jesse owens - miguel vidal

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_________Entrevistas inolvidables
La entrevista tuvo lugar en su domicilio de Phoenix (Arizona) y la foto
la hizo la propia esposa de Jesse Owens, mientras el mítico atleta se
quitó los tubos de oxígeno de la nariz. “Para que los españoles no me
vean así”, dijo. (Foto: RUTH OWENS)
JESSE OWENS, LA LEYENDA
OLÍMPICA
*"¿Hitler?. Ni me acordé de mirarle: para mí lo
importante en Berlin fue competir y ganar"
*”Lloré el día que supe que Lutz Long había
muerto en la guerra”
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Jesse Owens se estaba muriendo. Yo no lo sabía,
pero Ruth, su esposa, que me reconoció de cuando
cuatro años atrás había estado infructuosamente en
su casa, me alertó. Se abrazó a mi y entre sollozos
dijo:
--Mi marido se está muriendo de cáncer de pulmón.
Ayer lo trajeron deshauciado del hospital de
Tucson y los médicos le dan una semana de vida, a
lo sumo dos. El no sabe nada: cree que es una
simple neumonia. Te prometi que si volvías esta iba
a ser tu casa. Pasa, dentro está Jesse...
Entré. Jesse Owens estaba viendo una película del
oeste con John Wayne de protagonista. Me saludó
con afecto, pero al principio se negaba a que le
hiciera fotos. "No quiero que los españoles me vean
así", decía. "Señor Owens, si no nos hacemos una
fotografía usted y yo, nadie va a creer que he
estado aquí", le contesté. Entonces asintió, se quitó
los tubos de la botella de oxígeno que le ayudaba a
respirar y Ruth nos fotografió juntos. Después
hablamos un rato, en lo que seguramente sería su
última entrevista y me dedicó una foto de su época
de atleta, en la que aparecía en pleno sprint, que
quizá fuera también su último autógrafo y que yo
guardo en mi estudio con enorme cariño. El 1 de
abril falleció. La noticia de su muerte me pilló en
Madrid, veinte días después de que se publicara la
entrevista que gracias a la maravillosa persona que
era Ruth le había hecho dos meses antes. La de
Jesse Owens, que titulé "La Leyenda Olímpica se
nos muere", fue la entrega número tres de la serie
"Los Viejos Dioses Olímpicos". La Agencia EFE
compró al Diario AS los derechos para distribuirla
por los principales periódicos de los cinco
continentes y la Agencia France Press distribuyó a
todos los medios de habla francesa la frase
relacionada con Hitler, en la que Jesse Owens, en
su lecho de muerte, desmintió una mentira mil
veces repetida: jamás vió de cerca a Hitler.
Autógrafo de Jesse Owens.”To Miguel my best wishes. Abrazos”,
dice.
Mil novecientos ochenta puede suponer, supuso, una
puñalada mortal para el olimpismo. La politización del
evento de Moscú llevaba trazas de acabar con el
sentido de los Juegos. Por otro lado, se nos fue Jesse
Owens, el genuino representante de un movimiento
que junto al esfuerzo físico exige un espíritu
excepcional. Y Jesse Owens lo tenía, ayudado por una
mujer, Ruth, de una simpatia y una bondad
absolutamente increíble. Cuarenta y siete años junto al
hombre-ídolo, junto al hombre-símbolo, sin que jamás
haya habido una desavenencia. El matrimonio
perfecto. "Jamás --dice Ruth en un aparte, mientras me
enseña la piscina-- he discutido con Jesse. Es un
hombre bueno como pocos".
El caso es que James Cleveland Owens, Jesse para
todos, se nos fue, víctima de un cáncer de pulmón, él,
que siempre tuvo una vida oxigenada. Fue una fuerte
Autógrafo de Jesse Owens. “Para Miguel mis mejores deseos.
Abrazos”, dice.
impresión encontrármelo en su soleada casa de
Arizona, en la East Acotilla Lane de Phoenix, la
capital del Estado, alimentándose por un tubo y
hablando con un hilo de voz.
--Oh!, boy... I'm very sick...
Pero muy enfermo y todo, enfermo de irse, tuvo un
gesto de grandeza que nunca podré agradecerle
bastante. Un gesto que sólo un hombre de su categoría
puede tener. Pidió unas nuevas gafas a su mujer, a la
que llamaba Baby, se quitó los tubos de la nariz para
las fotos --"no quiero que los aficionados españoles
me vean así"-- y me rogó paciencia para la charla, en
la que de vez en cuando iba intercalando las pocas
palabras en español que conocía. El recuento de su
vida en estas condiciones revestía una especial
emoción. Algo difícil de explicar con palabras.
-Nací en Oakville, Alabama, en 1916. Desdé muy
niño trabajé con mis otros hermanos en los campos
de algodón. Mi padre, Henry Owens, trabajaba
una parcela de veinte hectáreas con nuestra ayuda.
Trabajábamos de sol a sol. Apenas veía a nadie y la
vida, aunque dura, transcurría tranquilamente.
Recuerdo que mi primer enfado, mi primera pena,
la tuve a los ocho años, cuando alguien me llamó
"negro" por primera vez. En tono despectivo,
claro, que es como duele.
Una larga pausa, por recomendación de su mujer.
Después, vuelta a la carga:
--A los diez años nos fuimos a vivir a Cleveland, en
Ohio. Pisé por primera vez un colegio, trabajé
como vendedor de gasolina, de periódicos, de
ascensorista, hasta que teniendo trece años se cruzó
en mi camino un hombre, Charles Riley, que se
propuso hacer de mí un atleta.
