Sergio Micco Aguayo

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Versione originale spagnola dell’articolo pubblicato in italiano su Popoli n.2/2011.
A causa della rielaborazione da parte della redazione sono possibili differenze
tra il testo originale e la versione italiana.
Verdaderas y falsa reformas en la Iglesia
Sergio Micco Aguayo *
La necesidad de reforma es evidente en la Iglesia católica. Sin embargo, muchos vacilan.
Las resistencias al cambio no solo vienen, como sería de esperar, desde el centro y desde arriba
del sistema vaticano. Proceden también desde abajo y desde los márgenes. Muchos laicos temen
que las críticas se desborden, las posiciones se polaricen y la emigración se precipite en una
institución ya debilitada por una crisis externa. Por ello, unos optan por la lealtad a ultranza y
asumen la actitud de una identidad de resistencia. Fieramente condenan al mundo que critica a su
Iglesia. Otros expresan su lealtad, pasando a ejercer una feligresía del silencio: callan, no se
pronuncian, concurren sin ánimo al oficio dominical y observan con pena los hechos. Otros, los
menos —pues habitan una institución jerárquica—, alzan la voz, critican. Pero sus palabras son
acres, generan desencuentros, y ellos terminan escogiendo la salida.
Los que quieren hablar con justicia y actuar con prudencia se preguntan cómo hacer una
reforma exitosa, es decir, que llegue a puerto y no provoque males mayores que los que pretende
curar. Es la pregunta que se hizo el teólogo dominico Yves Congar en 1950. Recordar su gran
esfuerzo intelectual no solo es pertinente a los tiempos que vivimos en vistas al objeto de su
preocupación, sino también por ser quien es su autor (1). En efecto, Congar estuvo en la
vanguardia de la nueva teología francesa junto a Marie Dominique Chenu y Henri de Lubac. Por
ello, en tiempos de oscuridad, en 1954 “fue expulsado de su puesto de profesor de Le Saulchoir,
en Bélgica, exiliado a Jerusalén y luego a Cambridge y, además, se le prohibió enseñar y publicar
sus investigaciones” (2). Sin embargo, con santa paciencia persistió y fue llamado por el papa
Juan XXIII a jugar un importante papel en el Concilio Vaticano II. Vio coronado muchos de sus
esfuerzos teológicos, aunque nunca dejó de ser perseguido por la institución a la que él siempre
amó. Su divisa pareciera ser: “Hay que aceptar a la Iglesia, pero no tal como ella es”.
Yves Congar se preguntó qué hizo que Pedro Valdo fracasase en su intento de reformar la
Iglesia y que, en contraste, san Francisco de Asís le regalase a esta un poderoso renacer que aún
conmueve a millones de seres humanos.
Ambos fueron casi contemporáneos en la Europa medieval. De jóvenes, fueron ricos que lo
vendieron todo para formar una orden mendicante que llamó a la conversión evangélica a una
cristiandad endurecida. Sus adeptos se llegaron a contar por decenas de miles. En tiempos de
hambruna recorrían los caminos, dando de comer. Valdo incluso se adelantó a la reforma
protestante. La mitad de su dinero fue a los pobres y la otra se destinó a sufragar la traducción —
del latín al romance— del Nuevo Testamento. Sus seguidores, los Pobres de Lyon, lo regalaban a
una multitud deseosa de renovación. Pero Valdo fue excomulgado en 1181 y san Francisco de
Asís, por el contrario, canonizado el año 1228. “El pobrecillo de Asís”, cambiando la Iglesia,
apuntó al renacimiento de una Europa cristiana. “Los Pobres de Lyon”, perseguidos y confundidos,
desaparecieron de la faz de la cristiandad. ¿Por qué san Francisco sí y Valdo no? La respuesta la
da el padre Jean Baptiste Henri Lacordaire: “Él (Valdo) creyó que era imposible salvar a la Iglesia
a través de la Iglesia” (3). Por el contrario, san Francisco nunca renunció a ello.
