ENCUENTROS EN VERINES 1990 Casona de Verines. Pendueles (Asturias) LA APORTACIÓN DE LO RELIGIOSO Andrés Torres Queiruga Hace ya bastantes años hablaba Paul Ricoeur de que hasta el momento se había dado un solo encuentro fundante, es decir, no accidental o episódico, entre culturas: el ocurrido entre la tradición judeocristiana y la filosofía griega. Otro está en marcha: el encuentro entre Occidente y las grandes culturas extremo-orientales. Acontece ya para personas y grupos, pero no mueve el conjunto ni funda todavía una nueva síntesis cultural (Finitude et culpabilité, París 1960, pp. 26-30). Temiendo en cuenta el proceso acelerado de planetización, que a todos nos envuelve con un auténtico crecimiento exponencial, cabe pensar que tal apreciación pudiera extenderse de algún modo a las demás culturas, sobre todo a las africanas. De hecho, a veces uno tiene la impresión de que la cultura actual, dada la rapidez e intensidad de la comunicación, está determinada por algo así como una explosión en un espacio cerrado: los distintos torbellino, donde cada uno busca su nuevo lugar y del que saldrá un conjunto profundamente reconfigurado. De ahí la sensación de vértigo e incertidumbre que se apodera del pensamiento cuando intenta buscar líneas claras en el presente o vectores decisivos para el futuro. Creo que Edgar Morin tiene razón cuando postula la necesidad de un nuevo modo de pensamiento para afrontar la situación: un pensamiento que aprenda a moverse en la complejidad, atento a la interacción y al feed-back, que deje atrás la fascinación de lo lineal para moverse el juego de lo uno y lo múltiple, orientándose en la continua complicación del orden, el desorden y la organización (sobre todo en Pensar Europa, Barcelona 1988). En cualquier caso, es evidente que ningún factor concreto puede ser considerado único o decisivo para la nueva configuración, si llega, La caída de los absolutos, de todos los absolutos, es –al menos para los que hemos atravesado de algún modo la historia cultural de occidente- un dato irreversible. Cualquier consideración, desde cualquier ángulo o perspectiva que se presente, ha de ser consciente de su insuperable parcialidad y del carácter relativo e interactivo de su oferta. Por lo demás, bastaría para percatarse de ello la alarma que automáticamente disparan los innumerables anticuerpos que las grandes palabras y los proyectos definitivos han generado en el escarmentado organismo cultural de cada uno de nosotros. Sí, como a mí me ha tocado en este coloquio, se comete la osadía de enfocar el problema desde el ángulo religioso, esto resulta todavía más obvio y urgente. Sobre todo, porque la referencia espontánea de la religión a lo Absoluto y las continuas recaídas de su historia, provocan no sólo la alerta general sino la impresión de que nada ha cambiado en sus hábitos y de que cuanto desde ella se dice tiene pretensiones absolutistas. El clima de un innegable fundamentalismo oficial en las grandes religiones que hoy ocupan el espacio de la atención pública no hace más que alimentar la sospecha y confirmar la impresión. Con todo, hay que decir que no es ése, ni mucho menos, el estilo que anima a la teo-logía viva –no hablo de las directrices oficiales- de occidente. A partir del Humanismo y la Reforma y sobre todo después del tremendo impacto de la Ilustración en la lectura de la Biblia, el núcleo operante del avance teológico puede ser definido como una lucha contra los absolutos dentro de la religión, justamente en nombre del Absoluto que es por esencia, inasequible a la imagen, y tan sólo punto de fuga al infinito de todo esfuerzo humano por formalizarlo en el concepto teórico o en la norma práctica. Albert Schweitzer, después de someter a análisis exhaustivo toda la exégesis del XIX y comienzos del XX acerca de la vida de Jesús – la famosa Lebens-Jesu-Forschung- y de mostrar su fracaso constitutivo, hico ver que esa era acaso su máxima aportación. Afirma que el atrevimiento del cristianismo, sobre todo el protestante, al tocar críticamente sus textos sagrados, investigando con métodos históricos rigurosos la palabra de sus Dios y la vida de su fundador, representa lo más poderosos (das Gewaltigste) que jamás osó y realizó la reflexión religiosa, y que una lucha tan dolorosa y abnegada por la verdad, como la contenida en las vida de Jesús en los últimos cien años, nunca la había visto el mundo ni nunca más la verá (Geschichte der Leben-Jesu-Forscheng (1906), Munchen 1967, pp.44 y 45; cf. Pa. 621). Diagnóstico con el coincide Paul Tillich, otro grande y libre