--Hizo de usted un campeón...
--Un campeón y un hombre. Yo entonces tenía un
físico muy raquítico, e incluso sufría
frecuentemente de neumonía, pero cuando Riley se
hizo cargo de mi preparación también mi físico
cambió como por milagro. Bien es verdad que los
nueve hermanos trabajábamos todos y en casa no
faltaba ni ropa ni comida caliente. Algo importante
y que siempre he deseado para todas las familias,
sean del color que sean.
A los diecisiete años Jesse y Ruth se conocieron y
decidieron casarse. Ambos aún sonreían tímidamente
cuando me lo recordaban. A Jesse, quizá por la
emoción del recuerdo mezclada con la angustia del
presente, se le hizo la voz más fuerte, más audible,
cuando decía:
--Ruth fue mi primera novia y mi primer y único
amor. Y ha tenido una importancia decisiva en mi
vida, ya que para obtener una posición decente
luché con todas mis fuerzas contra el tiempo y la
distancia, que son las metas del atleta. Y me fue
bien.
--Va a la Olimpiada de Berlín y causa sensación...
--Tuve suerte. Yo confiaba en mis fuerzas, pero
como en aquellos tiempos los medios de
comunicación eran escasos, la Olimpiada era una
especie de sorpresa. Nadie conocía las marcas
previas del rival, lo que hacía que cada una
acudiera creyendo que era el mejor.
--Pero el mejor fue usted...
--Gané cuatro medallas de oro, y lo que es mejor,
un gran amigo: Lutz Long. Sabíamos que Adolf
Hitler proclamaba diferencias de razas y él era
blanco y yo negro. Pero en el deporte, por encima
de todo, está el compañerismo y Long me dio una
maravillosa lección en este sentido cuando colocó
su chándal en el punto exacto donde debía colocar
el pie en el salto de longitud y evitar así que me
descalificaran. Le gané la prueba, porque así es el
deporte, y cuando nos abrazamos, las cien mil
personas del estadio nos ovacionaron. ¿Hitler? Ni
me acordé de mirarle. Sabía que llegaba al estadio
por los murmullos de la gente: para mí lo
importante era competir y ganar. Y haber hecho
un amigo. Lloré el día que supe que Lutz Long
había muerto en la guerra.
Cargado de gloria y con cuatro medallas de oro en el
equipaje --100 metros, 200, 4 x 100 metros relevos y
longitud--, Jesse Owens tuvo un recibimiento
gigantesco a su llegada a Nueva York. Como ha
habido pocos. Los negros le veían como un símbolo de
su raza y los blancos como el americano que había
ridiculizado al Führer.
Pero detrás de los aplausos y las serpentinas se
escondía la realidad. Una realidad amarga:
--Después de Berlín, a pesar de las cuatro medallas,
nadie me ofreció un trabajo decente. Y como tenía
una familia que mantener, empecé ganándome la
vida corriendo contra caballos. Quizá fuera
degradante desde el punto de vista atlético, pero
jamás uno debe ser tan orgulloso como para
despreciar un ingreso decente. Después, en 1938,
alguien me propuso participar en un negocio de
lavanderías: él ponía el dinero y yo el nombre. Pero
el "pájaro" voló y yo tuve que hacerme cargo de
las deudas. Nada menos que cincuenta mil dólares.
Tuvimos que vender una casa que teníamos en
Chicago y, con la guerra y todo, me encontré con
que a los cuarenta años no tenía oficio ni beneficio.
Menos mal que surgió la posibilidad de
convertirme en relaciones públicas y en esto sigo.
Trabajo ahora para cinco empresas distintas. Una
de ellas comercializa los sellos y las medallas
conmemorativas de la Olimpiada de Moscú.
--Una Olimpiada polémica, Mr. Owens...
Se ha quedado callado y pensativo. Y mide sus
palabras al responder:
--La política se ha adueñado de todo. La Olimpiada
de 1936 también suscitó muchos comentarios, pero
hoy los jóvenes están más politizados que en mi
época: yo fui a Alemania porque era una
oportunidad para viajar. Y una oportunidad para
tener una vida más agradable a partir del éxito:
desde que comencé en el atletismo siempre había
soñado con una medalla. Y esto es lo que debe de
tenerse en cuenta fundamentalmente: el deportista
sólo piensa en ganar. En nada más.
Tengo que poner punto final. La cortesía con el
enfermo lo exige. Pero antes no resisto a preguntarle si
se considera un símbolo para su raza. Su carisma es
tan grande que incluso puede compararse al de Martin
Lutero King.
--Más que un símbolo, me considero un hombre
realizado. Tengo amor, tengo recuerdos y mis
semejantes me respetan.
Ruth, con un tacto exquisito, me invita a ver la
soberbia casa, desde la que se divisa la Squaw Pike,
una de las montañas más bonitas de Arizona. La
montaña de la mujer india. Y con un tono apagado,
rezumando tristeza por lo que se avecina, me habla de
sus cuatro hijas, de su hijo Jesse, de los siete nietos y
ya un bisnieto, que viven, todos ellos, en Chicago.
James Cleveland Owens, Jesse para todos, se nos iba.
Se fue. La leyenda olímpica consumía sus últimas
fuerzas en un sillón de la East Acotilla Lane de
Phoenix. Un sillón desde el que podía contemplar toda
una pared cubierta de fotografías, trofeos, premios y
las cuatro medallas de oro conseguidas hace ya
cuarenta y cuatro años en la Olimpiada de Berlín, que
le han valido justa fama de dios Zeus en el Olimpo de
tartán.
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