Condiciones para la reforma
Congar estudia, discierne, ora y concluye que cuatro son las condiciones para el éxito de la
reforma.
La primera es la primacía de la caridad y de la pastoral. La reforma vive del profetismo, de
la creencia de tener una misión que llama a un nuevo nacimiento dentro de una familia a la cual,
más allá de las críticas y de la aspereza de la lucha, nunca se deja de pertenecer
entrañablemente. Pero atención: la reforma es para servir pastoral y apostólicamente las
necesidades espirituales de las personas. No se trata de promover ideas luminosas que hagan del
cristianismo un sistema de pensamiento cuyo ídolo es la verdad de los sabios. Nada de quimeras,
excesos ni unilateralismos sectarios. San Francisco de Asís no hace de la pobreza, de la
continencia ni de la humildad armas arrojadizas o herramientas teóricas en contra de la propiedad,
el matrimonio, el saber o la Jerarquía. Vive santamente su verdad, rompiendo con una religiosidad
distinguida para gente distinguida. Por eso, hasta los lobos y aves del campo parecen amarlo y
seguirlo.
La segunda condición es mantenerse en la comunión con el todo. En el ejercicio de la
misión profética o reformadora, nunca hay que perder contacto viviente con todo el cuerpo de la
Iglesia. Esta no puede ser otra cosa que una asamblea de apóstoles que reciben juntos su misión
y actúan “pensando y queriendo dentro del espíritu y el corazón de todos” (4). Nadie puede
comprender, realizar ni formular toda la verdad contenida en la Iglesia. Es católico quien,
afirmando su verdad, nunca niega a los otros ni se sustrae de la comunión con todos los que son
admitidos en ella. Este sentire cum ecclesia no es conformismo a una regla exterior, sino que
sentire vere in Ecclesia militante, dándole nueva vida al viejo cuerpo (5).
La tercera condición es la paciencia y el respeto de los plazos de la Iglesia. Quien no
respeta los plazos de Dios, de la Iglesia y de la vida, marcha a la desesperación, a la salida y a la
decisión cismática. El querer hacerlo todo, solo y ahora, lleva al apuro desquiciador y a la
angustiosa carga del presente. Cada día tiene su afán. Toda larga marcha se inicia con un primer
y modesto paso. Las grandes cosas se hacen “sin prisa pero sin pausa”. Como a la Iglesia no le
gustan los hechos consumados ni la via facti, normalmente el reformador impaciente termina
trabajando para su enemigo: el conservador a ultranza. Por ello, paciencia. Paciencia que, más
que una cuestión cronológica, es una actitud de carácter. Templanza, disposición del alma,
humildad fuerte, espíritu liviano, conciencia de las miserias e imperfecciones propias y de los
otros. Las ideas pueden ser puras; la realidad y la vida no lo son. Solo lo que se hace con la
colaboración del tiempo puede vencer al tiempo. Sin embargo, los plazos no son eternos. Haber
retrasado un Concilio reformador que se pedía desde hacía más de cincuenta años arrastró a
Lutero al convencimiento de que la reforma no solo sería sin la Iglesia, sino contra ella. Cuando el
Concilio de Trento se inició en 1545, a Lutero le quedaban dos meses de vida.
