constitucional parece quedar clara la sujeción de la Administración a ambos principios. Cabe preguntarse, entonces ¿dónde está situada exactamente la cuestión? La cuestión es que hoy día existe un fenómeno creciente y generalizado de implantación de fórmulas organizativas y de procedimientos de actuación juridico-privados en la Administración pública, cuya premisa central consiste, mi juicio, en la confrontación entre el principio de legalidad, como equivalente al Derecho administrativo y la eficacia como una remisión al derecho privado. Al establecer correspondencia entre el principio de legalidad con el Derecho Administrativo, por un lado, y la eficacia con el Derecho privado, por el otro, se reformula de nuevo la cuestión de la que venimos tratando. El profesor Martín Retortillo en su magnífico estudio «Reflexiones sobre la «huida» del Derecho Administrativo», dice que el mito de la eficacia es sólo un pretexto a las verdaderas razones de quienes sustentan este planteamiento, que no son otras que conseguir la exoneración de los controles que el Derecho Administrativo impone. El fenómeno creciente y generalizado de implantación de fórmulas organizativas y de procedimientos de actuación jurídico-privados, dice Martín Retortillo «...está produciendo una profunda mutación en los esquemas orgánicos y operativos de las Administraciones españolas. Sectores muy amplios de los cometidos que aquéllas deben ejercer están quedando prácticamente relegados del ordenamiento jurídico administrativo; y, de continuar la línea señalada, éste habrá de quedar reducido a ámbitos casi marginales... F. Garrido Falla ha valorado la situación alcanzada en nuestro días con referencia a la anteriormente existente: ha hablado así de privatización y reprivatización de la función administrativa, fase esta última en la que se postula una «auténtica apostasía del Derecho administrativo», ya que de lo que se trata es de establecer un sometimiento casi total de la Administración al derecho privado»'. Como fundamento de esta creciente «huida del Derecho administrativo», se esgrime con reiteración que se trata de establecer criterios que permitan mayor operatividad en la actuación de las Administraciones públicas, porque prescindiendo de las trabas y nefastas vinculaciones que impone la legislación administrativa, estas resultan ser más eficaces. Ya en 1984 se iba fraguando esta tendencia. El profesor Alejandro Nieto en su conocida obra «La 7 S. Martín Retortillo. «El Derecho Civil en la génesis del Derecho Administrativo y de sus Instituciones». Ed. Civitas. Madrid, 1996. pág. 23 1. Organización del desgobierno» afirmaba que «...nuestro Derecho Administrativo es una lucha constante entre la Administración, que a través de la discrecionalidad se busca un espacio de actuación eficaz, y los ciudadanos, que consideran tal autonomía como una agresión a la legalidad. Los autores suelen inclinarse por la legalidad a ultranza. Los Tribunales, mucho más ponderados, tienden a aceptar ese ámbito y se limitan a controlar los abusos que dentro de el puedan realizarse». Esta cita, representa, a mi juicio, el núcleo de todas las aseveraciones sobre las que se plantea la cuestión de la alternativa entre legalidad y eficacia. En primer lugar no creo que sea cierta la afirmación de que la Administración se proponga la eficacia y el ciudadano apele a la legalidad. Porque los ciudadanos exigen, son los primeros exigentes, que la prestación de los servicios de la Administración se haga de modo eficaz y con menos formalismo, y de otro lado también las Administración tiende a instalarse en la legalidad formal como garantía de su propia concesión. En segundo lugar, aún me parece más incierto que la eficacia de la Administración se vehicule exclusivamente a través de la discrecionalidad. Es cierto que la discrecionalidad entendida como la facultad de la Administración de actuar libremente cuando la ley le habilita para ello, siempre ha estado permitida, porque ha respondido a una necesidad del poder ejecutivo en el ejercicio de su propio poder. Y por esto precisamente, como magistralmente han conceptuado fundamentalmente García de Enterría y R.T. Fernández, la historia del progresivo hallazgo de técnicas de control del poder discrecional de la Administración es la historia misma de la jurisdicción contenciosoadministrativa y la del propio Derecho Administrativo8. No me cabe duda, ciertamente, que el artículo 103.1 de la Constitución impone a la Administración actuar con sometimiento pleno a la ley y al Derecho. «En definitiva, es la remisión obligada a la situación existente en nuestro ordenamiento jurídico la que considera la Constitución al referir, como no puede ser menos, la ordenación vigente en el momento de su elaboración. De ello, sin embargo no se deduce, que tal situación sea inalterable»9. El debate doctrinal se plantea hoy precisamente en que esa remisión venga referida obligatoriamente al Derecho administrativo y a la jurisdicción contencioso-administrativa. Me alienta que autores tan relevantes como García de Enterría, T.R. Fernández, y