oteador de la cultura y de la teología (Systematische theologie, BD.2, 1958, p. 118). Es importante señalarlo por dos motivos. El primero, porque no fue un movimiento espontáneo de la teología, sino inducido desde fuera por la nueva conciencia crítica que se forjó en ella alrededor de la ilustración. El segundo, porque a pesar de la resistencia oficial, fueron teólogos los que, asumiendo esa conciencia, lo llevaron a cabo y los que sostienen hoy sus consecuencias. Teniendo en cuenta que esa desabsolutización de todo lo demás, eso significa que el pensamiento teológico entró desde su misma entraña en el movimiento cultural que determina nuestra situación y plantea el problema de su futuro. Pero comprendo que en este momento se hace ya preciso un mínimo de concreción. Se impone mostrar cómo la reflexión religiosa puede desde sí misma encuadrarse como un factor más, sin ningún tipo de pretensión exclusivista, en el trabajo común. Dejo de lado, por obvio, el hecho histórico de la parcialización del fenómeno religioso en el mundo en el mundo contemporáneo: la religión es hoy una función concreta entre las muchas de una sociedad diferenciada y un ofrecimiento particular en el mercado del sentido en un mundo secularizado (cf. Sobre todo N. Luhmann, Funktion der Religión, Frankfurt a M. 1977). Voy a concentrarme, aunque sea brevemente, en lo que me parece el punto neurálgico y en cierto sentido, la condición de posibilidad para que la conciencia religiosa asuma su rol en un contexto plural y dialógico. El punto se sitúa, sin lugar a dudas, en la relevación. Este concepto marca la línea divisoria con lo filosófico y suscita de ordinario la impresión de algo a tomar o dejar como un todo opaco, sin transparencia para nuestra visión cognoscitiva y sin posibilidad alguna de control o verificación para nuestro espíritu crítico. De ser así, ciertamente el diálogo resultaría inútil y la colaboración imposible. Pero no lo es, y todo el esfuerzo de una buena parte de la teología de los últimos tiempos se ha dedicado a mostrarlo y a ponerlo en práctica. Personalmente llego algunos años tratando de encuadrar ahí mi aportación primero desde la teología y últimamente desde la filosofía de la religión. La categoría que intenta sintetizar el resultado principal de este esfuerzo es la de mayéutica histórica. No voy, claro está, a fatigar vuestra atención con una exposición de detalle. Me limitaré a unos cuantos apuntes esquemáticos que, a modo de indicación sugerente, apunten por donde camina la intención (cf. A Torres Queiruga, La relevación de Dios en la realización del hombre, Madrid, 1977). La crítica bíblica, flanqueada por la fenomenología de la religión, ha eliminado la idea de la revelación como un dictado divino, mostrando su inserción en la experiencia individual del genio religioso y en le trabajo histórico de la comunidad ( que él promueve al tiempo que es soportado por ella). La revelación es algo que nace en la historia, en un esfuerzo humano que sólo a se reconoce e interpreta asimismo como fundado y apoyado en Dios y que como tal se ofrece al reconocimiento de los demás. Aquí entra la categoría mayéutica. El fundador, el profeta, el genio religioso, incurso en la misma situación de los demás, logra leerla –así lo pretende él- en su profundidad religiosa y ofrece esa lectura a los otros, que se reconocerán o no en ella, y en esa medida la aceptarán o la rechazarán. Dicho más en concreto: cuando Moisés, en la esclavitud egipcia, interpreta su rebeldía contra el látigo opresor del faraón como la voz de Dios que les llama a la dignidad, la protesta y la fuga, está generando revelación. Por un lado, él vive lo mismo que los demás, únicamente lo lee a una profundidad distinta. Por otro, se lo ofrece desde fuera como interpretación de lo que está pasando a ellos mismo por dentro. Es. Pues un ofrecimiento mayéutico: como Sócrates, no pretende con su palabras meterles en el seno la criatura de una idea externa, sino simplemente ayudarles a dar la luz a y poner nombre a la experiencia que llevan dentro y que oscuramente están viviendo. Los que los sigan no tienen por qué hacerlo ciegamente: son remitidos a la propia experiencia, la cual les sirve de contraste y verificación. De hecho, los que nos se reconocen desde dentro en la palabra que se les dice desde fuera, no siguen al líder, no se dejan convencer e incluso pueden, en su caso, ofrecer interpretaciones alternativas. Bien mirado, es lo que sucede en la realidad. (Y adviértase que no sólo en el ámbito religioso: ¿por qué, si no vibramos ante un