La cuarta condición es apostar a la reforma como retorno a los principios de la tradición y
no como imposición mecánica de una novedad. Es cierto que normalmente el impacto que pondrá
en movimiento la reforma vendrá del mundo, pero ella no podrá hacerse desde fortalezas
extranjeras. Revertimini ad fontes, dijo san Pío X. Volver a las fuentes litúrgicas, bíblicas y
patrísticas (6). La gran ley del reformismo católico es partir por un retorno a los principios,
interrogando a la tradición. En ella siempre encontraremos fuentes de inspiración. La Iglesia es
como un frondoso árbol del que nacen mil distintas ramas de sabiduría. Es como una vieja
mansión donde siempre habrá un cerrado cuarto a abrir para descubrir tesoros olvidados que
estaban esperando una nueva oportunidad para maravillar. La tradición no es rutina ni pasado. Es
un depósito inagotable de los tesoros del don inicial, de los textos y realidades del cristianismo
primitivo, del pensamiento de los Padres de la Iglesia, de la fe y las plegarias, liturgias y oraciones
de todo un pueblo de Dios, de las búsquedas auténticas de los doctores y de los místicos, del
desarrollo de la piedad y del movimiento de la Iglesia concreta, perpetuamente en trabajo de dar
continuidad al evangelio original bajo la regulación del Magisterio (7). Basar, así, la reforma en una
firme teología eclesiológica. Discernir y asimilar a partir y desde dentro del espíritu y la conciencia
católica. Abrir la Iglesia a la plenitud o universalidad de la unidad.
Conclusión
En suma, para Congar la falsa reforma es “uso de un proceso puramente racional,
terquedad individualista en la convicción de tener la razón contra la tradición común de la Iglesia,
impaciencia del espíritu; en fin, ausencia de retorno a las fuentes profundas de los principios
mismos y elaboración puramente cerebral de un programa artificial extraño a una tradición
concreta y viviente” (8). Por el contrario, la reforma de la Iglesia es tarea de un equipo y de, a lo
menos, una generación. Consiste en volver a traer la Buena Nueva, bajo nuevas formas e
inescrutables caminos, a los pobres, a las viudas, a los huérfanos, a los extranjeros de hoy.
¿Generación entera? “No”, dice Congar “Mejor aún, obra de todo un pueblo (quiero decir: de todo
el cuerpo de la Iglesia, clérigos y laicos), pues no puede realizarse sino bajo el impulso de los
elementos proféticos y dentro de la comunión de toda la Iglesia” (9).
A los laicos que temen a la crítica del mundo y los cambios necesarios, se les debiera decir
que Cristo dijo “Yo soy la verdad, el camino y la vida”, no “Yo soy la costumbre”. A los laicos que
guardan silencio y miran temerosos hacia la Jerarquía, esperando un cambio, expresarles que
ellos también son sacerdotes y profetas llamados a dar testimonio en el mundo y a decirles a sus
autoridades la verdad, sacándolas de una rutina ilusoria por ruinosa, dadora de falsas
seguridades. Ante los laicos impacientes, próximos a la desesperación y a la salida de una
institución que consideran envejecida hasta la muerte, debiera apelar a la esperanza activa de san
Pablo en aquello de “No apaguéis al Espíritu. No menospreciéis las profecías. Examinadlo todo;
retened lo bueno. Absteneos de toda especie de mal” (1 Tesalonicenses, 19-22). Valdo no lo
creyó posible y fue vencido. En cambio, san Francisco de Asís entendió aquello de “hacer todas
las cosas nuevas” y, casi desnudo, triunfó.
© Mensaje
1) Descubrí en la Biblioteca de la Universidad Alberto Hurtado la edición francesa de
Verdaderas y falsas reformas en la Iglesia. Se consigna: “Le Saulchoir, 30 avril 1950”. Forma parte
de un monumental esfuerzo de pensar la comunión católica en ocho cuadernos. Este es el cuarto,
de 648 páginas. Congar, Yves: Vrai et fausse reforme dans l’église. Edition du Cerf, París, 1950.
2) Woodrow, Alain: “Concilio Vaticano II. Congar: Diario de un testigo”. Revista Mensaje N°
516, enero-febrero 2003, p. 15.
3) Congar, Yves: Vrai et fausse reforme dans l’église. Edition du Cerf, París, 1950, p. 251.
4) Ibídem, p. 271.
5) Ibídem, p. 274.
6) Ibídem, p. 337.
7) Ibídem, p. 336.
8) Ibídem, p. 342.
9) Ibídem, p. 347.
* Abogado, magíster en Ciencia Política y doctor en Filosofía Instituto de Asuntos Públicos
de la Universidad de Chile.
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