Martín Retortillo hayan analizado el tema desde la vertiente de la cancelación y reducción del sistema de garantías a que da lugar este fenómeno de constante alejamiento del derecho administrativo. Para ellos la Constitución sanciona un serie de principios directamente vinculantes para la actuación administrativa. Principios como el de legalidad, art. 103.1, interdicción de la arbitrariedad, art. 9, de objetividad e imparcialidad, art. 103, de actuar de forma procedimentada, art. 105. Estos principios son siempre referibles a la Administración y por tanto el que ésta actúe conforme al derecho privado en modo alguno le eximirá de su cumplimiento. Posición que suscribo íntegramente. También me parece consistente la tesis de S. del Saz Cordero y R. Parada Vázquez que explícitamente considera inconstitucional el fenómeno mismo que se considera, en cuanto 8 9 García de Enterría y R.T. Fernández. S. Martín Retortillo. Op. cit ... pág. 217 entiende que la Constitución contiene una auténtica reserva de Derecho administrativo, y por consiguiente, la huida del mismo choca frontalmente con la Ley fundamental. Esta, se dice, establece una verdadera 'garantía institucional de Derecho administrativo que la hace inmodificable por el legislador ordinario'. En efecto, el artículo 103.1 CE señala que la Administración debe actuar con sometimiento pleno a la ley y al Derecho y desde esta posición se considera que por éste hay que entender el Derecho administrativo, porque así se deduce también de la cláusula general de control de la potestad reglamentaria y de la actividad administrativa que sanciona el artículo 106 y a la vista de la referencia explícita que la Constitución hace en el artículo 153.c) a la jurisdicción contencioso-administrativa en relación con el control de la actividad de las Comunidades autónomas. Estos argumentos me parecen de una solidez difícilmente quebrantable y por consiguiente comparto la tesis de que el único cauce actualmente existente en el sistema español es a través del régimen jurídico-administrativo. La pretendida «huida» de este, bajo el pretexto de la exigible eficacia me parece una falacia porque se asienta sobre dos premisas que se tendrían que aceptar como ciertas a priori: a) La huida del derecho administrativo por la Administración pública es posible bajo el paradigma de la Constitución. b) La eficacia solo se realiza -o fórmulas jurídico-privadas. al menos se vehicula mucho mejor- a través de En mi opinión ninguna de las dos está demostrada. Hasta aquí he intentado argumentar la primera; respecto a la segunda, en más de 20 años de trabajo en la Administración pública aún no he encontrado evidencia de que la ineficacia de la misma se deba al principio de legalidad. Podría enumerar tantas disfunciones como los más recalcitantes privatizadores, pero la relación causa-efecto, ni siquiera ellos, han podido establecerla, que yo sepa. A cambio corremos un riesgo considerable al soslayar el principio de legalidad y con ello huir del Derecho administrativo, fundamentalmente desde el ángulo de la defensa de las garantías y derechos de los ciudadanos. «Simplemente, se trata de recordar que el Derecho administrativo, que para muchos de los que estudiamos hace años, era el enojoso derecho de los trámites, plazos, o de las infinitas órdenes ministeriales, es, por encima de todo, un sistema normativo que ha sido cauce fundamental, nada menos, que para racionalizar el Poder -racionalizarlo, en el término más weberiano del término-, y para garantizar a los ciudadanos la cobertura de sus derechos e intereses frente a ese mismo Poder y los ciudadanos. Y ello, en un horizonte en el que la razón, la justicia y la libertad son determinantes»''. Es obvio que apelar al principio de legalidad no significa olvidar las exigencias de un Administración eficaz. Pero la Administración tiene un actividad multiforme y, en algunos casos, el ciudadano desempeña el papel de cliente pero, en general, ése no es el predicado adecuado para la posición del ciudadano frente a la Administración. 10 S. Martín Retortillo. op. cit. pág. 198. El profesor Liborio L. Hierro Sánchez-Pescador en un interesante trabajo sobre «Seguridad jurídica y actuación administrativa»" replicaba a la lapidaria conclusión de Alejandro Nieto que «...los abogados, desde la perspectiva del pleito, han montado a la Administración como un gran pleito y no como un servicio público», con la siguiente reflexión: «Es obvio que debemos huir de convertir a la Administración en un gran pleito, pero no sería mejor convertirla en unos grandes almacenes». El principio de legalidad es, en mi opinión, la condición necesaria aunque no suficiente de la Administración pública; por esto que al final, la eficacia administrativa, cuyo desarrollo es, sin duda hoy, el desafío más inmediato, se vea limitada por el principio de legalidad y las técnicas jundicas para garantizar la seguridad jurídica de los ciudadanos puede resultar un inconcluso sistema. Pero con seguridad el mejor de todos los imaginables. 11 Revista de Documentación Administrativa. no 218-219. 1989. 50