poeta y no ante otro, y porqué los gallegos nos reconocemos en Rosalía, o todos leemos una época en Cervantes?). Cuando se ve así la relevación, no aparece como un aerolito caído, -en este caso, literalmente- del cielo, sino como algo salido de la entraña misma de la humanidad, en la medida en que ésta se reconoce habitada y promovida por lo Divino; y por eso se la acepta o puede aceptársela. Me gusta en este contexto citar la frase del fino y genial Franza Rosenzweig: La Biblia dice lo mismo que el corazón del hombre, y por eso es revelación. Claro está que también por idéntica razón la rechaza el que no vibra ante esa lectura, el que la considera simple interpretación ilusoria o proyectiva de pulsiones, aspiraciones o intereses ocultos. Pero eso es, justo, lo que interesa, porque lo decisivo está en que en ambos casos –aceptación o rechazo- la opción no es que ni ciega ni arbitraria: dentro de su intencionalidad específica, hablando con la fenomenología, o de su propio juego lingüístico, hablando con el segundo Wittgenstein, ofrece la posibilidad de una verificación, es susceptible de un control racional y, por lo mismo, puede entrar en el espacio libre y abierto del diálogo. (Digamos de paso que lo de histórica aplicado a la mayéutica quiere indicar la inserción del concepto en un contexto diverso del griego, es decir, no volcado hacia el pasado en el eterna repetición de la anámnesis, sino, abierto al futuro en el modo siempre nuevo del anuncio). Desde esta postura la religión, y ya en concreto el cristianismo, queda en franquía para el ofrecimiento y la crítica en el recurrente y nunca acabado proceso de la humanización auténtica. Y esto en dos frentes principales y profundamente imbricados entre sí: primero, en el diálogo con la cultura, y segundo, en el diálogo de las religiones. Una revelación concebida sobre el modelo de la mayéutica pierde su carácter autoritario, que es, con razón, el gran obstáculo que desde la entrada de la modernidad, que es, con razón, el gran obstáculo que desde la entrada de la modernidad escandaliza sin remedio a la nueva sensibilidad cultural. (Ya Lessing lo intuyó con su modelo de la educación del género humano, en tantos aspectos muy a fin al que proponemos). Entonces la relevación sabe que su ofrecimiento no puede apoyarse más que en la evidencia de su verdad y en su efectiva capacidad humanizadora. Y la razón tiene la posibilidad de comprender que acaso sea un empobrecimiento enorme prescindir de la rica plural y escarmentada experiencia de esa que Edgar Morin llamó la religión multimilenaria, que se regenera sin cesar en el desmoronamiento de los mitos y religiones laicas (O.c., p. 81). En cuanto a las religiones, el diálogo vivísimo que está hoy en curso cobra un nuevo realismo, porque la desabsolutización mayéutica parte justamente de que ninguna forma es absoluta y de que no tiene otro derecho ante las demás que su fuerza de convicción en el diálogo libre y respetuoso. Eso le permite aprender que todas las religiones son verdaderas, como igualmente todas son falsas en algunos o muchos aspectos. Pues lo que hay son lecturas situadas, es decir, histórica y relativas, de una Presencia que se da sin que pueda ser nunca enjaulada. El diálogo es entonces encuentro en emergencia, intrínsicamente condicionado por la historia y que debe mantenerse abierto para acoger el mayor o menor acierto dondequiera que aparezca, dejándose aleccionar y corregir por él, al tiempo que ofrece lo que ha descubierto en su historia peculiar. (cómo se concilia esto con la creencia en la Encarnación, es tarea demasiado compleja para discutirla aquí; indiquemos tan sólo que la nueva crítica bíblica y cristológica abre hoy caminos hasta hace poco insospechados. Entre nosotros, R. Pániker es una buena prueba; y yo mismo me he ocupado ampliamente del problema: O.c., c.6.º, pp 243-308 y varios artículos). En ese doble diálogo, un cristianismo desabsolutizado –en lenguaje religioso: desidolizado- se encuentra con los mismos problemas que la cultura europea y de occidente en general: ha generado valores que conquistaron el mundo, en el doble sentido de la convicción racional y de la fuerza bruta; y desde ese mismo mundo su permanente fuerza autocrítica- que es acaso su mejor grandeza- recibe hoy impulsos que les obligan a replantearlo todo desde la raíz. Al menos a algunos, la experiencia religiosa nos ha animado a mantener la esperanza de que toda crisis puede ser siempre un kairós, es decir otra oportunidad para relanzar un futuro donde la salvación no esté del todo ausente.